Hechos 21

 
Al comenzar este capítulo, vemos que Lucas todavía estaba con Pablo y su compañía, y rastreamos su viaje hasta Jerusalén. Al llegar a Tiro, evidentemente buscaron discípulos, si es que había alguno, y los encontraron. A través de estos hombres anónimos, el Espíritu dio un mensaje a Pablo en el sentido de que no debía ir a Jerusalén. A los efesios les había hablado de estar obligado en su propio espíritu a subir. Evidentemente su propia convicción interior era tan fuerte que no aceptó la palabra a través de los humildes hombres de Tiro. Parece ser un caso en el que permite que convicciones poderosas anulen la voz del Espíritu que le llega desde fuera. Ahí debemos dejarlo, sólo observando que si es así, se nos permite ver en la historia subsiguiente cómo Dios anuló el error para el bien final, aunque significó muchos problemas para Pablo.
Al salir de Tiro hubo otra de estas hermosas reuniones improvisadas de oración, así como, al llegar a Cesarea, tenemos una visión de la hospitalidad cristiana de aquellos días. Felipe, el evangelista del capítulo 8, fue su anfitrión. Sus hijas nos suministran ejemplos de mujeres que tenían dones proféticos, los cuales ejercían sin duda de acuerdo con las instrucciones bíblicas para el servicio de las mujeres.
En esa ciudad se dio más testimonio por medio del profeta Agabo en cuanto a lo que le esperaba a Pablo en Jerusalén. De nuevo vemos una conmovedora muestra de afecto por Pablo, tanto por parte de sus compañeros como de los santos de Cesarea: una muestra también de la disposición de Pablo a dar su vida por el nombre del Señor Jesús. Incidentalmente, vemos indicado el proceder sabio cuando existe una diferencia de opinión que no puede ser eliminada. Todos tenemos que callar, deseando sólo que en este asunto se haga la voluntad del Señor, cualquiera que sea.
Al llegar a Jerusalén, Pablo informó a Santiago y a los ancianos lo que Dios había obrado por medio de él entre los gentiles. Glorificaron al Señor en esto, porque estaban dispuestos a reconocerlos en Cristo, de acuerdo con lo que se había decidido en la conferencia, de la cual leemos en el capítulo 15. Los gentiles no debían ser puestos bajo el yugo de la ley. Pero si los judíos creyentes debían observar sus antiguas costumbres era otra cuestión. Los hermanos de Jerusalén instaron a Pablo a que aprovechara la oportunidad de que cuatro hombres hicieran un voto para asociarse con ellos, especialmente porque se le acusaba de haber estado enseñando a los judíos a abandonar sus costumbres. Consideraron oportuno que contradijera estos rumores de esta manera.
Otra cosa que estaba detrás de la sugerencia era que ahora había miles de judíos que creían en Cristo, pero todos eran celosos de la ley. Hubiéramos pensado que habrían sido celosos del Evangelio y de sus esperanzas celestiales, pero evidentemente no habían logrado comprender el verdadero carácter de aquello a lo que habían sido introducidos. Fue a cristianos judíos como éstos a quienes se escribió la Epístola a los Hebreos. De hecho, eran “torpes de oído” (cap. 28:27) y tenían “necesidad de que alguien os enseñe otra vez cuáles son los primeros principios de los oráculos de Dios” (Heb. 5:1212For when for the time ye ought to be teachers, ye have need that one teach you again which be the first principles of the oracles of God; and are become such as have need of milk, and not of strong meat. (Hebrews 5:12)), necesitando “leche y no comida fuerte”. En consecuencia, se les exhortó a “ir a la perfección” (Hebreos 6:1).
La acción recomendada a Pablo, y que él tomó, no estaba calculada para llevarlos a la perfección. Fue un acto de conveniencia, hecho para evitar problemas, y como suele suceder en el caso, fracasó por completo en su objetivo. Llevó a Pablo al templo donde era más probable que se encontraran sus adversarios. Se metió en problemas en lugar de evitarlos. El motín contra él fue fomentado por judíos de Asia, hombres que sin duda habían estado implicados en el motín de Éfeso. Actuaron bajo la suposición de que Pablo había profanado el templo al llevar a él a un gentil de Éfeso. La suposición era evidentemente errónea. No lo había hecho, sino que había entrado él mismo, suponiendo que así podría desarmar sus prejuicios, y esta suposición también resultó ser errónea.
Sin embargo, la mano de Dios estaba sobre todo lo que sucedía. La profecía de Agabo se cumplió. Pablo perdió su libertad. Sin embargo, gracias a la acción del capitán romano fue rescatado de la violencia del pueblo. Los días de sus labores evangelísticas gratuitas habían terminado, excepto quizás por un corto tiempo justo antes del fin. Ahora comenzaba el período en el que había de dar un poderoso testimonio al populacho de Jerusalén, seguido de un testimonio ante gobernadores y reyes, y aun ante el mismo Nerón. Dios sabe cómo hacer que la ira del hombre lo alabe y refrene el resto de la ira. Sabe también cómo anular cualquier error que puedan cometer sus siervos, y al mismo tiempo que cierra ante ellos ciertas líneas de servicio, abrir otras líneas, que en última instancia pueden resultar de mayor importancia. Fue el encarcelamiento de Pablo lo que lo llevó a escribir esas epístolas inspiradas que han edificado a la iglesia durante diecinueve siglos.