Capítulo 9: el deseo de un soldado; o, la oración y su respuesta

 •  40 min. read  •  grade level: 11
Listen from:
Hechos 10; 11:1-18
POSIBLEMENTE algunos de mis oyentes esta noche dirán que esta es una historia más bien larga, pero es una historia muy interesante. Si para ti no, amigo mío, para mí es profundamente interesante; y ello por la razón de que, en esta notable narración, el Espíritu de Dios nos describe la manera en que el evangelio de la gracia de Dios se mostró por vez primera a los gentiles. Tenéis que tener en cuenta que el judío se hallaba nacionalmente en relación con Dios, pero los gentiles—los paganos, porque éste es el sentido de la palabra—no tenían relación con Dios. Es a los tales que el Apóstol Pablo les dice: "Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Ef. 2:11, 12). Como gentiles no tenían vínculo con Dios, y por ello no se puede comprender este capítulo hasta que no se vea claramente que Dios estaba iniciando una nueva obra de gracia. Era el comienzo de algo totalmente nuevo en los caminos de Dios. Estaba enviando, y estaba decidido a enviar, el evangelio—las buenas nuevas de Su amor—más allá de los límites de Israel. Iba a proclamar las buenas nuevas de Su amor a naciones que nunca hasta entonces las habían oído.
No sé cómo os sentís, pero puedo decir, desde el fondo de mi corazón, ¡Gracias a Dios, que Él lo haya hecho así; porque resulta que yo pertenezco a los que han oído las buenas nuevas, y supongo que vosotros también. Si eres un judío, también el Salvador es para ti, pero aquí se proclama por vez primera que los gentiles tienen un Salvador y una salvación eterna, y se nos introduce en la primera compañía de gentiles que, como tales, oyeron y recibieron el evangelio.
El primer trofeo de gracia entre los gentiles fue este notable centurión, llamado Cornelio. Es evidente que era italiano, porque pertenecía a la compañía llamada italiana. Era un centurión romano, un hombre de carácter remarcable, pero viviendo entonces en Cesarea, que desde el punto de vista de los romanos era la base militar más importante. Estaba allí al mando de una compañía de soldados. Por una u otra razón este hombre se hallaba ansioso de conocer la salvación de Dios. Era un hombre que iba en pos de la luz, y nadie puede leer este pasaje sin quedarse impresionado por el hecho de que se hallara en un ansia tan profunda; al rojo vivo, como diría yo. Su carácter era bastante singular, para venir de un soldado romano, porque era "piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre" (v. 2).
¿Y qué sucede con el hombre que nunca ora? Dios puede salvar incluso al tal hombre, pero es interesante ver que este hombre estaba dedicado a la oración. No se dedicaba solamente a la oración, sino que resulta que estaba ayunando hasta la hora novena del día. Este hombre, como he dicho, se hallaba en un ansia profunda: no había roto su ayuno hasta las tres de la tarde. ¿Qué le pasaba? Había pasado su tiempo esperando en Dios para obtener luz. No es de asombrar que este hombre obtuviera bendición: se hallaba en una gran ansia, en una profunda ansia, delante de Dios. Quería obtener Su bendición, y la obtuvo. ¿Quieres bendición? Entonces, si es así, ¡ansíala!
Aquí veo el valor de la oración. No te diré que tengas que orar a Dios a fin de ser salvado: esto haría que tu salvación dependiera de tus oraciones, lo cual es falso. Pero cuando hallo a una persona profundamente despertada por el Espíritu de Dios, y es ejercitada delante de Dios acerca de su alma, veo que los anhelos de su corazón brotan en oración. No tiene mucha luz, pero puede orar. Quiere a Cristo: sabe que hay algo a tener, y que no posee. El centurión era un hombre, que en este momento estaba ya convertido, pero que aún no gozaba de paz con Dios. Había sido vivificado por el Espíritu de Dios, pero no conocía el evangelio. No era un formalista, un fariseo frío, dependiente de ritos y de ceremonias: era un hombre cuyo carácter externo, creo yo, se compararía favorablemente con el de cualquiera de los que nos hallamos en este auditorio esta noche. No sé si tú serás conocido como "piadoso y temeroso de Dios" con toda tu casa (observa esto con atención, porque posiblemente era una familia bastante grande) "y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre." Aquí tenemos a un hombre devoto, temeroso de Dios, benevolente, y de oración, y a pesar de ello no estaba salvado.
Pero, dirás tú, "si esto no salva a una persona, ¿qué la salvará? Ni esto ni mil veces esto. Esto no salva. Pero, dices, "usted ha dicho que era un hombre convertido." Si, creo que lo era; era un hombre que se había vuelto a Dios; pero cuando digo "salvado," utilizo la palabra con precaución. La utilizo, como se utiliza en el Nuevo Testamento, para significar a una persona que está en la libertad de la nueva creación: una persona que conoce la libertad de la gracia de Dios, que sabe lo que es ser llevado a Dios; una persona que sabe que tiene sus pecados perdonados, que ha sido aceptado por Dios, y que Le puede llamar Padre. Todo esto Cornelio no lo conocía. ¡Oh!—dirás tú—¿Puede un hombre estar convertido, y a pesar de ello no saber que está salvado? Hay cientos de personas que están verdaderamente convertidos, y que a pesar de ello no saben que sus pecados están perdonados. Es posible, amigo mío, que tú seas uno de ellos: has estado anhelando a Cristo y la luz por semanas y semanas; temes a Dios; estás con un profundo anhelo de poseer la bendición de Dios; le has dado la espalda al mundo; y a pesar de ello todavía no gozas de paz. ¿Por qué? Deberías tenerla. El hecho es que no estás sencillamente reposando en la obra acabada de Cristo, ni en el testimonio de la satisfacción de Dios por esta obra. Esto es lo único que da al alma una paz sólida.
Cornelio era un hombre que nunca había oído el evangelio, y al ser gentil el centurión era una persona que no tenía derecho, o, mejor dicho—creía no tener derecho—a la salvación. Él sabía que Jehová era el Dios de los judíos, y sabía que la salvación era de los judíos, e indudablemente se dijo, "Yo soy extranjero, y por ello no tengo derecho a ella." Veis, su propia justicia y honradez eran el origen de su angustia. ¡Considerad entonces cómo Dios se goza en encontrarse con este ansioso hombre! Considerad cómo Él desea encontrarse con el hombre que se halla en ansiedad. Él toma toda su carga, por así decirlo, a fin de traer libertad, y bendición, y paz a este hombre angustiado. Amigos míos, quisiera que conocierais el profundo interés que Dios se toma en la salvación del hombre. ¡Hombre mundano, tú que tan poco piensas en Dios, si tan solamente conocieras el amor de Su corazón, y el infinito interés que Él se toma en ti, tu corazón quedaría de inmediato capturado por Él!
¡Considera este capítulo! Él envía a Su ángel al angustiado hombre, y envía una visión a Su siervo orante, Pedro.
En este capítulo tenemos a Cornelio, por una parte, orando en Cesarea, y a otro hombre orando a unos sesenta y cinco kilómetros de allí, en el terrado de una casa. Los dos están siendo preparados por Dios para el mutuo encuentro. Él envía al ansioso hombre un ángel y le dice, por así decirlo: Sé lo que quieres, Cornelio; conseguirás lo que deseas. Y le dice a Pedro, por medio de la visión, en el terrado de aquella casa, "Quiero que te libres de tus viejos prejuicios judíos; tienes que echar a un lado todas tus viejas ideas y prejuicios, sácatelos de la cabeza, y tienes que ir y hacer lo que te ordeno." Así Él prepara al siervo, antes de que entre en contacto con aquel pobre gentil anhelante, a quien tiene que llevarle las noticias del evangelio.
Un hombre puede dirigirse a Dios, y su alma puede ser vivificada por el Espíritu de Dios, puede tener deseos santos, y puede temer a Dios, y a pesar de ello puede nunca realmente saber qué es el evangelio. Puede que me preguntes: ¿Qué es el evangelio? Creo que este capítulo te lo expondrá, pero, en resumen, permite que te explique qué quiero decir por evangelio. El evangelio que ahora viene de parte de Dios resulta ser el fruto y el resultado de la obra expiatoria del Señor Jesucristo, y, por Su gracia derramada ahora sobre la tierra, hay el ministerio del Espíritu de Dios, descendido del cielo, un testigo verdadero y bendito que habla de perdón, y de redención, y que te asegura de que, creyendo en el Señor Jesucristo, estás salvo, que tus pecados están perdonados, y que eres un hijo de Dios. Tú, como hijo de Dios, recibes el Espíritu Santo, que te introduce en el gozo y en la satisfacción que provee la cristiandad.
Mi idea de un cristiano es la de una persona que se halla rebosando de gozo desde el inicio hasta el final del año. Dirás tú: "No encuentro a muchos de estas características." Lo admito; pero es que no tienes los de las características correctas ante ti. Mira a Pablo: Le hallarás lleno de gozo y de paz. Pero tú dirás, "Él era un Apóstol." Ya lo sé, pero no fue precisamente su apostolado lo que le llenó de gozo, sino el conocimiento de Cristo habitando en él. ¿Y qué es lo que llenará tu corazón con gozo? ¿Qué es lo que ha llenado mi corazón de gozo durante estos treinta y siete años?
¡Cristo! Sí, y Él llenará vuestro corazón de gozo: Él perdonará vuestros pecados, aquí donde os halláis, y os salvará, y os hará saber que estáis salvados mediante la obra que Él ha cumplido por vosotros.
Veamos cómo Cornelio recibió la bendición. Se hallaba él en oración, y es evidente que vio una visión, alrededor de las tres de la tarde, de "un ángel de Dios [que] entraba donde él se hallaba, y le decía: Cornelio" (v. 3). Se atemorizó; y así sucede con toda persona cuando Dios se le acerca. Pecador: Te sentirás atemorizado cuando sientas que Dios se te aproxima. Jacob tuvo temor cuando Dios se le acercó aquella noche que se quedó solo a la orilla del río. Los pastores sintieron temor cuando los ángeles se les presentaron para hablarles del nacimiento del Salvador. Cornelio sintió temor. Todavía no ha habido un solo hombre que no sintiera temor cuando el Señor se le aproxima, debido a que la conciencia le dice a él—como me pasó a mí también—que el pecador en sus pecados no es apto para la presencia de Dios.
El ángel se dirige a Cornelio, y le dice, "Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios. Envía, pues, ahora hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro. Este posa en casa de cierto Simón curtidor, que tiene su casa junto al mar; él te dirá lo que es necesario que hagas" (vv. 4-6).
Y cuando Simón llega a aquella alma angustiada, ¿observáis lo que le dice que haga? "De este dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren, recibirán perdón de pecados por Su nombre" (v. 43). Lo que dice el mensajero al alma angustiada, cuando llega a su presencia, es: Cree en el Hijo de Dios; cree en Aquel que el mundo ha rehusado, y al que Dios ha tomado a la gloria. Le dice que todos los profetas dan testimonio de esta verdad bendita, que de Cristo él obtendrá el perdón de sus pecados, y que todo lo que tiene que "hacer" es creer en Él.
Bien, ¿qué encuentro yo que este hombre hace? El ángel se va, y Cornelio, ahora en una verdadera ansia de alma, llama de inmediato a "dos de sus criados, y a un devoto soldado de los que le asistían, a los cuales envió a Jope, después de haberles contado todo" (vv. 7, 8). ¡No mañana, no! Está bien claro que fue aquel mismo día. Salieron aquel día. Cornelio no fue como una gran multitud de perezosos pecadores de hoy en día, que van dejando la salvación de sus almas para mañana. Me encontré un día con un joven de este tipo. Hacía un par de semanas que un amigo suyo había muerto, y después de llegar a casa de vuelta del funeral, le dijo a un cristiano: "Este joven se convirtió en su lecho de muerte. ¿Cree usted en arrepentimientos en el lecho de muerte?" "Si," dijo el cristiano. "¡Ah!, esto está bien, Así lo haré yo." "¿Qué es lo que harás tú?", le preguntó su amigo. "Dejaré esto de ser cristiano hasta la hora de mi muerte." ¡Terrible insensatez! ¿Y si mueres súbitamente?
Amigo, ¿supondré que quieres convertirte algún día? No lo dejes para otro momento, no, no lo dejes para tu lecho de muerte. Hay solamente un arrepentimiento en lecho de muerte que hallamos en la Escritura, a fin de que nadie pueda confiarse en ello; pero hay uno, para que nadie desespere. Yo tengo poca fe en estas conversiones. Rowland Hill no las llamó conversiones de lecho de muerte, sino temor del infierno y de condenación en el lecho de muerte. No andaba muy desviado.
¡Ah!—dirás tú—yo creo en la bondad de Dios. Sí, Él es bueno, e infinitamente mejor de lo que tú puedas soñar, pero, ¿es esto una razón para que rechaces Su gracia, y dejes a un lado el asunto de la salvación de tu alma hasta el momento en que te halles en tu lecho de muerte? Si es así, eres como otro hombre insensato del que oí, y que era como tú. Fue dejando para más tarde el asunto de ir a Cristo, aunque pretendía ir a Él en el futuro, porque creía en la bondad de Dios. Le rodeaban amigos cristianos, y a menudo le trataban de persuadir para que fuera al Señor. Pero era como tú—amaba el mundo, y hubiera hecho cualquier cosa por el mundo. Su mundo se hallaba envuelto en las cacerías: no tenía otra preocupación sino cazar. Cuando sus amigos le apremiaban para que se volviera a Dios contestaba, "¿acaso no me bendecirá si voy a Él en mi lecho de muerte? Creo tanto en Su bondad que, si me vuelvo a Él en mi lecho de muerte, el Señor tendrá misericordia de mí; y entonces lo haré." Así calmaba su alma, si es que quedaba algo agitada por las palabras que se le decían. Un día estaba cazando: estaba montando un caballo verdaderamente bueno, y para no perder a los perros tuvo que saltar un seto. Su caballo saltó bien por allí, pero al otro lado se hallaba un rebaño de ovejas, que se asustaron cuando él saltó. Se lanzaron a derecha e izquierda, y el caballo se asustó. Tropezó, y echó a su montura. Al caer no se le oyó decir—"Dios, ten misericordia de mí"—¡nada de esto! Lo que dijo fue, "El diablo os lleve." Se rompió el cuello, y murió en el acto. ¡Oh! ¡Pecador moroso! Recuerda las últimas palabras de este hombre—tan parecido a ti—, que no fueron "Dios, ten misericordia de mí," sino "El diablo os lleve." El diablo no se llevó las ovejas, pero se llevó aquel día al impío jinete. Ten cuidado, amigo mío, que no te lleve a ti.
Bien, Cornelio puede darnos una buena lección aquí. Él manda en el acto a buscar, cuando se entera de que hay uno que puede explicarle el camino de la salvación. Esto era lo que él deseaba, y de inmediato despacha a sus siervos en su camino de alrededor de sesenta y cinco kilómetros, porque esta era la distancia entre Cesarea y Jope.
"Al día siguiente, mientras ellos iban por el camino y se acercaban a la ciudad, Pedro subió a la azotea para orar, cerca de la hora sexta." Es interesante ver cómo el Señor prepara a Su siervo en este capítulo. Le deja caer en un trance: No estaba dormido; estaba en un trance. Dios iba a enseñarle a Pedro una maravillosa lección, y contempla este asombroso lienzo que bajaba del cielo. Y observad que dice, "Y vio el cielo abierto." Hallamos el cielo abierto en cuatro ocasiones en el Nuevo Testamento.
¿Sabéis que el cielo está abierto precisamente ahora? Se abrió en una ocasión para que el Padre contemplara a Jesús sobre la tierra; para ver al Hombre en quien Dios tenía Su contentamiento (Mt. 3:16). En el séptimo capítulo de los Hechos se abrió para que la fe mirara hacia arriba, y ver allí a Jesús. Esteban dijo: "He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios" (Hch. 7:56). Aquí, Pedro "vio el cielo abierto, y que descendía algo semejante a un gran lienzo," y dice en el capítulo once, cuando relata la historia a la iglesia en Jerusalén: "Y venía hasta mí" (Hch. 11:5). Era una lección para él; y viene una lección del cielo para ti esta noche, que Jesús está dispuesto a salvaros allí donde estéis en este local. "Y venía hasta mí"—¿cuál era la lección? Que no hay límites a la gracia de Dios. Pedro "vio el cielo abierto, y que descendía algo semejante a un gran lienzo, que atado de las cuatro puntas, era bajado a la tierra, en el cual había de todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo" (vv. 11, 12). No tengo duda alguna de que Dios presenta aquí al hombre tal cual él es en sus características naturales, aunque salvado por la gracia, y tomado al cielo. La cuarta vez que se ve el cielo abierto es en el Libro de Apocalipsis, cuando el Rey de reyes viene a reinar, y todos Sus santos con Él (Ap. 19:11).
Pero Pedro dice ahora, "aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo." Dios lo vuelve a tomar, y esto es precisamente lo que sería de esperar; nada va al cielo sino lo que sale de allí. ¿Y cómo esperas llegar al cielo?, me preguntáis. Os lo diré. Mi Salvador vino por mí: Él derramó Su sangre al morir por mis pecados, y el Espíritu de Dios ha empezado Su trabajo de gracia en mi alma. Si no fuera así, no podría ir al cielo. No hay nada ni en ti ni en mí que nos haga aptos para ir al cielo. "Lo que es nacido de la carne, carne es", nos dice el tercer capítulo de Juan; esto es, el hombre tal cual es no puede entrar en el cielo; tiene que nacer de nuevo; tiene que haber una obra del Espíritu Santo en su alma, así como una obra efectuada en su favor por el Hijo de Dios sobre la cruz. El contenido de este lienzo muestra precisamente que no hay límites para la gracia de Dios. Su gracia encuentra y salva a los que parecen menos aptos, a los aparentemente menos adecuados.
La gracia de Dios prepara a Pedro para la obra ante él, pero no aprende la lección con mucha prontitud. No obstante, él halla que la bondad de Dios va a anular todas sus ideas anteriores, y que el bendito evangelio va a entrar en otras esferas que el judaísmo que él tenía en tan alta estima. Esta lección no la aprende de inmediato, porque "estaba perplejo dentro de sí sobre lo que significaría la visión" (v. 17). Pero, "mientras Pedro pensaba en la visión, le dijo el Espíritu: He aquí, tres hombres te buscan." Observad, dice que "le dijo el Espíritu." No es un ángel aquí el que habla. Cuando concierne los tratos con las almas, y de llevar la verdad a las almas, es el Espíritu el que habla. El Espíritu Santo le habla a Pedro, y ¿qué es lo que le dice? "He aquí, tres hombres te buscan. Levántate, pues, y desciende, y no dudes de ir con ellos, porque yo los he enviado" (vv. 19, 20). En el acto Pedro baja. Los hombres están a la puerta. Han hallado el lugar en el que vive Simón: están buscando al evangelista, y mientras tanto Dios ha estado preparando al evangelista para llevar Su mensaje a un alma ansiosa.
¡Ah amigo! ¿Te hallas angustiado? ¡Bien! Es un mensaje dulce el que tengo para ti—¡Perdón, Paz, Salvación! Nada hay que sea tan atractivo como la predicación del evangelio. Me han preguntado en varias ocasiones: ¿Por qué predicas? ¡Bien! Os lo diré con honradez. No puedo decir que fuera criado, instruido ni autorizado por los hombres para predicar, pero tengo el sentimiento, la conciencia, de que Dios me ama, y quiero que lo compartas. Esta es la razón por la que os he pedido que vinierais esta noche. En el momento en que conocéis lo que la gracia de Dios es, querréis que otros posean también este conocimiento. El mismo Cornelio ilustra esto, porque, cuando supo que iba a oír del camino de la salvación, invitó "a sus parientes y amigos más íntimos" (v. 24) para compartir las benditas nuevas con ellos.
Pero sigamos a Pedro en su descenso desde la terraza. Va a la puerta y les pregunta a los hombres: "¿Cuál es la causa por la que habéis venido?" (v. 21). Pedro me provoca mucho interés: a pesar de que es tan lento en su obrar. No se había dado plena cuenta de este nuevo cambio en los caminos de Dios. A esta pregunta los tres hombres replican: "Cornelio el centurión, varón justo y temeroso de Dios, y que tiene buen testimonio en toda la nación de los judíos, ha recibido instrucciones de un santo ángel, de hacerte venir a su casa para oír tus palabras" (v. 22).
Los caminos de Dios con las almas tal cual se presentan en las Escrituras son hermosos, y vosotros que sois cristianos, creo, disfrutaréis lo que ahora voy a relatar, si no habéis tenido antes conciencia de ello. Cuando Dios iba a enviar Su evangelio a los gentiles, ¿a quién selecciona Él como el primer vaso de Su gracia, por así decirlo, en el cual poner Su tesoro? No es un hombre escandaloso: no es un blasfemo, ni un maldiciente. Esto hubiera despertado la oposición judía. Selecciona a un hombre con respecto al cual los judíos habían pronunciado un veredicto de "buen testimonio," ya que era "varón justo y temeroso de Dios."
"¡Bien," dijo Dios, "ve a darle las buenas nuevas del evangelio a este hombre piadoso, Pedro!" Este es el hombre que Dios selecciona aquí. Si quedamos hasta el próximo domingo por la noche, veremos cómo Su gracia va a un hombre que no tiene nada que le recomiende.
Es hermoso ver cómo el Señor envía a Su mensajero a uno cuyo carácter externo era intachable: incluso los judíos daban buen testimonio de él, que era un hombre justo, y que temía a Dios, a pesar del hecho de que era un gentil y un romano, y muy posiblemente les oprimía en la ejecución de las leyes de su señor, el Emperador de Roma—a pesar de ello toda la nación decía que era un hombre justo. Cierto que no tenía el evangelio, pero ahora iba a poseerlo.
Pedro aloja a los forasteros por la noche, "y al día siguiente, levantándose, se fue con ellos; y le acompañaron algunos de los hermanos de Jope" (v. 23). Su actitud al llevarlos fue notable, porque no se debería decir que la precaución fuera la principal característica de Pedro; pero en esta ocasión, por razones patentes, no quiere ir solo a este tipo de asunto. Tres hombres vienen en pos de la verdad, y Pedro se lleva consigo a seis hermanos para que sean testigos de lo que fuera a suceder. He dicho a menudo que me hubiera gustado ser el séptimo hombre de bajar con Pedro aquel día, y ver la maravillosa inundación de bendición que estaba a punto de cubrir la casa de Cornelio. No conozco de nada más atrayente que la escena que hallo en este capítulo, al ir Pedro a esta casa de almas ansiosas: es una escena de lo más maravillosa.
Es evidente que era un viaje de dos días de Jope a Cesarea, y que habían pasado cuatro días desde el momento en que los hombres salieron en búsqueda de Pedro hasta que volvió con ellos a Cesarea. "Y Cornelio los estaba esperando, habiendo convocado a sus parientes y amigos más íntimos. Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirle, y postrándose a sus pies, adoró" (vv. 24, 25). Una cosa maravillosa por parte de un romano que hiciera esto, si a duras penas saludaban a los extraños, como bien se sabe. Pero aquí, Cornelio se postra literalmente a los pies de este mensajero que, bien lo sabía él, era el mensajero de Dios para su alma: Esto solamente demuestra el ansia que su alma sentía. "Mas Pedro le levantó, diciendo: Levántate, pues yo mismo también soy hombre" (v. 26). Tu eres un hombre, y yo también: nos hallamos al mismo nivel. "Y hablando con él, entró, y halló a muchos que se habían reunido" (v. 27). Siempre verás lo mismo. Cuando una persona se halla interesada en la verdad, sobre la cual no tiene las ideas claras, quieren que alguien más venga también para que ellos también lo oigan. No me sorprendería si hay hombres presentes que, aunque no se hallen con las ideas claras con respecto al evangelio, les hayan dicho a otros: "Venid con nosotros; vayamos a escuchar qué es lo que este predicador tiene que decir." Este es exactamente el caso de Cornelio: Él mismo no poseía la luz, pero podía decir, "Sé que voy a obtenerla: He recibido un mensaje de parte de Dios, y la luz va a venir," y de esta manera llena su casa de parientes y de amigos.
Pedro "halló a muchos que se habían reunido." He visto muchas audiencias, y he visto a muchas multitudes; pero, a decir verdad, la única multitud que atrae mi vista y que ensancha mi corazón es una multitud de hombres y de mujeres que quieran oír acerca de Cristo. A menudo la gente me ha dicho: "¿No ha visto todavía la galería de arte pictórico de este año, doctor?" "¡No!" "¿Por qué no?" "Porque no vería los cuadros que deseo ver." "Y, ¿cuáles serían?" "Le diré qué cuadros quisiera ver—uno sería de una compañía de santos felices gozando de Cristo, y deseosos de oír más de Él, y el otro sería de una compañía de pecadores ansiosos, anhelando encontrarle. Si se me puede mostrar estos cuadros, entonces iré."
En la Escritura que comentamos tenemos este hermoso cuadro—una compañía de almas ansiosas, esperando oír acerca de Jesús, y el predicador entra. Empieza con una palabra de explicación: "Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame común o inmundo; por lo cual, al ser llamado, vine sin replicar. Así que pregunto: ¿Por qué causa me habéis hecho venir?" (vv. 28, 29). Tengo que decir que nunca he comprendido esta pregunta del todo. No puedo comprender a un hombre que conoce la gracia de Dios y que, hallándose en presencia de una gente ansiosa, les pregunte. "¿Por qué causa me habéis llamado?" Creo que, si yo entrara en una reunión así, debería saber, y diría, "Se lo qué queréis: Queréis el evangelio: Quiera el Señor ayudarme a presentároslo."
Cornelio se levanta y le relata su historia. Simplemente le dice: "Un ángel me vino mientras que yo ayunaba, y oraba, y me dijo qué era lo que tenía que hacer, y lo hice de inmediato." Quizás alguno de vosotros pensarais que me iba más allá de la Escritura cuando dije que Cornelio había mandado a sus siervos de inmediato; pero no es así, pues leemos: "Así que luego (inmediatamente) envié por ti; y tú has hecho bien en venir. Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la presencia de Dios para oír todo lo que Dios te ha mandado" (v. 33). Me pregunto si estas palabras podrían aplicarse a la compañía aquí presente esta noche. Él tenía el sentimiento de que iban a oír de Dios, y que este siervo de Dios tenía que declarar Su mensaje.
"Entonces, Pedro, abriendo la boca, dijo: En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que Le teme y hace justicia. Dios envió mensaje a los hijos de Israel, anunciando el evangelio de la paz por medio de Jesucristo; este es Señor de todos" (vv. 34, 35). Pedro se hallaba evidentemente familiarizado con lo que había tenido lugar: que Cornelio y su casa habían oído algo de la verdad en relación con Israel; pero, como dije antes, fueran las que fueran las bendiciones o la herencia de Israel, Cornelio, como gentil, en su carácter honrado, sabía que no le pertenecían. Anhelaba la paz, pero creía que solamente el judío podía obtenerla. Pero ¿qué es lo que el evangelio trae a todos ahora? ¡La paz! Cuando el Salvador nació, aquel mismo día los mensajeros celestiales proclamaron: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres." ¡Qué regalo para almas cargadas y cansadas por el pecado! ¡Paz! Permite que te pregunte, ¿tienes paz? ¿Posees la paz? ¿Han sido perdonados tus pecados? ¿Estás bien con Dios? ¿Has puesto en claro que has escapado del juicio? Da respuesta a estas preguntas.
Ten cuidado con la falsa paz: No puedo negar que hay muchos que viven hoy en esta ciudad que poseen una falsa paz, porque "Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee" (Lc. 11:21). ¿Qué quiere decir el Señor por estas palabras? Creo que las comprendo. El palacio es el mundo, y el hombre fuerte, que tiene sus bienes en paz, es el diablo: él guarda sus bienes en paz. Joven, ¿nunca te has sentido preocupado por tu alma? "Ciertamente que nunca, y ¿por qué debería de estarlo?" Tu respuesta ilustra precisamente este pasaje de las Escrituras: "Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee." Permite que te diga, el diablo posee una armería desusadamente buena, muy diversificada, espléndida. No mantiene a todos de la misma manera. Sabe muy bien cómo guardar a cada uno. Él te dará lo que quieres.
El guardará a unos mediante el alcohol; a otros los atrapará con un paquete de naipes; a unos por los vicios; a otros los atrapará mediante los espectáculos o, quizás, mediante las novelas, o el amor por el oro, o por el poder de la concupiscencia, o mediante la atracción del conocimiento, o algo de este tipo. Quizás nunca hayas sentido dolor por tus pecados; ni lo sentirás si puede guardarte de qué pienses de ellos, y del hecho serio de que eres un pecador. Él intentará todo lo que pueda para impedir que tú seas despertado al hecho irrefutable de que eres un hombre culpable, o sea pecador, y por todos los medios en su poder tratará de robarte de la bendición de nacer de nuevo, y de ser llevado a Dios. Durante muchos días una persona puede andar en una falsa paz, creyendo que todo está bien, cuando todo está mal, porque, como bien dice este pasaje, "Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee." Esta es una falsa paz, el adormecedor canto para las almas engañadas por el pecado, y algunas veces ayudadas en su camino al infierno por una religión sin Cristo. ¡Gracias a Dios! si te hallas ahora preocupado por tus pecados y por tu estado perdido. Mucho mejor es para el hombre hallarse en angustia de alma ahora, y así recibir la paz que Dios da, que ir a través de la vida en la engañosa paz que el diablo administra, solamente para despertar en la eternidad con el terrible descubrimiento de que toda aquella paz era un fraude, y que el juicio de Dios contra el pecado es eterno.
Lo que tenemos ante nosotros en este pasaje es la paz de Dios—la paz por Jesucristo—la paz de los fatigados—la paz de los angustiados—la paz que solamente Dios puede dar. ¿Y cuál es? El conocimiento de que Dios no tiene nada contra mí, y de que no hay nada entre Él y yo; que las demandas de Su trono infinitamente santo han sido todas cumplidas con respecto a mí mismo, a mis pecados, y que puedo contemplar aquel trono con el sentido de que me hallo perfectamente apto ante él—que estoy dispuesto para estar ante él. Dirás tú, ¿cómo? ¿Debido a que está complacido con lo que yo he hecho? ¡No! Sino debido a la obra consumada por Cristo. El conocimiento de aquella obra me ha hecho ver que no hay nada en absoluto que se interponga entre el Dios infinitamente santo y el hombre infinitamente pecaminoso, cuyo pecado ha sido justa y definitivamente resuelto por la muerte expiatoria del bendito Hijo de Dios. Cristo tomó mi lugar en la muerte y en el juicio, para que Dios pudiera darme el Suyo en vida y gloria. Cuando este conocimiento entra al corazón, la paz, como un río, inunda el alma, y esta es la paz que he obtenido.
Pero me dirás, ¿No tiene nunca dudas? ¡Dudas! ¿De qué debería tener dudas? No dudo que por naturaleza soy un pecador culpable, impío, merecedor del infierno, y que hasta que Cristo me encontró me encontraba yendo hacia allí. No tengo duda ninguna acerca de esto. ¿Tienes tú alguna, con respecto a ti mismo? Pero, ya que la gracia me encontró y me salvó, por la obra de Cristo, ¿por qué debería tener ninguna duda? ¿Tienes algunas dudas, amigo mío? Si es así, espero que el Señor las deshaga en este momento. Si no eres salvo estás de camino al infierno; de ello ciertamente no puede haber duda alguna. Si la gracia no te libera del agarrón de Satanás y del poder del pecado, pasarás allí la eternidad. ¡Ah! dices tú, "yo no creo en tal lugar." Pues tendrás que creer en este lugar más adelante, observad esto amigos. Acerca de esto tendrás que cambiar de opinión, estad de ello seguros. Procurad que no sea entonces demasiado tarde.
Es una astuta estratagema de parte del diablo decirte que no hay juicio—ni infierno—ningún castigo más allá. El camino de Cristo refutó esta insensatez. Jesús, el Hijo de Dios, bajó del cielo a la tierra, y murió para librar a hombres como tú y como yo del infierno. Él pasó Su agonía en la cruz para poder rescatarme de las consecuencias de mi pecado, y ¡bendito sea Su Nombre, me ha rescatado! ¿Por qué no Le dejas que te rescate ahora? "Éste es Señor de todos." No solamente de los judíos, sino también de los gentiles. "Es Señor de todos." ¡Maravillosa palabra! Él es mi Señor: tiempo hubo en que servía a otro dueño y le servía con fidelidad, pero ahora he cambiado de dueño. Tiempo hubo en que tenía un mal señor, y él tenía un siervo muy obediente. Pero ahora tengo un Señor infinitamente bendito, y Él tiene un siervo muy inútil. ¡Gracias a Dios! Él es mi Señor. ¿Puedes tú decir lo mismo? No te avergüences de decirlo.
Una mujer joven vino el otro día, y me dijo, "Hace cuatro años y medio fui convertida por su predicación, pero me avergoncé de confesar a Jesús." "¡Avergonzada de Jesús! ¡Avergonzada del Señor! ¿Y de qué está ahora avergonzada usted?" le pregunté. "¡Ah!—dijo ella—estoy avergonzada de confesar que estuve avergonzada de reconocerle." ¿Estás tú, amigo mío, avergonzado de Jesús: avergonzado de reconocer a tu Señor: avergonzado de reconocer al Hijo de Dios? ¡Despierta! ¡Despierta! Hay un inmenso privilegio abierto para ti, el de estar del lado del Señor. "Pero," dirá alguien, "soy muy pecador." No importa: el pecador más manchado por el pecado puede ser salvado por la gracia de Jesús. Deja que te salve, y te libre, y te envíe por este mundo como un testigo de lo que la gracia puede hacer.
A menudo la gente cree que es una pobre cosa ser cristiano. Creo yo que es algo muy mezquino no serlo: esta es mi convicción más decidida, y aconsejo a todos los jóvenes a que sin más tardar se den a Él, y que se pongan a Su lado decididamente. No me gustan las cosas a medio hacer—un cristiano sin espinazo no es bueno para nada. Estos son como la sal de que nos habla el Señor, que no es buena ni para la tierra ni para el muladar (Lc. 14:34, 35). Hay muchos de esta clase en la iglesia profesante. No le hacen ningún bien a la iglesia, y hacen mucho daño a los mundanos, porque la inconsistencia y apatía de ellos alientan a los hombres a la incredulidad; de hecho, son piedras de tropiezo sobre las que los pecadores tropiezan y caen al infierno. Tienen demasiado del mundo para verdaderamente gozar de Cristo, y testificar de Él, y sus conciencias no les dejan ir totalmente al mundo. Esta mañana un joven convertido me decía, "Me gusta ver a la gente del mundo." "A mí también," le contesté yo, "ya que le puedes decir que el infierno es el final de su viaje." "Y señor," me dijo él, "me gusta también ver a un cristiano decidido." Esto es exactamente lo que me gusta. Lo quiero para mí mismo, y quiero que vosotros seáis, también, decididos.
Habiéndolo anunciado como "Señor de todos," Pedro pasa a relatar la historia de Jesús, y desarrolla tres grandes verdades—Dios con nosotros; Dios por nosotros; y Dios en nosotros. Primero de todo, halláis la verdad de Dios con nosotros: "Cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos del diablo, porque Dios estaba con Él. Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén; a quien mataron colgándole en un madero" (vv. 38, 39). Aquí vemos el cumplimiento de la Escritura: "He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás Su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros" (Mt. 1:23).
Entonces Pedro, desde el versículo 40 hasta el 43, expone la verdad de "Dios por nosotros," mientras que el versículo 44 nos da la verdad, "Dios en nosotros." "Dios por nosotros" se muestra en la muerte de Cristo, y todas las consecuencias de bendición que surgen de ella. Al descender el Espíritu Santo sobre toda esta asamblea (v. 44), vemos la verdad de "Dios en nosotros." No debéis de olvidar la verdad de que el cristiano es un hombre en cuyo cuerpo habita el Espíritu Santo y que por ello es una cosa muy solemne ser cristiano.
Tan solamente unas pocas palabras acerca del versículo 40: "A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase." En el momento de Su muerte Cristo llevó a cabo la expiación, cuando llevó los pecados de los pecadores, y fue hecho pecado a fin de que nosotros pudiéramos escapar de sus consecuencias. Se sacrificó a Sí mismo, y así glorificó a Dios inmensamente; y ¿cuál fue el resultado? Dios Le levantó. Os puedo hablar, por tanto, de un Salvador resucitado, triunfante, victorioso. Este es el Salvador que conozco. Triunfó sobre el pecado, Satanás, la muerte, la tumba, y el poder de las tinieblas; y como hombre resucitado Él vive delante de Dios. "A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con Él después que resucitó de los muertos." Hubo una evidencia infalible de la realidad de Su Persona. "Y nos mandó que predicáramos al pueblo, y testificásemos que Él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y de muertos."
Observad, amigos míos, que, si no dejáis que Él os salve, os tendrá que juzgar. Y vosotros decís, "¿Es que Él no le va a juzgar también a usted?" ¡No! Bendito sea Su nombre, ¡nunca! ¿Por qué? Porque es mi Salvador; esta es la clave de todo. El juicio no será una burla. Admito que tendré que dar cuenta de mi andar y testimonio como cristiano; pero, cuando se habla de juicio, ello suscita toda la cuestión de imputación de culpa; y ¿creéis vosotros que Él va a imputar culpa a aquellos por los cuales murió? Que las Escrituras den la respuesta: "Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros" (Ro. 8:33, 34). No tengo temor de juicio; el temor ha salido de mi corazón, debido a que Cristo es mi Salvador. ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? es el desafío. Que Satanás acuse; el diablo lo hará si puede, pero Dios justificará al creyente, y silenciará al acusador. Cristo murió, y murió por mí para que yo pudiera ser liberado y salvado; y aquello por lo que murió, sea bendito Su Nombre, se llevó a cabo. El murió por mí para ser mi Salvador, y Él me ha salvado, porque yo confío en Él. ¿No confías tú en Él? Si lo haces, tú serás salvo por Él, y serás el fruto de Su perfecto amor y de Su obra acabada.
Pedro ahora declara que, como resultado recto y justo de Su obra acabada, "De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren, recibirán perdón de pecados por Su nombre" (v. 43). Esto es precisamente lo que yo necesitaba; y la misma cosa que tú necesitas. Cada profeta da testimonio de que aquél que confía en Jesús tiene el perdón de sus pecados. ¿No son dulces estas palabras? "De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren recibirán perdón de pecados por Su nombre." Y ¿qué hicieron los oyentes de este maravilloso evangelio? Eran gente sencilla de corazón, y creyeron el evangelio, porque "mientras aun hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso." Esta fue ciertamente la plenitud de la gracia. Aquí se ve el triunfo de la gracia.
No hay ningún lugar en los tratos de Dios con el hombre en el que Su gracia brille con mayor resplandor que en esta escena, donde los gentiles que no tenían ningún derecho a ella, ni relación con Él, oyen el evangelio, en toda su plenitud, y el Espíritu Santo cae sobre los creyentes, sin bautismo previo, como había sido en el caso de los judíos (Hch. 2:38), oración, como en el caso de los samaritanos (Hch. 8:15), o imposición de manos, como en el caso de los prosélitos judíos en Éfeso (Hch. 19:6). Al escuchar con fe consiguieron la bendición cuando las palabras que Pedro habló salieron de sus labios.
"Envía hombres a Jope, y haz venir a Simón, que tiene por sobrenombre Pedro; él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú y toda tu casa" (Hch. 11:13, 14). Este fue el mandato que Cornelio había recibido, y por la obediencia de la fe pronto oyó las palabras de vida. No se trata de obras hechas, sino de las palabras oídas. PALABRAS era lo que tenía que oír Cornelio. No se le dijo que hiciera ninguna obra. ¿Has pensado que tenías que hacer algunas obras para obtener la salvación? No, no es eso, amigo mío. Lo que necesitas es oír palabras. Si no sacas las obras de tu religión nunca podrás salvarte. Pero oigo a quien dice, "¿es que no tenemos que hacer nada?" Nada. Cristo lo ha hecho todo: esta es la realidad. "Él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú, y toda tu casa." Este es el camino de la salvación de Dios. Cuando estás salvado, tienes propensión en hacer buenas obras, no para obtener la salvación, sino precisamente porque la posees.
Pedro les dio buenas palabras. ¿Qué palabras eran estas? ¡Escucha! "De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren, recibirán perdón de pecados por Su nombre." El perdón de los pecados, por medio del precioso nombre del Señor Jesucristo, constituye la presente posesión de cada alma, hombre o mujer, que Le recibe, y el Espíritu Santo sella la fe del creyente—Él viene, y habita en ellos. El discurso de Pedro fue bien breve; pero tan pronto cerró sus labios, el "Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso."
El Espíritu Santo siempre sella la fe de un alma que cree en Jesús. ¿Cómo entonces recibe una persona al Espíritu Santo? Al creer. No solamente adquiere el perdón de sus pecados, sino que el Espíritu Santo desciende y sella su fe. Si yo fuera tú, no podría salir de este lugar sin tener el conocimiento en mi alma de que mis pecados están perdonados, y de que había recibido el Espíritu Santo. Es tu porción, si crees en el Señor Jesucristo. Escucha lo que Pablo dice: "En Él también vosotros habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en Él, fuísteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa" (Ef. 1:13). Cuando un hombre compra ovejas, es algo simplemente prudente que ponga su marca sobre ellas: pero observad que no es la marca lo que las hace suyas. Pone la marca sobre ellas para mostrar que las ovejas le pertenecen, y así Dios marca a cada uno de Sus hijos dándoles el Espíritu Santo. Él ha puesto Su marca sobre cada uno que realmente cree en Jesús.
Y tú, amigo mío, podrás pronto hallar si tienes Su marca en ti, si realmente conoces que Jesús te ha amado a ti, y murió por ti, y simplemente confías en Él, creo que tienes al Espíritu Santo como sello del perdón de tus pecados. Y ahora, quiero que te unas al coro de los redimidos. La gente dice a menudo, "Me han pedido que me una al coro. ¿Estás convertido? Si no, no puedes unirte al coro de los redimidos, y éste es el coro en el que quiero que llegues a cantar. Cada uno de los que verdaderamente creen en el nombre de Jesús, que se una a nosotros cantando:
Soy redimido, mas sin oro;
Soy comprado sin caudal;
Mas por la sangre que dio Cristo,
De su amor prueba eternal.