Wonders of God's Creation

Table of Contents

1. Capítulo 1: El descubrimiento de un pescador; o, Hallar y seguir
2. Capítulo 10: La fe — ¿qué es?
3. Capítulo 11: La pregunta de un carcelero; o, El primerconverso de Europa
4. Capítulo 12: La perplejidad de un hombre rico; o, ¿Qué haré?
5. Capítulo 13: Un preso y un rey; o, Casi cristiano
6. Capítulo 14: Ninguno puede servir a dos señores;o, Cómo hallé al Señor
7. Capítulo 2: La verdad — ¿qué es?
8. Capítulo 3: El huésped de un publicano; o, Dos buscadoresy lo que cada uno halló
9. Capítulo 4: La dificultad de un dirigente; o, El nuevonacimiento — ¿qué es?
10. Capítulo 5: La confesión de un ladrón;o, La fe frente al racionalismo
11. Capítulo 6: La gracia — ¿qué es?
12. Capítulo 7: El dilema de un ministro de hacienda;o, El valor de las escrituras
13. Capítulo 8: La vida eterna — cómo conseguirla
14. Capítulo 9: el deseo de un soldado; o, la oración y su respuesta
15. En pos de la luz
16. Prefacio
17. Prólogo

Capítulo 1: El descubrimiento de un pescador; o, Hallar y seguir

Juan 1:35-42
ME PROPONGO, queridos amigos, con la ayuda del Señor, hablar en el curso de estas reuniones un poco acerca de la Luz, y mostraros en la historia de los varios hombres que pasarán ante nosotros las diferentes maneras en que un alma llega a la luz; porque no creo que haya dos personas que lleguen a ella por el mismo camino. Esto es lo que hace que las Escrituras sean tan interesantes. Nos muestran todo tipo y clase de gentes, describiéndolas exactamente como son. Nos muestran diferentes clases y diferentes condiciones de almas, todas pasando por distintas experiencias y, en su momento, nos muestran cómo la gracia conduce a cada alma a la luz.
Es imposible sobreestimar el valor de la luz. La luz es una cosa maravillosa. Dice la Escritura, "La luz es lo que manifiesta todo" (Ef. 5:13). La luz muestra exactamente cuál es el verdadero estado de las cosas; y, por ello, un hombre no sabe cómo es hasta que no se halla en la luz; y hasta entonces no llega a conocer a Dios. De hecho, hasta que un alma no es llevada a la luz no comprende realmente su verdadero estado ante Dios.
Ahora bien, en la Escritura que tenemos ante nosotros, vemos esto expuesto. Tenemos en otra parte la asombrosa afirmación, que "la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas" (Jn. 3:19). La luz viene ante todo en la Persona de Cristo, porque, "En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, mas las tinieblas no la comprendieron" (Jn. 1:4-5). Ahora bien, esta es una afirmación muy notable. Veis que, si introducimos lo que llamamos luz natural, o luz física en un lugar oscuro, la oscuridad se desvanece. Si la habitación estuviera ahora oscura, y alguien encendiera la luz eléctrica, la oscuridad desaparecería al instante. Si estuvierais en un pozo de una mina de carbón, y se apagara vuestra luz, os hallaríais en tinieblas, y no podríais estimar la relación de las cosas. ¿Cuál sería la forma natural de que pudierais ver dónde estabais y cuales eran vuestros alrededores? Introducid la luz, porque cuando la luz entra, se desvanecen las tinieblas. Esta es la verdad con respecto a las cosas naturales; pero en las cosas divinas lo que resulta solemne es esto, que, aunque la luz entre, permanecen las tinieblas; porque la oscuridad no comprende a la luz.
Pero os oigo preguntar, ¿Qué es la Luz? Dios—"Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en Él" (1 Jn. 1:5). Y, ¿qué son las tinieblas? El hombre. ¡Oh, no! diréis; querrá decir que el hombre estaba en las tinieblas. No, no quiero decir esto. El hombre hace las tinieblas; las tinieblas es lo que constituye su propio estado como pecador. Esto es lo que constituye las tinieblas, como leemos, "Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor" (Ef. 5:8). Es un momento maravilloso cuando un hombre entra a la luz, y se transforma en "luz en el Señor." No sé cuántos de vosotros han entrado a la luz; pero, si hasta ahora nunca has entrado a la luz, recuerda, puedes entrar a la luz ahora, y os lo diré ahora de entrada, nunca llegaréis a la luz hasta que no lleguéis a Cristo.
Recordemos, entonces, que la luz ha venido. Leo en el Antiguo Testamento, "Dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz" (Gn. 1:3). Y leo también que "Separó Dios la luz de las tinieblas" (Gn. 1:4). Es un momento maravilloso en la historia del hombre cuando Dios dice, "Sea la luz." No quiero decir con ello que todos los hombres están tanteando en búsqueda de la luz, ni que cada pecador está arrastrándose hacia la luz. Ojalá que fuera así. Cuando Dios obra, es siempre por la luz que el alma adquiere ansia. Si hay algún hombre ansioso esta noche, es que desea la luz. Está buscando la luz, y desearía hallar la luz. Tal persona clama "¡estoy a oscuras; quisiera ver!" Es como aquel joven que vi el otro domingo por la noche, cuando llegué a casa después de una reunión a la que habían asistido muchos. Cuando llegué a mi casa, allí estaba un joven esperándome. Era un joven ejemplar, por lo que a su vida y manera de tratar respectaba. Su saludo fue, "¿Puedo tener unas palabras con usted?" "Ciertamente", fue mi respuesta; y entró conmigo en mi estudio. Un minuto después rompía a llorar. "Oh, ruegue al Señor por mí", dijo. "¿Qué es lo que sucede?" le pregunté. "¡Ah! tan solo soy un joven malvado, soy muy malvado; ruegue al Señor que tenga misericordia de mí." ¡Gracias a Dios! El Señor tuvo misericordia de él. El Señor le salvó. El joven dijo que tenía miedo de que nunca sería capaz de confesar a Cristo, pero hizo una confesión espléndida. A la primera persona que encontró el lunes por la mañana le confesó el hecho de que Cristo le había salvado; y en el taller, a un hombre que era totalmente impío, la primera cosa que le dijo fue, "he recibido a Cristo." Ya veis, amigos, cuando la luz entra en el corazón de un hombre, resulta una cosa maravillosa. ¡Que la luz entre en vuestros corazones!
Bien, la luz ha venido en la Persona del Señor Jesucristo. "Dios es luz"—tened esto presente en vuestras mentes—y "no hay ningunas tinieblas en Él." Pero, ya que Dios es luz, esta luz revela la verdadera relación de las cosas. Ante todo, la luz muestra dónde está el hombre, y para este propósito la luz vino al mundo. "Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo" (Jn. 1:9). No se debe entender por esta afirmación que cada hombre quedará convertido. ¡Ah, no! La Luz estaba ahí, y estaba ahí para todos, pero ¡ay! nadie tenía ojos para verla hasta que Dios hubiera obrado en el corazón y le hubiera abierto los ojos; este es el lado solemne de la verdad. El pecado nos ha situado en tal condición de distanciamiento de Dios que en realidad no vemos quien sea Cristo, o lo que Él es, hasta que Dios abre nuestros ojos. Cuando Pablo aparece ante Agripa, le dice que Dios le había ordenado que fuera a "los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en Mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados" (Hechos 26:17, 18).
Y ahora, ¿quisierais tener luz? ¿Quisiérais tener paz? La luz exhibirá vuestra condición perdida, porque la pondrá en evidencia. Cierto, pero os diré qué es lo que sucede después de que la luz pone de manifiesto ante vosotros que sois pobres, miserables, pecadores merecedores del infierno. La siguiente cosa que la luz hará será revelar que "Dios es amor", y que Él ha dado a Su bendito Hijo para tu salvación. La luz revelará tu culpabilidad, y el amor la borrará toda. La luz pondrá de manifiesto tu condición perdida, y el amor la solucionará. Dios es luz, y Dios es amor. Ambas cosas se ven en Jesús.
En el Evangelio de Juan, del que he leído unos pocos versículos, veis que antes de que el Señor Jesús se dedicara a Su ministerio público, Dios envió a un hombre llamado Juan el Bautista, el heraldo de Jesús, para que diera testimonio de Él. "Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por Él" (Jn. 1:6, 7). ¿No creéis que fue algo asombroso que Dios tuviera que enviar un hombre que diera testimonio acerca de la luz? Creo que, si reflexionáis, amigos míos, veréis en qué terrible estado estaba el hombre, cuando era necesario que alguien tuviera que, para decirlo así, venir y decir, "Di testimonio de la luz." Si un hombre viniera a esta ciudad, y bajara por una calle, señalando al sol y diciendo, "¡Mirad hacia arriba!", la gente le diría, "Pues, ¿qué hay?" "Mirad", dice él, "ahí está el sol, y la luz que proviene del sol". Supongamos que persistiera en esta actitud. Bueno, pensaríamos que este hombre es un candidato al manicomio. De igual manera, ahí estaba la Luz en la persona del Señor Jesucristo, "y la luz en las tinieblas resplandece; mas las tinieblas no la comprendieron." Así que Dios envió a un hombre a que diera testimonio de la Luz. "Juan dio testimonio de Él, y clamó diciendo: Este es del que yo decía: Él que viene tras mí, es antes de mí: porque es primero que yo" (Jn. 1:15). Además, Aquel que es la Luz es el Hijo de Dios, y es el Cordero de Dios. Él es Aquel único que puede suplir las necesidades del hombre.
Esto es lo que provino del ministerio de Juan, al señalar él a Jesús. Juan era un hombre notable; era algo ascético, habitando en el desierto, y viviendo de una manera sencilla a base de langostas y miel silvestre. Era un hombre directo, genuino, e intensamente dedicado. Vedlo ir de un extremo del país al otro; tiene solamente un mensaje, una palabra a pronunciar, y la hace resonar por todo Israel. ¿Qué es? ¡Arrepentíos! Si nunca te has arrepentido aún, es ya hora de que lo hagas. ¿Por qué dijo Juan "¡Arrepentíos!"? Porque él vio que se acercaba el final de las cosas, cuando "el hacha está puesta a la raíz de los árboles" (v. 10). Si se pone un hacha a la raíz del árbol, ¿qué es lo que sucede a continuación? Que el árbol es abatido. El árbol puede haber sido de buena apariencia exterior, pero cuando cae, lo que a menudo se descubre entonces es que estaba podrido por dentro.
Esta es la ilustración del hombre, que es muy agradable por fuera, pero, en la profundidad de su corazón, está en enemistad contra Dios; está corrompido por dentro. Os digo cómo es el hombre. En algunas ocasiones he entrado en una tienda y he comprado una hermosa pera. Me la he llevado, pensando que era hermosa, y al llegar a casa he empezado a pelarla, y había una pequeña mancha. Al ir sacando más y más la mancha se hacía más y más grande. Cortando otro trozo aún, se veía aún más corrompido. ¡Ah, decís!, está corrompida hasta el corazón. Sí, y tú, pecador, eres la pera; tu eres aquel hombre. Estás corrompido hasta el mismo corazón; no hay nada de bueno en ti. Se que el hombre dice, lo intentaré y haré el bien, pero el Espíritu Santo dice, "No hay quien haga lo bueno, no hay ni aún uno" (Ro. 3:12). Tendrás que aprender que no hay nada bueno en ti, y que nada bueno puede salir de ti.
Es algo sublime cuando un hombre se arrodilla en verdadero arrepentimiento. Algunos de los que escuchaban a Juan "eran bautizados de él, confesando sus pecados." Otras gentes, pretendiendo justicia propia, rechazaron el consejo de Dios en contra de sí mismos, no siendo bautizados de él. Al final, cuando Juan estaba a la ribera del Jordán, vio un día que Jesús venía hacia él, y entonces su lengua se desligó, y proclamó esta bendita verdad: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn. 1:29).
Al apremiar a los pecadores a que se humillaran y que reconocieran sus pecados, Juan no les había dicho cómo podrían librarse de ellos. Pero al ver venir Jesús, proclama las hermosas palabras, "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." El primer hombre, Adán, introdujo el pecado en el mundo, y Jesús, el Cordero de Dios, iba a quitarlo. ¿Has tenido tú alguna vez algo que ver con Él? ¿Has entrado alguna vez en contacto con Él? Éste era Su carácter; Él era el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Y a continuación el Bautista reitera su testimonio, "Este es del que dije: Tras mí viene un varón, el cual es antes de mí: porque era primero que yo" (Jn. 1:30). Él era un Ser Eterno; Él era el Hijo de Dios. "Y yo no le conocía; mas para que fuese manifestado a Israel, por eso vine yo bautizando con agua. Y Juan dio testimonio diciendo: Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y reposó sobre él. Y yo no le conocía; mas el que me envió a bautizar con agua, aquel me dijo: Sobre quien vieres descender el Espíritu, y que reposa sobre él, éste es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo le vi, y he dado testimonio que éste es el Hijo de Dios" (Jn. 1:31-34). Él vio a Jesús, y después vio al Espíritu Santo descendiendo como paloma, y reposando sobre Él.
Recordáis como en los días de Noé, cuando el diluvio estaba sobre la tierra, Noé envió una paloma para que viera cual era el estado de cosas, y que al cabo de poco la paloma volvió, porque no hallaba ningún sitio para reposar. La envió siete días después, y de nuevo volvió, pero en esta ocasión con una hoja de olivo en su pico. Cuando fue enviada por tercera vez, ya no volvió; ya había hallado donde reposar. Cuando el Espíritu Santo descendió sobre el bendito Señor Jesucristo, ¿qué sucedió? Durante cuatro mil años el Espíritu Santo había estado buscando en vano sobre esta tierra en búsqueda de un hombre santo, sin pecado, sin mancha, al que poder ir y permanecer con él. Por fin había Uno sobre el cual podía reposar. Él, por así decirlo, como la paloma, no había hallado ningún lugar en el que reposar. ¿Y por qué no podía hallar la paloma de Noé donde reposar? ¿No había abundancia de cuerpos sobre los que Poder posarse? Si, el agua estaba, por decirlo así, repleta de cadáveres, flotando por todas partes en el agua, pero estos no servían como lugar de reposo porque la paloma es ave limpia. Y el Espíritu Santo había estado contemplando la tierra todos estos años, y lo único que había visto eran cadáveres, carroña moral—el hombre, una criatura pecaminosa, impía, mísera y arruinada en sí misma. Cierto que había descendido sobre hombres como Balaam y Saúl, pero les había dejado. Había venido sobre hombres como David e Isaías, pero los había dejado. Pero aquí se hallaba un hombre santo y sin mancha, y el Espíritu Santo vino y habitó en Él. Debido a que Jesús era perfecto, y sin pecado, el Espíritu Santo vino y reposó sobre Él. Él era, en su perfección moral, la delicia del Padre, el Cordero de Dios, el Hijo de Dios; y, más que esto, Aquel que recibió el Espíritu Santo bautizaría con el Espíritu Santo. Esto es, Él te limpia tus pecados con Su sangre preciosa y te da el Espíritu Santo. ¡Qué cosa más maravillosa! Aquel que puede quitar los pecados de los hombres puede también darles el Espíritu Santo; puede darles el poder necesario para el disfrute de Su vida habitando en sus almas.
Juan da este testimonio de Jesús, y ¿qué sucede? Nadie siguió a Jesús aquel día, pero al siguiente día Juan perdió a dos de sus discípulos. Entonces, en tanto que contemplaba al Señor, dijo, "He aquí el Cordero de Dios." Había aprendido a contemplar la gloria del Señor. Y, ¿qué sucede ahora? Dos de sus discípulos dejaron a Juan, y empezaron a seguir a Jesús. Aquel era un tipo correcto de ministerio; lo que yo llamo el ministerio de una persona. Es lo que lleva almas a Jesús, y solamente a Jesús. El ministerio que atrae a hombres al que ministra no es el ministerio deseable. Lo que se precisa es un ministerio que atraiga a los corazones a Cristo, y a Cristo solamente. Este era el mejor ministerio de todos, y no tengo duda alguna de que Juan estuvo encantado cuando vio a los discípulos dejándole, y siguiendo a Jesús.
"Y volviéndose Jesús, y viéndolos seguirle, díceles: ¿Qué buscáis?" ¿No es algo notable? Ahora bien, yo no tengo duda alguna que desde la gloria esta noche Jesús está diciendo a cada corazón en este auditorio, "¿Qué buscáis?" ¡Venid, dad ahora respuesta a esto! ¿Qué buscáis? ¿Cuál es vuestra meta en la vida? ¿El dinero? ¿El placer? ¿La fama? ¿O Cristo? ¿Qué buscáis? ¿Qué estaban ellos buscando? Era a Jesús, nada más que a Jesús. "Y ellos le dijeron: Rabbí (Maestro) ¿Dónde moras?" El lugar donde Jesús vivía era Capernaum, una ciudad muy impía. En el capítulo 9 de Mateo es llamada "su ciudad". ¿Qué querían ellos? Querían saber en qué lugar podrían hallarle siempre. Y, ¿qué dijo Él? "Venid y ved." "Vinieron y vieron donde moraba, y quedáronse con El aquel día: porque era como la hora de las diez" (v. 39). Pasaron con Él alrededor de dos horas. Ahora, honradamente, ¿has pasado alguna vez dos horas con Jesús? ¿Cierto? Entonces te garantizo que, si pasaras dos horas con Jesús, cuando salieras desearías que otros hicieran lo mismo. Nunca conocí a un hombre que realmente disfrutara la presencia del Señor y que no quisiera que otras personas también disfrutaran de este privilegio.
Esta es la peculiar belleza de la cristiandad. Uno desea que otros compartan en su gozo. Cuanto más uno da, tanto más recoge; cuanto más uno reparte, tanto más recibe. No se puede tener el corazón grande sin salir ganando. Bueno, aquellos que no dan, no tienen ellos tampoco mucho gozo. Encuentro a gente que me dice, nunca hablamos de estas cosas. Por así decirlo, tienen los abrigos bien abrochados; yo sé la razón de ello. No hay nada adentro. Si hubiera piedad adentro, pronto se evidenciaría. En el momento que uno tiene el corazón lleno de Cristo, uno no puede guardárselo para sí mismo; se tiene que contar a los demás. Si alguien trata de mantenerlo a oscuras, entonces de cierto que la luz en él es muy débil. El hombre que entra derecho en contacto con Cristo va de recto a decírselo a otros, quizás a su amigo más cercano, a su padre, madre, hermana, o hermano. Siempre es la misma historia. Siempre se encuentra que el corazón que ha conocido a Cristo quiere que la otra gente también le conozca. No me estoy dirigiendo a vosotros como un predicador, porque no profeso ser un predicador, sino que os hablo porque disfruto de la presencia y del amor del Señor por mí mismo, y porque deseo que otros disfruten del mismo privilegio. Os hará bien a vosotros, y a mí no me hará ningún daño, sino un gran gozo, si llegáis a conocer al bendito Salvador que yo conozco.
¿Qué sucedió en nuestro capítulo? "Era Andrés, hermano de Simón Pedro, uno de los dos que habían oído de Juan, y le habían seguido. Este halló primero a su hermano Simón, y díjole"—¿qué le dijo?—"Hemos hallado al Mesías" (Jn. 1:40-41). Le hemos encontrado; ven con nosotros, y conócele tú también. No sé si consiguió que Pedro fuera de inmediato; lo que si sé es que no cesó hasta que consiguió que fuera. Tú, ¿has sido convertido? ¡Sí! Entonces, ¿tienes tú un hermano que no lo esté? Entonces empieza esta noche a llevarlo a Jesús, y no les dejes en paz hasta que lo traigas a Jesús. "Y le trajo a Jesús" (v. 42). Esto es lo que leemos de Andrés. Nunca he oído hablar de Andrés predicando, y es poco más lo que sabemos de Andrés en los Evangelios—que él conocía al chico que tenía los cinco panes y los dos peces (Jn. 6:8-9)—pero cuando mañana lleguemos a la gloria, y veamos al Señor dando las recompensas, creo que hallaréis que una de las grandes será para Andrés. Considerad que él fue el instrumento para la conversión del hombre más utilizado por Dios en aquellos primeros días del evangelio para dar bendición a otros. ¡Consideradlo! Me parece ver a Andrés en el día de Pentecostés, cuando Pedro estaba predicando, y el Señor utilizándole para bendición de tres mil almas, y haciendo que se convirtieran a Dios. Concluyo en que Andrés se estaría gozando de que él había llevado a Pedro a Jesús. Yo no puedo predicar, podría decir él, pero Pedro si puede, y yo fui el instrumento de llevar a Pedro a Jesús, toda gloria sea al Señor. ¡Ah, pensad en esto! Compañero en la fe, tu podrías ser el medio de llevar a un gran predicador al Salvador. Fueron las palabras de un humilde zapatero las que llevaron a Spurgeon a Cristo.
Estaba viajando por el oeste de Inglaterra el año pasado, y en un rincón del vagón estaba un inglés de apariencia muy distinguida, con un libro en sus manos. Pronto vi que era la Biblia. Al cabo de un rato el tren paró en una estación, y el hombre sentado a su lado bajó. Al cabo de un minuto, allí entró un deshollinador, que acababa de terminar su trabajo aquella mañana, con, su escobilla y bolsa, y tan negro como una chimenea. Hizo un movimiento de duda, al ver que solamente había sitio para una persona, y dijo que se quedaría de pie. "Siéntese, amigo mío", le dijo el caballero, y el deshollinador se sentó entre él y yo mismo. El tren arrancó, y a la siguiente estación bajó el deshollinador. Un hombre en el vagón murmuró que era una vergüenza dejar que una persona como aquella entrara en el vagón, iba en contra de las reglas de la compañía, y se les tendría que demandar por permitirlo. "¡Bueno!" dije yo, "No pasa nada con un poco de hollín limpio; peores cosas hay en el mundo que esto." "Ciertamente que las hay," dijo el caballero, "Hay peor suciedad y degradación que esta." "¿Cuál podría ser?" dije a mi vez. "Es la degradación del estado del hombre como pecador." "¿Y cómo propone usted solucionarlo?", le pregunté entonces. "Solamente hay una forma en que se pueda solucionar: es por la sangre del Señor Jesucristo." Así, la presencia de aquel humilde deshollinador fue el motivo para introducir el evangelio en aquel vagón, y salió de una manera espléndida. Continuamos hablando, y entonces el señor aquel me dijo: "Le contaré como me convertí. Yo era guardiamarina a bordo de un barco, y cuando estábamos doblando el Cabo de Hornos en una noche muy tormentosa, un compañero muy piadoso, que estaba en la misma guardia que yo, me tomó aparte y me habló acerca de Jesús. Dios bendijo las palabras de mi compañero, y aquella noche me volví al Señor por su testimonio de Cristo a bordo de aquel barco."
"¡Gracias a Dios!" dije yo. "Y, ¿qué sucedió entonces?" "Vine a casa tan pronto como pude, porque tenía un hermano. Le relaté el evangelio tan claramente como pude, y, ¡gracias a Dios! él también se convirtió. quizás no podría usted reconocer a mi hermano, pero ha sido el instrumento para enviar a ochocientos misioneros a tierras paganas desde aquel día."
En aquel momento pensé que era precisamente como Andrés. Esta es la forma en que se extiende el evangelio. Si te gozas con Jesús, pronto querrás que alguien más le conozca. No se precisa de sublimes prédicas, ni de brillantes y elocuentes predicadores para lograr convertir a la gente. He oído de un incrédulo que fue convertido de la forma más sencilla. Posiblemente hayáis oído hablar de él. No creía en absoluto en el Señor; y vivía en las Antillas. El domingo era para él un día terrible; así es siempre con los inconversos. Siempre es un día fatal para ellos. Bien, para mi es el día más feliz de la semana; los otros seis días son indudablemente felices, pero el domingo les gana a todos, encuentro yo, porque por lo general uno se halla más libre de adorar y de trabajar para el Señor. Pero no era así para el incrédulo en sus domingos, porque los domingos no había carreras, ni teatro, ni nada de este tipo abierto. Resultó que había un ministro piadoso que predicaba en un salón allí cerca, y algunos de la familia de este hombre asistían allí. Un domingo decidió ir a oírle; no exactamente a escucharle, sino con el fin de hallar algo en que criticarle. Esta es la moda; no me preocupa si lo hacéis; estáis invitados a criticarme. Yo estoy aquí para advertiros que huyáis de la condenación del infierno, y del juicio de Dios. El incrédulo fue cada domingo después, y el ministro pensó, "tengo que tratar de llegar a él," por lo que preparó un hermoso conjunto de sermones. Cuando los hubo pronunciado todos, ¡he aquí! el incrédulo fue convertido, e hizo una feliz confesión de Cristo. Bien, pensó el ministro, seguramente que vendrá para hablarme de ello; pero pasaron los días uno tras otro, y no venía. Entonces el ministro resolvió ir a verle. Llamó a la casa de aquel que había sido incrédulo, y fue recibido con gran cortesía. "He oído buenas noticias acerca de usted," dijo el predicador. "Cierto es, gracias a Dios," fue la respuesta del hombre, "he llegado a saber que mis pecados han sido perdonados", e hizo una feliz confesión de Cristo. "Me siento tan contento," dijo el predicador, "dígame por favor cual de los sermones fue el instrumento en provocar este cambio?" "¿Los sermones?" —dijo el hombre—"no hicieron ninguna diferencia, Todos resbalaron como el agua por el plumaje de un pato." "Dígame entonces, ¿qué es lo que ha provocado el cambio?" "Sucedió una noche al salir del lugar de reuniones. Una vieja negra resbaló, y cayó por las escaleras, y simplemente extendí mi mano y levanté a la anciana. `¡Oh! gracias, señor,' dijo ella; 'usted ama a Jesús, ¿no?, ¿a mi bendito Jesús?' Estas palabras entraron en mi corazón como una flecha, porque sentí que la anciana negra conocía a un Ser, un Salvador, del que yo era totalmente ignorante." "Usted ¿ama a Jesús, mi bendito Jesús?" fue lo que le convirtió. Esto es lo que ganará almas para Cristo.
Las palabras, "Hemos hallado al Mesías (que declarado es, el Cristo). Y le trajo a Jesús," nos hablan del sermón de Andrés, y de su efecto. ¡Qué descubrimiento que hicieron estos pescadores! Andrés descubrió al Mesías, y Simón descubrió a su Señor. No creo que fuera llevado a Jesús con facilidad. Pedro era un hombre maravillosamente natural y por ello es muy probable que fuera muy lento en ir a Jesús. La última cosa que un hombre hace es ir a Jesús. Pero Andrés le convenció de un modo u otro, y "le trajo a Jesús." Esto es lo que yo quiero hacer esta noche aquí. Traeros a Jesús. "Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás: Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Piedra)" (Jn. 1:42). ¡Palabras bien sencillas estas! Pero aquel cambio de nombre fue, no lo dudo, el momento de su conversión, el momento de su salvación.
No tengo ninguna duda acerca de que Pedro creyó que era una cosa extraordinaria que el Señor le cambiara su nombre. "Siempre he sido conocido por el nombre de Simón, y ahora Él ha tomado la decisión de cambiar mi nombre. Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Piedra)." Veamos, entonces, qué era lo que quería decir el Señor. El cambio de un nombre implicaba siempre que aquel que era objeto del cambio de nombre quedaba sujeto a aquel que cambiaba su nombre (ver Gn. 17:5-15; 32:28; 35:10; 41:45; Dt. 1:7; 5:12). En aquel momento el Señor le estaba diciendo a Simón, "Tú Me perteneces; a partir de este momento eres Mío." No creo que Pedro lo olvidara, aunque no llegara a comprender la verdad en toda su plenitud. Era el amor soberano el que estaba entonces hablando; y era una Persona divina quien le hablaba. Él sabía lo que estaba diciendo, y cambió el nombre de Pedro. Esto es lo que sucede cuando el Señor encuentra al pecador. Pasa de pecador a ser un santo. Se pasa por un cambio de nombre, así como Jacob, que significa "suplantador," tuvo su nombre cambiado por el de Israel, "príncipe de Dios." ¿Qué es lo que dice aquí el Señor? "Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Piedra)." ¿Y qué es una piedra? ¡Un fragmento de roca! Y, ¿quién era la roca? Cristo. ¿Lo entendió así Pedro? Quizás no entonces; pero recordaréis que después, cuando Jesús preguntó, "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?", entonces "Simón Pedro dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces respondiendo Jesús, le dijo Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo reveló carne ni sangre, mas Mi Padre que está en los cielos. Mas Yo también te digo, que tú eres Pedro" (Le confirma su nombre), "y sobre esta roca edificaré Mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt. 16:13-18).
¿Cuál es la roca? ¿Pedro? ¡Ni un poco de ella! Cristo es la roca, y Pedro es la piedra puesta encima de la roca. Y este es un buen lugar en el cual estar. Nunca he sabido todavía de una piedra que se hundiera a través de una roca. Y nunca he sabido de nadie que estuviera descansando sobre la Roca de la Eternidad, descansando en Jesús, que se perdiera. ¿Has venido a ser una piedra? ¿Cómo llega uno a ser una piedra? Pedro nos lo dice: "Al cual allegándoos, piedra viva, reprobada cierto de los hombres, empero elegida de Dios, preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados una casa espiritual, y un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo" (1 P. 2:4, 5). Desde aquel momento en que Simón fue a Jesús, y su nombre fue cambiado por el de Pedro, se transformó en una piedra. Aunque no sabía entonces cuando tenía que formar parte del edificio, aprendió que era una piedra, y pronto aprendería cual era el edificio del que vino a ser parte integrante. Aprendió que era integrante de la casa de Dios, construida sobre Cristo, la roca. Pedro era una piedra, y así es cada alma convertida que se halle en esta casa esta noche. Mi hermano en Cristo, tu eres una piedra; y Cristo quisiera que supieras lo que es el ser una piedra en Su edificio. "Al cual allegándonos, piedra viva [...] vosotros también, como piedras vivas, sed edificados una casa espiritual."
Llegamos a ser piedras vivas tan pronto como entramos en contacto con Jesucristo, que es la Piedra Viva. De este momento habla el bendito Señor cuando dice, "De cierto, de cierto os digo: Vendrá hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios: y los que oyeren vivirán" (Jn. 5:25). La voz del Hijo de Dios llegó hasta el corazón de Simón, el hijo de Jonás, vivificándole, y creo que Pedro se familiarizó con un cambio dentro de sí, aunque no creo que comprendiera en su totalidad lo que se hallaba implicado en la enigmática expresión del Señor. Ciertamente, era como muchas de las personas alcanzadas por el evangelio. Saben que han sufrido un cambio, pero no pueden explicárselo. Pasan a ser transformadas, aunque no pueden explicar lo que ha tenido lugar. Creo que en el momento en que Simón encontró a Jesús, comprendió que había un lazo entre su alma y el Salvador. La voz del Hijo de Dios penetró en el corazón de Pedro, y lo que oyó fue esto, "Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Piedra)." Tú y yo somos piedras desde el momento en que quedamos enlazados a Cristo. ¿Sabéis lo que es un cristiano? Es un poco de Cristo. El cristiano deriva su vida, su justicia, su gracia, y su santificación de Él. Vive en la vida de Cristo, ante Dios. No creo que Pedro (Cefas) aprendiera todo esto en un momento, pero lo fue aprendiendo después. No obstante, este fue un momento maravilloso en su historia; pero no siguió a Jesús directamente.
Lo que leemos precisamente ahora, en el capítulo quinto de Lucas, muestra que el Señor había salido a Su camino, predicando la Palabra, pero no creo que Pedro le siguiera entonces. Era como tantas otras almas—quizás haya algunas aquí esta noche—que, aunque convertidas, no han confesado a Cristo en el acto. Tengo la esperanza de que la gracia de Dios toque sus corazones, y les lleve a confesar francamente, y después a seguir al Señor de lleno.
Hace seis meses me vino un joven y me dijo, "Quiero darle las gracias." "¿De qué?" le pregunté. "Por la influencia que usted ha tenido en mi vida," replicó. "Querido amigo," le contesté, "no le he visto a usted en mi vida." "No importa, usted ha tenido influencia en mi vida. Recordará que me envió un libro hará seis meses." "¡Ah!" dije, "usted es un estudiante, y recibió mi libro, 'Hombres jóvenes de las Escrituras.'
¿Asistió usted a las reuniones de estudiantes?" "Si." "¿Y fue usted convertido entonces?" "Creo que sí; pero cometí un gran error—no confesé a Cristo. La noche pasada oí a un siervo del Señor predicando, y él remarcó la necesidad de la confesión, y he venido a verle a usted para hablar acerca de esto." Él no siguió directamente al Señor al principio, pero ahora es un siervo dedicado al Señor. Hay muchos casos como este.
Ahora consideremos la manera en que el Señor conduce a Pedro para que este vea la luz de una manera más plena, como queda registrado en el quinto capítulo de Lucas. Él se hallaba ocupado ministrando la Palabra de Dios. "Y aconteció, que estando él junto al lago de Genezaret, las gentes se agolpaban sobre Él para oír la palabra de Dios" (Lc. 5:1). Cristo era un maravilloso ministro de la Palabra. Siempre hablaba de manera que la gente pudiera oírle. Quería ahora dirigirse a esta gran multitud, y buscó un lugar desde el que pudiera ser visto y oído. Quería, en una palabra, un púlpito adecuado. No quiero con ello decir un púlpito como los que conocemos. Una tarima va igual de bien, en tanto que el orador pueda ver a la gente, y que esta pueda oírle. Esto es lo importante. Y Él "vio dos barcos que estaban cerca de la orilla del lago: y los pescadores, habiendo descendido de ellos, lavaban sus redes. Y entrado en uno de estos barcos, el cual era de Simón, le rogó que lo desviase de tierra un poco; y sentándose, enseñaba desde el barco a las gentes" (vv. 2, 3). Era un escenario maravilloso, al lado del azul lago de Galilea en Betsaida, que quiere decir "lugar de pesca", o como otros lo traducen "El Lugar de las Redes", donde tenían su residencia Simón y Andrés (Jn. 1:44), y donde juntamente con sus socios Jacobo y Juan, y el padre de ellos, Zebedeo, ejercían su profesión juntamente con sus jornaleros (ver Mc. 1:16-20; Lc. 5:10). Evidentemente, eran propietarios de un gran negocio de pesquería.
Estaban en aquel momento remendando las redes, cuando Jesús "entrado en uno de estos barcos, el cual era de Simón, le rogó que lo desviase de tierra un poco" (v. 3). Él no dice, ¡Pedro, déjame tu barco! Lo tomó. ¿Qué le enseño con esta acción? Simón, tú y todo lo que tienes me pertenece; te enseñé en el primer capítulo de Juan que me pertenecías. Cambié tu nombre, y ahora te tengo que enseñar algo más—que todo lo que tienes me pertenece. Entonces, "sentándose, enseñaba desde el barco a las gentes."
Creo que, si nos tomamos el trabajo de ir siguiendo la narración del evangelio, encontraremos que lo que el Señor enseñó allí fue lo que tenemos relatado en el capítulo trece de Mateo; las siete parábolas, empezando por la del sembrador, que salió a sembrar su semilla. Aquella semilla cayó, parte junto al camino, parte en pedregales, parte en espinas, mientras que otra parte de semilla caía en buena tierra, dando fruto, cual a ciento, cual a sesenta, y cual a treinta por uno. Al difundir el Señor esta maravillosa enseñanza, Pedro estaba escuchando; y es indudable que algo de aquella corriente hermosa de preciosas verdades penetró en el corazón del pescador. Era una escena encantadora. Imaginemos las azules aguas del lago de Genezaret, los barcos alrededor, y "toda la gente que estaba en la ribera" (Mt. 13:2), escuchando con ansia a este Príncipe de los predicadores. Esta era entonces la zona más populosa de Israel, y a lo largo de la costa occidental del Mar de Galilea, especialmente en Betsaida, la población pesquera era muy grande. Cierto, eran gentes sencillas, y desearía que todos fuerais tan sencillos de corazón como ellos.
Bien, el Señor enseñó a esta gente sencilla y humilde, y cuando todo hubo acabado, Él, por decirlo así, dijo, "Voy a pagarte, Pedro, por el alquiler de tu barco." "Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar" (v. 4). ¿Y qué dice Simón? "Maestro, habiendo trabajado toda la noche, nada hemos tomado." Esta era la voz de la experiencia hablando, ¿y qué más podría añadir la razón? Cuando no se ha podido pescar durante la noche, no es probable que se pueda conseguir pescado durante el día a plena luz. Esto es lo que la razón diría, ¿pero sabéis qué dijo la fe? La fe es siempre obediente. Pedro ilustra la fe en su respuesta: "En tu palabra echaré la red. Y habiéndolo hecho, encerraron gran multitud de pescado, que su red se rompía." Ahora bien, quizá algunos de vosotros que estáis aquí esta noche pueda estarse diciendo, he estado echando la red durante largo tiempo, y a pesar de ello no parezco obtener nada; no consigo una bendición. No te preocupes, vuelve a echar tu red esta noche. Y si echas tu red a la voz de Jesús, sucederá en tu caso como lo que sucedió con Simón—conseguirás una bendición tal que no serás capaz de soportarla.
Pero veamos qué sucede ahora en la historia de Simón. Para él esta gran carga de pescado reveló la mano y la presencia de Dios. No había sitio en el barco de Simón para todo el pescado, y él va a hacer otro gran descubrimiento al ver el pescado descargado en el barco. Creo que su vista debió de animarse ante aquello, y que indudablemente su primer pensamiento fue, "¡Qué gran día de pesca: esta es la mejor pesca que jamás hayamos hecho!", porque dicen las Escrituras que "vinieron, y llenaron ambos barcos, de tal manera que se anegaban." Entonces, allí en el barco, Simón se olvida de todo el pescado, y todo acerca de su negocio; solamente piensa de Jesús y de sí mismo. "Lo cual viendo Simón Pedro, se derribó de rodillas a Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador" (v. 8). ¡Qué escena más extraña! ¿Qué es lo que llevó a aquel hombre a postrarse de esta manera ante Jesús? ¿Por qué cayó a los pies de Jesús? Os lo diré. Fue la luz que se derramó en su alma, la luz de Dios, que entró en su corazón. Al ver aquella maravillosa pesca, la verdad entró en su alma como un rayo. La luz de Dios entró fresca dentro del alma de Pedro, y se hicieron manifiestas las cámaras más profundas de su corazón. Aprende que está a la presencia de Dios. Aprende de su propia pecaminosidad, aunque no se dijo ni una sola palabra acerca de ella, y cae ante los pies de Jesús como un hombre arrepentido, juzgándose y condenándose a sí mismo; y, yo creo, condenándose a sí mismo especialmente por esto: "Yo oí su voz hace meses; Él cambió mi nombre, pero nunca empecé a seguirle. ¡Ay! Nunca le he seguido." Sintió el pecado en su alma por partida doble. Se hallaba bajo el poder de un verdadero arrepentimiento y de juicio propio.
Dejadme preguntaros, ¿habéis nunca pasado por una crisis como ésta? ¿Os habéis puesto de rodillas a los pies de Jesús confesándole vuestra culpabilidad? Si no, amigo mío, tienes que hacerlo. Pedro estaba en su verdadero sitio. Toda alma nacida del Espíritu pasa por experiencias similares. Las Escrituras son abundantes en casos como este. Mirad a Job. Como todos nosotros, pretendía la justicia propia, y se complacía en sí mismo, hasta que la luz de Dios resplandeció sobre él, y ved entonces qué cambio. Durante los primeros cuarenta capítulos del libro se halla totalmente ocupado en justificarse a sí mismo, pero después ve a Dios, y se humilla, diciendo: "De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en el polvo y en la ceniza" (Job 42:5,6). El patriarca se hunde, y también este fornido pescador. Esto me recuerda otra escena, en la historia de Isaías, donde él dice: "Vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y Sus faldas henchían el templo. Y encima de él estaban serafines: cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, y con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos: toda la tierra está llena de Su gloria" (Is. 6:1-3). Y cuando Isaías vio y oyó todo esto, clamó, "¡Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos" (v. 5). La gloria de la presencia del Señor quebrantó a Isaías, como a Job, y como con el patriarca y con el profeta, vemos que ahora sucede con Pedro, el fornido pescador de Galilea. ¿Dónde le vemos? Humillado hasta el polvo ante Jesús.
Amigo, ¿Te has visto tú alguna vez llevado a la humildad de esta manera? Da gracias a Dios si así ha sido. Yo me he visto quebrantado, y he sentido a Jesús levantándome. Yo he llegado a conocer también aquello que Dios dijo a Job en su día, y lo que le dijo a Isaías. ¿Y qué es? Precisamente lo que Jesús le dice a Simón aquí—"No temas". Jesús le vino a decir, "Soy suficiente para ti." Esto es lo que Simón consiguió. Halló que no podía pasarse sin el Señor, por indigno y pecador que descubrió ser. Cuando se halló totalmente quebrantado en las profundidades del arrepentimiento y del juicio propio delante del Señor, aprendió cuál era Su gracia de una forma muy especial, en que el Señor Jesús le dijo, "Simón: No temas: Desde ahora pescarás hombres" (Lc. 5:10). Lo que en realidad le estaba diciendo era: "Cambié tu nombre la última vez; cambiaré ahora tu ocupación." La primera vez que Simón se encontró con el Señor, su nombre fue cambiado. Antes de entonces era un pecador que se dedicaba solamente a pescar peces ansiosamente, pero ahora Jesús le dice, "Desde ahora pescarás hombres." ¡Bendita y gozosa misión!
Pero, quizás me diréis, ¿Tenemos todos que abandonar nuestros negocios para ser cristianos? Ciertamente que no. Tal cosa no es necesaria en absoluto, y no es aquí el punto que se toca. La ilustración que tenemos aquí es de uno que le vuelve la espalda a lo que constituía su mundo. Leo ahora que, "Y como llegaron a tierra los barcos, dejándolo todo, Le siguieron" (v. 11). Se ven impulsados a seguir a Jesús ahora. No es un asunto de si debo abandonar mi negocio, ni se trataba solamente del asunto de darle la espalda a las ocupaciones ordinarias. Pedro (no tengo acerca de ello duda alguna) dice, "he acabado con la pesca. Voy a seguir al Señor. Voy a pescar hombres." Y empezó a seguirle, aunque en este momento su negocio era más próspero que nunca.
¿Cuándo vas a empezar a seguir al Señor? ¿Os oigo acaso decir, quisiera ir a Cristo cuando se me acerque la muerte? Solamente quieres darle lo que reste de una vida malgastada. No, esto no es lo que quiero ver; me agrada ver cuando un joven se acerca a Cristo, al principio de su vida, cuando tiene todo su frescor, y cuando puede dar la mayor parte de sus días al servicio del Señor. Algunas veces veo, cuando bajo por alguna calle, una placa con las palabras, "Cerrando el negocio." Sé lo que quiere decir. Que el negocio se está retirando del hombre. Un hombre nunca cierra su negocio cuando este es próspero. Cuando piensa en retirarse, lo vende. No es tan necio como para dejarlo a un lado cuando es próspero. Si está decayendo, entonces con mucha probabilidad no puede venderlo, por lo que pone esta placa: "Cerrando el negocio," en la ventana. Los negocios no se estaban retirando de Pedro el día en que los dejó. Nunca se veían tan brillantes como el día que les dio la espalda, y se dispuso a seguir al Señor.
Quizás hay algunos aquí que nunca hayan sido del Señor aún. Ahora, os ruego, ¡dadle vuestro corazón, vuestra vida, toda vuestra energía—daos a vosotros mismos—espíritu, alma y cuerpo! ¿No fue acaso una cosa apropiada, y hermosa en este caso que Pedro le siguiera? Creo que puedo verlo llegando a su casa y, encontrándose con su esposa, explicarle qué es lo que significa seguir al Maestro. Probablemente ella le preguntara. ¿Has pescado algo? ¡Si! Nunca en mi vida he pescado tanto. Y, ¿dónde está el pescado? Lo dejé en la orilla; yo voy a seguir al Maestro. ¿Y quién va a mantenernos si haces esto? ¿Como vamos a poder vivir si has dejado la pesca y vas a seguirle? Sus palabras fueron, "Venid en pos de mí" (Mc. 1:17), dice Pedro; me mandó que le siguiera, y voy a obedecerle ahora. Tuvo que ser un tiempo de prueba para Pedro como para su esposa, porque en aquel mismo momento en su propia casa "la suegra de Simón se hallaba acostada con calentura" (Mc. 1:30). Veis que Pedro era un hombre amable, compasivo; trajo a su suegra a su casa. No muchos jóvenes aceptan en sus casas a sus suegras; a menudo las consideran como una dudosa e incómoda presencia. Estas son las formas del mundo, amigos. Pero allí estaba ella enferma, y Jesús, yendo allí, la curó, de forma que la fiebre la dejó, y ella pudo servirles. Es maravilloso ver las maneras en que el Señor pone a las almas a bien con Él. ¿Pensáis que cuando Pedro empezó a seguir al Señor después de esto, su esposa pondría alguna objeción? Creo que no. El Señor se había ganado su corazón al haber salvado la vida de su madre. Creo que diría, "todo está bien ahora. Adhiérete a Él, vete y síguele; no guardes distancias con Él, porque ahora mi confianza está en Él. Él me ha mostrado que se ha interesado por mí." Esta es la forma en que Dios obra a menudo. El Señor entró en la casa de Pedro, y el corazón de la esposa quedó asegurado de Su profundo interés en todo lo que tocaba a la familia. Este pescador es llamado a seguir a Jesús, y para hacer que sus circunstancias domésticas sean fáciles, se engendra confianza en el corazón de la esposa mediante Su cuidado de los que se hallan en el hogar.
Amigos, Él es un Señor maravilloso, que nos llama a ti y a mí a que Le sigamos. Que el Señor os dé gracia para que Le sigáis. ¿Quién empezará? Pero hallarle es una cosa. Seguirle es otra. Aprenderéis qué es lo que significa llegar a ser una "piedra viva" al entrar en contacto con Cristo, y aprenderéis a seguirle cuando Él eclipse todo lo demás en la visión de vuestras almas. Diréis posiblemente, "Si me hallara en unas circunstancias diferentes seguiría a Cristo." No, no es cierto. Tus circunstancias son las mejores en que puedes hallarte, si tan solo lo supieras. Sabes para qué son las riendas. Son para el caballo. Mantienen a la bestia a la orden. Así hacen contigo tus circunstancias. Te mantienen sujeto. Si se rompen los diques, el río se desborda y lo destroza todo. Si las riendas se rompen, ¿qué sucede entonces? Por lo general un desastre. ¿Ves? No te preocupes por las circunstancias. Encontrarás que el Señor te sostendrá en toda circunstancia, e incluso las transformará en canales de Su gracia. Adhiérete al Señor, y dedícate a Él. Dale el lugar que merece en tu corazón aquí, y Él te sostendrá. "SIGUEME TU" parece que fue Su última palabra a Pedro (Jn. 21:22). ¿No es esta también una palabra que se dirige a ti y a mí?

Capítulo 10: La fe — ¿qué es?

Romanos 10
QUIERO hablaros un poco acerca de la fe—lo que es, y a lo que lleva. Es mucho lo que en este capítulo nos habla acerca de la fe, y se nos dice en el versículo 17 que "la fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios."
Dios está ahí; y otro pasaje de las Escrituras nos dice que "Es necesario que el que se acerca a Dios crea que Le hay, y que es galardonador de los que Le buscan" (He. 11:6). Ante todo, tengo que tener en mi alma la convicción de que Dios existe. Puede ser que tú digas, "No Le conozco." Esto es totalmente cierto, y la pregunta es, ¿Cómo puedes conocerle? No puedes aprender de Él por la naturaleza, pero se revela a Sí mismo por Su Hijo y por Su Palabra. "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo" (Heb. 1:1, 2). La gran cosa de la que aferrarse es esta: que Dios ha hablado. Lo que tú y yo tenemos que hacer es escuchar, y estoy seguro de esto, que, si escuchas, creerás, porque la fe viene por el oír, y el oír por la Palabra de Dios. Si oyes a la voz de Dios, ella hará efecto sobre ti, producirá una marca verdadera y profunda en ti—una marca que la razón no producirá, porque la razón puede apartar a un hombre de Dios, y a menudo lo hace; pero la fe, el producto de la recepción de la Palabra de Dios, siempre lleva al hombre a Dios.
Las Escrituras están repletas de ejemplos de fe, y de lo que la fe puede hacer. Recordad, viene "por el oír, y el oír por la Palabra de Dios." En esta afirmación queda contenido el verdadero valor para el alma del sonido de la bendita Palabra del mismo Dios. Alguien podrá preguntarme, ¿Qué es la fe? No creo que os pueda definir la fe, pero os leeré un pasaje, que creo que nos da una perfecta definición de la fe. Se halla en el tercer capítulo del Evangelio de San Juan. Allí encuentro estas palabras referentes al Señor Jesucristo: "El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla." El que viene de arriba puede decirnos cuales son las cosas que Le complacen a Aquel que está arriba; mientras que el que es de la tierra—tú y yo— tal como yo lo comprendo, cada uno de nosotros podría hablar acerca de la tierra, aunque quizás no podríais decirme ni una palabra acerca del cielo. Pero continuemos: "El que viene del cielo, es sobre todos. Y lo que vió y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio, este testifica; y nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio, este atestigua que Dios es veraz" (Jn. 3:31-33). ¡Qué cosa más notable! Ante todo, tienes que recibir lo que el Señor dice de ti. No hay una sola persona cristiana que no confiese que se vio obligado a hacerlo. El corazón humano se dispone de forma natural en contra de Dios, pero la fe acepta su testimonio. "El que recibe su testimonio, este atestigua que Dios es veraz." Aquí es donde creo yo que conseguimos una definición de lo que es la fe.
Dios nos ha hablado por Su Hijo el Señor Jesús, y el hombre que recibe Su testimonio "éste atestigua que Dios es veraz." Esto es la fe. ¿Qué evidencia se tiene de la verdad de lo que se aduce? preguntáis. ¡Nada en absoluto! No hay evidencia de los sentidos, ni la fe la demanda. Pregunta a cualquier persona que sea creyente, pregunta a cualquiera de tus amigos que hayan nacido de Dios por la gracia, y que les han sido abiertos los ojos para conocer lo bendito que es el amor de Dios, y el valor de la sangre redentora de Cristo, y el gozo de saber que son salvos—pregúntales que cómo llegaron a saber que eran salvos, y ellos te dirán que fue al dar crédito a Dios de decir la verdad, al aceptar Su Palabra como cierta, lo cual es fe. La razón humana y la sabiduría de las palabras no pueden obrar la fe; esta viene por escuchar la Palabra de Dios. Quizá queráis que aclare bien este punto. No puedo hacer esto. No puedo ponerlo claro a la mente de nadie, y os diré por qué, porque el evangelio es divino. Viene de Dios, y ninguna mente humana puede explicarlo; y ninguna mente humana lo va a recibir. La fe es el resultado de oír la Palabra de Dios, y el Espíritu de Dios obrando en el corazón. La Palabra de Dios atraviesa el corazón, le convence, le convierte, y le da nueva vida de algún modo. Él no sabe cómo, pero sus ojos se abren, y él cree. "La fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios."
¡Esta fe sencilla es algo muy bendito! Pone al alma totalmente en contacto con Dios. Eres puesto en relación con Dios. Verdaderamente, tienes que encontrarte con Él más pronto o más tarde. Es en vano que el hombre trate de evitarlo. La incredulidad y el escepticismo de este siglo puede que te lleve a decir, "Quizás no haya Dios, y no tendré que comparecer ante Él." No te equivoques en esto, pues tendrás que comparecer ante Él antes o después. Eres una criatura responsable—un pecador. Constituye la esencia de la responsabilidad que la criatura, el hombre, tenga que comparecer ante Dios, su Creador, más tarde o más temprano. ¿Por qué no comparecer ante Él ahora? ¿Por qué no conocerle ahora? La aversión que los hombres tienen a esto muestra que hay algo que está radicalmente mal. El pecado ha producido relaciones tirantes, distancia, y terror de Dios, y cuando uno intenta llegar a un hombre con el evangelio, y quiere poner ante él las benditas cosas de Jesucristo, el entrevistado se atemoriza o se indigna ante ello en contra de uno. Se mete en su concha, como si estuvieráis a punto de infligirle una gran herida. Esto simplemente demuestra que hay una repugnancia natural en el corazón del hombre en cuanto a tener que ver con Dios. No lo niego. Es perfectamente cierto. Puedo recordar la época cuando había repugnancia en mi propio corazón frente a las cosas del Señor Jesús. Gracias a Dios aquel día ha pasado, y ahora estoy en el transcurso más feliz de la vida porque llegué a conocer al Dios viviente como mi Salvador. Si aquellos que no conocen al Señor ni a Su salvación se hallan esta noche aquí, espero que puedan aprender de la propia Palabra de Dios el camino de la salvación de Dios, y cuan bendita y sencilla es. "La fe es por el oír, y el oír por la Palabra de Dios."
Ahora, observad cómo se abre el capítulo. En el primer versículo hallo al Apóstol Pablo diciendo: "Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón y mi oración a Dios por Israel, es para salvación." En este versículo se ve la salvación como aquello que el Apóstol ansiaba que fuera conocido por Israel, y la salvación es lo que tú y yo necesitamos. ¿Por qué? Porque la verdad desnuda referente a la condición del hombre es que el hombre está perdido. El hombre es un pecador perdido. No vamos a equivocarnos en cuanto a esto. Hay solamente dos clases de personas en este mundo—los salvados y los perdidos. No hay ningún terreno intermedio, ninguna etapa intermedia en ningún sitio de las Escrituras. El Señor Jesucristo expuso esto con claridad en Sus propios días. Recordaréis el capítulo quince de Lucas, donde Él habla del Pastor en búsqueda de la oveja perdida; en segundo lugar nos da la ilustración de una mujer que barrió la casa diligentemente en búsqueda de la moneda de plata porque estaba perdida; y en tercer lugar, cuando el hijo llega de vuelta a la casa del padre, el padre le vio de lejos, corrió a encontrarle, le besó, y le hizo entrar en casa diciendo, "Comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado." Tres veces hallo la solemne descripción de la condición del hombre: perdido.
Pero en un contraste bendito con la terrible condición del hombre, tenemos la actividad de Dios—el Hijo, el Espíritu, y el Padre. El Hijo busca la oveja perdida, el Espíritu libra al vagabundo de la muerte que había caído sobre él, y el Padre recibe al perdido, cuando regresa de nuevo. No tenemos tres parábolas, sino una sola. "Les refirió esta parábola," dice. ¿Por qué? Porque estaba llevando a cabo la actividad de Su amor, del amor de Dios, sobre el hombre, el pecador perdido. El evangelio me halló como hombre perdido, y me convenció de mi perdición, y cuando acepté el puesto que Dios me asignaba, Él me salvó al momento.
La condición en la que el hombre se halla hace absolutamente necesario que tenga que nacer de nuevo. No es reforma lo que precisa, sino un nuevo nacimiento. La reforma no es suficiente. ¿No he visto yo a muchos jóvenes intentando reformarse? ¿No lo intenté yo mismo? Recuerdo bien un tiempo cuando me hallaba en un lecho de dolor, cuando pensé que estaba muriendo; y estuve bien cerca de ello. Bien recuerdo que, cuando me di cuenta de que podría morir pronto, y sentí mi falta de preparación para morir, que me volví al Señor y clamé, "Si me guardas la vida, Te serviré." Dios dio respuesta a mi oración, y me recuperé de mi enfermedad; pero después de aquello me volví aun más un hijo del infierno. Como veis, yo iba a volver una página nueva. Lo intenté por un tiempo, pero el hecho era que yo era un pecador perdido, y que el diablo era demasiado fuerte para mí, y que pronto fui peor que nunca. El hombre no tiene fuerza en sí mismo. Tiene que ser llevado más pronto o más tarde a este punto—y tú también tendrás que llegar—al punto de reconocerte que eres un pecador, impío, sin fuerza, y por ello una persona perdida.
La gente me dice en ocasiones, "Creía que un hombre estaba perdido si dejaba este mundo en sus pecados, y pasaba de esta manera a la eternidad." No es esto lo que dicen las Escrituras. Cuando una persona pasa a la eternidad sin el conocimiento de Dios, os diré qué es lo que halla: que está condenado. Encuentra que tiene que ser juzgado por Dios, y no puede escaparse de aquel juicio. Todos los hombres se hallan ahora perdidos, y esto es lo que Pablo dice, "Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación." Este era precisamente el deseo que llenaba mi corazón hacia vosotros al tener estas reuniones, y poder estrechar las manos, gozosamente, con aquellos que han sido salvados, porque sé que hay muchos entre vosotros que se hallan ya del lado del Señor. El deseo de mi corazón y oración a Dios es, que tú puedas ser salvo esta noche, si no lo has sido todavía, y la fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios.
¿Has oído la palabra de Dios, y te has inclinado ante ella, creyendo lo que ella te dice? No te pido que creas ni una de mis propias palabras. Quiero que creas la Palabra de Dios. Verdaderamente, estoy tratando de desarrollar esta Palabra, y hacerla simple, y me place mostrarte que la salvación es lo que el evangelio lleva a una criatura perdida, impotente, e irrevocablemente arruinada, como tú o yo. El evangelio me encuentra tal como soy, y después que me ha encontrado tal como soy, me muestra lo que Cristo es, y lo que Él ha hecho por mí. Si tú lo crees, obtendrás lo que yo tengo—la salvación mediante el bendito Hijo de Dios.
Observa qué es lo que el Apóstol Pablo dice aquí acerca de Israel: "Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia." Creo que todavía hay muchas personas en esta categoría. Tienen celo de Dios. Tienen mentes muy atentas, y no todos los jóvenes son descuidados. Creo que a los estudiantes se les considera como a un grupo descuidado. Esto es muy cierto en la mayor parte de los casos, pero una gran cantidad son celosos. Una gran proporción de los que han venido a escuchar lo que digo son personas con celo de Dios. El Apóstol dice, "les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a conocimiento." Ahora bien, un hombre está haciendo lo mejor posible para ser salvo. Tiene celo, pero no conforme a conocimiento. ¿Estáis trabajando ansiosamente tratando de enmendar vuestros caminos, y hacer lo que creéis necesario para vuestra salvación? Os doy testimonio de vuestro celo, pero no es conforme a conocimiento, porque el hombre que tiene sus ojos abiertos a la verdad ha aprendido esto: que no puede hacer nada.
El Apóstol sigue diciendo, "Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios." ¿Qué significa esto? Que el hombre es ignorante de lo que Dios ha hecho, y que es ignorante de lo que Dios ha proveído mediante el Señor Jesucristo. Dios puede ahora justificar a un pecador que cree en Jesús, en justicia, porque Él ha sido justificado acerca de los pecados del pecador por la muerte de Jesús, y Su justicia se ha manifestado en levantar a Jesucristo de los muertos, y en la salvación de aquel que confía en Él. Pero el que trata de establecer su propia justicia se halla exactamente en la misma posición que un joven que fue en una ocasión a un monasterio. Era un joven de noble rango, y de espléndida fortuna. Como muchos otros en esta posición, pensaba que disfrutaría de la vida, y pronto se vio presa de todas las diversiones de un mundo como este. Muy pronto terminó su dinero, y perdió a sus amigos. Es cosa extraña esta, pero cierta, que cuando tienes abundancia de dinero eres el mejor amigo de todos; pero cuando te empobreces, y has gastado tu dinero, y tu vestido se envejece, y tu sombrero está desgastado, entonces, aquellos que acostumbraban a considerarte tan buen amigo, ya ni te conocen. Pasan ciegamente a tu lado, o pasan al otro lado de la calle, y giran los ojos, no sea que te acercaras a ellos. ¿Por qué? Porque ya no puedes darles nada, y ellos nada tienen para ti. Esto es el mundo, y este pobre chico lo descubrió entonces. El resultado es que su mente se ejercitó en ello y que Dios le habló. Llegó al final de sus recursos, y después Dios le habló, y entró en una profunda ansia por la salvación de su alma. Estaba convencido de pecado. Descubrió que era un pecador. Había pecado contra Dios. Así lo hemos hecho tú y yo. El sentido de pecado se había arraigado en su conciencia, y creyó que la única cosa que podía hacer era entrar en un monasterio, por lo que anduvo cientos de kilómetros a fin de salvar su alma culpable.
Anduvo a aquel monasterio, mendigando su comida por el camino, y por el viaje llegó a parecer la misma figura de la miseria. Desgreñado y mal alimentado, por fin llegó al monasterio. El portero salió al oír su llamada, y le preguntó qué quería. "Quiero ver al Padre Superior," le dijo. "Bueno," dijo el portero, dando un portazo ante sus narices, y cerrando la puerta. El Padre Superior, un anciano y bondadoso monje, salió a la puerta. "Bien, hijo mío," le preguntó, "¿qué es lo que quieres?" "Padre mío," le contestó el joven, "Deseo que me dejen ingresar. Quiero ser monje en este monasterio." "¿Por qué?, le preguntó el anciano. "He vivido una vida malvada," y a continuación le contó la historia de su perversa vida, "y ahora," añadió, "espero que no sea demasiado tarde. Espero que podré expiar mis pecados, y escapar al justo juicio de Dios." El anciano escuchó, y cuando llegó al final de su historia, le dijo, "¡Hijo mío, es demasiado tarde!" "¡Oh, padre!" le clamó el joven, "déjeme entrar. Haré los trabajos más duros, y ejecutaré cualquier penitencia que pueda ordenar, a fin de expiar mis pecados." "Hijo mío, es demasiado tarde." "¡Oh, no me diga que es demasiado tarde!" le dijo: "Hijo mío, es demasiado tarde. Todo lo que te propones hacer, ya lo ha hecho Otro antes que tú." El anciano conocía el evangelio. Conocía el amor de Cristo, y le relató al joven la sencilla historia de Cristo, y de la cruz, donde el inmaculado Hijo del Hombre expió los pecados de los pecadores. Le habló de lo que Pablo expone aquí: "la justicia de Dios", cómo el Sustituto sin pecado había muerto en lugar y a causa del culpable pecador. Le relató la historia del evangelio, como espero contártela esta noche a ti.
¡No te dediques a tratar de establecer tu propia justicia! Vas demasiado tarde. Esta obra ha sido llevada a cabo por Otro, que ha estado sobre esta tierra, y que en la cruz terminó la obra por medio de la cual Dios ha sido glorificado, y el pecado quitado de en medio. Jesús, el Amigo de los pecadores, ha muerto por nosotros, y nada sino Su preciosa sangre puede lavar nuestros pecados, tus pecados. ¡Qué insensatez, entonces, la de los que "ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree"! ¿Qué me mandaba la ley hacer? La ley me ordenaba ser santo. Yo no lo era. La ley me mandaba ser justo, y yo no lo era. La ley me ordenaba amar a Dios con todo mi corazón, y alma, y mente, y fuerzas; pero esto no lo he hecho. Me ordenaba amar a mi prójimo como a mí mismo. Yo no lo he hecho. ¿Tú lo has hecho? ¿Crees tú que vas a conseguir la salvación por este camino? La probabilidad es nula. ¿Has amado a Dios con todas tus fuerzas? ¡Bueno, dejemos esto! ¿Y qué de tu prójimo? ¿Le has amado como a ti mismo? Lo dudo.
Pero me dirás a mí, ¿Está usted salvo? Si, gracias a Dios, lo estoy, pero no sobre esta base. No hace mucho que la casa de mi vecino se incendió. Era tarde, por la noche, y yo estaba fuera, atendiendo a un paciente, en un hotel cerca de mi residencia. Mientras visitaba a este paciente, llamaron a la puerta, y cuando salí de la habitación, un camarero me dijo, "Doctor, su casa se ha incendiado." Naturalmente, bajé las escaleras, y salí del hotel con toda la velocidad que me daban las piernas, porque mi querida esposa estaba muy enferma, y estaba pensando en ella. Cuando salí, pude ver lo que creí ser el tejado de mi casa todo encendido, y os puedo decir que mi corazón lo tenía en la garganta. Al correr cuesta arriba alguien me encontró y me dijo, "No es su casa, doctor, sino la de su vecino." "Gracias a Dios," exclamé. ¿Pensé de mi vecino como de mí mismo? No, no lo hice. Pero aquella expresión salió muy honradamente. No sentía que no fuera mi casa, aunque lo sentí por mi vecino. Nunca podría llegar al cielo si dependiera de amar a mi prójimo como a mí mismo.
Queridos amigos, nunca obtendréis salvación de esta manera. No intentéis este camino. La ley puede maldecir, pero no puede salvaros. La justicia legal del hombre es un engaño. Abandonad todos los pensamientos de tratar de reparar la distancia entre vuestra alma culpable y Dios. Ved como Dios la ha reparado en Cristo. Ved como Dios la ha reparado, y ha cubierto el abismo que el pecado había abierto, y ello mediante la muerte de Jesús. "Por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas vivirá por ellas." La ley solamente proponía larga vida al hombre sobre la tierra. Nunca le ofreció la vida eterna. No, la oferta de la gloria eterna viene a través del Hijo de Dios. La ley proponía una vida dilatada sobre la tierra; el evangelio da al creyente asociación con el Salvador glorificado, a la diestra de Dios. "Por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas vivirá por ellas." Vivirá por ellas, si continúa en ellas, y si falla tendrá que llevar la pena. Esto es precisamente lo que la Escritura dice—"El alma que pecare, ésta morirá" (Ez. 18:4). Esto significaba que los padres no morirían por los pecados de sus hijos, ni los hijos por los pecados de los padres. Cada uno moriría por sus pecados. El hombre que pecara sería el que moriría.
Ahora bien, el evangelio propone la vida eterna a los que, aun habiendo pecado, y merecen morir, se inclinan ante la justicia de Dios. "La justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo)." ¿Por qué no debo decirlo? Porque Él ha bajado. El amor le hizo bajar. Ni tu oración ni la mía, ni ningún clamor hicieron bajar a Jesús. Admito que nuestra necesidad se hallaba evidente ante Sus ojos y Su corazón, pero Su amor fue lo que Le hizo descender del cielo para buscarnos. Ni digas en tu corazón "¿Quién descenderá al abismo? (esto es, para hacer subir a Cristo de entre los muertos)." No, esto tampoco, porque Cristo ya ha subido. Él en Su amor descendió, fue a la muerte, y la anuló, y ha vuelto a levantarse de entre los muertos. El amor Le hizo bajar, y ha sido levantado por la justicia. ¿Veis? El amor y la justicia son las dos cosas que aparecen en el evangelio—el amor de Dios y la justicia de Dios. Estas son las dos columnas sobre las que descansa todo el volumen del evangelio. Reposa sobre estos dos maravillosos pilares—el amor y la justicia de Dios. El amor entregó al Hijo de Dios, y Le envió a la tierra a que muriera en lugar del pecador, y la justicia Le resucitó, porque había glorificado a Dios infinitamente al morir por el pecado y por los pecadores.
El amor y la justicia, que constituyen los dos grandes pilares de la fe cristiana, brillan por su ausencia, por lo menos uno de los dos, en todas las otras religiones debajo del sol. Justo investigad si lo que os digo es cierto o no. De cierto que estaréis bien familiarizados con la mitología de los paganos. ¿Había mucha santidad en ella? Sabéis bien que casi todos los dioses de los griegos y de los romanos eran concupiscencia deificadas. ¿Quién era Baco? ¿Quién era Venus? Sabéis que eran concupiscencias deificadas. La santidad no se hallaba allí. Por otra parte, ¿dónde se hallaba el amor? Ahí tenéis a Júpiter, una deidad totalmente rencorosa, y a Marte, el dios de la guerra. Estos son solamente una muestra de los muchos dioses de los paganos, y son en cada caso la creación en las mentes de los hombres de lo que ellos creían que Dios tenía que ser, y en la religión de ellos faltaban o el amor o la justicia. Si admitían la concupiscencia, no juzgaban el pecado. Si juzgaban el pecado, no había amor. Ahora bien, lo atractivo del evangelio de Cristo es que, mientras que Dios es Amor, también es Luz; y en tanto que juzga el pecado totalmente, ama al pobre pecador de forma infinita. Antes de que llegue el día del juicio, cuando Él tendrá que juzgar el pecado eternamente, y el pecador no perdonado tendrá que llevar el fruto y las consecuencias de su pecado, Su propio bendito Hijo ha venido a esta escena, y en amor ha muerto en la cruz. Su obra consumada, la expiación cumplida, y la redención conseguida, Él ha sido resucitado de los muertos en toda justicia para nuestra justificación. Las demandas de Dios se han cumplido todas. La justicia de Dios y el odio del pecado han sido confrontados en el juicio de la cruz. "Al que no conoció pecado, por nosotros Lo hizo pecado, para que nosotros fuéramos hechos justicia de Dios en Él." Y ahora el peor pecador que mira a Jesús como su Salvador, es hecho salvo.
¿Pero qué dice este evangelio? "Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos." ¿No es bien sencillo? Me escribía hace poco un joven, y me decía que había estado escuchando muchas voces. Le pregunté qué voces eran, y dijo que voces de hombres; los meros resultados de los cerebros humanos. Y en este caso estas voces habían llevado a este joven a un lamentable agnosticismo, que solamente trajo tristeza y angustia a su corazón y conciencia. El nihilismo no da a los afectos nada en lo que alimentarse. El evangelio de Dios os da Cristo. Amigo, tú y yo tenemos que escuchar la voz de Dios, y cuando la escuchemos tendremos la verdad. "Cerca de ti esta la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos." ¿Qué dice esta palabra? "Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo."
¿Hay alguien en este auditorio que quiera ser salvado? ¿Hay alguien en esta reunión que realmente quiera ser salvo? Si quieres ser salvo, puedes aprender la sencilla verdad de cómo, si hemos de creer lo que dice la Palabra de Dios, puedes ser salvado ahora. Dios desea que puedas ser salvo. Si alguien desea ser salvo, que preste atención. Primero de todo, notad las dos cosas que se deben de hacer: (1) "Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor." Creo que esta es difícil; porque la confesión de la boca no se refiere, creo yo, a levantarse en una reunión como ésta y confesar a Cristo, sino al andar diario—"Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y (2) creyeres en tu corazón que Dios Le levantó de los muertos, serás salvo." La segunda cosa es muy sencilla. En ocasiones le llamo a este pasaje de Romanos "Un evangelio sencillo para almas sencillas." Es verdaderamente bien sencillo. Si yo nunca hubiera sido convertido, creo que debería serlo esta noche. Creo que debería serlo poniéndome de pie aquí ahora. Con tanta claridad veo lo que el evangelio dice que tengo que creer. El Hijo de Dios ha venido a esta escena, y murió el Justo por los injustos y, al morir, ha cumplido las demandas de Dios hacia mí. Él ha ido a la cruz, y Aquel que no conoció pecado, por nosotros fue hecho pecado, y Dios cargó sobre Él todas nuestras iniquidades. Fue abandonado por Dios, a fin de que nosotros pudiéramos ser aceptados. Por nosotros murió. Dios Le ha levantado de los muertos, y puedo ver el efecto de Su muerte con respecto a Dios. Cumple las demandas de Dios. La resurrección de Jesús constituye la demostración de que las demandas de Dios han sido todas satisfechas por Su muerte. En el banco de la tesorería del cielo ha sido depositado el precio de mi redención; lo creo en mi corazón, y sé que soy salvo.
"Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios Le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación" (vv. 9, 10). Observa que primero es el corazón, y después la lengua. No se trata de trabajo de la cabeza. Esto no es lo que aquí cuenta. En zoología, geología, fisiología, todo es trabajo de la cabeza, pero cuando se trata del conocimiento del Señor, se trata del corazón. Todos vosotros tenéis corazones, dejad que Cristo os los llene. Pensad en Su amor—¿No creéis en este bendito Señor? ¿Me preguntáis si creo? Sí, creo en Él desde el fondo de mi corazón; creo que Él me amó y, como dice el Apóstol Pablo, "el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo por mí" (Gá. 2:20). ¿Cuál es el resultado de conocer y creer esto? Que la lengua se suelta. Cuando el corazón de una persona queda tocado, cree, y después confiesa a Cristo. "Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación." Es sumamente sencillo. "Se confiesa para salvación." Primero uno se pone a bien con Dios en su corazón, y a continuación con los hombres con la boca. Tu lengua exalta a Cristo. El hombre que es salvo se lo dice a otra gente. Se goza en hablar de la gracia de Cristo, y de dar la gloria a Cristo. No hay crédito para sí mismo. Todo es para la gloria de Cristo.
Tú crees en Él en tu corazón, y con tu boca se hace confesión para salvación, porque la Escritura dice, "Todo aquel que en Él creyere no será avergonzado." Dios no supone que el hombre que cree en Su amado Hijo va a avergonzarse de Él, y si cualquiera de vosotros ha hallado al Señor como su Salvador, y habéis aprendido que Su sangre ha lavado vuestros pecados, y que os ha librado del juicio que ha de caer, no os avergoncéis de confesarle. "Todo aquel que en él creyere no será avergonzado" es una buena palabra. No hay porque avergonzarse. El hombre que ha creído nunca será avergonzado; pero para el hombre que no tiene a Cristo no queda nada ante sí sino una terrible vergüenza. Se avergonzará de sí mismo; se avergonzará de haber perdido la luz; se avergonzará de que cuando tuvo una oportunidad de aceptar a Cristo, no Le aceptó. Es mucho mejor ser de Él ahora, y cada uno de vosotros puede serlo, "porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico con los que Le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo" (vv. 12, 13).
Observad bien este versículo con el que termino: "¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído?" Es algo muy sencillo y bendito, este "Todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo." Pero algunos lo dejan hasta que es demasiado tarde. Lo admito, Dios puede encontrar a un hombre, como lo hizo un pobre hombre que soñó que Le encontraba al caer de su caballo, y que se quebraba el cuello al caer—
"Entre la silla y el suelo
Misericordia busqué y hallé,"
explicó después ligeramente. Sí, invocó el nombre del Señor, tenía la salvación segura; pero no os fieis de la idea de que tenéis mucho tiempo por delante. ¿No Le invocaréis ahora? En la quietud de vuestra habitación esta noche volveos, e invocad el nombre del Señor.
Creed en Él ahora, porque no Le invocaréis a no ser que creáis en Él, y no creeréis en Él a no ser que hayáis oído de Él, y oír habéis oído. "¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!" (vv. 14, 15). Este es un hermoso círculo. Primero de todo, Dios envía al predicador, el pecador oye; al oír, cree; el evangelio de la paz pasa primero a su corazón, y después sale a su boca, y dice, "Señor, creo." Es como apretar el botón de un timbre eléctrico, el circuito se cierra. Quiero que el circuito se cierre esta noche. ¿Cómo se va a cerrar? Mediante la fe, porque la fe "es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios."
Simplemente, recibid lo que el Señor os ha mostrado, y entonces el timbre de vuestro corazón y de vuestros labios resonará. Queda completado el circuito. El Señor envía la Palabra—el evangelio de la paz; lo creéis al oírlo, obra en vuestro corazón. Decís, Señor, creo, y entonces Le confesáis ante los hombres, con vuestra boca, para salvación.
El Apóstol añade aquí: "Mas no todos obedecieron al evangelio; pues Isaías dice: Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio?" Y yo os pregunto, ¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Quién en este auditorio ha creído al anuncio del Señor Jesucristo? El hombre que confiesa con su boca y que cree en su corazón es sabio. De nuevo, dejadme repetir, "la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios." ¿Tenéis fe en Aquel bendito, que murió y volvió a resucitar? Si es así, confesadle osadamente.

Capítulo 11: La pregunta de un carcelero; o, El primerconverso de Europa

Hechos 16:6-40
HAY un interés peculiar en la escena ante nosotros, debido a que el Espíritu de Dios registra aquí la introducción del evangelio en Europa. Ningún europeo debiera tomarse a la ligera un hecho de tanto peso como éste. Es maravilloso, el evangelio, porque es la revelación de Dios a los hombres; además, lleva a los hombres a Dios. Y comprendedlo bien, no conocéis el evangelio a menos que conozcáis a Dios, y a no ser que hayáis llegado de una manera concreta y personal a Dios, de forma que vuestro corazón pueda gozarse en Dios, como lo hizo este pobre carcelero. Creo que mejor debiera llamarle "rico carcelero" ahora, porque ciertamente fue un hombre rico a partir de aquella noche.
Esta escena es una de las más hermosas en tanto que muestra que no hay límites a la gracia de Dios. Europa no era quizás más impía que otras regiones, pero se hallaba en las tinieblas del paganismo, y revolcándose en la inmundicia del pecado, gobernada por Satanás. Si puedo así decirlo, Dios dice, voy a empezar por lo más bajo de todo: voy a empezar con el peor hombre que pueda hallar. Ahora bien, el hombre que consideramos anteriormente, Cornelio, era lo que llamaríamos un buen hombre; dado a la oración, piadoso, dador de limosnas; bondadoso; pero aquí tenemos lo que podríamos considerar como un endurecido siervo del diablo. Si hay alguien que tenga el sentimiento de que ha estado sirviendo totalmente a Satanás, amigo mío, puedes sacar una gran esperanza de este capítulo. El hecho es que no hay nadie que sea demasiado malo para Jesús; pero hay demasiados que son demasiado buenos para Jesús. Me he encontrado con docenas de ellos. Son demasiado buenos para Jesús, no precisan de la salvación; no están perdidos, y por ende no Lo necesitan. Pero aquí estaba un hombre que sabía que estaba perdido; pero no era demasiado malo para Jesús.
Ahora, contempla el camino en que Dios trae la gracia a este hombre necesitado. Leemos en el versículo, que Pablo y sus compañeros de viaje "atravesando Frigia y la provincia de Galacia" (evidentemente querían predicar en el distrito en que se hallaban), "les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la Palabra en Asia." Esto es muy notable, porque, si hubiera dependido de ellos, hubieran estado trabajando en Asia, y no hubieran cruzado el agua para ir a Europa. Pero el Espíritu Santo les detiene. Yo creo, amigos míos, en la guía del Espíritu Santo: Espero que vosotros también. Creo en el hecho maravilloso de que el Espíritu Santo, la tercera Persona de la Trinidad, está sobre la tierra. Nunca oro a Dios para que lo envíe; espero que tampoco lo hagáis. Nunca he pedido a Dios que enviara al Espíritu. ¿Por qué? Porque se halla aquí.
Esta es la gran verdad de los Hechos de los Apóstoles, que, desde el día de Pentecostés en adelante, el Espíritu Santo había tomado Su habitación en la tierra en la Iglesia. Nuestro Señor anunció este maravilloso hecho en Juan 14, diciendo: "Yo rogaré al Padre, y os dará otro consolador, para que esté con vosotros para siempre" (v. 16). Vino a hacer dos cosas—a revelar la gloria de Cristo, y a administrar bendición a aquellos que creen; y a pesar del pecado de la Iglesia de Dios, el Espíritu de Dios está aquí ahora. Alguna gente me dice: "Por qué no ora para que venga el Espíritu de Dios?" Porque sé que está aquí. Oro que no vaya yo a entristecerle (Ef. 4:30); oro que no sea apagado en la asamblea (1 Tes. 5:19, 20); pero nunca pido—y espero que, si lo habéis estado haciendo hasta ahora, que no volváis a hacerlo—que el Espíritu Santo venga. Él está aquí, y añadiré, además, que creo que el pecado clamoroso del cristianismo es la incredulidad con respecto a la presencia del Espíritu Santo. Esto solamente de pasada.
El Espíritu prohibió a estos amados siervos de Dios que fueran en la dirección que ellos mismos querían tomar, porque "cuando llegaron a Misia, intentaron ir a Bitinia, pero el Espíritu no se lo permitió. Y pasando junto a Misia, descendieron a Troas" (vv. 7, 8). Esta era una gran ciudad mercantil, muy importante, además, desde el punto de vista humano, populosa y opulenta. Mientras que estaban allí, "se le mostró a Pablo una visión de noche: un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: Pasa a Macedonia y ayúdanos" (v. 9). ¡Qué petición más conmovedora para que la oyera un evangelista: "Pasa y ayúdanos"! ¡Ah, es algo bueno cuando una persona sabe que necesita ayuda! "Cuando vio la visión, enseguida procuramos partir para Macedonia, dando por cierto que Dios nos llamaba para que les anunciásemos el evangelio" (v. 10). ¡Feliz conclusión! ¡Deducción bendita! Una conclusión cargada con las consecuencias más profundas para aquellos afortunados que vienen ante nosotros en la siguiente sección del capítulo.
Pablo reconoce que el Espíritu le había llamado a una esfera totalmente nueva, y pasa a Macedonia. ¡Gracias a Dios! Va a predicar el evangelio allí. Y ahora el evangelio ha llegado a el lugar donde estás tú: Me pregunto si ha llegado a tu corazón; esta es la cuestión. El evangelio está extendido estos días, pero ¿te ha llegado a ti? ¿Has sido salvado, o no? ¡Ah, quiera el Señor salvarte ahora mismo, amigo mío! Y si nunca has conocido lo que es Su salvación, ojalá puedas conocerla esta noche. No me avergüenzo del evangelio. ¿Por qué? Es el poder de Dios para salvación; y presta atención, no puedes salvarte de otra manera que por el evangelio; y serás condenado eternamente si no crees el evangelio.
"¡Bueno!" contestas tú, "no creo en la condenación." Ya sé que no crees: tú perteneces a una gran de compañía que ha unido las manos con tu incredulidad, pero esto no demuestra nada. Es por lo general la multitud la que corre a hacer el mal. Pero puedes estar cierto de esto: Si el hombre no precisara de la salvación, Dios jamás hubiera enviado a Su Hijo, nunca hubiera enviado el evangelio. Por ello, si no recibo el evangelio está perfectamente claro que no queda nada ante mí sino el justo juicio de Dios contra el pecado. La cuestión es que el hombre ha pecado, y Dios no toma el pecado a la ligera: todos hemos pecado, pero antes del día en que Dios vaya a juzgar el pecado del hombre, Él, en Su inmensa bendita gracia, ha enviado a Su propio Hijo a esta escena a que llevase el pecado, y a sostener el juicio que este pecado demandaba, a fin de poder librar al hombre que recibe el evangelio.
Aquí Él envía a Pablo a Europa. Creo que su corazón se sintió inmensamente alegre aquel día, y que cuando recibió este mensaje dijo, "¡Gracias a Dios! Tengo un campo nuevo." Nada da tanto calor a mi corazón como la apertura de un nuevo campo para el evangelio, y ver a Dios obrando en él. Sé que muchos de vosotros sois lo que se dice "duros frente al evangelio." Pero a pesar de todo, es la simple historia del evangelio lo que necesitáis. La habéis oído todos vuestros días; pero no hay nada más para vosotros que el antiguo y sencillo evangelio del Señor Jesucristo. Nada os llevará a la gloria excepto este evangelio. Podéis tener ciencia y erudición, pero éstas no os pueden llevar al cielo. Podéis pulir vuestras acciones tanto como queráis, pero no os darán entrada en la gloria de Dios. Os diré qué es lo que os dará entrada—la preciosa sangre del Hijo de Dios, derramada en el madero por los pecadores: Esto es el evangelio. Mejor será que lo aceptéis. ¡Dios os dé que lo recibáis esta noche!
Estoy plenamente consciente de que este bendito antiguo evangelio está en la actualidad muy olvidado o tenido a menos. Mas prefiero usar las Escrituras, y Quiero ir hacia atrás, y llevaros a la fe de la gente que oyeron las buenas nuevas al principio, y que las recibieron; que las disfrutaron; que vivieron de ellas, y que hubieran muerto por ellas si Dios les hubiera llamado a ello. "No me avergüenzo del evangelio" (Ro. 1:16); esto escribió el hombre del que estamos leyendo precisamente ahora. ¿Te avergüenzas tú? Te diré que se está aproximando un día en el que te avergonzarás de que te avergonzaste de él. ¡Avergonzarse de Jesús! ¡Dios lo impida! Podrías avergonzarte de ti mismo: en esto te haré compañía. Bien podrías avergonzarte de tu vida, de tu corazón, de tu manera de andar y de tu incredulidad: hasta allí iré contigo. Pero ¡avergonzarse de Jesús! ¡Dios lo impida! Nada puede alcanzar tu corazón y llenarlo, excepto el evangelio. Viene con las gratas nuevas del amor de Dios en una mano, y la santidad de Dios, mantenida en la cruz de Cristo, en la otra. El amor de Dios se manifestó al dar a Su Hijo, y el amor del Salvador se manifestó en Su muerte. Por aquella muerte satisfizo la justicia de Dios; más aún, llevó nuestros pecados, a fin de podernos liberar en justicia. Él ha ido a la muerte y, resucitando, ha anulado la muerte, ha derrotado el poder de Satanás, y ha dado libertad al creyente.
Ahora, el Espíritu Santo ha descendido a proclamar todo esto. Estas son buenas nuevas para mí; y creo que tú te hallas exactamente en la misma posición. Puedes creer que no, pero este es el caso: tú, como yo, eres un pobre pecador. Puede que tengas algo más de dinero; algo más de cultura; puede que tengas mejor posición social que yo; pero cuando te quedes sin nada de esto, y cuando te quedes revelado a ti mismo, tal como Dios te ve, serás un pobre pecador en tus pecados. Y esto es lo que yo era, mas Jesús me salvó. Y Él quiere salvarte a ti. Mejor que Le dejes salvarte. ¡Tú no amas el evangelio! Pero el Dios del evangelio te ama; el Jesús del evangelio te ama; y el Espíritu Santo, que proclama el evangelio, te ama, porque "Dios es amor." ¡Aleluya!
Fue amor, así, lo que envió a estos hombres de Troas a Filipos; sigámoslos. "Zarpando, pues, de Troas, vinimos con rumbo directo a Samotracia, y el día siguiente a Neápolis" (v. 11). Creo que esto es muy interesante. Tan pronto como el Espíritu de Dios dio el mensaje de ir a Macedonia, Pablo y sus compañeros bajaron al puerto, y pronto hallaron un barco que iba a Europa. No era un viaje muy largo, porque solamente les llevó un día y medio. Con esta misión evangelística fueron, por así decirlo, viento en popa, y pasaron aquella distancia en un día y medio; pero cuando estaban de vuelta necesitaron cinco días. Supongo que tendrían vientos en contra (ver Hechos 20:6). ¡Ah, Dios desea dar paz al alma ansiosa, angustiada! Dios se deleita en ello, y a menudo les da a sus evangelistas vientos favorables, para que puedan llevar el mensaje de la paz con más prontitud al alma angustiada. Su vigilante ojo y Su corazón amante se dan cuenta de cada alma hambrienta de luz, perdón y paz. Así es Dios.
Bien, llegaron a Neápolis, el puerto marítimo de Filipos, que estaba a unos quince kilómetros de distancia. Y de allí "a Filipos, que es la primera ciudad de la provincia de Macedonia, y una colonia; y estuvimos en aquella ciudad algunos días" (v. 12). Supongo que cuando llegaron a la ciudad buscarían al hombre que les había dicho: "Pasa a Macedonia y ayúdanos." No tengo ninguna duda de que Pablo miraba a un lado y al otro diciéndose en su corazón, "¿Dónde estará este hombre que quiere el evangelio?" ¿Eres tú este hombre, amigo mío, que quiere el evangelio? Estoy esta noche buscando a mi hombre. Pablo buscaba a este hombre, pero no le halló de inmediato. Pero leemos: "Y un día de reposo salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración; y sentándonos hablamos a las mujeres que se habían reunido" (v. 13). No pudo hallar a su hombre por ninguna parte, pero halló a una cantidad de mujeres dadas a la oración. ¡Gracias a Dios por las mujeres que oran!
Las mujeres son con frecuencia más fervorosas que los hombres, y tienen menos cobardía que ellos. Joven, ¿tienes miedo de que la gente crea que tú eres un cristiano, mientras que aquella joven conocida tuya es osada por Jesús? Conoces perfectamente bien que si ella tratara de hablarte acerca de Él, tú tratarías de huir; sé que lo harías. Los hombres jóvenes se creen muy viriles cuando actúan como necios, beben, maldicen, juran, y blasfeman; y a pesar de ello muchos de ellos son de lo más cobarde, y se pondrían ruborizados hasta las orejas si se les pidiera que se levantaran por Cristo, y le reconocieran delante de sus compañeros. ¿No lo sabes? ¿No te ha dicho tu conciencia que eres un cobarde moral, joven? "Pero," dices tú, "¿qué pensarían de mí los compañeros de clase? Se reirían de mí." Bueno, ¡pues déjalos que se rían! Yo era cristiano antes de empezar a estudiar medicina: Me dedicaba a estudiar leyes, iba a ser abogado; pero cuando me convertí no creí que la gracia y la ley pudieran ir demasiado unidas, por lo que pasé a la medicina. Esta es la verdad. Allí donde yo estaba, cuando estudiaba en Londres en 1861, no tenía al principio ni un compañero cristiano: ninguno de los estudiantes estaba del lado del Señor. Y, dirás tú, ¿Qué hizo? Bien, intenté hacerlos cristianos; aunque no podía, naturalmente; pero les hablé de Cristo, y esperé en Dios para que los bendijera, y me siento lleno de gratitud que algunos de ellos se volvieron al Señor. Naturalmente que me hicieron objeto de sus burlas: Se burlaban de mí, y me escarnecían; pero yo simplemente me volvía a ellos y les decía: "Bueno, chicos; podéis burlaros si queréis; pero yo estoy mejor que vosotros, porque tengo un Salvador, y vosotros carecéis de Él. Tengo la salvación, y vosotros no la tenéis." Pronto me dejaron tranquilo.
Si hay aquí alguno esta noche que esté temeroso de seguir a Cristo, me gustaría decirle lo que una anciana cristiana me dijo a mí. Ella había sido cristiana durante cincuenta y dos años, y al sentarse por la tarde a mi mesa, dijo: "¡Doctor, creo que hay una cosa que deberíamos de hacer!" "¿Y cuál es ésta, señora?", le pregunté. "Deberíamos de ser leales a nuestros colores." "Así es, exactamente," dije yo. Ante todo, amigos míos, buscad a Cristo; conocedle, y después confesadle. Sed leales a vuestros colores. Pero tú dices "¡Ah, es que no me gustaría que se me viera en una reunión de oración! No, dices tú, esto es algo solamente apropiado para mujeres. ¡Gracias a Dios por las mujeres que oran! vuelvo a repetir. ¡Gracias a Dios por las madres que oran, por las hermanas que oran, y por las esposas que oran! Lo digo desde el fondo de mi corazón, porque cuando el Señor me convirtió, aunque no lo sabía entonces, descubrí después que estaba bien envuelto en una malla de oración. Había gente orando por mí a todo lo largo y ancho del país, aunque yo mismo no oraba por mí. Otros oraban por mí, y entre ellos había una buena cantidad de mujeres. Mi querida anciana madre, que se ha ido ya al cielo, oraba por mí, y ¡cuán feliz fue cuando supo que yo me había convertido! Y ¿no crees que tu madre se sentiría feliz si tú te convirtieras esta noche, amigo mío? Cuando mi madre leyó la carta que le envié, diciéndole que el Señor me había salvado, he sabido después que lloró de gozo durante tres días. Las lágrimas caían por sus mejillas al leer y releer, una y otra vez, la carta que le decía que su hijo más pequeño había aceptado al Señor. ¿Cuándo va tu madre a tener este gozo? ¿Cuándo va a saber que tú te has vuelto al Señor?
En Filipos estas mujeres estaban orando, y dejad que os diga, nunca he sabido de mucha obra sin el amparo de mucha oración; mientras que, por otra parte, mucha obra ha sido el fruto de las oraciones de mujeres. Uno de los avivamientos más interesantes que jamás he conocido tuvo lugar a unos pocos kilómetros de aquí, y más de doscientas almas se convirtieron al Señor. Supe después, cuando fui a inquirir, que tres sencillas ancianas habían estado orando al Señor para que enviara a alguien a su distrito, durante nueve largos meses. Dios siempre da respuesta a la oración. Queridos hermanos, orad. Recibiréis la respuesta de Dios a su debido tiempo.
"Y un día de reposo salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración; y sentándonos, hablamos a las mujeres que se habían reunido." No tenían mucha luz, pero está claro que tenían ansias de recibir el evangelio, y muy sabiamente los mensajeros de las buenas nuevas se sentaron, y hablaron a las mujeres. Algunas veces digo que el evangelio entró a Europa con el carácter informal que debería de ser el carácter de las charlas después de las reuniones. No hubo predicación. No veo que ni Pablo, ni Lucas, ni Silas predicaran. Se sentaron y hablaron a las mujeres. ¿Sabéis, jóvenes cristianos, que, si os dedicarais un poco más a la evangelización conversacional, os asombraríais de los resultados? Estaba yo hablando a un joven que hace solamente seis semanas ha sido convertido, y me dijo: "Doctor, creo que los que hemos hallado la luz deberíamos de mostrar nuestra luz." "Evidentemente," le contesté. "¿Y no cree usted que deberíamos de hacer volver a otros?" "Ciertamente," le contesté. "Bueno," me dijo, "me temo que los cristianos no hacen demasiado." Le respondí: "Estás totalmente en lo cierto. Deberíamos dar testimonio a otras personas, pero me temo que nos hallamos demasiado inclinados a relegar nuestro testimonio a otras personas—personas llamadas predicadores—y a creer que solamente es el deber de ellos hacerlo." Pero no es así. Si conocéis a Cristo y Le amáis, le diréis a todos los que conozcáis lo que sabéis acerca de Él. Esta es la forma de esparcir el evangelio, y es maravillosa la forma en que se esparcirá.
"Se sentaron, y hablaron a las mujeres." Aquí hubo una sencilla exposición de la verdad en plan informal y coloquial. Es indudable que esto es lo que tuvo lugar, y ¿cuál fue el resultado? "Una mujer llamada Lidia vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba oyendo; y el Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía" (v. 14). Esta mujer ferviente tuvo el corazón abierto: ¿Qué creéis que sucede cuando se abre el corazón? El Señor obtiene en él el sitio que Le corresponde. "Y cuando fue bautizada"— ella reconoció al Señor públicamente—"y su familia, nos rogó diciendo: Si habéis juzgado que yo sea fiel al Señor, entrad en mi casa, y posad. Y nos obligó a quedarnos" (v. 15). ¡Bien hecho, Lidia! Aquí tenéis una gran mujer para vosotros. No teme identificarse con el Señor. En Lidia tenemos a la primera persona convertida en Europa. Se identifica a sí misma con los siervos del Señor. Lo primero de todo, el corazón de ella es abierto, y lo siguiente es que su casa se abre. ¿Se utiliza tu casa para el Señor? Si es así, es algo excelente. Si no utilizas tu casa para el Señor, aunque solo sea una habitación o dos, no creo que Él ocupe demasiado lugar en tu corazón. ¿Qué puedes hacer? Puedes alojar a algún siervo del Señor—no necesariamente para que se quede en tu casa—ni tampoco implica ello que tienes que tener la posibilidad de ofrecer hospitalidad. El pensamiento es este: Quiero identificarme de una forma genuina totalmente con la obra del Señor. Lidia era una mujer genuina: ojalá que cada creyente fuera igual, de ferviente y verdadera.
Y ahora leo: "Aconteció que mientras íbamos a la oración"—se seguía con la reunión de oración—"nos salió al encuentro una muchacha que tenía espíritu de adivinación, la cual daba gran ganancia a sus amos, adivinando. Esta, siguiendo a Pablo, y a nosotros, daba voces, diciendo: Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian el camino de salvación. Y esto lo hacía por muchos días; mas desagradando a Pablo, éste se volvió y dijo al espíritu: Te mando en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella. Y salió en aquella misma hora" (vv. 16-18). ¿Por qué hizo esto el Apóstol Pablo? pregunto yo. ¿Por qué rechaza el testimonio de esta engañada muchacha? Ella era simplemente una sierva del diablo: estaba poseída por el espíritu de Pitón. Satanás la gobernaba totalmente, aunque iba tras ellos día tras día, gritando: "Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian el camino de salvación." ¿Por qué Pablo no aceptó el testimonio de ella? El hecho es este: él fue lo suficientemente espiritual como para reconocer que éste era el diablo tratando de meter su mano en la obra de Dios. Hablando claramente, el diablo quería patrocinar la obra de Cristo, y esto no podía ser en absoluto.
Me atreveré a decir que algunos de nosotros, si hubiéramos sido seguidos por aquella muchacha que gritaba "Estos hombres son siervos del Dios Altísimo", hubiéramos creído que lo estábamos haciendo bastante bien; y nos hubiéramos sentido tentados a aceptar su ayuda. Pero el diablo nunca puede ayudar la obra de Dios. Satanás quería meter su mano, a fin de poder frustrar la obra del Espíritu de Dios. No obstante, Pablo le dice al espíritu maligno, "sal de ella." Era Satanás en su mortal oposición al evangelio, tratando de estropear la obra. Hay dos principios que se hallan a través de las Escrituras—son corrupción y violencia. En el huerto de Edén, el diablo corrompe a Eva: ¿y cuál es lo que sigue? Caín mata a Abel, esto es, violencia. Es la misma escena la que tenemos ante nosotros. Satanás trata de corromper la obra de Dios, antes de que Pablo la desarrolle. Cuando Pablo rechaza la ayuda del diablo, notad el cambio en su táctica. Entonces Satanás trata de aplastar a los siervos de Dios, y estalla la violencia. "Pero viendo sus amos que había salido la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas, y los trajeron al foro, ante las autoridades" (v. 19).
El hecho es que, si uno quiere tocar a un hombre del mundo en la forma más efectiva, el punto más vulnerable es su bolsillo. Estos hombres fueron tocados ahí cuando Pablo ordenó al espíritu de adivinación salir de la muchacha. De hecho, fue liberada del poder del diablo, y esto es lo que tú necesitas, amigo mío. No digo que necesites ser librado de la misma manera. Puedes decir que no tienes espíritu de adivinación, lo que admito totalmente, pero es una verdad solemne que la persona que no está bajo el poder del evangelio se halla bajo el poder de Satanás. Cuando Pablo fue convertido, el Señor le ordenó que fuera a los gentiles, "para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados" (Hechos 26:18). Por ello, veis que hasta que no vamos a Jesús, nos hallamos bajo el poder de Satanás. Admitiré con franqueza que a la gente no le gusta admitirlo. Sé que yo no quería admitirlo, ni lo hubiera admitido cuando no estaba convertido, pero reconozco ahora dónde me hallaba hasta que Cristo me liberó.
Aquí tenemos una mujer que se hallaba totalmente bajo el poder del diablo, y cuando resulta liberada de él por el poder del Espíritu Santo se desata una tempestad. Sus dueños "prendieron a Pablo y a Silas, y los trajeron al foro, ante las autoridades; y presentándolos a los magistrados, dijeron: Estos hombres, siendo judíos, alborotan nuestra ciudad" (v. 20). Fomentaron todo tipo de falsas acusaciones; no se les da un juicio justo; se les rasgan las ropas, y después los apóstoles son azotados. "Después de haberlos azotado mucho, los echaron en la cárcel, mandando al carcelero que los guardase con seguridad. El cual, recibido este mandato, los metió en el calabozo de más adentro, y les aseguró los pies en el cepo" (vv. 23, 24).
No tengo ninguna duda de que el diablo pensó: "Se terminó el evangelio ahora. He dado el cerrojazo a la obra del Señor, ahora que he amordazado a Sus siervos." ¿Sabéis cuándo la gracia consigue sus victorias más señaladas? En el momento en que todo parece estar contra Dios, y en contra de Sus siervos. En esta ocasión se tenía que conseguir una victoria; pero el camino a esta victoria iba a ser penoso. El hombre al que Pablo tenía que encontrar se hallaba en el edificio de la prisión. Dios tenía Su mirada puesta en él, y tenía que ser ganado de algún modo. No era probable que saliera a oír el evangelio, por lo que Satanás, en su intento de detener el curso de este evangelio, queda forzado a hacérselo llevar allí adentro donde actuaba de carcelero.
Los apóstoles son echados a la prisión de más adentro, y sus pies son puestos en cepos. El carcelero parece tomarse un brutal placer en el tratamiento que les aplica. No dice, "Vengan para aquí, siento tener que encerrarles;" sino que evidentemente sirviendo gozosamente a sus jefes, los "metió en el calabozo de más adentro, y les aseguró los pies en el cepo." Entonces, naturalmente se fue a dormir. "Pero a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios; y los presos los oían" (v. 25). ¡Qué cosa más maravillosa es la fe! Contemplad la fe y la energía de estos siervos de Dios. Pensad en sus condiciones, con sus espaldas ensangrentadas, sus miembros aherrojados, en aquel calabozo mísero y húmedo de la prisión. Las prisiones que los romanos preparaban para sus presos eran lugares horribles. Y a pesar de ello, si tú te hubieras acercado a aquella lóbrega prisión, creo que te hubieras parado, y que te hubieras hecho esta pregunta: "¿qué es lo que oigo? ¡Bueno, parece que lo están pasando bien allí! ¿Son cantos lo que oigo? ¡Están muy felices! ¿Qué ha sucedido? Parecen muy cómodos en esta prisión." Cierto, se hallaban profundamente felices, y por ello oraban y cantaban. ¡Ah, no podréis aplastar ni hacer callar el corazón de una persona que tiene a Cristo! No podéis estropear su gozo. ¿No veis que el Espíritu Santo siempre da gozo al corazón de los perseguidos? La persecución no aniquila el gozo: antes, al contrario, cuanto más perseguido se halla uno, tanto más gozo tiene. Un poco de persecución nos haría radiantes de una forma maravillosa, queridos amigos. No podría hallar de ello una ilustración mejor que la que se halla aquí.
¿Cuál creéis entonces que era el tema de las oraciones aquella noche? No creo que la oración de ellos fuera: "Señor, déjanos salir." Creo que la oración de ellos era: "Señor, haz que esto sea para Tu gloria; haz que esto sea para la salvación de las almas; haz que esto redunde en bendición para las almas preciosas en esta prisión; y, ¡oh Señor! mantén a aquellos que han creído, y especialmente a Lidia, en firmeza." Además, cantaban. Los cantos ascendieron a Dios por la noche. Si hubiéramos sido tú o yo, amigo mío, no estoy seguro de que hubiéramos actuado como Pablo y Silas. Es posible que nos hubiéramos lamentado el uno al otro, y hubiéramos dicho. "Este es verdaderamente un agujero muy oscuro. En lugar de seguir predicando, aquí nos encontramos encerrados." Ciertamente que en la actualidad somos unos cristianos muy superficiales, me temo yo; pero mirad a la constancia de estos hombres; mirad a la osadía y confianza de ellos en Dios. Es maravillosa.
Pero no solamente Dios oyó sus oraciones y cantos, porque leemos, "y los presos los oían." Creo que puedo oír a los otros diciéndose entre ellos, "Son una especie muy extraña de presos; pobre gente, hace bien poco que llegaron, y les dieron una terrible paliza allí afuera; y ahora tienen los pies en cepos. Y con todo, aquí están orando y cantando, como si se hallaran en un palacio en lugar de una prisión." Es indudable que constituían un gran enigma para sus compañeros de prisión, pero lo cierto es que estaban sencillamente actuando como sacerdotes santos, así como más tarde en la noche actuaron como sacerdotes regios. El cristiano es una persona notable. Ciertamente es una persona maravillosa. Es un sacerdote santo, y un sacerdote regio. "¿Qué quiere decir por sacerdote santo?" preguntáis. Tiene el privilegio de ofrecer a Dios el sacrificio de alabanza; como sacerdote regio tiene algo para otras personas. Levanta una mano a Dios en oración: es un adorador. La otra la extiende a los pobres y necesitados para darles lo que tiene: es un benefactor. (ver Heb. 13:15, 16, y 1 Pe. 2:5-9). El cristiano es la criatura más independiente debajo del sol, por lo que al hombre respecta, pero depende de Dios. Tiene la salvación mediante la sangre del Hijo de Dios: Conoce a Dios; y está aquí para testificar de Dios. Desearía que hubiera más fortaleza en mí mismo como cristiano, porque en este pasaje leo cuán diferentes estos hombres eran de mí mismo.
Aquí entonces ellos estaban enviando sus cánticos a Dios: ¡y qué espectáculo tiene que haber sido esto para el cielo! Los siervos del Señor del cielo se hallaban encerrados en una prisión por el diablo, pero éste no podía cerrar sus labios, y ellos oraban, y cantaban alabanzas a Dios, y los presos les oían.
Que Dios les oyó quedó puesto de manifiesto de una forma bendita, porque leemos: "Entonces sobrevino de repente un gran terremoto, de tal manera que los cimientos de la cárcel se sacudían; y al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron." Dios interviene, y la prisión queda sacudida hasta sus mismos cimientos a Su mandato. Esta fue la respuesta de Dios a la oración de Sus siervos. Fue el tributo de Dios al alegre canto de Sus amados testigos; fue el testimonio de Dios al nombre de Su bendito Hijo. No creo que fuera el terremoto lo que convirtiera al carcelero. Hubo dos grandes sacudimientos aquella noche. El terremoto despertó al carcelero, como veréis ahora, de su sopor; el segundo, que se podría decir un "temblor de alma" le despertó en cuanto a su estado ante Dios. No fue el peligro físico que hizo esto. Dios irrumpe: la vieja prisión es sacudida hasta los cimientos; las puertas se abren, y las cadenas se sueltan. Esto es una especie de figura de lo que el evangelio hace; os lo diré, provoca un terremoto moral en el hombre. Cuando quedas bajo el poder del evangelio te hundes. Dios te toma, y quedas reducido a nada. Un hombre me contaba, no hace mucho: "Estaba yo en una reunión la noche pasada, donde usted estaba predicando acerca de la preciosa sangre de Cristo, y me pareció simplemente como si Dios me tomara y me hundiera, abajo, abajo; hasta que llegué al mismo polvo bajo el sentimiento de mi pecado, y culpa, y peligro delante de Dios." Es el mismo principio que hallamos aquí. Es una cosa maravillosa cuando Dios trata con el hombre; cuando uno está consciente en su alma de que la mirada de Dios está sobre sí.
"Las cadenas de todos se soltaron." Esto es lo que hace el evangelio. Sale y libera a los cautivos. La Emancipación está bordada en la bandera del evangelio. Emancipación para los cautivos, para los esclavos de Satanás. Esto es lo que tengo en este capítulo: y lo primero que tenemos es que cada uno queda liberado de sus cadenas. ¿Has recibido tú el evangelio? ¿Serás tú del Señor?
"Despertando el carcelero, y viendo abiertas las puertas de la cárcel, sacó la espada y se iba a matar, pensando que los presos habían huído" (v. 27). El carcelero despierta. Quedó consciente de que las puertas se habían abierto. En un minuto se dijo a sí mismo: "Todos se han ido, mi vida está perdida." Saca la espada, y se dispone a cometer suicidio. Sabe que le matarán por la mañana, pues esta era la ley romana. Si un carcelero permitía que un prisionero escapara, tenía que dar su vida por la del prisionero que había dejado escapar. Los historiadores nos dicen que Filipos era un lugar donde había muchos suicidios. Estaba muy de moda, y este pobre hombre estaba a punto de lanzarse a la eternidad. ¿Estás tú, pobre pecador, con pensamientos de suicidio? ¡Ah, amigo mío! ¡Detente! ¿Estás preparado para ir a la presencia de Dios? ¿Puedes ir a la presencia de Dios, sobre todo, con el pecado de la auto-destrucción sobre ti? ¿Hay aquí algún pobre hombre que está decidido a lanzarse a la eternidad como este pobre miserable lo iba a hacer? ¡Detente! No estás listo para presentarte ante Dios, a no ser que seas salvo.
Cuando la espada le toca ya el cuerpo, una voz potente sale de en medio de la oscuridad. La voz de un sacerdote regio pronuncia estas palabras maravillosas: "No te hagas ningún mal, pues estamos todos aquí" (v. 28). Esto es lo que despertó al carcelero. No fue el terremoto lo que produjo el estado de ejercicio en su alma, lo que aquí leemos. Fue la palabra de la boca del sacerdote regio: "No te hagas ningún mal, pues estamos todos aquí." Seguro que se preguntó: "Cómo es posible que sepa que iba a cometer suicidio? Estamos en una profunda oscuridad, y a pesar de ello me ha visto." Fue el Espíritu de Dios el Autor de aquella palabra. "No te hagas ningún mal, pues estamos todos aquí." Tú, que estás siguiendo tu camino de ruina eterna, ¿sabes qué es lo que Dios te está diciendo a ti? Tú, pecador, que estás siguiendo por tu propio camino, tomando a la ligera las cosas de la vida, y dándole la espalda a Cristo, ¿sabes lo que Él te dice mediante mis labios esta noche? "No te hagas ningún mal." Esto es precisamente lo que el hombre se está haciendo. El carcelero oyó la voz, y leemos: "Él entonces, pidiendo luz . . ." ¿No es esto muy notable? Cuando una persona queda tocada por el Espíritu de Dios, siempre desea luz. Quiero ver al hombre que quiere la luz de Dios. ¿Sabéis qué hace la luz? Pone las cosas de manifiesto. Cierto que este hombre pidió una luz física; pero ¿no queréis vosotros una luz espiritual? Si la queréis, la recibiréis. El carcelero tuvo la luz física, y deseaba la luz espiritual, y la recibió.
Estaba justo al umbral de la puerta, y entonces "se precipitó adentro, y temblando, se postró a los pies de Pablo y de Silas; y sacándolos, les dijo: . . ." Entonces fue cuando surgió de los labios de aquel hombre despertado: "Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?" ¿Quién le había dicho nada a él acerca de la salvación? ¿Quién le había dicho nada a él acerca de sus pecados? ¿Quién le había dicho a aquel hombre que estaba perdido? ¿Quién le apremió para que viera su necesidad de salvación? Dios puede hacer una obra maravillosa en un tiempo muy breve; e incluso esta noche, desde que habéis llegado a esta reunión, tengo la esperanza de que Él ha obrado en vuestras almas, para haceros sentir que necesitáis la salvación. "¿Qué tengo que hacer para ser salvo?" es una pregunta maravillosa. Él había ya recibido luz de Dios, y el primer descubrimiento en su alma fue este: Soy un hombre perdido: Por ello clamó: "¿Qué tengo que hacer para ser salvo?"
¿Has llegado nunca a ocupar tu lugar ante el Salvador con una pregunta como ésta? ¿Acaso—deja que te lo pregunte afectuosamente—has pronunciado nunca una pregunta así? ¿Has preguntado alguna vez, en la presencia de Dios, "Qué tengo que hacer para ser salvo?" Si no lo has hecho, creo que la verdad es que no has descubierto lo que descubrió el carcelero: que eres un alma perdida. ¡Oh, quiera Dios mostrarte que eres un pecador perdido, y que te de gracia para volverte a Él con una petición similar; en búsqueda de luz, de conocimiento y de salvación! "¿Qué tengo que hacer para ser salvo?" es la pregunta del pecador. "¡Qué hermosa es la respuesta de Dios! "Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa." ¡Qué maravillosa respuesta! ¿Tenía que hacer él alguna gran cosa? ¡No! Él tenía que creer las buenas nuevas del amor de Dios puesto de manifiesto en Su precioso Hijo. "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa." Ni una sola palabra acerca de obras. Las obras tienen su sitio apropiado, de ello no hay duda alguna, en la historia del cristiano. Pero no tienes que hacer obras para poder ser salvado. Como lo dice el himno:
"No debo trabajar por salvar mi alma,
Esto lo hizo ya mi Señor;
Pero quisiera trabajar como fiel siervo,
Por amor al amado Hijo de Dios."
¿Qué obras podrías hacer, pecador? Como pecador indiferente, tus frutos son "obras malvadas", y como religioso inconverso solamente puedes hacer "obras muertas." Tanto las obras malvadas como las obras muertas serán juzgadas por Dios. No a aquel que obra, sino "al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia" (Ro. 4:5). Este es el camino de la salvación, y éste es el que el carcelero conoció aquella noche.
Pero ¿qué sabía el carcelero acerca del Señor Jesucristo? Hasta entonces nada, por lo que "le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa." Fue al Señor Jesucristo a quien le predicaron para que depositara su fe en Él. Dieron Su Nombre completo. ¿Por qué no fue creer en Jesús; o creer en Cristo? Era al Señor Jesucristo al que tenía que conocer: Él era Señor, el Señor de todo. ¿No es Él tu Señor? Si no, ¡oh! deja que tenga dominio sobre ti en el futuro. ¡También era Jesús! ¿Qué significa este nombre? ¡Jehová Salvador! "Llamarás Su nombre Jesús, porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados." Y, además, Él era el Cristo, el Ungido, el Exaltado.
Pero esto no es todo lo que el carcelero oyó, porque mediante la afirmación "le hablaron la palabra del Señor" no dudo que se quiere decir que Pablo les relató el nacimiento de Jesús, y Su vida santa y llena de gracia; la historia de Su muerte en la cruz donde los hombres Le llevaron; y cómo en aquel momento se consumó la obra de la redención, que solamente Él podía cumplir; y cómo Dios cargó en Él todas nuestras iniquidades; a Aquel que no conoció pecado, por nosotros hizo pecado; y cómo, después de que acabara Su sufrir en Su muerte expiatoria, y en el derramamiento de Su sangre, fue depositado en la tumba por tres días. Cómo al tercer día fue levantado de los muertos, y fue recibido en gloria a la derecha del Padre. Creo que Pablo les relató más que esto. Les relató que después que Jesús había ido a la diestra de Dios, el Espíritu Santo descendió a testificar de Él, para proclamar perdón de pecados en Su Nombre, y a sellar la fe del creyente.
Esta es, entonces, la respuesta a tu pregunta: Si quieres ser salvo, tienes que creer en el Hijo de Dios. "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa." ¡Fíjate en esto! Es a Cristo a quien tienes que conocer. Es la persona de Cristo la que tiene que ser el objeto de la creencia, el objeto de la fe. Cristo, personalmente, es el objeto de la fe del alma, y aquel que cree en Él obtiene el beneficio de toda la obra que Él ha hecho. No estoy en absoluto de acuerdo con aquella anciana, que le dijo a un amigo mío, que le estaba apremiando a que aceptara el evangelio: "Hacéis demasiado énfasis en esta palabra: ‘creed’." Esto reveló mucho en ella. No se puede nunca enfatizar suficiente. Si Cristo no ha sido hasta ahora el objeto de vuestra fe, quiera Dios daros que creáis ahora en Su bendito Hijo, y obtendréis lo que el carcelero obtuvo: "Serás salvo." Esta es la seguridad que da Dios al alma del creyente.
En el momento en que te vuelvas a Cristo, en el momento en que creas en el Señor Jesucristo, aquel momento obtienes la salvación. El momento en que el pecador Le acepta, Le reconoce, Le confiesa, en aquel momento constituye la salvación la porción presente y eterna del creyente. Obtienes lo que obtuvo el carcelero.
Obtuvo la salvación; porque, como leemos: "Y él, tomándolos en aquella misma hora de la noche, les lavó las heridas; y en seguida se bautizó él con todos los suyos. Y llevándolos a su casa, les puso la mesa; y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios" (vv. 33, 34). Se le dijo que creyera en el Señor Jesucristo, y leo que creyó a Dios. ¿Por qué fue así? Lo que había oído le llevó a darse cuenta de que el bendito Hombre, el Señor Jesucristo, de quien le habían relatado la historia, era en realidad Dios mismo; que Aquel Bendito, que vino a ser Hombre, a fin de poder morir por sus pecados y salvarle, era el bendito Hijo Eterno de Dios. Aceptando esta verdad, y creyendo esta verdad, con la simplicidad de un niño pequeño, creyó a Dios en cuanto a "toda su casa." ¡Notad esto! No solamente él mismo, sino que toda su casa quedó marcada para bendición. Pablo había encontrado al hombre, y a muchos más.
Verdaderamente es esta una escena maravillosa. El primer hombre convertido en Europa es solamente una muestra de lo que la gracia de Dios está todavía haciendo. Contemplad el contraste—en un momento el esclavo de Satanás, y a sueldo del enemigo. En aquel momento haciendo la obra del diablo, echando en prisión a los siervos del Señor, poniendo sus pies en un cepo; y al siguiente momento es repentinamente despertado—despertado por Dios—y cuando se dispone a lanzarse a la eternidad, oye unas palabras que le detienen, y grita, como un hombre perdido: "¿Qué debo hacer para ser salvo? Oye el evangelio, cree en el Señor Jesucristo, confiesa el nombre del Señor; y después se identifica con la obra del Señor. Es un hombre salvado, ciertamente un trofeo de la gracia. Un trofeo maravilloso fue este hombre—¿te pareces a él?
A la siguiente mañana los magistrados le enviaron a decir: "Suelta a aquellos hombres," y él fue y le dijo a Pablo: "Los magistrados han mandado a decir que se os suelte; así que ahora salid, y marchaos en paz" (v. 36).
¡Qué cambio entre la forma en que recibió a los siervos del Señor y la forma en que los despedía! Ciertamente que tiene lugar un maravilloso cambio en la persona cuando se recibe el evangelio, y el carcelero sabía esto muy bien al utilizar las palabras "marchaos en paz", las mismas palabras que el Señor había utilizado a menudo para otros.
Mis amigos hablan a menudo sobre escenas de transformación. Creo que esta es una de las escenas de cambio total más notables. Aquel hombre había sido un siervo de Satanás hasta aquella misma hora. En un momento fue transformado. Sale y se identifica con los intereses del Señor, y acepta esta posición, mientras que sigue cumpliendo sus deberes diarios como carcelero.
Dices que estás convertido, y que no ha habido cambio alguno en tu vida. Dudo mucho que te hayas convertido, si no ha habido cambio en tu vida. ¡Convertido! ¿A qué te has convertido, si tus maneras, tus hábitos, y tu forma de vivir continúan sin cambios? ¡Convertido! No, no, siempre que Dios está obrando, Satanás tiene una cantidad de falsos profesantes alrededor, a fin de estropear la obra. "¡Ah!" dirá alguno," esto es lo que me molesta. No creo que vaya a hacer nunca ninguna profesión de fe, porque los que la hacen no andan de una manera distinta. No creo que haya realidad en ninguna conversión." ¿Por qué? Porque crees que hay gente inconsecuente. No dejes que esto te haga tropezar. Si el Espíritu de Dios no estuviera haciendo convertidos verdaderos, genuinos, el diablo no fabricaría falsos convertidos a fin de estropear la obra. No seas un falso convertido. No profeses lo que no posees. Pero si conoces a Cristo, reconócelo osadamente, levanta Sus colores, y confiésale.
Quiera el Señor darte que estés de Su lado desde hoy mismo, y no te avergüences de confesar al Señor Jesucristo como tu Salvador.

Capítulo 12: La perplejidad de un hombre rico; o, ¿Qué haré?

Marcos 10:17-52
EXISTE un contraste muy fuerte en este pasaje, entre la pregunta del joven al Señor, "¿Qué haré?" (v. 17), y la pregunta del Señor al pobre ciego al final del capítulo: "¿Qué quieres que te haga?" (v. 51). En este evangelio no aparece que el primer suplicante era un joven; pero en la narración paralela que leemos en el Evangelio de Mateo (19:20) leemos que era un joven el que vino a Jesús con esta profunda e importante pregunta.
El joven era un príncipe y era rico; pero, aunque era príncipe, y también rico, la cuestión de la posesión de la vida eterna no había quedado satisfactoriamente resuelta en la historia de su alma. Evidentemente, era un joven ferviente. Es algo bueno ver a un joven ansioso, y este lo era de forma demostrativa: estaba corriendo "Vino uno corriendo, e hincando la rodilla delante de él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?" (v. 17). Evidentemente, pensaba en las cosas eternas. Es evidente que pasó por su mente la cuestión de cómo se podía obtener la vida eterna. No la tenía: la deseaba. La quería, y deseaba, seriamente y ansiosamente, conocer cómo podía obtener la vida eterna.
Ahora, espero que haya aquí un joven, quizás más de uno, que verdaderamente desee saber cómo obtener la vida eterna. Pero, no dudo que hasta que no tengamos los ojos totalmente abiertos para ver donde estamos, le haríamos al Señor el mismo tipo de pregunta que Le hizo este joven rico. Le dice: "Maestro bueno ¿qué haré para heredar la vida eterna?" ¿Suponéis que la vida eterna se puede heredar haciendo obras? Todos nosotros hemos pensado esto en algún momento.
"Pero," dirá alguno, "¿no le responde el Señor, y le ordena hacer ciertas cosas?" Indudablemente que sí; cuando este joven viene a Él el Señor le dice, por decirlo así: "Vamos a ver qué es lo que estás dispuesto a hacer." Y lo que sale de ello es que no se hallaba dispuesto a hacer lo que le hubiera dado la vida eterna, si es que se hubiera podido obtener mediante las obras. Esto es evidente. En realidad, fue probado; el Señor le tomó sobre el terreno sobre el que él se le aproximó. Y así hará el Señor ahora. Creo que Él nos toma al principio sobre el terreno en el que nos aproximamos a Él.
Este príncipe se acercó a Jesús evidentemente en un ansia inmensa, y se arrodilló ante Él. ¿Te has arrodillado alguna vez ante Jesús? ¿Ante el Señor Jesucristo, el Hijo de Dios? No quiero decir en forma, sino con el sentimiento en tu corazón de una inmensa necesidad que solamente Él puede cubrir. "E hincando la rodilla delante de Él, Le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?" Esta era una pregunta de la máxima importancia. No podía salir una pregunta más importante de sus labios, y estoy bien seguro de que el Señor se tomó un gran interés en él, porque leemos: "Jesús, mirándole, le amó" (v. 21). Hermosas palabras: "le amó." No tengo duda que eran las características morales y naturales de este joven que le hacían un amigo de lo más deseable, un compañero agradable. Había un fervor, un ansia, una genuinidad y una sencillez en él que era atractiva y, contemplando sus calidades naturales, el Señor "le amó."
Pero, veis, vino con este pensamiento de que tenía que "hacer" algo. Todos nosotros hemos pensado de forma similar. Cuando pensamos en la posesión de la vida eterna, el primer pensamiento siempre es: "¿Qué haré?" El Señor de inmediato le replica: "¿Por qué me llamas bueno?" No le contesta a la pregunta de forma directa; le contesta con otra pregunta: "¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino solo uno, Dios." Esto hubiera debido golpear su conciencia en el acto con el sentimiento de que, si no hay ninguno bueno sino solo Dios, claro está que no puedo hacer nada "bueno." Otro Evangelio nos dice que dijo: "Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?" (Mt. 19:16). ¿Crees tú que puedes hacer algo bueno? Algunas veces oigo a la gente decir que van a mejorar; aún más, he oído que hablan acerca de hacer "lo mejor de su parte." ¡Qué insensatez!
El Señor Jesucristo dice aquí: "Ninguno hay bueno, sino solo uno, Dios." Creo que el Señor le dio la oportunidad de que Le dijera: "Pero Tú eres Dios." Si en verdad hubiera conocido, y discernido con claridad la Persona de Jesús, hubiera dicho de inmediato, "Tú eres Dios." Pero, por lo que se deduce, no vio en Cristo más que un maestro religioso, por lo que, cuando se le presentan las demandas del Señor, no se eleva hasta la altura divina de ellas. No podía, y por ello se fue entristecido.
Ya que vino sobre el terreno de las obras, en primer lugar, el Señor le dijo, "Los mandamientos sabes: No adulteres." Hay hombres en este auditorio esta noche que podrían decir con verdad: Nunca he hecho esto. Quizás haya algunos que sí lo hayan hecho. Convenido, que incluso el adúltero sepa que Cristo puede perdonar este pecado, y que la sangre de Jesucristo puede borrar esta terrible mancha de sobre el alma. "Los mandamientos sabes: No adulteres. No mates. No hurtes. No digas falso testimonio. No defraudes. Honra a tu padre y a tu madre." El Señor le presenta aquella tabla de la ley que tiene que ver especialmente con su prójimo, y lo que él era a su prójimo. Él Le dice entonces, "Maestro, todo esto he guardado desde mi juventud." Esto es, su conducta exterior hacia el hombre había sido perfecta. Pero, amigo mío, no dejes que tu conducta sea tan perfecta ante los hombres, exteriormente, que no te impida ser recto ante Dios.
Esto no te hace apto delante de Dios. No hace que tu alma sea aceptable delante de Dios; y este joven sentía que no estaba a bien con Dios.
"Entonces Jesús, mirándole, le amó, y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ve, sígueme, tomando tu cruz" (v. 21). Tenía un profundo interés por él. Me gusta meditar en que el Señor tiene un profundo interés en cada uno en este auditorio esta noche. Puedo ir más allí y decir que a ti te ama. Que tú Le ames a Él ya es otro asunto. No creo que Le ames, a no ser que hayas descubierto que Él te ama a ti. "Nosotros Le amamos a Él, porque Él nos amó primero" (1 Jn. 4:19). El corazón de Jesús se hallaba profundamente interesado en este joven evidentemente ansioso, este buscador totalmente angustiado. "Entonces Jesús, mirándolo, le amó." "Tu conducta ha sido hermosa, 'parece decirle,' pero una cosa te falta."
El evangelio de Mateo nos dice que cuando el Señor le puso los detalles de la ley ante él, contestó, "Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?" Te diré lo que le faltaba. Le faltaba el verdadero conocimiento de Cristo, y, amigo mío, si no tienes a Cristo, no importa cuán hermosa y moral haya sido tu vida, todo te falta. Que un hombre tenga y sea lo que se pueda tener y ser en este mundo; si no posee a Cristo, le falta todo lo que vale la pena tener. El hombre que no está bien con Cristo—está mal con respecto a todo lo demás. Estad seguros de esto. El hombre que está bien con Jesucristo estará bien con casi todo lo demás; pero el hombre que no está bien con Cristo está equivocado acerca de casi todo.
El Señor sabía su condición, y la expresó en estas palabras: "Una cosa te falta." Y ¿qué era lo que le faltaba? Adherirse a Él. "Tú no te has adherido a Mí, y hay ciertas cosas en el camino que te lo impiden." "Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ve, sígueme, tomando tu cruz." A nadie le gusta tomar la cruz. En primer lugar, ¿no veis la diferencia que ello haría en su vida? Él era algo en esta vida, debido a que siempre se considera más a un rico que a un pobre; todo el mundo sabe esto. Se considera más al estudiante que tiene montones de dinero que al que tiene simplemente lo suficiente para pagarse el alojamiento y su matrícula. Lo sabemos perfectamente. Sabemos lo que son los hombres, y que las riquezas son obstáculos directos al camino de la bendición.
Pero os ruego que os deis cuenta, de una forma cuidadosa, que no creo que el Señor nos quiera enseñar aquí a ninguno de nosotros que la vida eterna se consiga dejando a un lado las cosas terrenas; esta no es la forma en que habla el evangelio. No, sino que las personas se convierten "de los ídolos a Dios," como dicen las Escrituras (1 Tes. 1:9); y se convierten a Cristo por la gracia, y Le poseen; y al poseerle como Salvador, aquello a lo que se dedicaban cae como las hojas de otoño. La razón de que el Señor presentara la verdad en la forma en que lo hizo en esta narración fue debido a que el joven se presentó sobre el terreno de las obras. Él dice, tengo que probarte a ver si estás realmente dispuesto a hacer lo que por lo menos te pondrá en el camino de obtener la vida eterna. "Anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres," le dijo, porque, como podemos observar, el joven había tomado la base de que amaba a su prójimo.
Hay dos principios en la Ley. El primero se resume en "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente" (Lc. 10:27). Y el otro dice: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." ¿Había él amado a su prójimo como a sí mismo? No había cometido adulterio; no había matado a nadie; no había robado; no había pronunciado falso testimonio; no había defraudado; y había honrado a su padre y a su madre. Era muy estimable; pero ¿amaba a su prójimo como a sí mismo? Verdaderamente no. ¿Por qué? Porque era rico. Si hubiera amado a su prójimo como a sí mismo, no hubiera podido ser rico.
¡Tomemos una ilustración! Si tengo un millón de dólares, y amo a mi prójimo como a mí mismo, le daré la mitad. No puedo guardarme este dinero para mí. Le amo como a mí mismo. Tengo que darle una participación de la mitad. "Pero," dirán algunos, "¿y de esta manera a dónde irás a parar?" Precisamente adonde el Señor quiso que este joven fuera a parar. Tengo un millón: veo a mi prójimo, que no tiene tanto: Si le amo tanto como a mí mismo, entonces voy y le doy medio millón. Me quedan 500.000, pero de nuevo veo a otro vecino sin dinero, y le doy 250.000. Entonces veo a otro, y le doy 125.000, y así. "Bueno," dirás tú, "de esta manera te vas a quedar sin nada." Así es. El Señor no tarda mucho en llegar a esta conclusión. Le dice al joven rico: "Si quieres heredar la vida eterna sobre esta base, ve ahora, vende todo lo que tienes, y dáselo a los pobres"; ilustra así el principio del hombre que ama a su prójimo como a sí mismo. Además, te librarás de aquello que solamente constituye un obstáculo para que puedas seguirme.
¡Ay! Amó más a su dinero que a su alma. Amó más sus riquezas que a la vida eterna. Amó más lo que tenía que lo que hubiera podido obtener—esto es, Cristo. La prueba fue demasiado grande. ¿Qué se le dijo? "Ven, sígueme, tomando tu cruz." ¿Qué quiere decir el Señor con esto? "Soy el Señor rechazado." No cierres tus ojos; no dejes que el hombre te engañe; que nadie se engañe a sí mismo. Es a un Jesús rechazado al que predicamos. Jesús no es popular. Ni podría serlo. La cruz no es popular. Ni podría serlo. ¡Ah, no! "Sígueme, tomando tu cruz," era una palabra dura, aunque fuera unida con "y tendrás tesoro en el cielo." Él tenía su tesoro en la tierra, y le había atrapado el corazón. ¿Qué es lo que vemos entonces? "Pero él, afligido por esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones" (v. 22). Se dijo a sí mismo, no puedo separarme de mi dinero, de ser alguien en esta tierra, aunque se me prometa bendición en el cielo, por lo que "se fue triste." Sencillamente, había sido probado y, creedme, todos somos probados. Yo he sido probado, y tu tendrás que serlo.
Pero si viene alguien a mí que quiere la vida eterna, ¿le diré, tienes que darlo todo si quieres la vida eterna? Nada de esto. Esto no es el evangelio. El incidente de este joven constituye una buena ilustración del triste hecho de que el hombre se halla envuelto en lo que hace mucho de sí mismo, y además que no se deshará de las cosas que se ven, y que son temporales, por las que, aunque no se ven, son eternas. Aquel joven amaba más su dinero que a Cristo; amaba lo que tenía, más que lo que podría haber obtenido. Amaba la abundancia que la Providencia le había dado, y se aferraba a la tierra y a sus riquezas, a las cosas temporales. Estuvo tan cerca de la salvación como vosotros estáis, pero ¡ay! la perdió. No la perdáis vosotros. Él estuvo muy cerca de tenerla; al hincarse a los pies del Salvador, y al oírle decir, "Ven, sígueme." ¿Cuál fue su respuesta? "No, no puedo hacerlo." Se fue con un corazón triste. Guardó sus riquezas y sus tierras, pero se separó de Cristo, y hasta allí donde las Escrituras nos lo cuentan, no volvió a Él. Pongo gravemente en tela de juicio que tú y yo, si nos encontramos allí en la gloria celestial, con nuestros tesoros allí, hallaremos ahí a aquel joven.
Observad ahora lo que dice el Señor: "Jesús, mirando alrededor, dijo a Sus discípulos: ‘¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!' Los discípulos se asombraron de Sus palabras." Otra vez les insistió: "Hijos, ¡cuán difícilmente les es entrar en el reino de Dios a los que confían en las riquezas! Más fácil es para un camello pasar por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios. Ellos se asombraban aun más, diciendo entre sí: "¿Quién, pues, podrá ser salvo?" (vv. 23-26): Esta es una pregunta grave, "¿Quién, pues, podrá ser salvo?" Si estas cosas terrenas se interponen como dificultades tan insuperables, ¿quién podrá ser salvo? Dejadme responder: podéis ser salvos si estáis dispuestos a aceptar la salvación según el plan de Dios. Si queréis hacer el bien, o sea obras, a fin de dar a Dios una razón de mérito para que os bendiga, entonces nunca obtendréis Su bendición. Mas si tomáis el lugar del mendigo que al final de este capítulo toma cuando viene a Jesús en su necesidad, la tendréis.
Os habrá chocado el contraste entre el rico que llega y pregunta, "¿qué debo hacer? y el hombre al final del capítulo, el pobre mendigo ciego, al que Jesús le dice: "¿Qué quieres que te haga?" ¡Qué diferencia entre el "¿qué debo hacer?" del pecador al Salvador, y el "¿qué quieres que te haga?" del Salvador al pecador. ¿Quién puede salvarse? Todo aquel que deje que Jesús le salve; todo aquel que deje que Jesús actúe como Salvador de su vida—este es el hombre que será salvado. Si no has sido salvado, ¿por qué no? ¿Acaso no quieres ser salvado? ¿No te hallas ansioso de ser salvo? Los discípulos pueden preguntar ansiosos: "¿Quién, pues, podrá ser salvo?" ¿Cuál es la respuesta? Todo aquel que tome su lugar como incapaz de hacer lo que le pueda salvar; y que, cuando siente que no puede ganarse por sí mismo la vida eterna, se provee de la gracia del Salvador, de Su plenitud y bondad. Tú ven a Jesús; escucha la amante voz que te llama, y ven a Él, y tendrás tesoro en el cielo. ¿Quién puede ser salvo? La persona que oye la palabra de Jesús, va a Él, pone en Él su confianza, y consigue todo lo que Su sangre puede comprar para él, y todo lo que el corazón del Salvador puede ministrarle. La persona que deje que Jesús le bendiga, este es el hombre que será salvado.
"¿Quién, pues, podrá salvarse?" exclamaron los discípulos asombrados. "Entonces Jesús mirándolos, dijo: Para los hombres es imposible, mas para Dios no; porque todas las cosas son posibles para Dios." Tú preguntas: "¿Qué significa esto? No es posible salvarnos por nuestros propios esfuerzos. ¿Por qué es imposible?" Porque somos pecadores, y no podemos salvarnos a nosotros mismos. ¿Cómo puedes cumplir las demandas de un Dios en justicia? Tendrías que ser más que un hombre para hacerlo. Puedes creer que tu caso no es tan malo. No se trata del veredicto del pecador acerca de su propia posición lo que cuenta. No eres tú el juez de tu causa. Dios te ha juzgado, y a mí también, como pecadores en nuestros pecados, perdidos e impotentes. Él nos ha juzgado por lo que somos, incapaces de liberarnos de la condición en la que el pecado nos ha depositado. Y aquello que no es posible para nosotros sí es posible para Él. "¿Quién, pues, podrá salvarse?" dicen los discípulos. "Bien," dice Cristo, "Para los hombres es imposible, pero no para Dios; porque para Dios todas las cosas son posibles." ¿Sobre quién pues tengo que descansar? Sobre Dios. ¿Cómo puedes salvarte? Tienes que dejar a Dios que te salve. Tienes que inclinarte ante Dios, y dejar que Él te salve. ¿Dices, Cómo? Es muy sencillo. Es por la gracia del Señor Jesucristo. Es por la obra expiatoria del Salvador. No hay otro camino.
En este momento Pedro interrumpe, y dice: "he aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y Te hemos seguido." Creo que fue más bien una lástima que Pedro dijera esto, pero la respuesta del Señor viene a decir: "Y habéis hecho muy bien. Ha sido bueno para vosotros que así lo hicierais Pedro." Ciertamente, es verdad. Si lo habéis dejado todo, y seguido a Jesús, habéis sacado un bien con ello. En realidad, no habéis perdido nada. ¿Qué has perdido? Él dice: "No hay ninguno que haya dejado casa o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de Mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo; casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna" (vv. 29, 30). Hay una cadena de bendiciones para vosotros, con persecuciones también, si os mantenéis por Cristo. Nunca conocí a una persona que se decidiera por Cristo que no tuviera problemas.
Cuando yo mismo era un estudiante recibí abundancia de rechazo. No había cristianos entre los hombres en la facultad, que yo supiera por los menos, al principio. Había abundancia de compañeros del lado del mundo, y me dieron una buena cantidad de aquella mezquina persecución que los hombres impíos pueden aplicar a un joven discípulo de Cristo. Obtuve mi parte de ella, y fue algo que me sirvió mucho. Me mantuvo humilde y cerca de Cristo. No temáis un poco de persecución. Os hará mucho más bien que un poco de elogio. Creedme, es cierto. La persona que es perseguida, y que por la gracia recibe la capacidad de andar humildemente, y permanecer fiel a Cristo, muestra que su conversión es genuina, y que su fe es real. La persecución le hará bien.
Una buena cantidad de jóvenes son como Jonatán, que no siguió a David del todo. No se mantienen por el Señor. Huyen de la persecución, pero huyen a más de esto; huyen del apoyo de Cristo; huyen del goce del amor de Cristo; y se privan del privilegio de ser testigos de Cristo. Aquí estamos para gozar de Sus bendiciones "con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna."
Tú, ¿has dejado algo por Cristo? Recuerdo perfectamente bien que después de unas tres semanas que había sido convertido en Londres me vino un anciano siervo de Dios, y me dijo, "He oído que usted hace poco ha sido convertido." "Si, señor," le dije. Entonces me dijo que siguiera al Señor totalmente, y me citó estos dos versículos (29, 30). No le vi de nuevo por muchos años, pero veinte años más tarde le recordé que me había dado este pasaje cuando solamente hacía tres semanas que era cristiano. "¿Y fue cierto lo que le cité?", preguntó él. "Me atreveré a decir que ha sido algo perseguido por causa del Señor, pero ¿no ha probado Su apoyo?" Solamente pude decirle cuán ciertas eran las palabras de mi Señor, y quiero que me dejéis ahora recomendároslas. He hallado la bendición del Señor sobre casi todo. Me he hallado fuera del mundo, pero en la familia de Dios. Me he descubierto como hermano de todos los que pertenecen al Señor Jesucristo. Descubrí que tenía decenas de millares de hermanos desconocidos. Como dice aquí que recibiremos "cien veces más ahora en este tiempo; casas y hermanos." Si seguís al Señor os hallaréis en medio del pueblo de Dios, entre aquellos que se tomarán un profundo interés en vosotros.
Debo dar testimonio de la verdad de este principio que el Señor desarrolla aquí, esto es, que el hombre que deja cualquier cosa por Cristo, y por causa del evangelio, es compensado por el Señor por ello. El Señor le sostiene también en el goce de Sus propias bendiciones celestiales al pasar por esta escena. Si hay un joven que esté deseoso de servir al Señor, anímate, amigo mío, a hacerlo así. Nunca lamentarás tu decisión por Cristo, ni tu discipulado al seguirle.
Lo que sigue es muy interesante. El Señor se dirigía a Jerusalén a morir y mientras Le acompañaban Él les dice a los discípulos las cosas que Le esperaban. Él iba delante de ellos, y no dudo que los discípulos se quedaron atónitos ante el hecho de que el Señor dejaba su compañía y se iba solo hacia adelante. Le seguían y se sentían temerosos. Entonces les tomó aparte y les mostró las cosas que Le iban a suceder: "He aquí subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y Le condenarán a muerte." Si tú y yo hemos de vivir, Cristo, el Santo, sobre quien la muerte no tenía demandas, tiene que ir a la muerte; y aquí Él desarrolla, de la forma más clara, que no hay camino alguno a la gloria de Dios, excepto por medio de Su propia muerte. Si hemos de poseer vida eterna, no es por nada que hagamos de nuestra parte. Es por Su muerte. Los judíos, dice Él, "Le entregarán a los gentiles; y Le escarnecerán, Le azotarán, y escupirán en Él; mas al tercer día resucitará" (vv. 33, 34). Fue rechazado por los judíos entonces, y es todavía un Salvador rechazado, porque Cristo se halla tan rechazado en el siglo presente como cuando habló estas palabras. Manteneos por Cristo, creed en Él, y sed personas para Él, y descubriréis que es así. Pero ¿qué os dará Él? Su apoyo. Es un gran gozo hallarse del lado del Señor. Es algo bendito y maravilloso hallarse del lado del Salvador rechazado.
Pero en el momento en que los hombres Le rechazaron, Él en amor se dio a Sí mismo por ellos. Él murió, y Su obra quedó cumplida, Él ha ido a la diestra de Dios, donde está ahora glorificado. Allí está sentado; pero Él es el mismo Jesús hoy que Él era cuando pasó al lado de Bartimeo aquel día. En el capítulo que comentamos. Él es el mismo tierno Salvador, aunque en gloria ahora. Id a los pies del Salvador resucitado, ascendido, victorioso, y dejad que os bendiga. Si Le queréis, Le hallaréis igual que Le halló aquel ciego. Allí estaba el pobre hombre, junto al camino. Había oído de Jesús, igual que tú ahora. Estaba sentado allí, esperando conseguir un poco de dinero y, al oír aproximarse la multitud, no tengo duda de que se dijo a sí mismo: "Tendré un día próspero, conseguiré bastante dinero de esta multitud que se aproxima." Pero tuvo curiosidad por conocer el porqué de esta multitud. Le dijeron: "Pasa Jesús de Nazaret." Es indudable que había oído de Sus milagros, y de cómo había abierto los ojos de otros hombres, y llegó a la conclusión de que podría también abrir los suyos.
En un minuto había olvidado sus deseos de llenar la bolsa, de conseguir dinero, y su voz se oye por encima del rumor de la multitud: "¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí." Esto es lo que dice. La gente dijo: "Calla, no chilles, ¿acaso crees que se detendrá por ti?" Pero leemos: "Pero él clamaba mucho más: "¡Hijo de David, ten misericordia de mí!" Y aquella voz de necesidad cayó en los oídos del Salvador, tocando Su corazón, y dice la Escritura que "Jesús, deteniéndose, mandó llamarle." Estaba de camino a Jerusalén para llevar a cabo la maravillosa obra de la cruz, pero el grito de la necesidad Le hizo detenerse. Él está en la gloria ahora, en el cielo, pero la voz de la necesidad Le llega ahora igual que Le llegaba entonces. "Jesús, deteniéndose, mandó llamarle: y llamaron al ciego, diciéndole: Ten confianza; levántate, te llama."
Y ¿qué hallamos? "Él entonces, arrojando su capa, se levantó y vino a Jesús." Aquello que le estorbaba lo arrojó a un lado. Imagínate aquel ciego, sentado al lado del camino, con la gente toda rodeándolo. Cuando se oyó su grito él pensó, "Si tengo que pasar en medio de toda esta multitud, tengo que tirar mi capa—me va a estorbar"; y así la tiró. Se libró de lo que le estorbaba. Cada persona tiene estorbos. Vosotros libraos también de vuestros impedimentos, y venid a Jesús. Leedlo otra vez: "Él entonces, arrojando su capa, se levantó, y vino a Jesús." Estaba ansioso; vino a Jesús. Pasó por en medio de la multitud, hasta que llegó a la presencia de Jesús. "Respondiendo Jesús, le dijo: ¿Qué quieres que te haga?" Ahí está el quid: "¿Qué quieres que te haga?" "Y el ciego Le dijo: Maestro, que recobre la vista." Quería ver; quería recobrar su vista.
¿Qué es lo que tú quieres? ¿Tus pecados perdonados; la salvación de tu alma; perdón, amor, y Su aceptación? Puedes tener todo esto. Lo que Cristo hace, por decirlo así, es darte un cheque en blanco, con Su nombre firmado ya, y tú puedes poner allí la cantidad que tú quieras. Él te dice esta noche: "¿Qué quieres que te haga?" ¿Qué es lo que deseas? ¿Poder ver al Salvador, al Hijo de Dios, que murió, pero que volvió a resucitar? "Maestro, que recobre la vista," dijo el ciego. "Y Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y enseguida recobró la vista." Sus ojos fueron abiertos, y ¿qué fue lo primero que vio? ¡A Jesús! Y esto es lo que sucede cuando los ojos del pecador son abiertos. Ve a Jesús.
El Señor le dice: "Vete, tu fe te ha salvado. Y en seguida recobró la vista, y seguía a Jesús en el camino." El hizo lo que el rico no había hecho. Jesús le dijo al joven rico: "Ven, sígueme, tomando tu cruz." Y se fue entristecido. A este hombre, con sus ojos ahora abiertos, ¿qué le dijo Jesús? "Vete." Observad que el Señor nunca hace que un hombre le siga. No iba a hacer de él un seguidor obligatorio, por decirlo así. El que Le sigue tiene que querer seguirle, por gratitud y amor, y este es el caso de Bartimeo. ¿Qué leo? "Y enseguida recobró la vista, y seguía a Jesús en el camino." Rápidamente decidió que desde entonces Jesús iba a ser su camino. Seguía a Jesús. Esto estaba bien. No hay obligación. Si os dijera que tenéis que seguir a Jesús, no lo haríais. Pero podéis seguir a Jesús. Si aprendéis de Su amor, Le seguiréis. Diréis a partir de hoy, Cristo es para mí, y yo voy a seguir a Cristo a través de la persecución y de la paz. Voy a mantenerme por Jesús, y a seguirle en el camino.
Aquí tienes un verdadero discipulado. El Señor te ayude a seguirle también a Él. Esta es la cosa buena y sabia a "hacer."

Capítulo 13: Un preso y un rey; o, Casi cristiano

Hechos 26
ES cosa digna de tener en cuenta que ésta es la tercera ocasión que el Espíritu Santo se digna de registrar la conversión de Saulo, después llamado Pablo, cuando, ya un anciano, con mano extendida y muñecas encadenadas, testificó al rey. Que el rey se convirtiera o no por la prédica del prisionero, está en cuestión; pero que Agripa tuvo la oportunidad de recibir a Cristo como su Salvador en esta ocasión, de ello no hay duda alguna. Que tú la tendrás, amigo mío, de recibir a Cristo como tu Salvador, creo que es igual de cierto. Y quisiera, ya desde ahora, apremiarte a que no hagas como hizo Agripa. No se decidió totalmente por el Salvador, del que había oído.
Ahora, digo, esta es la tercera ocasión que se nos da la conversión de Pablo (ver Hechos 9:1-30, 22:1-16). ¿Podría Dios escribir acerca de nuestra conversión? Algunas veces hay gente que me dice: No debería hablar acerca de la suya. Bueno, amigos, no puedo evitarlo. Si vivo hasta el 16 del mes en que estamos, será mi cumpleaños. Tendré treinta y siete años. Quizás creáis que tengo los cabellos bastante blancos para tener treinta y siete años. Son treinta y siete años desde que empecé a vivir de verdad, y siempre celebro mi cumpleaños. No les pido a mis amigos que lo hagan. Pero yo sí lo celebro, y cuando se acerca el 16 de diciembre, recuerdo: Este es el día en que Cristo me halló en 1860. No voy a contaros acerca de mi conversión, sino que os hablaré de la de Pablo. Espero, amigos, si nunca habéis podido decir que sois convertidos, que podréis volveros esta noche y decir: Dios me convirtió entonces por una revelación de luz del cielo.
¿Diréis, "no creo en la conversión"? No obstante, y a pesar de todo, es una cosa bien real. Admito que no es un tema muy de moda, y es posible que no se oiga hablar mucho de ello. No te gusta. Bien, quisiera solamente que comprendieras esto; o te conviertes o serás condenado; o te conviertes a Dios, y serás traído a experimentar Su gracia, o tendrás que gustar el juicio de Dios, con respecto a tu pecado. Si yo no creyera esto, no estaría sobre esta plataforma para dirigirme a vosotros, os lo aseguro. Podéis decirme que no lo creéis. Ya lo sé, y esta es la razón por la cual Dios os envía el evangelio a vosotros. Era cuando no conocíamos Su gracia, y no creíamos Su evangelio, y cuando el amor de Dios no era nada en nuestros corazones, y la historia de Jesús solamente un sonido vacío en nuestros oídos, que el Espíritu de Dios, en amor santo hacia nosotros, nos convenció de nuestros pecados, y nos quebrantó delante de Dios. El evangelio hizo esto para mí y ¡gracias a Dios! ha llegado a muchos corazones en este auditorio además del mío. Espero que podré llegar a vosotros esta noche; porque, tened en cuenta esto, vuestro corazón no es más duro que lo que era el de Pablo.
No estás más lejos del brazo del Señor que lo estuviera Saulo de Tarso; debido a que él nos dice en otra parte que era "el primero de los pecadores." Dice él: "Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero" (1 Ti. 1:15). Ahora bien, él no escribió esto por falsa modestia. Admito que exteriormente su vida se mantendría bien en comparación con la de cualquiera de los que nos hallamos aquí. No hay ningún hombre cuya vida externa pueda compararse en absoluto con la de Pablo (o Saulo, como se llamaba entonces). Pero, cuando viene a contemplarlo a la luz de la estimación del Salvador de cómo era cuando la gracia de Cristo le encontró, dice de una forma distintiva—y el Espíritu Santo lo ha registrado, y el Espíritu Santo nunca escribe lo que no es cierto: "Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero." ¿Dónde estaba el pecado de este hombre moral, religioso, que a pesar de todo ello era "el primero de los pecadores"? Era éste: estaba persiguiendo a Cristo. No era un borracho; exteriormente era un hombre perfectamente moral. No era un hombre que se embriagara; era un hombre muy cuidadoso. No era un disoluto, ni dado a comilonas. Puede que tú seas todo esto: No obstante Cristo puede salvarte a pesar de todo; porque el primero de los pecadores ha sido salvado.
¿En qué, pues, era Pablo el primero de los pecadores? Lo repito, fue en esto: En que había odiado amarga y profundamente al Hijo de Dios, a Jesús de Nazaret, y que había hecho todo lo que estaba en su mano para borrar Su Nombre de sobre la tierra. Como él mismo nos dice aquí, su malignidad en contra de los seguidores de Jesús había llegado a tal nivel que se había entregado a una empresa de exterminio total. Quería borrar el Nombre de Jesús de encima de la tierra, y también a cada hombre y mujer que creyera en Jesús; y, por ello, como ahora leemos en las Escrituras, su celo misionero se hizo tan violento que consiguió credenciales de los principales sacerdotes y viajó por los ardientes desiertos a Damasco, a fin de llevar a los cristianos a Jerusalén, para allí obligarles a blasfemar el Nombre de Cristo; o, si no lo hacían, a que sufrieran una muerte cierta y violenta. ¡Qué asunto tan encantador para un hombre tan inteligente! Era durante esta empresa y misión que este hombre fue confrontado; la luz brilló sobre él del cielo, y fue convertido. ¡Ah! ¡La gracia de Cristo! ¡Pensad en la gracia del Salvador! porque todos nosotros, en mayor o menor grado, nos hemos opuesto a Él. No hay ningún hombre, ningún oyente, que no haya estado, en mayor o menor grado, opuesto al Salvador; a no ser, ciertamente, que haya sido llevado a Cristo en sus años primeros y más tiernos.
La gracia de Cristo encuentra a Saulo de Tarso, y la misma gracia te espera. ¡Oh, que pudierais gustarla ahora!
Cuando ocurrió esta escena que tenemos delante de nosotros, Pablo era un preso. Había sido convertido hacía un cuarto de siglo. El relato histórico se da en el capítulo noveno de los Hechos, y su propio relato aparece en el capítulo veintidós de los Hechos, cuando los judíos le prendieron con la intención de matarle. Después él apeló a César, por lo que tenía que ir a Roma. Festo no podía enviarlo a Roma antes de dar una indicación sustancial del crimen de que era acusado. El rey Agripa, habiendo llegado a Cesarea con una gran pompa y ceremonia, es invitado por Festo para traer a Pablo al juicio de Herodes a fin de ser examinado por él, y tener algo de cierto que escribir con respecto al preso que los judíos querían ver muerto, debido a que estaba predicando a Jesús.
De esta manera Dios introduce a este sencillo y ferviente apóstol-evangelista ante la presencia de la realeza. Miradle: Está de pie con cadenas sobre él. Que estaba encadenado no hay duda alguna, porque él mismo les dice que desea que todos fueran como él, "excepto estas cadenas" (v. 29). Él no quería que ellos fueran encadenados como él lo estaba por causa de la verdad. Él era "prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles", como él dice en el tercer capítulo a los Efesios; y aquí es preso encadenado.
Se hallaba en presencia del rey, y obtuvo permiso para hablar. Y le oímos contar cómo fue convertido. "Me tengo por dichoso, oh rey Agripa, de que haya de defenderme hoy delante de ti de todas las cosas de que soy acusado por los judíos. Mayormente porque tú conoces todas las costumbres y cuestiones que hay entre los judíos; por lo cual te ruego que me oigas con paciencia" (vv. 2, 3).
Os tengo que pedir el mismo favor—¡Oídme con paciencia! Tengo un asunto difícil en mano, pero oídme con paciencia; y creo ¿fue si vosotros creéis lo que Dios pueda hablaros, vosotros haréis lo que este hombre hizo—alabar al Señor desde este momento en adelante? "Mi vida, pues, desde mi juventud, la cual desde el principio pasé en mi nación, en Jerusalén, la conocen todos los judíos; los cuales también saben que yo desde el principio, si quieren testificarlo, conforme a la más rigurosa secta de nuestra religión, viví fariseo" (vv. 4, 5). Esto es, exteriormente era un hombre de lo más religioso. Como dice en otro pasaje: "En cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible" (Fil. 3:6). Legalmente hablando, era un hombre intachable; un hombre que había hecho todo lo que podría esperarse de él para obtener un lugar delante de Dios, y a pesar de ello tuvo que dejar todo a un lado. Nunca podrás tener tanta justicia en tí mismo, amigo mío; pero para Dios no es suficiente. Un hombre me vino durante la semana pasada. Me había oído predicar el domingo pasado y la dificultad en su alma era que estaba tratando de obtener algo de justicia, algo con que cubrirse; pero la Palabra de Dios le mostró que son "todas nuestras justicias como trapo de inmundicia" (Is. 64:6).
¿Verdad que a ninguno de nosotros nos gustaría aparecer vestidos de trapos de inmundicia? ¿Cómo pues podríamos aparecer ante la presencia de Dios vestidos de tal manera—en "trapos de inmundicia"? No son vuestras maldades las que reciben este nombre, sino vuestros mejores hechos; incluso éstos, no son aptos para Dios. Esto, Pablo no lo sabía; tuvo que aprenderlo, y veremos esta noche cómo lo aprendió. Dice a Agripa: "¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?" Pablo había llegado a saber que Jesús murió, y que había vuelto a resucitar; había llegado a saber que el Señor había resucitado de entre los muertos. Le había visto en gloria, y el resultado fue que predicó Su Nombre. "¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?" ¿A quién se refería? A Cristo. Él había muerto. ¿Y por qué murió Cristo? Murió por los pecadores. Estas son las maravillosas nuevas que el evangelio nos trae, que "Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos" (Ro. 5:6). Pablo había aceptado las benditas nuevas de que el Hijo de Dios se había hecho carne; había venido a ser un hombre en este mundo; que Él había pasado por aquí como Hombre bendito, santo, intachable; y que, al fin, en Su gracia, Él murió en la cruz por el hombre.
Es totalmente cierto que fue el hombre que allí Le puso, pero Él murió allí para hacer expiación por el pecado, pero Dios Le resucitó de entre los muertos. La maldad Le clavó al madero. El odio Le mató; el amor Le quitó de la cruz y Le enterró; y el temor Le selló en la tumba. ¡No olvidéis esto! Pusieron una gran piedra a la boca de la tumba, y pusieron una guardia ante ella. ¿No era algo raro? Pusieron una guardia alrededor de un hombre muerto. ¿Y por qué? Porque temían que fuera a resucitar; y gracias a Dios, esto es lo que sucedió. ¡Ha resucitado! Si el odio Le mató, el amor Le enterró, y el temor Le selló en la tumba, ¿qué es lo que Le resucitó? La justicia. Era lo que requería y lo obtuvo. La gloria del Padre Le levantó, como leemos: "Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre" (Ro. 6:4). Dios sacó a aquel hombre sin pecado, de la muerte, y Le colocó en la gloria. Pablo Le había visto allí, y había sido encargado de proclamar las nuevas. Le había estado predicando a los gentiles, y por este gran delito es acusado por los judíos, y echado en prisión. ¡Qué extraño que el hombre tenga que rechazar las más benditas nuevas que jamás hayan caído en los oídos humanos!
Os ruego que observéis cuidadosamente su pregunta: "¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?" La resurrección es la misma columna vertebral del evangelio: constituye la evidencia de que la obra de la redención ha sido cumplida; de que el poder del enemigo ha sido quebrantado; de que la muerte ha sido vencida; de que los pecados han sido quitados; de que las demandas de Dios en justicia han sido satisfechas. El fruto de la cruz es que, por así decirlo, la puerta del cielo ha sido abierta, para permitir la salida abrumadora de la rica gracia de Dios hacia un mundo culpable. Satanás no podía soportar tal cosa: Por ello es que utilizó a estos judíos para silenciar si fuera posible, a los testigos, y para quebrantar al "vaso escogido" de este testimonio celestial. "¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?" Oigo decir a alguien: "Naturalmente que Dios puede resucitar a los muertos." Deja que te pregunte, amigo mío: ¿Cómo esperas ser resucitado? ¿Esperas ser resucitado para juicio? Tienes toda mi compasión si esto es lo que esperas. ¿Vas a ser resucitado de los muertos, y después vas a arreglar la cuestión de tus pecados y de tu posición con Dios? En este caso, no hay salvación para ti. Esto sé: que el Hombre que no conoció pecado, y sobre quien la muerte no tenía demandas, debido a que nunca había pecado, murió por los pecadores, y Dios ha resucitado de los muertos a aquel Hombre. ¿Cuál es, pues, el resultado de esto para el corazón que espera en Él? Amistad absoluta con Él. Él ha pagado la pena que yo hubiera debido de pagar. La deuda que yo hubiera debido de satisfacer, Él la ha cancelado. A menudo oigo a la gente hablar de morir, y de "pagar la deuda de la naturaleza." Yo nunca voy a hacer esto, me alegra poderlo decir. "¿Qué dice"—decís vosotros—"que no va a morir?" No digo esto, amigos míos. Todo lo que digo es: que no tengo por qué morir: Porque Otro ha muerto por mí. Bendito sea Su Nombre, Otro, sobre Quien la muerte no tenía demandas, ha ido a la muerte en el lugar de quien, sí, tenía que ir; y Dios ha tomado a este Hombre de la tumba, y Le ha puesto en la gloria después de que Él llevara los pecados del hombre por quien había muerto. Este es el asunto, ¿no lo veis? Dios ha llevado a Jesús a la gloria, después de que Él llevara mis pecados en la cruz. "La paga del pecado es la muerte": Esto es lo que Él llevó por mí, fue a la tumba, y Dios Le ha sacado de ella, y Le ha puesto en la gloria. Esto es por lo que yo sé que estoy salvado.
Estaba tratando con un hombre ansioso el lunes pasado por la noche. Tenía muchas dificultades en cuanto al evangelio. "Si alguien va a ser mantenido afuera del cielo por mi pecado," le dije yo, "¿sabe quien es?" Él pensó por un momento, y dijo: "¿Usted?" "No," le contesté. Acabábamos de hablar acerca de que Cristo había sido ofrecido una vez "para llevar los pecados de muchos." Vio la verdad, y dijo, "Si alguien no ha de poder entrar, será Jesús." Yo le dije: "Exactamente." Él dijo: "Pero a Él no se Le puede mantener afuera." "Cierto," dije yo, "Él ha entrado allí por mí, y así es como yo sé que voy a ir también. No se Le puede mantener afuera; Él ha entrado, pero antes de entrar resolvió la cuestión del pecado. Él llevó el juicio de Dios por el pecado, y solucionó para siempre la cuestión del pecado sobre la cruz para todos los que confían en Él. Él se ha hecho responsable de mis culpas; y gracias a Dios, estoy libre porque Cristo liquidó mi deuda. Estoy apoyado en Él, y caigo o me levanto con Él. Estoy descansando en este hecho, de que lo que Él ha hecho ha glorificado a Dios de una manera infinita, y que toda la cuestión del pecado ha sido solucionada sobre la cruz. Cristo 'fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación' (Ro. 4:25). ¿Y cuál es el resultado? 'Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo' (Ro. 5:1).
La obra de Cristo fue completa en lo que hizo por los pecadores, y con respecto al pecado; y cuando Él va a la tumba en cumplimiento de las Escrituras, Dios viene en justicia y Le saca de la tumba, y Le pone en la gloria. Él es ahora la vida y la justicia de todo aquel que cree en Él. Tened esto bien claro: Cristo es nuestra justicia delante de Dios. Si no tengo a Cristo como mi justicia, no puedo estar ante la presencia de Dios. Hay solamente un Hombre que es perfectamente apto para Dios, y este Hombre intachable, coronado de gloria, adorna el trono de Dios. Aquel Hombre es mi Salvador. ¡Oh, que puedas decir lo mismo! La resurrección de Jesús, repito, es la columna vertebral del evangelio; y esto es precisamente lo que Satanás no podía soportar, cuando los apóstoles lo predicaban; y por ello hubo aquel movimiento entre los judíos. Los apóstoles no enseñaban meramente la resurrección de los muertos, sino la resurrección de entre los muertos. La resurrección de Jesús por Dios era un testimonio al valor de la obra que había hecho, no para Sí mismo, sino para otros—para ti y para mí. Tiene que haber resurrección. Pero ¿va a ser una resurrección para juicio? Esta es la cuestión. Tengo, en la obra que Cristo ha cumplido, y por Su resurrección, un derecho de aparecer delante de Dios, y esto significa paz, perdón, y liberación para mi alma, y para cada uno de los que se aferran a Cristo.
Ahora bien, Pablo había estado muy ocupado en obras por su propia salvación, y aprende que tiene que dejar todo aquello de lado. "Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret; lo cual hice también en Jerusalén. Yo encerré en cárceles a muchos de los santos, habiendo recibido poderes de los principales sacerdotes; y cuando los mataron, yo di mi voto" (vv. 9, 10). En todo ello, él era el primero de los legalistas, así como el primero de los pecadores. Su persecución de la iglesia fue la medida total de su pecado. Así, él dice a los legalistas, tendréis que dejar todo esto de lado, y dejar que Jesús os salve; y él dice al pobre pecador desesperado: Puede que seas el pecador número dos, amigo mío; pero no puedes ser el número uno. Yo fui el pecador número uno, y Jesús me salvó. ¿Lo veis? Tú y yo podemos ser los números dos y tres, pero no podemos ser el primero: No puede haber dos primeros, y Pablo dice: "Los pecadores, de los cuales yo soy el primero." Tú y yo podemos tener el segundo y tercer lugares, pero no podemos tener el primero. Si el primero ha sido salvado, entonces hay esperanza para ti.
Aquí desarrolla él lo que le hizo ser el primero de los pecadores, y cómo el Señor le detuvo. "Y muchas veces, castigándolos en todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extranjeras. Ocupado en esto, iba yo a Damasco con poderes y en comisión de los principales sacerdotes, cuando a mediodía, oh rey, yendo por el camino, vi una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, la cual me rodeó a mí y a los que iban conmigo" (vv. 11-13). En un momento, mientras que va respirando amenazas y muerte, para llevar a aquellos fieles y sencillos cristianos a Jerusalén, en realidad para asesinarlos, en un momento una luz, más brillante que la del sol al mediodía, brilló a su alrededor y alrededor de los que le acompañaban. Ahora, observad esto: El sol nuestro de mediodía no es demasiado brillante. A menudo tenemos un cielo encapotado; pero imaginaos el resplandor del sol de un cielo oriental durante el mediodía, con su esplendor radiante, arrojando sus rayos sobre toda la tierra. Y con todo esto, esta luz fue oscurecida por una luz aún más brillante; ¿y cuál era esta luz más brillante? ¡Os lo diré! "Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo" (2 Co. 4:6).
¿De dónde vino esta luz? Vino del rostro del Hombre en la gloria; y la refulgencia de la gloria de la faz de aquel Hombre oscureció la luz del sol al mediodía. El efecto fue todopoderoso ante Pablo. "Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba." Le lanzó al suelo. Hizo que este confiado fariseo llegara al final de la historia de su propia terquedad. Fue la luz del cielo lo que hizo esto: No fue un terremoto. No fue un rayo. No fue una mano que le golpeara: Fue una luz que le abatió. ¿Te ha abatido alguna vez la luz? ¡Nunca olvidaré cuando la luz me golpeó y me iluminó a mí! Nunca olvidaré cuando la luz del cielo me mostró qué era yo, adónde me hallaba, y a dónde estaba dirigiéndome. Y, amigo mío, cuando tú hayas sido golpeado por la luz, hablarás de una manera similar.
Leemos que todo el grupo fue abatido al suelo, pero que solamente Saulo oyó la voz del Señor. "Oí una voz que me hablaba, y decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo, ¿por qué Me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón" (v. 14). Imaginaos oír vuestra lengua materna desde la gloria. Esto es lo que Saulo oyó aquel día. No os haría mucho bien si os hablara en árabe: No entenderíais nada. Pablo se hallaba en una posición similar. Oyó una voz que le hablaba en su lengua materna, en hebreo. Una voz desconocida, en aquel idioma, habla a aquel hombre tendido en el suelo. Y, amigo mío, cree esto: cuando Dios habla a un pecador, Él siempre hace que se le entienda. Admito plenamente que los que iban con Pablo no comprendieron lo que fue dicho, pues en otro pasaje leemos "Y los que estaban conmigo vieron a la verdad la luz, y se espantaron; mas no oyeron la voz del que hablaba conmigo" (Hch. 22:9). Cuando Dios habla a un hombre, él queda individualizado: es como un ciervo herido. El cazador de ciervos sale, y puede que sea toda una manada la que pasa; pero él solamente se ocupa de uno, y cuando es herido, el ciervo abandona la manada para ir a morir solo. Cuando un hombre queda convencido de pecado por el Espíritu Santo, queda a solas con Dios. Pablo dice, "solamente yo oí la voz." ¿Y qué es lo que dijo? "Saulo, Saulo, ¿por qué Me persigues?" ¿Qué era lo que esto significaba? Significaba que Cristo en la gloria, el Cabeza de la Iglesia, reconocía a Su pueblo perseguido en la tierra como parte de Sí mismo—como formando Su cuerpo. En un lenguaje claro dice: Tócalos, y Me tocas a Mí. "¿Por qué Me persigues?"
"Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor?" Él no dice: "¿Quién eres?" No, sino que dice: "¿Quién eres, Señor?" En un momento adquiere el sentimiento de que se halla en presencia de Aquel que lo conoce todo con respecto a él. Estoy en presencia de Aquel que es el mismo Dios. Sabía muy bien de quien se trataba, aunque quizás no se atrevía a mencionar Su Nombre. Estaba en presencia de Dios—en la presencia del Hijo del Hombre exaltado. "¿Quién eres, Señor?" Su voluntad queda quebrantada, después de llegar a reconocer Su Señorío. ¿Has reconocido tú, querido amigo, al Señor? "¿Quién eres tú, Señor?" ¿Qué significa, esto? He bajado. Estoy abatido; mi voluntad está quebrantado. Pablo quedó maravillosamente quebrantado.
Y después vinieron de la gloria estas conmovedoras palabras: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (v. 15). Amigo, Él te llama a ti desde la gloria. Aquel bendito y amante Salvador, que fue crucificado sobre un madero, habla ahora a cada corazón en este mundo. "Yo soy Jesús, a quien tú persigues." Quizás no te gustaría tomar este terreno. ¡Ah, no te reíste de aquel joven que te dijo que era cristiano! ¿O sí? ¡Bueno, dices tú, le hice un poco de broma! ¿Por qué? Porque era cristiano. Este es el por qué. "Saulo, Saulo, ¿por qué Me persigues?" ¿Qué mal te ha hecho Jesús, amigo mío? Si pudiera hacer que el corazón más viejo, más endurecido, o el corazón más frío, que me está escuchando, si pudiera hacer, repito, que sintieran el amor del Salvador, ¡cómo cambiarían! "Yo soy Jesús, a quien tú persigues." ¡Oh, oíd Su voz bendita. Saulo la oyó, y Le dijo: "Señor, ¿qué quieres que yo haga?" (Hch. 9:6). ¿Y qué es lo que el Señor quiere que haga? "Levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío" (vv. 16, 17).
Aquí este "vaso escogido" recibe su comisión; y maravillosa era esta comisión. Admito que no consiguió entonces la paz. No tenía aún el conocimiento del perdón. Se nos relata en otro pasaje que ni comió ni bebió por tres días (Hch. 9:9). Y supongo que no durmió tampoco por tres noches. Entonces Ananías va a él. Encontramos estos detalles en el noveno capítulo de los Hechos. Recibe la paz del testimonio de Ananías, que va a él. Y en este caso también, vemos cuán maravillosa es la gracia de Cristo. Saulo tiene una visión de Ananías viniendo a él, y Ananías recibe la orden de ir a él. De un lado hallamos a un hombre ansioso, y del otro a un siervo reacio; porque Ananías, cuando recibe la orden, dice: "Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuantos males ha hecho a tus santos en Jerusalén." No importa, dice el Señor, "Ve, porque instrumento escogido Me es éste, para llevar Mi nombre en presencia de los gentiles." Voy a hacer de él un mensajero y un testigo de Mi Nombre entre los gentiles. Así, Ananías fue a él, y puso sus manos sobre él diciendo, "Hermano Saulo." Qué gozo que llenó el alma de aquel hombre al oír como Ananías le llamaba "Hermano Saulo." Lo puedo comprender bien; porque cuando algunos sencillos cristianos de Somersetshire me dieron la diestra de comunión, la semana después de mi conversión, y me dejaron tomar con ellos mi lugar en la Cena del Señor, tuve un profundo gozo en lo más profundo de mi alma que ellos reconocieran que yo era un hijo de Dios. ¿Podemos llamarte "Hermano," amigo mío? Quiero decir: de una forma honesta y verdadera—¿o te avergüenza este nombre? El nombre de hermano, simplemente hermano, me basta. ¿Hermano de quién? De aquella compañía de los que Jesús dijo: "no se avergüenza de llamarlos hermanos." Yo no me atrevería de llamarle Hermano a Él. Ni siguiera utilizaría el término "Hermano Mayor." Él es nuestro Señor y nuestro Dios. Cierto, Cristo nos llama Sus hermanos: "No se avergüenza de llamarlos hermanos"; pero, amados amigos cristianos, Él es nuestro Señor y Dueño, nuestro Salvador y Dios. Tengamos siempre la más profunda reverencia hacia Él, y démosle el lugar y el título que Le corresponden.
Así, pues, Ananías entra y dice, "Hermano Saulo," y éste consigue la paz, al ser lleno del Espíritu Santo, y las escamas cayeron de sus ojos. Entonces inició la misión, que el Señor le había confiado. ¿Y qué comisión era ésta? "Librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a los que ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en Mí, perdón de pecados, y herencia entre los santificados" (Hch. 26:17, 18). ¡Qué comisión más maravillosa! "Que abras sus ojos." Esta es la primera cosa que necesitamos. Me pregunto si vuestros ojos han sido abiertos ya. Cuando se abren los ojos de una persona, ésta queda consciente de que no tiene luz, y de que se halla en tinieblas. Puede que un hombre tenga unos ojos muy buenos, pero no puede ver con ellos en la oscuridad, y va tanteando. Esto es como yo me sentí la noche que me convertí. Me sentí como un hombre palpando en la oscura noche. Quería la luz, quería la verdad, quería a Cristo, y quería la salvación. No sabía cómo ni dónde iba a obtenerlo.
Dejad que vuestros ojos sean abiertos, y pronto hallaréis que estáis totalmente equivocados. Que sois víctimas de vuestros pecados, y que os halláis en el mal camino. Es algo maravilloso cuando una persona se vuelve "de las tinieblas a la luz." Es un gran cambio. Comprendo perfectamente que algunos de vosotros no lo crean así, y os diré por qué. Nunca habéis pasado por el cambio. Ahora, amigo cristiano, tú, que te convertiste hace cinco años, ¿qué sucedió cuando te convertiste? "Me hallaba en tinieblas de medianoche" dirás, "cuando la gloriosa luz del evangelio me deslumbró. Vi que Jesús me había amado, y muerto por mí; que Él me había perdonado, y que por la fe en Su Nombre yo entraba a la paz y a la libertad." Exactamente. Y dime, mi amigo no salvo, ¿por qué no crees este testimonio? Te diré por qué. Te hallas en tinieblas, y el mismo hecho de que no crees que estás en ellas constituye la evidencia más poderosa de que estás ahí. Yo fui en una ocasión lo que tú eres ahora; hace treinta y siete años estaba yo en el mismo terreno en que te hallas tú mismo en este instante. Era un pecador en mis pecados. No me muerdo la lengua. Solamente hay dos clases de personas en el mundo: pecadores rumbo al infierno y santos rumbo a la gloria. ¿Qué es lo que provoca la diferencia? Una de las dos clases está en pecado, y en incredulidad; la otra está en Cristo, y todos los pecados de estos están lavados en Su sangre preciosa. Un gran cambio tomó lugar en el momento de mi conversión; fue como si hubiera pasado de las tinieblas a la luz, y he gozado de esta última desde entonces.
Fue maravillosa la comisión que Pablo recibió, y estoy bien cierto acerca de este punto: Si el Señor no hubiera conocido de la necesidad de dar esa misión con respecto a las almas de los hombres, nunca la hubiera dado. Todos necesitan convertirse "de la potestad de Satanás a Dios." Cada hombre se halla totalmente bajo el poder de Satanás, hasta que recibe el sentido de la gracia de Dios. Oigo que algunos dicen: No creo esto. Durante mucho tiempo yo tampoco lo creí; pero lo creo ahora, debido a que he aprendido acerca de la bendición de salir de las tinieblas a la luz, y de conocer el poder liberador del Salvador.
¿Cuál es el resultado cuando uno se vuelve de Satanás a Dios? Tu corazón entra en el acto en el goce de la paz, en el conocimiento de que estás perdonado. En el momento en que te vuelves de Satanás a Dios, ¿qué recibes? ¿Lo que tus pecados merecían? ¡No! Recibes "el perdón de los pecados" ¡Piensa en esto! ¿Qué recibirás, si ahora te diriges al Salvador? Tendrás el perdón de tus pecados. Esto no es de despreciar; pero más aún, recibes "herencia entre los santificados." ¡Piensa en esto! ¿Qué recibirás, si tan sólo te vuelves al Salvador? Tendrás el perdón de los pecados. Esto no es para despreciar; pero aún hay más, porque recibirás "herencia entre los santificados . . . por la fe que es en Mí." Esto es, recibís una porción y un puesto entre el pueblo de Dios. Puede que pienses que es un cambio demasiado grande y demasiado bueno. No es así, y uno nunca puede pasar con suficiente rapidez desde el terreno del pecador al puesto donde se halla el santo, por gracia. Pero dices, "creía que los santos se hallaban en el cielo." Muchos están allí; pero creo que hay una buena cantidad de ellos en el mundo. "¡Qué! ¿"santos," dice usted? "No creía que la gente fuera santa sobre la tierra." Entonces está equivocado, amigo. Santo es un nombre de familia; este es el nombre que los hijos de Dios reciben en las Escrituras. La palabra es utilizada por Ananías cuando no quiere ir a Saulo. Le dice a Dios: "Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuantos males ha hecho a tus santos en Jerusalén" (Hch. 9:13). Que el hombre se vuelva al Señor, y en aquel mismo momento y lugar, aunque no lo tome de inmediato, le es dado su puesto entre los santos.
Amigo, ¿Vas a estar desde ahora clasificado entre los santos, o entre los pecadores? Dices tú: "No me gustaría tomar el nombre de santo. ¿Por qué? "Porque si fuera a tomar este puesto, y ser conocido como santo, la gente esperaría de mí un andar en santidad." Esto es totalmente cierto; no se puede discutir. Si aceptas a Cristo; debería de haber un andar y un comportamiento correspondiente con el evangelio. No temas, joven hermano, verás que si sigues al Señor Él te ayudará. No quiero decir que el cristiano no peca, pero sí que se le exhorta a que no lo haga (1 Jn. 2:1). Sus pecados son perdonados en el momento en que llega a ser creyente, y si pecase tiene que ir y confesarlo todo a Dios, como su Padre. El evangelio te encuentra donde estás, como pecador, mediante la obra expiatoria del Salvador. Por la preciosa sangre de Jesús todos tus pecados son lavados y perdonados, porque el corazón que confía en Él recibe todos los beneficios de la obra que Él ha llevado a cabo. Quiero que veáis esto, para vuestra ayuda y consolación. Si sois cristianos no creáis que se trata de un error el confesarlo abiertamente. Los treinta y siete años que han pasado desde que me convertí han sido años de una profunda felicidad y gozo. Os diré más aun; el año pasado fue el mejor, y estoy esperando aun años mejores, al entrar en mi año trigésimo octavo. Deja que te aliente, amigo mío.
Pablo pasa después a decir que él no fue desobediente a esta visión celestial, sino que salió de inmediato llamando a judíos y a gentiles al arrepentimiento, a que se volvieran a Dios. Los judíos se le oponían, pero "habiendo obtenido auxilio de Dios," puede añadir, "persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes, no diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder: Que el Cristo había de padecer, y ser el primero de la resurrección de los muertos, para anunciar luz al pueblo y a los gentiles" (vv. 22, 23). Al continuar, Festo saltó. Su conciencia se hallaba algo tocada; sintió que, si no interrumpía, sería probablemente convertido. Sé que algunos de vosotros querríais que yo me detuviera, y lo haré pronto, pero qué misericordia sería si fuerais convertidos, y os volvierais al Señor. Oídme. Venid a Jesús; entregadle ahora vuestro corazón a Él. No seáis insensatos como el rey y el gobernador aquí. "Diciendo él estas cosas en su defensa, Festo a gran voz dijo: Estás loco, Pablo; las muchas letras te vuelven loco. Mas él dijo: No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo palabras de verdad y de cordura." ¿Qué había dicho Pablo? Tan solo les había hablado del Hijo del Hombre en gloria. Él sabía que sus propios pecados estaban perdonados: estaba en el camino de la condenación eterna cuando se volvió a Dios; y desde aquel entonces empezó a dar frutos dignos de arrepentimiento, y advertía a otros para que siguieran sus pasos.
Jesús, resucitado de entre de los muertos, le había comisionado como portador de la luz. Así comisionado para llevar la luz de Dios al mundo, con una energía imparable había dedicado su vida a Su bendito servicio. ¡Hombre feliz! ¡Espléndido siervo! "Estás loco, Pablo," le dice Festo. "No estoy loco, excelentísimo Festo," le replica con todo énfasis, pero con mucha cortesía, "sino que hablo palabras de verdad y de cordura." Algunas veces la gente ha dicho de mí: "Creo que este hombre está loco." Desearía que tuvieras solamente la mitad de mi enfermedad, amigo mío; te lo digo desde el fondo de mi corazón. Iré aún más lejos—me sentiría profundamente agradecido si tuvierais diez veces más fervor y dedicación a Cristo que yo, y ojalá que Dios te lo dé. Si tan solo tuvieras la mitad de la paz y del gozo que yo poseo, serías un hombre totalmente feliz desde este mismo momento, y también estoy yo diciendo ahora palabras de verdad y de cordura, cuando afirmo de esta forma la bendición de conocer y de seguir a Cristo. Pablo estaba totalmente en sus cabales cuando hablaba a Festo. Lo que él fuera antes de ser convertido nos lo dice en sus propias palabras: "Y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extranjeras" (v. 11). Entonces estaba fuera de sus cabales, si queréis, pero, como testigo de Jesús, estaba en todas sus cabales. ¡Oh! amigo mío, ven a Jesús esta noche, y da así testimonio de Él, y aunque tus amigos te llamen loco, no te importe esto. Te hallarás en el campo de los vencedores. El hombre que sigue a Cristo está cierto de vencer.
Oídle hablar otra vez: "No estoy loco . . . sino que hablo palabras de verdad y de cordura. Pues el rey sabe estas cosas, delante de quien hablo con toda confianza. Porque no pienso que ignora nada de esto; pues no se ha hecho esto en algún rincón" (vv. 25, 26). Entonces se dirige directamente al rey y le pregunta: " 'Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees.' Entonces Agripa dijo a Pablo: Por poco me persuades a ser cristiano.' " ¡Por poco! ¡Ah, pobre hombre, no del todo, sino por poco! ¿Es ésta tu postura, amigo mío? Lo quiero saber, al finalizar estas reuniones. ¿Habéis creído en Jesús? ¿Os ha salvado, perdonado? ¿O eres tú un mísero pecador rebelde, decidido a seguir tu camino hacia el infierno, con una determinación digna de mejor causa? Abundan los hombres que no son fervorosos; que pueden ser tocados por el evangelio en algunas ocasiones, sí, incluso impresionados, pero que dejan que pase de largo. ¡Qué cantidad de seguidores tiene Agripa! "Por poco me persuades a ser cristiano," le dijo a Pablo, y así dicen todos sus seguidores a los buscadores de almas, que bien quisieran ganarlos para Cristo.
Bien le respondió Pablo: "¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fuéseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas" (v. 29). Esta fue una gran exhortación, y quisiera daros unas palabras acerca ella. "Por poco", o "por mucho" en esta conjunción son como en una moneda, anverso y reverso. ¿Cuál es la otra cara de ser "casi un cristiano"? No lo olvidéis, es: "totalmente perdido." El alma que no está decidida por poco está perdida para siempre. Ah, dejadme que os apremie, con todo el fervor y el afecto de mi alma, desde esta hora: decidiros. Lo que se precisa es decisión. Lo que necesitáis, lo que yo necesito, es una profunda y directa decisión del corazón por Cristo. Que Dios os la dé. ¡Oh, no continuéis siendo "casi cristianos" ya más! Sed totalmente persuadidos. Yo me glorío en ser cristiano: ojalá que vosotros también lo hagáis.
¡Quiera Dios capacitaron a que empecéis vuestro curso cristiano ahora mismo!; no podéis daros con suficiente devoción a Cristo, y es mucho mejor, sea que la vida sea larga o corta, poder mirar como yo hacia atrás sobre la vida pasada en el servicio del Señor. Perdonad si hablo de mí mismo. Pero si no hubiera ido al Señor hace treinta y siete años, ¿qué hubiera estado haciendo toda mi vida? Hubiera simplemente estado sirviendo al diablo, al pecado, y al mundo, tan sólo complaciéndome a mí mismo, mientras que ahora, por la gracia, durante estos treinta y siete años he estado buscando servir a Jesús, mi bendito Salvador. ¡Ah, que Él llegue a ser tu Salvador, y Señor, y Maestro también. ¡En Él hay tal grandeza, tal ternura, tal aliento! Tengo un Dueño maravilloso; y os lo recomiendo. ¡Ah, que Él llegue a ser de ti! ¡Y tú de Él!
Decidíos esta noche. De rodillas, delante del Señor, ofreceos a Él, antes de salir de este auditorio esta noche. Volveos a Él, y decidle: "Señor, creo." "Por poco me persuades a ser cristiano" no será suficiente. Echa a un lado la palabra "por poco." Que "Totalmente persuadido" sea la palabra de tu alma. Que haya un timbre de verdad en tu voz al decir: "Señor, creo, estoy decidido. Cristo para mí, desde esta misma noche." ¡Que Dios lo conceda, por causa de Su Nombre!

Capítulo 14: Ninguno puede servir a dos señores;o, Cómo hallé al Señor

Stg. 2:19; Mateo 6:24
EN esta nuestra última reunión os contaré, amigos míos, cómo, por la infinita gracia de Dios, aprendí a conocer al Señor Jesucristo como mi Salvador. Esta noche tengo treinta y siete años. Quizás alguien dirá: "Parece algo mayor que esto." Hace treinta y siete años que era como alguno de vosotros—un muerto en vida. ¡Joven! ¡No has empezado a vivir a no ser que te hayas convertido! Si no has nacido de Dios, no has empezado a vivir; estás todavía muerto en tus pecados. Yo estuve muerto por muchos años. Sé que algunos de vosotros pensáis que un hombre no puede convertirse en una sola noche. Este es un gran error; se precisa solamente un momento para pasar de la muerte a la vida. Se necesita solamente un momento para pasar por la puerta; y así lo encontré yo en mi caso.
Durante veinte años, creo, fui el joven más totalmente mundano que hubierais podido hallar. No hay ninguna persona en este auditorio que se hallara más profundamente inmerso que yo lo estuve en el mundo, en sus placeres, su pecado, y sus atractivos, ni tampoco un esclavo tan entregado al diablo como el que os está hablando esta noche. Y a pesar de ello Dios me salvó en una sola hora. Por ello, me gusta cantar:
"Jesús me buscó cuando extraño,
Erraba del redil de Dios;
Él para rescatarme del daño,
Su preciosa sangre vertió."
Doy gracias a Dios que tuve una madre piadosa—una madre que oraba. Quizás tú tengas una, y se haya ido al cielo. La mía, ha ido allí, gracias a Dios, y la volveré a ver. ¿Te encontrarás con la tuya, si ella ha ido allí? Es una gran cosa que un hombre tenga una madre que ora, y sé que la mía oraba mucho por mí. Pero durante veinte años no supe nada de la gracia de Dios, ¡nada en absoluto!
Mi primera impresión espiritual fue cuando era un niño en edad escolar. Tuve un hermano que fue a la guerra de Crimea en 1855. Estaba pasando por donde yo estaba en la escuela, y tenía que haber ido a verlo al tren, pero perdí el tren. Estaba mucho más interesado en otras cosas, puedo decir. Había ido a comprar unos artículos para un partido de criquet, y pasé demasiado tiempo en ello, y perdí el tren. Lo sentí mucho, recuerdo, llegar uno o dos minutos tarde, y me vino el pensamiento a la mente: Quizás no volvamos a vernos nunca más, quizás le maten. Creía que él era cristiano, y sabía que yo no lo era, y el pensamiento de que quizás no volviéramos a encontrarnos nunca más hizo tal impresión en mi mente que me llevó a hacer lo que entonces consideré muy meritorio. Me puse a leer la Biblia, para tratar de contrapesar mis pecados. Recuerdo bien que elegí Isaías, como siendo la parte más difícil de la Biblia, y por ello, en mi opinión, la cosa más meritoria que podía hacer. Pero cuando llegué al final, estaba igual que cuando había empezado—un pecador perdido, en mis pecados.
La vida escolar pasó, y entré en una oficina de la ciudad en la que vivía. Pretendía entonces ser abogado; y, aunque la universidad atraía mi atención en las horas de trabajo, mi corazón estaba mucho más en el mundo, en todo lo que le concernía a sus goces, que en cualquier otra cosa. No había un baile, ni un concierto, ni una regata, ni un partido de criquet, en suma, ningún entretenimiento mundano, dentro de treinta kilómetros de donde yo estaba, en el que no se me encontrase, si podía ir. Solamente quiero que veáis dónde me encontraba cuando Cristo me halló.
Pero Dios me habló de nuevo, cuando tenía alrededor de diecinueve años. Un joven cristiano ferviente—¡Ah, es una gran cosa el ser osado por Cristo! —vino a ver a mi padre, desde lejos. Cuando salía, mi padre me dijo: "Acompáñalo a la verja." Salí por el camino con él, y ya en la verja se volvió tranquilamente hacia mí, y me dije: "Bueno. Walter, ¿eres cristiano?" "¡No!" "Entonces, ¿no sería mejor que te volvieras al Señor?" Me enojé mucho con él por hablar conmigo de esta forma, y cerré la verja rápidamente. ¡Ah! Estaba de camino al infierno, y mi ira mostró lo profundo que era mi odio hacia Cristo y hacia Sus siervos. A pesar de todo, me impresionó su fidelidad, y si había algún joven al que tuviera respeto era a él, porque nadie más se había atrevido a hablarme de aquella manera. ¡Dios tenía Su mirada puesta sobre mí, bendito sea Su Nombre!
Era diciembre de 1860, y se dispuso que yo fuera a la capital, para seguir allí mis estudios de leyes. Por ello dejé mi hogar provinciano el 4 de aquel mes, dejando tras mí una buena cantidad de compromisos para la semana de Navidad. Pero antes de partir, el movimiento nacional de voluntarios acababa de surgir, y yo me lancé, en cuerpo y alma, a la organización del cuerpo local de artillería. Queríamos una banda, y el dinero no se encontraba fácilmente, por lo que pensamos en hacer un concierto para recaudar fondos. Recuerdo cuán tremendamente me lancé de corazón a organizar aquel concierto, y yo debía cantar las canciones cómicas, que en aquellos tiempos me eran admirablemente apropiadas. Tuvimos un concierto, que fue un gran éxito, por lo que programamos otro para Navidad, porque mucha gente no había podido conseguir localidades para el primero. Dispusimos un nuevo programa, y recuerdo muy bien que el director me dijo: "Si vas a la capital, no vas a volver." "Te juro," le respondí, "que volveré para cantar."
"Recuerda que no podemos sustituirte con nadie." "No temas," le contesté. "Vendré, porque tengo media docena de compromisos de lo más encantadores para la semana de Navidad, y tengo que cumplir con todos."
Llegué a la metrópoli el 4 de diciembre, y no tengo duda alguna de que Dios utilizó este viaje como un eslabón en una cadena de bendición, porque en realidad abandonaba mi hogar por primera vez, y por ello sentí que estaba tomando un paso serio en la vida. Algunos de vosotros, amigos, habéis dejado el hogar, y sabéis lo que se siente. En la casa de huéspedes, donde me alojé al principio en la ciudad, había un joven, Tomás, que provenía del mismo departamento que yo, y naturalmente nos sentimos unidos por un lazo al descubrir que veníamos de ciudades a quince kilómetros de distancia una de otra y que nuestros padres se conocían. Él iba a estudiar ingeniería, y yo leyes, pero pronto estuvimos de acuerdo en vivir juntos.
El domingo nos quedamos en cama, como algunos de vosotros hacéis, hasta bien dentro del mediodía, creyendo que, si íbamos a la iglesia por la tarde, sería suficiente por lo que a la religión respectaba. El domingo es un día terrible para el hombre inconverso. Había recibido una carta de mi querida madre, apremiándome a que fuera a oír el evangelio, y mi amigo Tomás me preguntó, ¿Adónde vas a ir? ¿Qué te parece si vamos a oír a Richard Weaver? He leído en el diario que va a predicar esta noche." Accedí, y alrededor de las cinco nos encaminamos al sitio designado.
Nunca olvidaré aquella escena. La calle estaba llena de gente desde la puerta. Dios estaba obrando maravillosamente en aquellos días, y las almas eran salvadas a centenares y a millares; y creo que el hombre al que fuimos a oír fue el instrumento de despertar a miles de almas a su verdadera condición delante de Dios, y de llevarlas al conocimiento de Cristo y a la salvación. Cuando se abrieron las puertas, una inundación de gente se derramó hacia adentro. Quedé separado de mi camarada. Él fue llevado hacia la platea, mientras que yo me vi arrastrado hacia el anfiteatro, y me vi metido en un palco. El teatro estaba lleno a rebosar, y aquel humilde minero predicó el bendito evangelio de la gracia de Dios a 3.500 almas. Mi memoria retendrá siempre algunas de las cosas que oí aquella noche de él, como cuando, en el repleto escenario, leyó Marcos 5:25-34, y después nos contó la sencilla historia de la mujer con flujo de sangre, y cómo toda su enfermedad y angustia quedaron sanadas, cuando sencillamente tocó el borde del manto de Jesús. Vi con toda claridad que la salvación era mediante el sencillo toque de la fe; pero, veis, Él era un hombre común, yo pensé, mientras que yo era un caballero, yo no podía ser convertido por un hombre del común. Tal era la soberbia de mi pobre corazón pecador. Amigo mío, ten cuidado que no seas condenado por tu soberbia. Ten cuidado que no seas condenado porque no quieras ser salvado a la manera de Dios. Pero Dios tenía Su mirada puesta sobre mí aquella noche, y quedé impresionado.
Al finalizar se dijo que si alguien estaba deseoso podría ir a la platea. Fui a la platea, no porque estuviera ansioso, sino porque, en cierta manera, pensé que mi amigo podría estar ansioso, y que podría hallarlo allí. No habían pasado tres minutos antes de que un joven se me acercara y me dijera: "Señor, ¿es usted cristiano?" "No, no lo soy," contesté. "¿No quisiera serlo?" "No lo sé," le dije. "Oh, mejor sea cristiano. Es muy fácil. Yo llegué a serlo el domingo pasado. Fui al auditorio Exeter, y allí fui convertido por la predicación de este mismo orador." Pronto empezó, aquel joven. Apenas estaba convertido cuando ya empezó a contarles a otros acerca de ello, y yo espero que vosotros, los jóvenes que habéis sido convertidos, no tardaréis mucho para empezar a contárselo a otros también. Él se inició bien, como veis.
Después supe quién era, y que era un sastre. Después me dijo: "¿Quiere orar?" y yo le respondí: "Nunca podría orar." Él me dijo entonces: "Yo oraré por usted," y se puso de rodillas en el teatro, y oró fervientemente a Dios que me bendijera y salvara. Gracias a Dios que Él dio respuesta a la oración de aquel joven; aunque yo era muy cobarde entonces para ponerme de rodillas. Después tuve que ponerme de rodillas—y sabe tú de cierto que tendrás que arrodillarte—pero yo era demasiado soberbio para doblar mis rodillas entonces. Tomás—había estado en la platea, me vio, y vino hacia mí. En aquel momento otro joven, muy ferviente y de apariencia inteligente, se acercó, y uniéndose a la conversación, me dijo unas palabras. Me levanté entonces para irme, y un desconocido preguntó: "¿Hacia dónde van, caballeros?" "Hacia tal parte." "Nuestro camino es el mismo, ya que vivo allí, y si me permiten, les acompañaré." Accedimos a ello, y fuera del salón se volvió y nos preguntó: "Me permiten la pregunta: ¿son cristianos?" "No." "¿Y no quisieran ser cristianos?" preguntó en seguida. Yo dije que sí, porque empezaba a pensar que valía la pena ser cristiano. "Entonces," dijo él, "ustedes deben de tomarlo en serio." "Espero que será así," le dije, "pero ¿qué tengo que hacer para ser cristiano?" "Si en verdad tiene el deseo serio de ser cristiano, y en realidad quiere serlo, tiene que dejar el mundo." ¡Dejar el mundo! ¡Ah, cómo me aferré al mundo en el mismo momento en que sugirió tal cosa! Pero, fervoroso como era, él no tenía un conocimiento claro del evangelio. Y entonces me vinieron a la memoria todos los compromisos de la semana de Navidad, y el pensamiento más poderoso en mi mente fue: ¿Cómo puedo dejarlos de lado?
Bien, andamos los cinco kilómetros a nuestra residencia, y cuando ya estábamos cerca de nuestro alojamiento dije: "¿entrará a tomar una taza de café?" Entró, y antes de irse preguntó: "¿Puedo leer un poco con ustedes?" "Ciertamente," le dijimos, y a continuación leyó un pasaje de las Escrituras, y oró con nosotros. Era un joven simpático, y después vino a ser un gran amigo.
Cuando se había ido, mi compañero y yo nos quedamos sentados quedamente a cada lado del fuego del hogar, sumidos en nuestros pensamientos. Repentinamente, recuerdo que dije, "Tomás, creo que, si tú y yo vamos a vivir juntos, si queremos la bendición de Dios, mejor que tengamos una lectura familiar." "Vaya, Wolston," me contestó, "esto es precisamente lo que tenía yo en mi mente, pero no quería decirlo. Compraremos mañana un libro, y empezaremos." "Nada de libros," dije yo; "si alguien tiene que orar a Dios, debería orar por sí mismo. No creo en libros, excepto la Biblia. Si vamos a orar, vamos a orar por nosotros mismos." Entonces Tomás respondió, "¿Cómo vamos a empezar?" "Uno de nosotros que lea, y el otro que ore." le dije yo. "Yo leeré mañana, y tú orarás." Estuvo de acuerdo y, por la mañana siguiente, cuando bajamos, leí el primer capítulo de Mateo, y mi amigo oró. Creí que lo había hecho espléndidamente. El día siguiente era mi turno; él leyó la Biblia, y yo tenía que orar. Nunca lo olvidaré cuando me tocó orar, Tenía mi corazón en la boca, pero estaba en un ansia verdadera. Quería ser salvado, y él también quería serlo. Ojalá que tuvieras tú la misma actitud. Si estás ansioso por ser salvo, lo serás.
Aquella semana fue notable, porque orábamos fervientemente por la mañana, y también en privado. Vino sobre nuestras almas un profundo sentimiento de nuestros pecados. También clamamos a Dios por nuestros parientes. "Dios, salva a nuestros parientes", era frecuentemente nuestra oración, porque teníamos tal conciencia de nuestros pecados que, aunque orábamos, teníamos el temor de que éramos demasiado malos, demasiado perversos, demasiado pecadores para ser salvados. Esta impresión quedó profundizada por el hecho de que, aunque leíamos y orábamos intensamente por las mañanas, me avergonzaría de decir dónde se nos encontraba por las tardes. Veníamos del campo, y teníamos necesidad de ver la vida de la capital, por lo que sus salones de fiestas y otros sitios abominables nos tentaban por la noche, porque el diablo tiene trampas infernales de todo tipo en abundancia para los jóvenes allí, y solamente Dios nos libró de quedar atrapados aquella semana. Así pasó la semana, y vino el siguiente domingo. Mi madre me había rogado, antes de salir de casa, y de nuevo por carta, que fuera a oír a su amigo, el Sr. Miller, un escocés bien conocido, que predicaba el evangelio; y dispuesto a esto, salimos el siguiente domingo por la mañana, pero, ya de camino, recordamos que la reunión de la mañana era para el partimiento del pan, y adoración del Señor, y que esto no era para nosotros, que lo que nosotros necesitábamos era el evangelio, y que teníamos que esperar para ello hasta la noche.
Así, esperamos hasta la noche, y salimos otra vez, pero ¡cómo tuvimos que buscar para encontrar el lugar! Era una noche neblinosa, húmeda, oscura y fría y seguimos y seguimos andando hasta que al final—no puedo dejar de pensar en que el diablo sabía lo que iba a pasar, Tomás dijo: "No voy a dar un paso más." Yo le dije, "Si tú quieres puedes regresar a casa, pero yo voy a encontrar este lugar, aunque tenga que andar hasta la medianoche." Estaba en William Street, en el norte de la capital, el lugar que estábamos buscando, y precisamente en el momento en que Tomás dijo que no iba a seguir habíamos llegado allí, pero no podíamos ver el nombre por la niebla. "¿Es aquí William Street, donde predica el Sr. Miller?" "Sí," dijo una voz, "pero no predica esta noche. Se ha ido de viaje. Pero el Sr. Charles Stanley está predicando." Aquel nombre despertó viejas memorias. Cuando yo era un niño de diez años, aquel caballero vino a pasar uno o dos días a casa de mi padre. Deseaba ir para algún negocio, y mi padre me dijo que le llevara, cosa que hice. Cuando llegamos a casa, se metió la mano en el bolsillo, y me dio un cortaplumas con mango de nácar, de cuatro hojas. "Toma esto, chico," me dijo, y estuve muy orgulloso de aquel regalo. Habían pasado diez años, pero el nombre de Charles Stanley me recordó el regalo. "Este es el hombre que me dio un cortaplumas," me dije a mí mismo; "entremos a escucharle."
El lugar estaba abarrotado de gente; y estuvimos de pie en el pasillo. El predicador estaba hablando muy sencillamente de la historia de Salomón construyendo el templo. Piedras, de trescientas toneladas de peso, se labraban para construir el templo. Nos contó de dónde venían, de una cueva debajo de Jerusalén, y de cómo eran cortadas de la cantera, y después sacadas, y utilizadas en la construcción del templo. Entonces señaló que Dios estaba construyendo un templo espiritual; que el mundo era la cantera, y que los pecadores eran las piedras. No obstante, se hallaban tan profundamente encajadas en la cantera, que se precisaba de una acción muy enérgica para sacarlas. A menudo se precisaba de problemas, angustias y tristezas para quebrantar un hombre y sacarlo del mundo. También, sus pecados lo tenían sujeto y al serle presentados, poco a poco se iba poniendo ansioso. Así como Hiram labraba la parte superior y los lados de sus piedras, así actuaba el Espíritu Santo con los pecadores, para darle forma con que recibieran el evangelio. ¿Pero cómo se ponían en sus sitios estas piedras de trescientas toneladas de peso? Nunca olvidaré lo que nos mostró aquel predicador en cuanto a esto. Supongamos que Hiram hubiera ido a las piedras y les hubiera dicho: "Vosotras, grandes piedras, quiero que salgáis de esta cantera. Subid por la escalera, que solamente tiene diez peldaños, y poneos en el templo." ¿Cómo podrían moverse estas piedras? No tenían vida. La aplicación era fácil. La escalera era la ley, los diez mandamientos. ¿Podía acaso guardarlos? ¿Podía yo llegar al templo de Dios, ahora, y a la gloria eterna a partir de entonces, guardándolos? Vi que no podía. Empecé a sentirme convencido. Empecé a sentirme verdaderamente ansioso. Desearía que tú también te sintieras ansioso. Mi frente se nubló. La mente de todo hombre se nubla cuando se pone serio acerca de su alma. Yo estuve serio aquella noche, y os diré por qué. Era un pecador totalmente despierto. Vi mi pecado. Vi mi culpabilidad. Vi la santidad de Dios. Sabía que, si había alguien sobre la tierra que se había ganado en justicia ser echado al infierno, yo era éste. No negaré que estaba profundamente serio.
A continuación, el predicador nos contó que, así como Hiram trajo poleas y palancas y levantó sus grandes piedras de la cantera, poniéndolas en el templo sin que se oyera el sonido de martillo ni de cincel, así Dios estaba construyendo Su templo, compuesto de pecadores salvos por gracia, mediante la redención de Jesucristo. Nos mostró que el Hijo de Dios había hecho la obra por nosotros, y que Su Espíritu obraba en nosotros; que la sangre de la expiación había sido derramada, y que las demandas de Dios habían sido todas ellas satisfechas en la cruz por el Salvador. Jesús había muerto para que el pecador pudiera vivir. La sangre de Cristo había sido derramada a fin de que los pecados del pecador pudieran ser lavados y limpiados. Empecé entonces a pensar: ¿puede esto ser para mí? Porque estaba profundamente convencido de pecado.
La reunión se cerró. Entonces el predicador dijo, "Con mucho agrado atenderé a cualquiera que esté ansioso, en la habitación de al lado." Volviéndome a mi camarada, le dije: "¿Qué vas a hacer tú?" Nunca olvidaré la respuesta de Tomás "Me voy a casa, a encontrarme allí con Dios." ¿Qué había sucedido? Que él también era un pecador convicto. "Bien," le dije, "Puedes ir a casa; yo me quedo para hablar con el orador." Pasé por la parte trasera de los edificios a un pequeño vestuario, y allí tuve una corta conversación con el querido Sr. Stanley. A continuación, me presentó una dama cristiana, la esposa del hombre al que había ido a escuchar en principio. Ella me dijo que había estado esperando verme, ya que había oído que estaba yo en Londres a través de mi tía. Entonces me dijo: "¿Eres cristiano?" "No," contesté. "Y ¿no quisieras serlo?" preguntó en seguida. "Mucho me gustaría, pero no sé cómo llegar a serlo." Entonces ella dijo, volviéndose a su hija: "Busca a Tomás." Y ella salió en busca de su hermano. Era un hombre rubio que, me había dado cuenta, había estado ocupado antes acomodando a las personas en los asientos, y repartiendo himnarios. También estaba activo después de la reunión.
Después de ser presentados, dijo: "Me alegra conocerle. Oímos de su tía que usted estaba aquí, y ahora nos alegrará verle en nuestra casa, siempre que pueda venir." Le agradecí la cortesía, y después me dijo, dirigiéndose a mí, "¿Puedo preguntarle si es usted cristiano?" "No, no lo soy, y no puedo profesar ser lo que no soy." "¿No quiere ser cristiano?" "Si, me gustaría mucho ser cristiano." "Y, ¿cómo va usted a ser un cristiano?" "Supongo que creyendo en el Señor Jesucristo." "Sí, no hay otro camino", dijo él. "¿Cree usted en Él?" "Naturalmente," le respondí. "Todos creemos en Él." "¿Qué es lo que cree?" me preguntó a continuación. Nunca en mi vida me vi tan confundido como por aquella pregunta, y después de una corta pausa, le respondí, "Creo que Jesucristo vino al mundo a salvar pecadores." "Muy cierto, y ¿es usted un pecador?" "Oh, sí, sé que soy un pecador." "¿Y vino Él a salvarle a usted?" "Espero que sí." "¿Espera usted que sí? ¿Y le ha salvado o no?" "¿Oh, no!" "¿Por qué no?" "Porque no me siento salvo," le dije.
Mi amigo pensó por un momento, y después dijo: "¿Usted quiere ser salvo, pero no se siente salvo?" "Exactamente," le respondí, "no me siento salvo." Entonces dijo: "No tiene que sentirse salvo: todo lo que tiene que hacer es creer lo que el Señor le dice. ¿Cree usted que Él es capaz de salvarle?" "Sí." "¿Y que está dispuesto a salvarle?" "Sí." "Y, ¿está usted dispuesto a ser salvo?" "Con todo mi corazón," le repliqué: "Daría el mundo entero, si lo tuviera, por conocer que soy salvo, pero ¿cómo puedo saberlo si no me siento salvo? Ciertamente no esperará que crea algo que no siento." "Ciertamente que espero esto; espero que crea usted esto, porque Dios lo dice, que aquel que cree en Su querido Hijo es perdonado, y salvo." "Bien," contesté yo, "Yo sí creo." "¿Qué cree?" "Creo que Él es capaz, y dispuesto a salvarme" "¿Y que usted está salvo?" "No, no lo siento." "Ah," amigo mío, "Ya veo dónde está"; y me citó aquel notable versículo, en la Epístola de Santiago, que dice así: "Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan" (Stg. 2:19). Entonces añadió: "Aquí es donde está usted."
¡Ah! amigos míos, ¡nunca olvidaré el efecto que este versículo de la Palabra de Dios tuvo sobre mí. Fue el medio de mi salvación eterna, aunque en él no haya nada de evangelio. "Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan." Fue una revelación de Dios: fue luz para mi alma. Vi la compañía en que me hallaba, y no me avergüenzo de confesarlo, hui. ¡Hui! Vi que era el compañero de los demonios. Simplemente tenía la fe tradicional del cristianismo; creía que había un Dios; los demonios también lo creían. Ellos temblaban; yo estaba temblando. Ellos no eran salvos; yo no era salvo. Estaba en el mismo terreno que los demonios condenados al infierno. La fe de ellos no les había salvado; la mía, siendo la misma que la de ellos, no podía salvarme. Me sentí abrumado. Confieso que la Palabra de Dios me quebrantó en pedazos; y temblé aun más. No me avergüenza decirlo, mis rodillas chocaban una contra la otra. Me vi a mí mismo como Dios sabía que yo era, un hombre yendo al infierno en sus pecados, y con una fe condicional que no serviría de nada.
Me sentí totalmente abrumado, y como el carcelero que se vio despertado en la prisión de Filipos, clamé: "¿Qué debo hacer para ser salvo?" Mi interlocutor vio el efecto de la Escritura sobre mí, y contestó: "Alto, hay una diferencia entre los demonios y tú. Ellos ya están más allá de la misericordia, tú estás todavía sobre el terreno en el que la misericordia te encontrara, si tomas a Dios en Su palabra." "Con agrado le tomaré, si puedo conseguirla. ¿Qué tengo que hacer?" "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo." "¡Qué! ¿Solamente creer?" "Sí, cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo." "Pero," dije yo, "no lo siento." "Hombre," contestó él, "no te preocupes de tus sentimientos; arroja tus sentimientos por encima de la borda como cosas inútiles, como tirarías un abrigo viejo. Si confías en tus sentimientos, te despertarás en el infierno un día, y entonces aprenderás de qué valen los sentimientos. No se te dice que sientas, se te dice que creas en el Señor Jesucristo. Tienes que aceptar a Dios en lo que Él dice."
Estaba a punto de creer el evangelio cuando un viejo conocido se me acercó, y me habló al oído. Su voz era muy audible, y lo que me dijo era tan enfático que por entonces perdí toda conciencia de las voces terrenas, y de mi alrededor. Lo que me estaba diciendo era: "¡Alto! no te des prisa. No te decidas esta noche; sabes que tienes que cumplir una serie de compromisos en tu pueblo. Sabes que tienes que cantar en el concierto; ya has alquilado el piano. Tienes tus nuevas canciones cómicas, y las has estado practicando por un tiempo; además, le has jurado al director que irías y cantarías. Si te haces cristiano no podrás cantar estas canciones. Además, estás invitado a la fiesta y baile de Fulano de tal. Estás totalmente comprometido para la semana de Navidad. Déjalo por un par de semanas, que pasen las navidades, cumple todos tus compromisos como un caballero, y vuelve después a la capital, y entonces te haces cristiano." Y a continuación envolvió su diabólico consejo con este fragmento de las Escrituras: "Ninguno puede servir a dos señores" (Mt. 6:24).
Esta última palabra lo decidió todo para mí. Le dije a mi viejo dueño, al diablo: "Cierto, nadie puede servir a dos señores; has sido un mal señor, y no te serviré ya más; Cristo para mí desde ahora." Y allí fui salvado ¡gracias a Dios! en aquel mismo sitio. El mismo pasaje con que Satanás me quería atar fue la Escritura que rompió mis cadenas y me libertó. Tan pronto como dije, "No te serviré ya más," volví a estar consciente de que mi amigo del cabello rubio me estaba hablando. "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo" volvió a sonar en mis oídos. El reloj estaba dando las diez, y nuestra conversación había sido larga, y ahora le pregunté, "¿Tan solo tengo que creer que Jesús murió por mí en la cruz, llevando mis pecados, y que si creo en Él soy salvo?" "Así es," dijo él. "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo." Me detuve por un momento. ¡Podía creer en Él, aun sin sentir nada! "Señor, creo," brotó de mis labios, y fui allí salvado. Y de la misma manera tú puedes serlo en el sitio en que te hallas, si quieres creer en Él.
Si, allí y entonces adquirí el conocimiento de que estaba perdonado; encontré al bendito Salvador que había vencido a la muerte por mí. Él llenó mi corazón de paz y de gozo en el mismo momento, y hemos sido amigos entrañables por treinta y siete años; y estoy anhelando estar eternamente con Él. ¿Oh, no vendrás tú conmigo? ¿No quieres acompañarme? Él es un buen Señor; te lo recomiendo. Pero tienes que hacer como hice yo; tuve que creer antes de sentir.
Me fui a casa aquella noche tan feliz como se pueda ser sobre la tierra. Estaba perdonado, salvado, emancipado, sacado de las tinieblas a la luz, traído de la distancia a la proximidad. Lo conocía y lo había disfrutado. Mi alma empezó a clamar de gozo bajo el sentimiento del favor del Señor y del amor del Señor; porque había recibido la conciencia de que mi Salvador había hecho expiación por mis pecados, y que los había lavado en Su sangre.
Cuando llegué a casa, ahí estaba Tomás, pobre chico, llorando como si su corazón fuera a quebrarse. "Bueno, Tomás," le pregunté, "cómo va ahora." Me miró, y dijo, "Hombre, veo por tu cara como va contigo." "Sí," le dije, "Gracias a Dios que soy salvo, y sé que estoy salvado." "Pero ¿cómo lo conseguiste?" me preguntó. ¡Oh, que trabajo tan fácil me era ahora contárselo, y también que tarea tan agradable! Estuvimos sentados hasta las tres de la madrugada del lunes, leyendo, orando, y alabando, y aunque Tomás no halló a Jesús aquella noche, lo halló al día siguiente. Nunca lo podré olvidar.
Me habían pedido que fuera a una reunión de oración aquella tarde, y fui. Mis queridos hermanos en Cristo, id a una reunión de oración; reuníos con cristianos. Fue una gran cosa para mí que me hallé entre cristianos para empezar. Recuerdo aquella noche en la reunión de oración, se había dado a conocer que yo había sido salvado justo la noche anterior, y vinieron muchos cristianos y me dieron un saludo cordial en nombre de Jesucristo, lo cual me alegró sobremanera. Cuando llegué a casa a las once, Tomás me saludó con una sonrisa y un caluroso apretón de manos. Todo estaba bien. Él había hallado al Señor, él solo, justo antes de que yo entrara. ¡Gracias a Dios! solamente pude decir. Dios nos había salvado a los dos. Dos camaradas, ahora dos hermanos en el Señor, que nos había salvado a ambos.
Bien, diréis, ¿Cuál fue la siguiente cosa que hizo? No mencioné mi conversión en la oficina el lunes, porque pensé que no fuera excitación porque me encontraba algo conmovido. Ojalá que vosotros fuerais movidos de la misma manera, y poseer el mismo gozo que yo poseía. El martes, mi jefe, un abogado a quien tenía que transferir mis artículos, me envió a Lincoln's Inn, con un mensaje para otro abogado. Cuando llegué, él no estaba allí, y me dijo su empleado que no iba a estar allí hasta una hora más tarde. Mi recado me obligaba a esperar, por lo que le pedí que me prestara pluma, papel y tinta, y allí en aquel viejo y húmedo lugar de Londres le escribí al director del concierto, el hombre al que había jurado fielmente que estaría allí para cantar, y le relaté lo que me había sucedido. Le conté la historia, tan brevemente como pude, que Dios me había encontrado a mí, un pecador con rumbo al infierno, y que me había salvado, y me había bendecido; y, le dije que si iba allá para cantar tendría que ser para cantar del amor de Cristo. Si no podía cantar de Cristo, no podría cantar nada. Mi canción había cambiado, y se me tenía que permitir cantar acerca de Cristo, si estaba allí. Me temía que, si hacía esto que le estropearía el concierto, por lo que le sugerí que sería mejor que me excusara. Le di todo lo que sabía del evangelio, y al final de la carta escribí: "Por favor, lea esta carta a todos los organizadores." ¿Lo hizo? No. Era uno de estos profesantes cristianos que van con la corriente del mundo, y que por ello son una deshonra para el nombre de Cristo, y una piedra de tropiezo en el camino de muchos jóvenes. El que reconoce a Cristo tiene que romper con el mundo para ser de verdad un testigo de Él.
Él no leyó la carta a mis compañeros de canto, como yo deseaba, pero como no aparecí por el concierto, reveló lo suficiente de su contenido como para dejar entender a la gente que me "había vuelto religioso," y les dio a entender que la razón de que no me hallara allí era que me había vuelto mal de la cabeza. Mis queridos amigos, os desearía que tuvierais la misma enfermedad. No me había vuelto mal de la cabeza, sino que me había puesto bien del corazón aquella noche. Alguna gente cree que estoy un poco loco. Deseo que tuvierais la misma locura. Si crees que me estoy haciendo un necio por causa de Cristo—hombre impío—te lo encontrarás el día de mañana, que cometiste el gran error de reírte de mí cuando yo, y las otras personas de las que te has reído, estemos con Cristo en la gloria. ¿Dónde estarás tú entonces? ¿Dónde vas a pasar la eternidad?
Deja que te asegure esto, que la vida del cristiano es la más feliz, porque es la más santa. He pasado treinta y siete años convertido, y descubro cada año que mi parte es mejor y mejor. Cristo es más amado, y el evangelio es cada día más dulce. Si quieres tener una vida feliz, tienes que encontrarte del lado de Cristo. Decídete ahora por Él. Confía en el Salvador, y empieza desde esta noche a andar con Él. Pero si empiezas a andar con Él, lo siguiente que sucederá es que saldrás a hablar del Señor. La gente me dice con frecuencia: ¿Qué es lo que le hizo lanzarse a predicar? Bueno, nunca intenté ser un predicador. Todo lo que puedo decir es que, siendo lleno del gozo del Señor, no lo he podido contener. Tengo que decírselo a otra gente; y esta es la razón por la que predico; este es el secreto. La conversión es como la escarlatina: es contagiosa. Si te conviertes, les hablas a otros del gozo que acabas de hallar, y otros resultan convertidos.
Tú, mi querido joven amigo, que te has decidido por Cristo, mantente firme por Él. No te digo: "Sígueme," sino que te digo: "Sigue a Cristo." Busca servir al Señor, y ponte, desde esta misma hora, totalmente bajo Él.
Y a ti, mi querido amigo, si no te has decidido por el Señor, decídete esta noche. Si no eres un cristiano, ¡pueda el sencillo relato de mi conversión llevarte a la decisión, y ponerte en el camino de buscar de servir al Señor! Él va a volver, y pronto Le veremos cara a cara. Que cada uno de nosotros pueda oír Su voz: "Se fiel hasta la muerte, y Yo te daré la corona de la vida" (Ap. 2:10).
FIN

Capítulo 2: La verdad — ¿qué es?

Juan 18:36-38
LA PREGUNTA de Pilato, "¿Qué cosa es verdad?" es, creo yo, la gran cuestión del momento. Es de inmensa importancia poseer la verdad. Constituye un inmenso error no tenerla, si se puede obtenerla. Muchas personas no la poseen. El cristiano la tiene. El creyente en Cristo la tiene. Recuerdo hace muchos años que uno de los profesores de una Universidad, con el que yo tenía una gran amistad, y en casa del cual estaba yo una noche, después de una prolongada conversación se me volvió y me dijo, "Mire, doctor, estoy buscando ansiosamente la verdad." "Yo la tengo, señor," le contesté. "¿Qué quiere usted decir?" "Quiero decir esto, tengo a Cristo, y Él es la verdad."
Cristo es la verdad. Quisiera atraer vuestra atención esta noche a estas preciosas palabras del Salvador que he leído—pronunciadas por Él cuando se hallaba rodeado por todo lo que la enemistad del hombre podía atraer sobre Él, cuando traicionado, negado, con los ojos tapados, y pasado de un displicente sumo sacerdote a otro, y después llevado al tribunal de un hombre impío, como era Pilato indudablemente. Y a pesar de confrontar todo esto, ¿cuál fue su actitud? ¡Mirad a Cristo! Mirad cuán tranquilo, a pesar de su tristeza. Fue entonces que dijo, "Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquél que es de la verdad, oye mi voz." Pilato dice sin importarle demasiado, "¿Qué cosa es verdad?" y a continuación le vuelve la espalda a la Verdad personificada. ¡Ah, amigos míos! Son muchos los que están haciendo lo mismo en la actualidad. No es Pilato el único que le ha dado la espalda a la Verdad.
Lo que deseo intensamente, en el curso de estas reuniones que mantendré con vosotros, es que la verdad, la verdad de Dios, pueda pasar sencillamente delante de nosotros, mediante las Escrituras. Creo que son la Palabra de Dios. Creo que son una revelación de Dios, de Su mente, de Sus pensamientos, de Sus propósitos, y de Sus consejos; pues tenemos en las Escrituras la verdad escrita, y que en la Persona del Señor Jesucristo tenemos a la verdad hecha carne. El resultado es que el hombre que recibe la verdad de la Biblia, en el poder del Espíritu Santo, llegará invariablemente a entrar en contacto con Cristo, que es la Verdad.
Entonces, en primer lugar, se me preguntará, "¿Qué cosa es verdad?" No sé si podré ponéroslo claro; pero hasta allí donde yo alcanzo el significado de verdad, es este: Verdad es la delineación y expresión exacta, perfecta, y absoluta de lo que está ahí. Es la identidad entre la afirmación y el hecho afirmado. No se podría decir que Dios el Padre es la Verdad. Él es verdadero. Dios es verdadero, pero del Señor Jesucristo se dice que "la gracia y la verdad por Jesucristo fue hecha" (Jn. 1:17). Más aún, Él mismo dijo, "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida" (Jn. 14:6). Él era la Verdad, y espero poderos mostrar que Él era la verdad acerca de todo, la verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre, la verdad acerca del corazón de Dios, de la naturaleza de Dios, y de las demandas de Dios; y además la verdad acerca del hombre en cada posible relación de su ser. Cristo no era meramente un hombre, porque verdaderamente era Dios; y no obstante era un hombre real, verdadero, perfecto. Asimilad esto, os lo ruego. Este Jesús, del que hemos leído, era un hombre real, verdadero, perfecto, tan hombre como yo que estoy ahora delante de vosotros esta noche, a excepción del pecado. Como hombre Él se halló en esta escena para declarar a Dios, y para confrontar divinamente al hombre. "Yo para esto", dice Él, "he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad." Nadie podía revelar a Dios, nadie podía desvelar el amor de Dios ni declarar el corazón de Dios, excepto Aquel que vino de Dios. Nadie había que conociera las demandas de Dios, y que pudiera cumplir aquellas demandas, excepto Aquel que vino de Dios. Él tenía que venir de Dios, si iba Él a traer a Dios a mí, Él tenía que ser hombre, un verdadero hombre, para llevarme a mí a Dios, debido a que yo soy un hombre en pecado, un pecador. Y esto eres tú. El pecado conlleva sus consecuencias y es merecedor de juicio, y la verdad en cuanto a esto se ve solamente en Cristo.
En el Señor Jesús quedan hermosamente compaginadas las verdades absolutas con respecto a todo. La verdad perfecta y total con respecto a todo se ve en cada parte, y ningún lado de la verdad queda dominando sobre otro. Conseguimos la verdad de que "Dios es amor", por ejemplo, y vemos la realidad de la verdad del amor de Dios en el sacrificio abnegado de Cristo, porque Él se dio a sí mismo a fin de poder revelar el corazón de Dios hacia nosotros, y traernos a Dios mediante Su muerte.
En la escena ante nosotros Pilato se halla ante Jesús, la Verdad, y, cuando Él habla, Pilato le vuelve la espalda. Espero que no le vayáis a imitar; porque vivimos en un día en que hay hombres que menosprecian a Cristo. Me encuentro con muchos jóvenes que son seguidores de Pilato; de hecho, no me equivocaré de mucho si digo que quizás nueve jóvenes de cada diez con los que me encuentro no solamente no son creyentes, sino que ¡ay! tienen serias dudas. Quisiera saber si son más felices, si son mejores, o si son más santos; pero he encontrado que no lo son. Puedo acordarme de cuando yo era un joven inconverso, y cuando no conocía la verdad. Se, también, como fui después de convertirme. Se cómo fue el maravilloso cambio que experimenté cuando vine a conocer la Verdad, y fui puesto en contacto con el Señor Jesucristo. De ahí es que yo quiero que entréis en contacto con Cristo.
Ahora, observad esto, si Jesús no es lo que Él dijo que era, si Él no fuera lo que Él dijo ser en los Evangelios, tenéis que rechazarle, y rechazar todo lo que tenga relación con Él. Jesús dijo que Él era el Hijo de Dios. ¿Era Él el Hijo de Dios? Él dice, "Para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad." Solamente el Hijo podría dar a conocer al Padre. Ciertamente, como Él mismo dice, "Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo" (Jn. 3:13). Esta afirmación se tiene que aceptar o rechazar. Tengo o que reconocer lo que Él dice, reconocer la verdad de que Él vino del cielo, o rehusar completamente creer en Él, y proclamar que Cristo no era simplemente un impostor, sino que hubiera estado diciendo algo que Él habría sabido que no era la verdad. Si Él dijo una sola palabra que no fuera cierta, entonces Él no podría ser la Verdad. No entremezclo los asuntos, porque o tengo que reconocer de Él que Él es lo que dijo que era, o tengo que negarle todo derecho a la adhesión de mi corazón y de mi conciencia.
Aunque hablo así, me gozo en reconocer, y creer de corazón, que Él es precisamente lo que Él dijo que era; y he comprobado que Él es lo que Él dijo que era—el Salvador. Si nunca le has conocido como tu Salvador, deja que te apremie a que le pongas a prueba. Acepta la verdad de lo que Él dice acerca de Sí mismo, y entonces descubrirás que precisas de un Salvador, y que Él es este Salvador, y Él solamente. Bien sé que muchas personas quisieran poner a un lado Su afirmación, sobre la idea de que no necesitan ninguna salvación. Pero tendrás que encontrarte con Dios, y ¿dónde vas a pasar la eternidad? ¿Cómo vas a encontrarte con Dios? ¡Tienes que pasar a la eternidad! ¿Dónde la pasarás? ¡Cuestiones serias son estas! De nuevo, ¿Estás dispuesto hoy a encontrarte con Dios? ¿Está limpia, tu conciencia? ¿Has sido limpiado de tus pecados? ¿Eres apto para entrar a la presencia de un Dios de una santidad infinita? Te diré francamente que no lo estás, a no ser que hayas tenido tratos con Cristo. Si no has tenido nada que ver con Él, entonces no estás dispuesto todavía. "Para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad," dijo el Señor Jesús y después añade de inmediato, "Todo aquél que es de la verdad, oye Mi voz."
Llego, por ello, a la cuestión de gran importancia, tanto para ti como para mí—¿Tengo yo la verdad? Si no soy de la verdad, no he oído Su voz. El hombre que no ha oído la voz del Hijo de Dios no posee la verdad. Puedes oír otras voces; porque hay abundancia de voces en la actualidad. La voz de la verdad es de Aquel que podía decir, "Yo soy la verdad," y que podía decir a aquel hombre que le había dicho que tenía poder para darle muerte, "Ninguna potestad tendrías contra Mí, si no te fuese dado de arriba: por tanto, el que a ti Me ha entregado, mayor pecado tiene." Él es el que dice, "Todo aquél que es de la verdad, oye Mi voz." Entonces, ¿habéis oído Su voz?
Bien, dices tú, "yo no sé que Él existe." Pronto sabrías que Él existe si oyeras Su voz. "Ah, pero," dirás tú, "nunca he sido puesto en contacto con Él." Más pena todavía; porque Él dice que "todo aquél que es de la verdad, oye Mi voz." La confesión, por parte de cualquier persona, de que no ha oído la voz de Jesús, constituye una confesión tácita de que no posee la verdad. Ahora, repito, sobre todas las cosas obtened la verdad. No me importa lo que he llegado a conseguir, ni lo que he dejado de poseer, si no poseo la verdad. Dame la verdad—la verdad acerca de todo, acerca de Dios, acerca de mí mismo, acerca de la justicia, acerca de las demandas y del corazón de Dios. "¡Dios es amor!"
"¿Cómo sabe esto?" me preguntaréis. Él dio a Su Hijo. "¡Dios es luz!" ¿Qué quiere decir esto? La luz revela todo lo que es distinto o contrario a ella; toca a la raíz de las cosas, debido a que la luz pone todo de manifiesto. "Dios es amor." El nacimiento de Jesús, y la cruz—la muerte de Jesús, demuestran el amor de Dios. Todo ello es una demostración de esta maravillosa verdad. "Dios es amor." ¿Pasará el pecado por alto? ¡Imposible! Él es Santo. La Palabra de Dios es sencilla y clara acerca de este extremo. "Todos han pecado;" y además añade, "La paga del pecado es muerte." La gente trata de ignorar el hecho de la muerte, pero es imposible. Se podrán adornar los ataúdes, tapizarlos y cubrirlos con las flores más costosas, decorar las tumbas, y erigir magníficos monumentos sobre ellas, pero no nos podemos librar de la muerte; y la muerte, se nos dice, entró en el mundo por el pecado (Ro. 5:12)—el pecado del primer hombre—de Adán.
Pero la muerte no es el final del hombre. Si la muerte fuera el final del hombre, entonces no habría resurrección; pero, he aprendido la verdad de la resurrección; mediante Cristo. El hombre Cristo Jesús, para la gloria de Dios y para la bendición de los pecadores, llegó a la muerte y a la tumba como el final de un camino de perfecta obediencia y dependencia. Dios no podía hacerlo de otra manera que resucitarle y glorificarle, y lo ha hecho. El primer hombre llegó a la tumba como el fruto y la pena del pecado, y si uno muere, allí estará precisamente como pecador. Pero conozco a un Hombre que fue a la muerte, y que salió triunfante de ella.
Oigo Su voz esta noche, diciendo, "Todo aquél que es de la verdad, oye Mi voz." También le he oído decir, "Vendrá hora, y ahora es, cuando los muertos [muertos en sus pecados, por supuestos] oirán la voz del Hijo de Dios: y los que oyeren vivirán" (Jn. 5:25). ¡Ah, qué cosa más maravillosa es esta, que un hombre sea vivificado a vida eterna, al oír la voz del Hijo de Dios!
Así, las primeras grandes verdades que aprendo son estas, que "Dios es amor," y que "Dios es luz." Todo queda patente en Jesús. El propósito que Cristo tenía ante Sí queda aquí afirmado. Él desciende a esta escena, y halla al hombre, un pecador en sus pecados, bajo la sentencia de muerte, y pasando más allá va a la muerte por él, a fin de que pueda ser salvo.
Suponiendo que la muerte te alcance, ¿qué entonces? Puede que no te atemorices demasiado ante el pensamiento de la muerte, pero ¿qué viene después de la muerte? Dirás que no hay nadie que lo pueda decir. Te pido excusas, yo sí sé qué es lo que sucede después de la muerte. Conozco a Uno que ha estado en la muerte, y que ha salido de ella. El cristiano—si muere—parte para estar con Cristo, que estuvo en la muerte, y que está ahora a la diestra de Dios, un Salvador vivo y poderoso, que conduce a aquel que confía en Él a la vida eterna, y que le pone en la gloria, allí donde Él está ahora. Todo aquél que es de la verdad, oye Su voz. Esta es la realidad. Es bien sencilla. Está bien claro que hasta que no oiga Su voz no puedo llegar a tener la verdad.
Inquiramos ahora, ¿Cuál es la verdad acerca del hombre? El hombre es un pecador. "El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido" (Lc. 19:10). ¿Es cierto que el hombre está perdido? Tiene que ser cierto, o Cristo habría dicho una mentira. Dice Él, "El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido." Podrías mirarme y preguntarme, "Pero ¿quién está perdido?" Todos, sin excepción. ¿Has oído acaso Su voz? ¿He oído yo Su voz? Si no, estoy aún perdido. Podrás decir por tu parte, "Pero ciertamente usted no nos considera a todos como perdidos, ¿o sí?" El Hijo de Dios dice que esta es la verdad, y Él nunca comete errores.
No hace mucho tiempo que un amigo mío estaba predicando en esta ciudad ante una audiencia muy grande. Al final de la reunión, entré en contacto con un joven sobremanera inteligente, y muy serio, uno como vosotros. Entré en conversación con él, y le pregunté si era salvo. Dijo él, "¿Cómo podría saberlo?" "Bueno," le contesté, "Yo sé que soy salvo, gracias sean dadas a Dios. Y tú, ¿no lo sabes?" "No," replicó, "pero estoy haciendo todo de mi parte para vivir una vida apropiada, moral, recta, y ordenada." "Muy bien," le dije, "esto es exactamente lo que debes hacer." "¿No tendrá esto un cierto peso ante Dios?" preguntó él. "¿No me ganará esto el favor de Dios?" "Bien," le dije, "detente por un momento. ¿Se puede comparar tu vida con la vida de Jesús?" Él se lo pensó por un momento, y dijo después, "¿Qué quiere decir?" "Quiero decir esto—¿Crees que tu vida se puede comparar con la vida de Jesús?" Después de pensar un poco, contestó, "No podría decir que sí. Estoy haciendo lo mejor que puedo para vivir una vida recta, apropiada y moral, pero no puedo decir que se pudiera comparar con la de Jesús." "Bueno, pues entonces," le dije, "no pasarás ante Dios; porque solamente hay un hombre que sea apropiado para Él, y este es Jesús; Él es la Verdad. En Él tenemos el ejemplo de cómo el hombre debiera ser. El hombre debiera ser santo, sin mancha, sin contaminación, absolutamente dedicado y fiel a Dios. Esto es lo que Jesús era." Reflexionó él por un momento, y entonces volviéndose bruscamente hacia mí, dijo, "Si lo que dice usted es cierto, entonces cada uno de los hombres está perdido." "Si," le dije, "has dado en el clavo esta vez. Esto es exactamente lo que dicen las Escrituras. Cada uno de los hombres está perdido, y 'El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.' "
Así ya veis, amigos, Cristo revela la verdad con respecto a nuestro estado. Somos pecadores; y, si pecadores, estamos bajo sentencia de muerte, y perdidos. Si pasamos a otra porción de las Escrituras en la que, en forma de una parábola, el Señor muestra la verdad, sea la del pastor que buscaba a su oveja, la de la mujer que buscó su moneda, o la del padre recibiendo a su hijo, encontraréis que la palabra que Él utiliza es "Perdido." La oveja se había perdido, la moneda de plata se había perdido, el hijo pródigo se había perdido. Este es el estado del hombre delante de Dios, y lo que quiero poner ante vosotros es que Él viene a vosotros ahora y os está dando testimonio de la verdad de la condición del hombre— y por ello de vuestra condición.
Pilato se aleja de Jesús con la pregunta, "¿qué cosa es verdad?" Despectivamente le vuelve la espalda a Él que es la Verdad. Cierto es que Pilato quería salvar a Jesús. Él no quería sentenciarlo a muerte. No creo que sintiera ningún mal ánimo contra Cristo; pero atended, Pilato tuvo una oportunidad de conocer la verdad, y la perdió. Esto es lo importante. No digo que no fuera conmovido. Creo que sí; quería soltar al Señor. Tenía un sentimiento de admiración, un sentimiento que le decía que sería mejor no tocarle. Al final, cuando había decidido que era inocente, y después de haber dicho tres veces, "Yo no hallo en Él ningún crimen," pronunció la sentencia contra Él. "He aquí, ninguna cosa digna de muerte ha hecho. Le soltaré, pues, castigado," da evidencia de cuan impresionado se sentía Pilato. Pero los judíos clamaban por Su muerte, por lo que al final cedió, y estaba a punto de firmar la sentencia de muerte cuando entonces, evidentemente, recibió el mensaje de su esposa, "No tengas que ver con aquel justo; porque hoy he padecido muchas cosas en sueños por causa de Él" (Mt. 27:19). Después de esto, creo, intentó más intensamente dejar ir a Jesús. Cuando estuvo primeramente ante Jesús, Él le dio la oportunidad de elegir la verdad, pero dejó de tomarla. Pensó después en liberarlo, porque para aquel tiempo, como una expresión de su clemencia, podía permitir que un preso saliera libre. Pero el pueblo no quería tenerlo: "Quita a éste, y suéltanos a Barrabás," gritaban. No querían a Cristo, y Pilato consintió a la demanda de ellos, porque temía al mundo.
Os diré una cosa que será de mayor dificultad para vosotros, y es mantenerse abiertamente por Cristo. Os expondríais sin temor a la enfermedad, mantendríais una esperanza problemática, y os echaríais temerariamente ante la boca del cañón, con una gran posibilidad de que os volasen la cabeza; pero encontraríais casi imposible manteneros por Cristo entre vuestros camaradas. "¿Cómo lo sabe?" Os voy a hacer esta pregunta: ¿Os habéis mantenido firmes por Cristo? ¿Ha dicho el Señor de vosotros, "Aquí está un hombre, y él está realmente por Mí"? Os diré que en tanto que estemos influenciados por el mundo, en esta medida nos hallamos bajo su poder. En tanto que uno desee el favor del mundo, tanto más estaremos gobernados por él. Pilato iba a dejar ir a Jesús, pero los judíos, a los que supuestamente gobernaba, en realidad le gobernaron a él, al gritarle, "Si a éste sueltas, no eres amigo de César." ¡Ah, Pilato no quería perder el patronazgo del César! No quería perder el favor del mundo. Satanás conoce el punto débil en el corazón de cada persona, y sabe también como manipularlo. La aprobación del mundo era de mucho más valor para Pilato que la posesión de la verdad. Los amigos del César tenían que estar de parte del César, y los amigos de Jesús ponerse de lado de Jesús. Pilato prefirió la amistad del César y, decidiéndose irrevocablemente, se apartó de Cristo. Tenía una espléndida oportunidad, pero la perdió. No le imitéis. Tenéis la oportunidad ahora de tomar el lado de Cristo; cada persona presente tiene una oportunidad. "Todo aquél que es de la verdad oye Mi voz." "Si confesares con tu boca al Señor Jesús, y creyeres en tu corazón que Dios Le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia; mas con la boca se hace confesión para salvación" (Ro. 10:9, 10). La persona que tome su puesto por el Señor Jesucristo hallará que es la salvación de Dios.
Pilato Le condena entonces a muerte. Jesús sale llevando una corona de espinas y una ropa de gana. Él, que era la Verdad, llevaba sobre Su cabeza el emblema de la maldición. Una cosa se ve evidente en la cruz de Cristo, y esta es Su sacrificio abnegado. Él va a la cruz, y allí Jesús exhibe la naturaleza de Dios en Su trato con el pecado. Aquel que no conoció pecado fue hecho pecado, y en aquel árbol Dios Le abandonó. En otra parte leemos, "Y desde la hora de sexta fueron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora de nona. Y cerca de la hora de nona, Jesús exclamó con grande voz, diciendo: Eli, Eli, ¿lama sabachtani? Esto es: Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué Me has desamparado?" (Mt. 27:45, 46). Él estaba entonces dando testimonio de cuál era la verdad con respecto al juicio que Dios hacía del pecado. Era éste, que el pecado puede solamente separar al alma de Dios. Él fue abandonado por Dios al estar llevando los pecados de muchos. En el mismo momento de estar llevando aquellos pecados hizo expiación por ellos. Él presentó Su preciosa vida a Dios, y Aquel que no conoció pecado fue hecho pecado, a fin de poderlos quitar por el sacrificio de Sí mismo.
Después vemos que Jesús clamó, "¡Consumado es!" ¿Qué es lo que se había consumado? Por Su muerte satisfizo todas las demandas de Dios en justicia, y por ello puede satisfacer las demandas de nuestras conciencias, todas ellas. "Cristo padeció una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 P. 3:18). Cristo ha cumplido la obra de salvación por Su sacrificio. Él ha llevado nuestros pecados, y los ha quitado. Él ha anulado la muerte, y ha satisfecho las demandas de Dios. Él, como hombre, fue a la tumba, y Dios Le sacó de la tumba: y está ahora a la diestra de Dios, y el Espíritu Santo ha descendido a decirnos que Él volverá pronto otra vez. ¿Has oído entonces, y has creído, el evangelio de tu salvación? ¿Has oído la Palabra, has creído la Verdad, y has recibido el evangelio de tu salvación? Óyelo. Yo lo he oído, y mi corazón se inclina de gratitud cuando oigo a aquel Salvador muriendo por mí, y diciendo aquellas palabras: "Consumado es." Las creo al oírlas. "Todo aquél que es de la verdad oye Mi voz."
Bien, quedo abatido ante el sentimiento de mi necesidad como pecador y, como pecador, dirijo a Él mi mirada, y obtengo el conocimiento de lo que Él ha hecho. Todo está consumado, y ahora la pregunta es muy sencilla, ¿Va Cristo a ser tu Salvador? ¿Vas a ser de Cristo? ¿Va a ser Él de ti? ¿Vas a oír Su voz ahora? "El que oye Mi palabra, y cree al que Me ha enviado, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas pasó de muerte a vida." ¡Ah, este es un hecho maravilloso! Aquel que oye Su palabra es de la verdad. ¿De qué Le he oído testificar a Él? De esto—de que el hombre estaba perdido, impotente. Y después obtengo el otro lado de la verdad, que el amor de Dios se ha manifestado en que Él ha dado a Su Hijo unigénito para que viniera a ser el sustituto de los pecadores, para que pudiera salvar a los que creen en Él. ¿Crees que es poca cosa llegar a ser un cristiano? ¡Nunca harías un error mayor en tu vida. Es la cosa más sublime del mundo. Pero diréis, "Usted es ya anciano y tiene los cabellos blancos." Bueno, yo me convertí cuando tenía veinte años, y me hallo profundamente agradecido que he conocido al Señor todos estos años. Nunca he lamentado que fui ganado para Cristo cuando acababa de cumplir los veinte años. Volveos a Jesús justo ahora. No podríais tener una mejor oportunidad, y yo os lo imploro, oíd la voz del Hijo de Dios. No olvidéis esto: "Todo aquél que es de la verdad oye Mi voz." ¿La has oído, tú?

Capítulo 3: El huésped de un publicano; o, Dos buscadoresy lo que cada uno halló

Lucas 19:1-10
TODOS los lectores se darán cuenta en el acto de que en este pasaje hallamos a dos buscadores muy fervientes, y no es de sorprenderse que se encontraran el uno con el otro. Zaqueo "procuraba ver a Jesús." El Señor mismo dice que "el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido" (v. 10). Estos dos son el complemento el uno del otro. Encuentro a un Salvador buscando a un pecador, y encuentro a un pecador buscando a un Salvador. Es natural que se encontraran. Nunca he conocido a un hombre todavía, y nunca espero ver a ninguno, que realmente buscara hallar a Jesús, y que no lo hallara. No, he estado buscando, durante los últimos treinta y siete años, por un hombre en este mundo que quisiera a Cristo, y que no pudiera hallarle. Este hombre no existe.
Si quieres a Cristo, querido amigo, tengo para ti buenas noticias; Él te quiere a ti. Tú puedes contestarme, "Pero, ¿no dice la Escritura, 'No hay quien busque a Dios'?" Esto es totalmente cierto; esto es lo que dice la Palabra de Dios. "No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios" (Ro. 3:11). Esto es lo que el hombre es en su naturaleza, pero cuando la luz cae sobre el alma del hombre, le constriñe a buscar a Dios. Cuando la luz divina irrumpe en el alma del hombre—y no digo como esto llega a suceder, ¡porque Dios tiene formas maravillosas de hacer que la luz divina penetre en el alma!—le hace sentir que hay algo que no está bien con él, que hay en él un vacío, una inutilidad, una necesidad; que no se halla satisfecho. Esto es lo primero que sucede con él. Después, con mucha probabilidad, se encontrará con que tiene que encontrarse con Dios. Tendrás que encontrarte con Él, como también yo. Cada pecador tendrá que enfrentarse con Él, más tarde o más temprano. El hombre descubre que tiene que comparecer ante Dios, y lo siguiente que descubrirá es que no está preparado para ello. Deja que te pregunte, ¿Ha entrado alguna vez la luz en tu corazón? ¿Ha entrado la luz de Dios en tu alma, en las oscuras cámaras de tu corazón, amigo? ¿Has descubierto que no solamente tienes que comparecer ante Dios, sino que además no estás preparado para ello? Te diré lo que pasa; el hombre cuyo corazón ha sido iluminado entra en angustia y en agitación, y dice, ¿cómo puedo comparecer ante Dios, y dónde puedo hallarlo?
Siempre que este es el caso, Dios pone el evangelio en su camino, igual que sucede en esta notable escena que hemos leído. Aquí tenemos un hombre que estaba muy deseoso de ver a Jesús. Ahora me pregunto si Dios estuviera registrando vuestra historia—y no debéis pensar que no está tomando minuciosa nota de vuestras obras—me pregunto que, si el ángel encargado de los registros de Dios ha podido nunca escribir en la página de la historia de vuestra vida, que os halláis ansiosos de ver a Jesús. Habéis deseado mucho, y habéis querido ver multitud de cosas en este mundo. Han existido muchos deseos en vuestro corazón, y quizás hayan sido satisfechos; pero ¿ha habido en algún momento de vuestra historia un registro así escrito por Dios, de que quisierais ver a Jesús? Es un momento maravilloso en la historia de una persona cuando quiere ver a Jesús y cuando, en lenguaje llano, se lanza a la búsqueda del Salvador.
Admito de plano que bien puede haber existido, y que generalmente existe, algún tipo de preparación en el alma de la persona para su búsqueda. El corazón es avivado, o la conciencia tocada, y existe un deseo hacia Cristo. Es un momento maravilloso cuando un corazón empieza su búsqueda de Cristo. Puede ser por causa de los dolores de un corazón vacío que algunas personas son llevadas a buscar a Cristo. Otros, por su parte, son llevados a Jesús debido a los remordimientos de una conciencia culpable. Encontraréis, a través de las Escrituras, ilustraciones de ello. ¡Mirad a Nicodemo! ¿Qué es lo que lo llevó a Cristo? Su conciencia. Si tomamos a la mujer en el capítulo cuarto de Juan, ¿qué es lo que la llevó a Jesús? Indudablemente, fue el dolor de su corazón. Su corazón se hallaba vacío. Si, y hay muchos corazones vacíos esta noche. Os estáis rellenando en el mundo, pero os halláis tan vacíos como una nuez podrida, y cuando se parte la nuez— y el día del juicio se está aproximando—queda manifiesta su condición. Si sois honrados, admitiréis que vuestro corazón se halla vacío e insatisfecho. Ya sabéis lo que quiero decir. No hay satisfacción dentro de sí. Pero, ¿qué halló la mujer cuando fue al Salvador? Satisfacción en Cristo.
Ahora bien, Zaqueo fue atraído al Señor de una manera muy notable. Es indudable que había ya oído hablar de Jesús, porque el Señor había ya pasado cerca de Jericó, si no por el mismo Jericó, en una ocasión anterior. Nunca volvió a pasar por allí. Esto es lo que da a la historia su gran fuerza. El hombre tenía una última oportunidad, y la aprovechó, de entrar en contacto con Jesús. Mejor dicho, la abrazó; la agarró. Puedo comprender por qué el Señor le dijo, "Date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose en tu casa" (v. 5). Supongamos que aquel hombre se hubiera hecho el sordo, o que hubiera hecho caso omiso de la llamada del Salvador, como sabéis que muchos de vosotros aquí habéis declinado Su llamada por muchos días. ¿Cuál hubiera sido el resultado? Nunca hubiera tenido otra oportunidad. Dejadme deciros, antes de que vaya más allá, que puede ser la última vez que Dios os dé una llamada; puede ser la última ocasión que Dios os dé de oír acerca de Su bendito Hijo. Esta es la razón por la que reitero, con toda mi alma, las palabras que hemos cantado esta noche: "Decídete hoy por Cristo." ¡Qué multitud de cosas están atadas en la palabra "¡Hoy! ¡Hoy!"
Ahora bien, en la lectura de las Escrituras, es muy interesante leerlas en su contexto. Algunas veces hallaréis de que algunas circunstancias llevan al desarrollo de una parábola, y entonces se consigue una narración instructiva relacionada con la doctrina que el Señor enseña. Por otra parte, podéis encontrar que tenéis una narración llamativa, y que de ella surge una afirmación del Señor de importancia capital. Esto último, creo, es lo que tenemos en este pasaje, cuando el Señor afirma que el motivo de haber ido a la casa de Zaqueo, aquel día, era que "el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido" (v. 10).
Antes de profundizar en la narración, me gustaría por un momento pasar a fijar vuestra atención en el versículo 10. Esto es precisamente lo que Jesús nos está diciendo esta noche. Aunque no tenemos la misma clase de oportunidad de venir a Jesús como la tuvo Zaqueo, de acercarse al Señor—porque Él entonces se hallaba en este mundo—con todo esto hallamos descrita ante Dios nuestra necesidad, la culpabilidad de nuestras almas, y el estado de ellas, todo ello marcado en este versículo 10 de la forma más clara. ¿Qué dice Jesús? "Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido." Dirá alguno, "Pero ¿no querrá decir usted que yo estoy perdido?" No os diré que estáis perdidos, sino os diré qué es lo que dice la Palabra de Dios: "El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido." Y si no eres una persona salvada por la gracia, ¿sabes dónde estás? Si alguien no se halla en el disfrute del evangelio, y si no ha recibido el perdón, entonces no tiene paz, ni vida eterna. Está todavía perdido. "Que si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto." ¿Qué? ¿Perdidos? Sí. "Si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto: en los cuales el dios de este siglo (esto es, Satanás; espero que sepáis a quien seguís, si no sois de Cristo) cegó los entendimientos de los incrédulos, para que no les resplandezca la lumbre del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios" (2 Co. 4:3,4). Encuentro, entonces, la afirmación definida, dada por el Espíritu de Dios, de que el hombre que no ha recibido a Jesús como su Salvador está perdido.
Sé que hay gente que me diría, ¡Bueno! ¡Yo creía que el hombre se perdería si moría en sus pecados! No es así como lo presentan las Escrituras, en absoluto. Y diréis, ¿acaso no se perderá el hombre si muere en sus pecados? Está perdido antes de que muera; y, si muere en sus pecados, tiene que afrontar algo más; tiene que afrontar un juicio y la condenación, las consecuencias de estos pecados. No creo que sea mejor encubrir la verdad. Dios sabe lo que se extiende más allá de nosotros. No creo que el Señor Jesús hubiera venido a este mundo "a buscar y a salvar aquello que se había perdido", ni creo tampoco que hubiera ido a la cruz y hubiera llevado sobre si el juicio del pecado en ella, si no hubiera juicio ni retribución por el pecado en el futuro. Para ponerlo lisa y llanamente, la Palabra de Dios nos declara que estamos perdidos, todos y cada uno de nosotros, si es que no hemos conocido a Jesús. Hay sencillamente una palabra que nos es aplicable, ¡y es la palabra “perdido”! Y después de la muerte viene el juicio. Esta es una palabra solemne; quiera Dios conceder que cada uno de nosotros sienta el peso de ello. Sé que vivimos en un tiempo en el que los hombres nos dicen, "Dios nunca juzgará a la gente por sus pecados; Dios es demasiado bueno, demasiado bondadoso, demasiado amante para juzgarles." Bien, otra vez os repito, queridos amigos, que mejor haríamos, vosotros y yo, si oímos las palabras del Señor Jesús, y le hallamos diciendo aquí, "El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido."
Pero diréis, ¡Ah, bueno! Esto se refiere a Zaqueo el publicano, y por su ocupación—cobrador de impuestos —sabemos qué tipo de persona era. Bien, ¿crees que tu vida se compara con la de él? ¿Das la mitad de tus bienes a los pobres? Él lo hizo. Se levantará ahora alguna persona y dirá, "La mitad de mis bienes doy a los pobres." No, no podrá. Y yo no voy a ponerme en medio para decirlo, porque tampoco yo puedo. Ni tampoco espero ser salvo sobre esta base. Dice él, "He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, lo vuelvo con el cuatro tanto" (v. 8). Creo honradamente que la vida de Zaqueo se compararía favorablemente con la de cualquier persona aquí. Cada alma, sin excepción, necesita la salvación, pero no sobre esta base. El Señor sabía que Zaqueo estaba perdido, y entonces salió la gloriosa verdad: "El Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que se había perdido." El hombre es un pecador perdido. Sobre cada persona, vieja o joven, rica o pobre, erudita o analfabeta, el Espíritu de Dios fija esta palabra— "PERDIDO."
Tenemos la misma verdad expuesta en el capítulo quince de Lucas por el bendito Salvador. Le hallo, en la figura del Pastor, buscando a la oveja perdida; sale a buscarla y a salvarla. La misma idea se presenta en la dracma perdida. La mujer barrió la casa hasta que encontró su moneda de plata. Y cuando el padre recibió al hijo pródigo, dijo: "Porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado" (Lc. 15:24). El Señor señala aquí la verdad con respecto a la condición del hombre. Se halla alejado de Dios; ya no está con Dios. Está perdido; y si no recibe la liberación por la gracia soberana, ¿adónde va a estar para siempre? Permanece allí donde se halla. Por ello es que el Señor anuncia que Él ha venido "a buscar y a salvar lo que se había perdido." Sé que en la actualidad esta no es una doctrina muy aceptable. Pero no es cuestión de si es popular o impopular. La cuestión es si es cierta o no. Es mucho mejor conocer la verdad, debido a que, si no conozco la verdad, no puedo ver donde me hallo, no puedo conocer mi estado delante de Dios, no conozco cual es mi condición, y como consecuencia no busco el remedio para ella. Por todo ello es del mayor interés que cada uno sepa dónde se halla, y cuál es su condición a la vista de Dios. Perdido, esta es la enfática palabra que describe la condición de cada persona inconversa.
El Señor Jesús dice aquí, "El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido." ¿Qué quiere decir con esto? Dejad que os lo ilustre. Estaba pasando hace unos años por la calle Princes. Era una tarde buena, soleada y brillante. Llegué a una esquina en la que una pequeñita, de unos cinco años, estaba parada. Se estaba deshaciendo en llanto, con una terrible angustia en su cara. Aquella niña era la verdadera ilustración de la desgracia. Naturalmente, aquello me tocó en el alma. "¿Qué te pasa, mi pequeña?" le dije. Ella levantó las manos, y dijo lastimeramente, "Me he perdido." Aquella sola palabra, "perdido," lo explicaba todo. Estaba lejos de su casa, sola, y perdida en este gran ciudad, sin nadie que le prestara ayuda. Esta es la situación, amigos, en la que os encontráis. Estáis lejos del hogar, y lejos de Dios. Es algo muy grande que sepáis que estáis perdidos. Me pregunté qué era lo que tenía que hacer por la niña, y pensé en llevarla a un policía, cuando me di cuenta de una muchacha de unos dieciocho años corriendo por la calle, tan velozmente como podía, y mirando a uno y otro lado, como si quisiera hallar a alguien a quien había perdido. Por fin vio a la chiquilla, y corriendo hacia ella le dijo llorando, "¡Oh, Jennie, Jennie, te he encontrado!" La pequeñita, inmensamente aliviada, se lanzó de inmediato a los brazos de su hermana, y al contemplar aquello pensé, "He aquí mi propia historia. El Salvador ha venido a buscarme y a salvarme." Aquella niña fue hallada por su hermana, y el hombre que os está hablando ahora ha sido encontrado por el Salvador. ¿Has sido tú hallado de este modo? Tengo que conocer esta verdad, que el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido. ¡Oh, amigos! enfrentémonos a la verdad. Es bueno hacerlo. Es un inmenso error no conocer la verdad. Es de la máxima importancia conocer la verdad acerca de nosotros mismos, acerca de nuestras almas. Tengo que saber dónde me encuentro. Es algo tremendo poder conseguir luz acerca de cuál sea nuestro estado delante de Dios, porque la luz me muestra esto precisamente, y dónde me hallo, y me revela también qué y quién es Jesús.
Un hombre anciano me vino a ver a mi consultorio hace unos pocos años. Era forastero. "Doctor," me dijo, "¿me podrá dar algo de medicina?" "¿Para qué?" le pregunté yo. "¡Bueno, es que no me siento muy bien!" "Pero," le dije yo, "¿qué es lo que le pasa?" "Siento un poco de dolor aquí," poniendo su mano sobre su pecho. "¿De dónde viene este dolor? Déjeme ver de donde proviene este dolor." Abrió su chaqueta y su chaleco, y me reveló un gran tumor palpitante, que me indicaba que la vida de aquel hombre se hallaba en juego. "¿Cuánto tiempo hace que lo tiene?" le pregunté. "¿El qué?" dijo él. "Esto," y puse mi mano allí. "¡Vaya!" dijo, "nunca me he dado cuenta de esto. ¿Es peligroso?" "No se trata de esto," le dije yo; "¿Cuánto tiempo hace que lo tiene?" "Bueno, doctor, nunca me enterado de que tenía esto hasta ahora." "Ha estado ahí durante muchas semanas, quizá muchos meses." Él contestó, "vaya, nunca me di cuenta." Después preguntó qué era, y le dije que se trataba de un aneurisma. Me preguntó a continuación si se trataba de algo peligroso, y tuve que decirle la verdad a aquel hombre. "¿Cree que tengo mucho tiempo de vida?" me preguntó a continuación, y le dije, "¿Quiere usted saber la verdad?" "Si, quiero saberla". "Bien, no creo que le quede mucho tiempo de vida," fue mi respuesta. Entonces yo le pregunté a él, "¿Es usted creyente?" "No," me contestó, "nunca les he prestado demasiada atención a estas cosas." "Bien," le dije, "No creo que pueda usted curarse, y creo que es hora ya de que se prepare para la marcha." ¡Gracias a Dios, se preparó! Fue al hospital, allí encontró a Jesús como su Salvador, y pronto murió, preparado para encontrarse con Dios.
Quizás me diréis, "¡Usted es un médico bien raro!" ¡Bien, yo creo que lo mejor es decirle la verdad a la gente! Si no queréis la verdad, espiritualmente, no volváis para escuchar, porque lo que tenemos que decir es la verdad. La verdad es digna de todo. Y, ¿cuál es la verdad? Yo era un pecador perdido, y esto es lo que tú eres, amigo mío. Pero, por la gracia soberana, sé lo que es estar salvado, o no os estaría hablando esta noche. Sé qué es lo que pasó por la mente de aquel anciano, después de decirle la verdad acerca de su cuerpo. Fue esto: "Sé perfectamente que mis días en la tierra están contados, y sé que no estoy preparado para encontrarme con Dios. No voy a perder ningún tiempo." Y no perdió el tiempo. Fue un anciano muy sabio. Le fui siguiendo, y oí de sus últimos días. Durante estos días fue a Jesús, y murió gozándose en el amor del Salvador. Te diré la realidad, mi amigo, puede que no estés enfermo ni que vayas a morir con tanta rapidez, pero eres ni más ni menos que un blanco de la muerte para que ella te lance sus dardos. Y no me sorprendería que el arquero, la Muerte, estuviera dispuesta, con el cordel de su arco tenso por la flecha, y que, antes de que llegue la luz de la mañana, aquella flecha haya encontrado su blanco en tu corazón, y que hayas pasado a la eternidad. Dime, ¿a qué clase de eternidad irías, si el día de mañana te hallara allí? Sea que seas un joven o un anciano; un hombre que haya ya pasado la cima de la montaña de la vida, o un hombre en el principio de su juventud, pongo esta pregunta ante ti: ¿Estás preparado? ¡No, a no ser que hayas ido a Jesús! Si has ido a Jesús, entonces da las gracias a Dios porque estás dispuesto; estás salvado. "Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido." Es una cosa grande para el alma descubrir la verdad de que uno está perdido. Se tiene que aprender más pronto o más tarde. La verdad tiene que hacer su propia obra en el alma.
No me disgusta la idea de estar perdido, y no hay ninguna dificultad en oír esta verdad, si juntamente con ella oigo estas palabras, "El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido." Si se le dijera a un hombre que está perdido, y además que no hay ningún salvador, la cosa sería ciertamente amarga. Si no hubiera una sola posibilidad de poder volver a Dios, y si no hubiera Redentor, ni redención, sería amargo, y terrible, amigo mío. Pero Dios me dice que soy un hombre perdido y, sin interrumpirse, me presenta a un Salvador amante y viviente. Esto es precisamente lo que yo necesito. Lo que necesito, como pecador perdido, es lo que la gracia de Dios me provee—un Salvador. Y dejad que os pregunte, ¿Habéis pensado alguna vez en calma acerca del bendito Hijo de Dios que dejó Su reino en la gloria, y que vino a este mundo a buscarte a ti y a mí? ¿Le pediste nunca que viniera? Él nos dice que vino a buscar y a salvar lo que se había perdido. Fue Su propio corazón que Le trajo. Su amor Le impulsó: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito" (Jn. 3:16). El bendito Hijo de Dios se hizo hombre, y entró en esta escena para buscar, para salvar, lo que se había perdido. ¡Gloriosas noticias! Y, ¿no te ha buscado Él a ti, hombre mundano, una y otra vez? ¿No trata Él de atraerte a Sí ahora? Te diré qué es lo que ha sucedido. Hasta ahora te las has arreglado para eludir Su abrazo; te has evadido de Él; Le has mantenido a distancia. ¿Crees que esto es prudente; crees tú que estás manifestando alguna sabiduría al actuar así?
Es una cosa chocante de decir, pero bien sé que es la verdad que si uno se acerca a un hombre mundano para hablarle de la salvación de Dios le evitará. Se cuidará de uno, como si temiera que uno le fuera a infectar de viruela, o con alguna otra terrible enfermedad. Esto solamente exhibe el verdadero estado del corazón, y el poder cegador y mortal del pecado. Solamente muestra dónde se halla el pecador con respecto al Señor.
Por otra parte, Cristo es el gozo del corazón del creyente, y nada hay que sea más dulce a su corazón que oír acerca de Él. Si me encuentro contigo, y resulta que conozco a un gran amigo tuyo, que también es un gran amigo mío, lo que resulta es que nos reconocemos como unidos por un común lazo. Yo soy cristiano, y cada cristiano es hermano mío. Hace un tiempo estaba andando por un parque cuando alcancé a dos hombres. Uno de ellos decía cuando pasé por su lado, "Es dulce oír acerca de Jesús." Quedé clavado en aquel sitio. ¡Jesús! Este es el nombre de mi Salvador. Confieso que quedé atraído. Me dije, "Estos hombres tienen que ser de cierto dos hermanos míos, dos de mi misma familia." Cuando uno se encuentra con un cristiano en un tranvía, o en un tren, el corazón empieza de inmediato a caldearse. Dirás tú, "Pero mi corazón no se caldea." Naturalmente que no; tú no eres cristiano. Esta es la razón. Te diré por qué: Nunca has conocido Su gracia hacia ti como pecador perdido, pero cuando conozcas que has sido salvado, un cambio maravilloso tendrá lugar dentro de ti.
"Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido." ¿Cómo salva él? Salva mediante Su sangre preciosa derramada en precio de nuestro rescate; salva mediante la obra que Él llevó a cabo por nosotros en la cruz. La única forma en que podemos ser salvos es mediante la muerte del Salvador. El pecado está sobre nosotros; todos hemos pecado, y nuestros pecados tienen que llevarnos a juicio. Pero ¿qué es lo que ha sucedido? El bendito Señor Jesús ha ido a la cruz, llevando nuestros pecados y el juicio de Dios con respecto a nuestros pecados, a fin de podernos llevar a Dios mediante la obra que solamente Él pudo acabar. Estas son maravillosas noticias, que "el Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que se había perdido."
No sabéis cuánto el Señor os ama, cuánto Él desea vuestro bien. Él os quiere salvar esta noche; ¿no Le vais a dejar? Él ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido. Si hay aquí, esta noche, alguna alma perdida, conscientemente perdida, puedes tenerle a Él. Pero dirás, ¿Cómo puedo tenerle? Deja que Zaqueo te muestre el camino. Fue de una manera muy sencilla que él fue a Jesús. Era un hombre rico; principal entre los publicanos; una clase de funcionario de las aduanas o impuestos. Evidentemente se trataba de un funcionario de mucha categoría, pero los publicanos, o cobradores de impuestos, no eran muy queridos en aquellos tiempos, como tampoco en la actualidad. Este hombre deseaba ver a Jesús. Sus riquezas no le satisfacían. Sabía que algo le faltaba, que algo no iba bien. Jesús había pasado antes por aquel sitio, pero Zaqueo no había aprovechado aquella ocasión. Justo antes de esto, Jesús había abierto los ojos del ciego, y este rico se dijo en su corazón "me gustaría verle." Esta es una frase notable, "Procuraba ver a Jesús quien fuese" (Lc. 19:3). Aquel hombre se hallaba ansioso. No hay duda acerca de ello. ¿Quieres ver a Jesús? Jesús era el punto de atracción para Zaqueo. Era a Jesús a quien ansiaba ver. Dime, ¿le has visto? Has oído mucho acerca de Jesús, ¿le has visto alguna vez? "¡Oh, no! dirás, no podemos verle ahora." Si tuvieras fe, fe en el bendito Hijo de Dios, Él se transformaría en una realidad para ti. La fe ve a Jesús; la fe conoce a Jesús. No hay nada más real que este conocimiento de Jesús. Es mucho más real conocer al Señor Jesús, que conocer a nadie más en este mundo, y conocerle a Él es vida eterna.
Zaqueo quería ver a Jesús, "mas no podía a causa de la multitud, porque era pequeño de estatura." ¿Es siempre este el caso? Invariablemente. El diablo siempre hará todo lo que pueda para poner obstáculos al que busque a Cristo. Si alguien dice, "quisiera ser un cristiano, quisiera tener a Cristo, quisiera conocer a Cristo, quisiera ver a Cristo, ¿cuál será el efecto? Bien, que el diablo pondrá todos los obstáculos posibles delante de su camino. Aquí era la multitud. ¿Qué tipo de multitud? Muy numerosa la de aquel día, y Zaqueo era un hombre de baja estatura; y no tengo duda alguna de que el diablo le sugirió que un hombre pequeño de estatura nunca podría alcanzar a ver por encima de las cabezas de la gente alta; y si no se hubiera hallado en tal estado de ansiedad, hubiera podido decir, "Hay cientos de personas aquí, esta no es la mejor ocasión para verle, ya esperaré a otra oportunidad." Pero no, Zaqueo se hallaba francamente ansioso, por lo que se apartó de la multitud. Vio un árbol sicómoro y, ¿pensáis que el diablo le ayudó aquel día a subir a aquel árbol sicómoro? No creo. En su ansiedad, Zaqueo se dijo, "Le deseo; tengo que ir a Jesús; deseo ver a Jesús; y Le veré, aunque tenga que subir a aquel árbol sicómoro para llevar a cabo mi propósito." Creo que veo a Zaqueo. Entonces el diablo le va a Zaqueo y le dice: "Zaqueo, si te subes a aquel sicómoro, todo el mundo se reirá de ti. Ya sabes que eres impopular; eres un recaudador de impuestos, y es el impuesto más odioso el que tú cobras—el impuesto romano. Mejor sería que no lo hicieras." "No me importa," dice Zaqueo, "esta vez lo deseo intensamente; perdí la oportunidad la vez anterior. Esta vez le veré." ¿Y qué es lo que leemos ahora? "Y corriendo delante, subióse a un árbol sicómoro para verle" (v. 4).
Se libró de aquella dificultad, y salió de la multitud. ¡Le admiro! Mira, joven, ¿cuál es tu multitud? ¿Tu dificultad? Tu dificultad para llegar a ser un cristiano es ésta: "¿Qué dirán mis compañeros? ¿qué dirán mis compañeros, si me hago cristiano? Se reirían de mí." No te preocupe esto. Cuando yo me convertí, mis viejos compañeros tuvieron un buen rato de diversión acerca de ello, riéndose de mí; pero les dije: "Queridos compañeros, yo tengo la mejor parte, creedme. Tengo a Cristo para el tiempo y para la eternidad. Estoy a salvo para el tiempo y para la eternidad. Soy feliz para el tiempo y para la eternidad. Os podéis reír tanto como queráis pero, gracias a Dios, cuando vosotros estéis ya acabando las cosas de este mundo, y no os quede nada más sino 'la paga del pecado' para toda la eternidad, yo estaré justamente empezando mi gozo." Mis queridos amigos, esta es la forma en que el diablo trata de impedir a los hombres. En algunas ocasiones le dice que no será capaz de mantenerse hasta el final; o, de nuevo, que no será capaz de mantenerse frente a las burlas de sus compañeros; o, de otra manera, le sugiere que sería una persona despreciable si empezara a seguir a Cristo, y no se mantuviera. De esta manera es como el diablo intenta impedir vuestra bendición. No le oigáis. Amigo mío, tienes que salir de todo este agobio; te imploro esto, salte de esta opresión. Habrá un hombre en este auditorio que estará ansioso, pero el diablo le estará diciendo, "Tu futuro sufrirá, no debes ser un cristiano." Contesto yo, "Mejor perder el futuro que perder el alma." "Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?" (Mr. 8:36, 37).
Bien, Zaqueo se libró del agobio de la gente; se escurrió de allí. Se libró de lo que le estaba impidiendo.
Si hay un pecador que ha quedado convencido hoy aquí, os diré lo que este hombre debe hacer. Dirá en su corazón delante de la presencia de Dios, "Me saldré de la multitud; me libraré de todo lo que me impide."
Zaqueo era un hombre que estaba dominado por una ansiedad. Corrió hacia adelante, y se subió a un sicómoro para ver a Jesús. Simplemente, se liberó de aquella opresión. En realidad, esto es lo que cada alma tiene que hacer.
La noche que fui convertido tuve una tremenda opresión en mi alma; os diré lo que era. Era solamente una semana antes de Navidad, y había adquirido el compromiso de ir de Londres a Devon, para cantar en un concierto durante las vacaciones. El asunto era el siguiente; me había comprometido a cantar canciones cómicas, y el diablo me dijo, "No podrás ir a cantar canciones cómicas si eres cristiano." Yo pensé que esto era más bien indecoroso, y me dije, "¿Cómo puedo decidirme por Cristo, y después ir, y cantar canciones cómicas?" Después el diablo sugirió que debería aplazar mi decisión de ser cristiano durante un par de semanas, que bien podría dejar pasar este corto tiempo, y podría ir y cumplir con mi compromiso, y entonces volver a la ciudad y ser un cristiano. Os puedo decir que me apremió de manera insistente con este aplazamiento. No obstante, me hallo feliz de deciros que fui aquella misma noche al Señor.
"Y qué hizo acerca del concierto." Escribí al director diciéndole que había sido convertido, y que, si iba al concierto, tendría que cantar acerca de Cristo; y que me temía que ello no iría de acuerdo con su concierto. La gente preguntó por qué no estaba en el concierto, y el director dijo que había sido convertido, y entonces mis viejos amigos dijeron que me había puesto mal de la cabeza. Pero no, queridos amigos, la verdad es que me había puesto bien en mi corazón. No estaba entonces mal de la cabeza, ni lo estoy ahora, en tanto que os hablo la verdad en amor a vuestras almas, y os digo que os quiero para Cristo. Quiero que cada uno de vosotros aquí esta noche diga, por la gracia de Dios, "yo estoy por Cristo." Nunca lo lamentaréis. Hace ya treinta y siete años que estoy en el camino de la gloria, y nunca me he arrepentido de mi decisión por Cristo, ni por un solo segundo. ¿Lamentarlo? ¡Ser cristiano es la cosa más grande debajo del sol! Si no eres cristiano, bien puedes avergonzarte de ello. Ahora Zaqueo estaba inquieto, y ¡quisiera Dios que vosotros estuvierais también dominados por tal inquietud! No tengo duda alguna de que subió a aquel árbol con este pensamiento en el corazón, "espero que nadie me vea." Esto es lo que nuestros corazones dicen al principio, hasta que entramos en el disfrute de la gracia de Cristo. Entonces, cuando el amor de Dios entra en el corazón, y se conoce la salvación, queremos proclamar a todo el mundo acerca de ello. Esto es siempre lo que sucede. Cuando alguien llega a conocer a Cristo como su Salvador, entonces quiere que todo el mundo lo sepa.
Y, ¿qué sucedió después? Cuando Jesús llegó al sitio, miró arriba, y allí le vio. Zaqueo esperaba que nadie le vería. El trataba de ver a Jesús, y al pasar Él a través de la multitud, su deseo quedó satisfecho; vio al Salvador. Hombre feliz. En aquel momento, "Jesús, mirando, le vio" (v. 5). ¡Ah, amigo! Él tiene Su vista también sobre ti. Jesús le vio y dijo entonces, "Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose en tu casa" (Lc. 19:5). Él sabía lo que había en el corazón de Zaqueo. Él sabe lo que hay en tu corazón; Él sabe exactamente qué es lo que quieres y cuál es tu deseo. ¿Sabe Él que tú Le quieres? ¿Quieres ser de Él? ¿Quieres ser lavado en Su sangre? Entonces libérate de los obstáculos para ir a Él.
"Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose en tu casa." Esta es una palabra maravillosa: "¡Hoy!" Ah, amigo, no la desprecies.
¡Hoy! Esto es precisamente ahora, donde tú te encuentres en este momento, y el bendito Salvador te dice, "Hoy es necesario que pose en tu casa." Él quiere tu corazón para Sí. Él quiere tu corazón lleno del conocimiento de Su propia gracia, y te llama a que te des "prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose"—Jesús el Salvador—"en tu casa." ¿No es esto dulce? Yo, Jesús, el Salvador viviente y amante, debo posar en tu casa. ¿Qué hizo entonces Zaqueo? "Entonces él descendió aprisa, y le recibió gozoso." No lo retrases. No lo dejes para mañana. No digas, pensaré acerca de esto; le daré mi mejor reflexión; repasaré este asunto cuidadosamente, me gustaría algún día ser cristiano. ¡Alto, amigo mío! Esto no va a ser suficiente. El Señor dice, ¡Hoy! Si lo retrasáis un día más, podría ser que vuestra suerte fuera la de aquella señora, que había sido convencida a ir a un local a oír hablar a un predicador muy bien conocido. Las realidades de la eternidad quedaron desnudas ante su alma, y ella quedó profundamente impresionada, porque su diario reveló después que ella había pensado volverse al Señor. Después de relatar que había estado en el salón, oyendo al tal predicador, su diario de aquel día contenía estas palabras: "Estoy decidida a abandonar el mundo y dar mi corazón a Cristo de aquí a doce meses, y llegar a ser cristiana." Pero su conciencia no quedó satisfecha con doce meses. Para un alma inmortal, el retraso de doce meses constituye un pesado riesgo, creedme. Debajo de esta nota se hallaba escrito, "A seis meses de hoy, estoy decidida, abandonaré el mundo y hacerme de Cristo, y dar mi corazón a Cristo." Es evidente que su conciencia no la dejaba en paz, y por tercera vez registró su deseo, "De aquí a un mes estoy decidida a dejar el mundo, y dar mi corazón a Cristo." Evidentemente, su conciencia se quedó apagada ante la perspectiva de una decisión en el espacio de treinta y un días, y se retiró a la cama. A la siguiente mañana hallaron a aquella señora muerta en su cama. Querido amigo, Dios te dice, "Hoy." Jesús dice, "Hoy." "Date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose en tu casa."
Y, ¿cuál fue la respuesta de Zaqueo? Leemos que "Él descendió aprisa, y le recibió gozoso" (v. 6). Bendita actitud. Bendita decisión. "Le recibió gozoso."
Y preguntaréis, "¿Cómo podemos recibirle nosotros? Él Señor Jesús no está ahora aquí en la tierra como lo estaba entonces, y no le podemos recibir de la misma forma que lo hizo Zaqueo." Si queréis recibirle, la Palabra de Dios os muestra el camino: "A todos los que Le recibieron, dioles potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en Su Nombre" (Jn. 1:12). La forma en que recibimos a Jesús es al creer en Su Nombre. Si queréis recibirle, Él está dispuesto a recibiros. Creed vosotros en Su Nombre, y Cristo será vuestro, y vosotros de Cristo. Pero la rama del sicómoro está demasiado lejos de Cristo, y le dice a Zaqueo que descienda. Su corazón es obediente a la llamada, y desciende, y Le recibe gozosamente. La gente murmuró que Él fuera a ser huésped de un hombre que era un pecador. Me gustaría que vosotros adoptarais la misma actitud de obediencia a Cristo esta noche. ¿Cuál sería el resultado? Ved. ¿Qué es lo que dice aquí? "Hoy ha venido la salvación a esta casa." Es una salvación actual, debido a que es la salvación de Dios incluida en la persona de Jesús. Hoy ha venido la salvación a esta casa. Es una salvación actual; una salvación perfecta; una salvación personal. Es una salvación contenida en la persona del Señor Jesucristo, y en el momento que recibes al Señor Jesucristo eres una persona salvada. Has recibido la salvación de Dios. ¡Qué tesoro a poseer en un mundo que yace en la muerte! La muerte ya no tiene más dominio sobre el creyente.
El hombre que recibe a Jesús recibe vida eterna en el mismo sitio donde se halla, y el Salvador le susurra: "Hoy ha venido la salvación." No le dice que está viniendo. Hay mucha gente que dice, "La salvación se está acercando." Perdón: la salvación ha venido. Os diré qué es lo que se está acercando: el juicio se está acercando. La salvación ha venido en la Persona de Cristo, y el hombre que recibe a Cristo tiene la salvación. ¿Puede haber algo más sencillo? "Hoy ha venido la salvación a esta casa." El corazón que recibe a Jesús puede cantar "Tengo un Salvador." No tengas temor de confesarle. La dificultad con la que tienen que enfrentarse muchas almas es confesar que han recibido a Cristo. No tenéis que esperar hasta mañana para confesarle. Tenéis el presentimiento de que, si Le confesáis, la gente se reirá de vosotros. Que esto no os preocupe; ¿a quién le preocupa esto? Es un tipo muy débil el que no puede soportar nada por causa de Cristo. Es un hombre muy pobre el que no puede mantenerse por Cristo, y tomar su sitio por Jesús en el mundo. Tened en cuenta esto, que, si vuestra alma dice, “estoy del lado del Señor”, hallaréis que el Señor os sostendrá, y encontraréis que Él os ayudará. ¿Hay un tal joven en esta estancia esta noche? Sea Dios alabado por cada hombre que se decide por Jesús, y quiera Dios que podáis hacerlo ahora mismo. Encontraréis entonces lo que Zaqueo halló. El Salvador encontró al pecador, y le salvó. El pecador había recibido gozosamente al Salvador. Cada uno halló lo que buscaba, y cada uno se gozó en tener al otro. ¿Has buscado y hallado tú al Salvador?
Nuestra vida acabará, cual las hojas caerá,
Cual el haz se ligará,—busca a Dios.
Vuela cada día veloz, y volando da su voz:
"Ven a dar tu cuenta a Dios"—busca a Dios.
Coro
Busca a Dios, busca a Dios;
Entre tanto tengas tiempo, busca a Dios.
Si te atreves a esperar, Dios la puerta cerrará;
Te dirá: "Es tarde ya",—busca a Dios.
Pierde el hombre su vigor, se marchita cual la flor,
Desvanece cual vapor,—busca a Dios.
Como el río a prisa va hasta entrar al vasto mar,
Vas así a la eternidad,—busca a Dios.
Clama a Dios de corazón con sincera contrición,
Por Jesús Dios da perdón,—busca a Dios.
Si no escuchas al Señor, si desprecias su perdón,
Te acarreas perdición,—busca a Dios.

Capítulo 4: La dificultad de un dirigente; o, El nuevonacimiento — ¿qué es?

Juan 3:1-21; 7:50-52; 19:39-42
Hay tres sitios en las Escrituras donde llegamos a conocer un poco acerca de este interesante hombre—Nicodemo. Primero en Juan en el capítulo 3, después en el capítulo 7, y otra vez aún en el capítulo 19, y creo que en estos tres lugares obtenemos ilustraciones de las posiciones espirituales de cada persona. El tercer capítulo de Juan, por lo que a Nicodemo concierne, lo leo como "medianoche." El séptimo capítulo como "crepúsculo", y el diecinueve lo califico "de día."
La medianoche es por lo general profundamente oscura. Allí es donde se halla cada persona que no ha encontrado a Jesús. Si aún no te has convertido, te hallas en la oscuridad de la medianoche, querido amigo, y allí estarás hasta que te encuentres con Cristo. Y cuando te encuentres con Él, te diré lo que va a venir después—una perfecta inundación de luz. La luz siempre viene de Dios, nunca del hombre. Dios es luz.
Entonces, dirás, "¿qué acerca del 'crepúsculo'?" En el séptimo capítulo de Juan hallaréis que Nicodemo interpone tímidamente—indirectamente—una palabra en favor de Jesús. Conozco a mucha gente de esta clase, que pondrían una pequeña palabra en defensa de Jesús, que no gustarían de manifestarse abiertamente en favor de Él. Nicodemo les dice: ¡No Le juzguéis antes de oírle! No seáis tan duros con Él. "¿Acaso eres de los Suyos?" le preguntan los fariseos. ¡Ah! Él no iba a decir exactamente tal cosa. Pero vino aquel momento del capítulo 19 en que vio al Hijo del Hombre colgando de la cruz, coronado de espinas, y con todo el mundo en contra de Él, y entonces dio el paso al frente atrevidamente, diciendo, "estoy de Su lado ahora. No me preocupa lo que el mundo diga, ni lo que el mundo haga. Estoy de Su lado." Era "de día" en su alma.
José de Arimatea fue a Pilato, y le pidió que le diera permiso para sacar el cuerpo de Jesús de la cruz, y después Nicodemo llevó cien libras de ungüentos para embalsamarlo. Ahora vio la verdad—quién era Jesús. ¿Me pregunto si habéis visto quien era Jesús? Me pregunto si ha habido jamás en vuestros corazones un deseo de conocer a Jesús. Espero que exista el deseo en vuestros corazones de conocer al Señor Jesús. Esto es lo que llevó a Nicodemo. Fue atraído a la presencia del Señor. Es totalmente cierto que fue de noche. Esperaba que nadie le vería. Era como todos nosotros. Todos somos semejantes en esto. Frente a Cristo los hombres son los mayores cobardes que uno se pueda imaginar. Un hombre se lanzará fríamente en la guerra a la boca del cañón, y correrá el riesgo de que le vuelen la cabeza con un disparo del enemigo, y en cambio temblaría como una hoja de álamo si tuviera que admitir que es un seguidor de Cristo. Cosa extraña es esta, pero muestra lo mezquinamente cobarde que es el hombre cuando se trata de Cristo. Muestra, también, donde se halla el pecador.
Este hombre fue a Jesús de noche. No hay duda de que esperaba que nadie le vería. Este es el caso frecuente, que cuando un hombre va a Jesús por primera vez, espera que nadie se enterará de nada, pero que cuando le ha encontrado quiere entonces que todo el mundo se entere. Esto es lo que hallo en todos los que tienen un sentido del perdón del Señor, y están disfrutando de la bendición de Su salvación. Entonces quieren que todo el mundo lo sepa. No que sepan acerca de ellos mismos, sino que conozcan a Cristo como el Salvador de ellos, y que como ellos aprendan a confiar en Él. Estoy perfectamente seguro de que cada cristiano aquí me apoyará en esto. No hay ningún hombre que haya aprendido a conocer a Jesús, a conocerle como su Salvador, que no quiera que todos los demás lleguen a conocerle de la misma forma. Esta es la hermosura de la cristiandad. Ved cuan maravillosamente abre y ensancha el corazón. Quisiera entonces que vosotros consiguierais lo que yo he conseguido; porque si lo conseguís, seréis inmensamente más ricos, mientras que yo no seré por ello más pobre. Al contrario, me hallo mucho más feliz, debido a que tengo alguien más con quien gozar de Cristo. Esto es lo que hace el cristianismo. Uno tiene tal tesoro, tal paz, y tal gozo en el conocimiento del Señor, que desea que otros pudieran compartir estas bendiciones. Mis queridos amigos, he estado a los dos lados de la valla. Posiblemente pocos de vosotros sean tan inconscientes e impíos como yo lo fui; pero os diré qué es lo que Dios hizo. Me tomó y me convirtió, y ha llenado mi corazón con el gozo más profundo, y ahora quisiera que conocierais el gozo que el conocimiento de este bendito Salvador imparte en el corazón.
Antes de que se puedan tener este conocimiento y este gozo tiene que sentirse la necesidad, y lo que hallo en este capítulo es esto, que Nicodemo fue al Señor total y absolutamente ignorante de la verdad acerca de sí mismo. En ocasiones anteriores hemos estado viendo que Cristo era la verdad, y la perfecta expresión de la gracia. Ahora tenemos que aprender de parte del Señor Jesús algo acerca de nosotros mismos. Encuentro en el segundo capítulo de Juan—parte del cual os leo ahora—que "muchos creyeron en Su nombre, viendo las señales que hacía." ¿Creéis que esto les salvó? Nunca. Yo no pensaría demasiado acerca de la fe de una persona que estuviera basada solamente sobre el testimonio de hechos visibles o de milagros. No os daría ningunas gracias si pudierais llenar una habitación con evidencias de la verdad del cristianismo. Es tan solamente la incredulidad que busca apoyos externos, y evidencias del cristianismo. No quiero nada de esto. No quiero nada sino la revelación de Dios en Su propia Palabra. Y gracias a Dios tenemos en ella toda la verdad. ¿Acaso querréis decirme que la cristiandad precisa de apoyos de las evidencias que los sentidos del hombre puedan presentar? Si precisa de tales apoyos de hombres, es inútil. ¡Aquí están la propia Palabra de Dios, el propio Hijo de Dios, y el propio Espíritu de Dios! ¿Qué más se necesita? Gracias a Dios, tenemos Su Palabra. Y en aquella Palabra tenemos el registro del Hijo de Dios venido en gracia a la tierra. Además, en este libro hallo a un pecador—un hombre religioso, indudablemente, pero no salvo—un hombre religioso, respetable, decoroso y de carácter, y un hombre bien instruido en las Escrituras, pero en una profunda oscuridad en cuanto a las demandas de Dios, a su propio estado—en lo que se podría llamar ceguera natural, porque allí era donde se hallaba. Este hombre viene a Cristo, precisamente cuando Jesús está diciendo, "No puedo confiarme de hombre alguno," porque "Jesús no Se confiaba a Sí mismo de ellos, porque Él conocía a todos" (Jn. 2:24).
La gran verdad del segundo y tercer capítulos de Juan es esta—Jesús, por así decirlo, dice, no Me puedo fiar de ti; pero tu tendrás que confiar en Mí, o perecerás. Me gusta la soberanía de Dios. Porque, como veis, tu y yo tenemos que ser quebrantados; tu y yo tenemos que acercarnos como pecadores delante de Dios. Tenemos que conocer la verdad que viene de Dios, porque si no he recibido la verdad de Dios, no la he recibido de ninguna parte. Escucho el testimonio de la verdad absoluta, y lo que ella me dice es esto: "Muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Mas el mismo Jesús no Se confiaba a Sí mismo de ellos, porque Él conocía a todos, y no tenía necesidad que alguien Le diese testimonio del hombre; porque Él sabía lo que había en el hombre." Él sabía bien que las multitudes que seguían Sus pisadas, y que esperaban ser alimentadas por Su mano Todopoderosa un día, al día siguiente, a sangre fría, preferirían a un asesino y ladrón antes que a Él, Le pondrían malvadamente una corona de espinas en su cabeza, le escupirían, le golpearían con una caña, y le enviarían a la muerte.
Pero, diréis, "¡Bueno!, estos eran los hombres del siglo primero!" ¿Creéis que la gente de este siglo es algo mejor? Veamos. Id a la esquina de vuestra calle, e intentad predicar a Cristo. ¿Qué encontraréis? Encontraréis que la mayor parte de la gente no quiere a Cristo, ni oír de Él. Caso contrario, predicad a Cristo, y reunid un grupo de gente, y entonces el policía viene y dice: "No deben bloquear la circulación; tiene que salir de aquí." Muy bien. Nos hallamos sujetos a la autoridad, salimos de allí, bajamos tres manzanas, y allí nos encontramos con una orquesta, con un par de millares de personas ocupando aquel lugar. ¿Acaso el mismo policía les prohíbe estar allí? ¡Ah, no! Se les da permiso para que se queden. Al mundo le gusta la música; pero no ama a Cristo. Así es como es.
La verdad es que cada hombre posee una naturaleza que está opuesta, y no dispuesta, hacia Dios. Tan amargamente está opuesta esta naturaleza a Dios que "no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede" (Ro. 8:7). Ya que en los mismos resortes de tu propio ser estás opuesto a Dios, queda de manifiesto que no eres apto para Dios. Tenéis que nacer de nuevo, cada uno de vosotros. No se os puede reconstruir. No se os puede remendar. Decís que necesitáis una reforma; pero esto no será lo adecuado. Es como si se pinta un barco podrido, y se le ponen nuevos aparejos y nueva arboladura, y se le envía a la mar; quedará hundido a la primera tormenta. Tenéis que poseer una naturaleza totalmente nueva, y no la podéis conseguir de nadie más sino del bendito Hijo de Dios. El mejoramiento propio es un gran engaño. ¿Acaso no me he encontrado con amigos míos partidarios de una reforma propia? Hay huestes de personas que han tratado de reformarse. ¿Acaso no lo intenté yo mismo? Durante mucho tiempo lo intenté y, ¿cuál fue el resultado? No mejoré, por lo que lo dejé desesperanzadamente a un lado y, ¿qué aprendí entonces? Que estaba perdido. Y entonces, ¿qué? Creo que Dios me hizo pasar por el nuevo nacimiento, y que Jesús me salvó. Y esto es lo que Él hará por ti. Él no puede confiar en ti; mejor harás si tú confías en Él.
Sé que a las personas les gusta pensar que hay todavía algo de bueno en el hombre delante de Dios. Hace algunos años estaba yo predicando, en esta misma ciudad, y al terminar se me acercaron tres estudiantes—estudiantes universitarios de teología, por cierto—y me dijeron, "Quisiéramos tener una pequeña conversación con usted." "Con mucho gusto," les contesté. "Hemos oído su prédica, y no estamos de acuerdo con ella." "¿Y qué es lo que pasa con mi discurso?" les pregunté. "Bien," dijeron, "usted no ha dado al hombre apoyo ninguno sobre el que sostenerse." "Ni podía," les contesté, "debido a que no tiene ninguno. "Usted ha declarado al hombre como arruinado, perdido, e impotente, precisando de un nuevo nacimiento, y sin tener ni un punto bueno en sí mismo que le pueda recomendar delante de Dios." "Bien cierto es esto. Esto es lo que dice la Palabra de Dios." "Ah, pero es que no tenemos que permitir que el hombre caiga tan bajo." "Mis queridos amigos," les dije, "el quid es éste, que la Palabra de Dios dice que el hombre está perdido. Entonces, ¿qué bien se hace diciendo que no lo está? El Hijo de Dios dice, 'Os es necesario nacer otra vez.' ¿De qué les va a servir negarlo?" "Admitimos," dijeron ellos, "que el hombre no es lo que debería ser. Admitimos la caída; pero ciertamente hay un lado bueno en el hombre, y lo que se tiene que hacer es desarrollar y cultivar este buen aspecto."
Este era el punto de vista de ellos y, me temo yo, el de muchos, pero el Señor Jesús lo establece bien claro en este capítulo, al decirle a Nicodemo: "Lo que es nacido de la carne, carne es." Educadla: es carne educada. Refinadla: es carne refinada. Por mucho que la eduque y la refine, se trata solamente de carne. La carne no es apta ante Dios. La carne no es espíritu. Uno podrá sublimar la carne tanto como quiera, pero nunca se destilará espíritu de ella. ¿Lo comprendéis? ¿Veis que el intento de mejorar la carne es totalmente sin esperanzas? Y gracias a Dios que es así. Todos nos hallamos en el mismo caso. "Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios" (Ro. 3:23), y esto es lo que aprendió aquel religioso fariseo en la oscuridad de aquella noche de Judea: que tenía que nacer de nuevo. Tú, y yo también—con mucha probabilidad no tan religiosos como Nicodemo, tenemos que nacer de nuevo. No creo que vuestra vida ni la mía pudieran resistir la comparación con la de él. Vamos a ver, honradamente, ¿creéis que sí? Supongamos que pudiéramos poner una mirilla de vidrio en vuestro corazón, y que todos pudiéramos ver los pecados secretos de vuestras vidas que nadie conoce sino Dios y muchos de los cuales probablemente hayáis olvidado, ¿qué sucedería? Creo que pronto os escaparíais, pues no os gustaría que se conocieran los pecados y hechos secretos de vuestras vidas. Si Nicodemo necesitaba el nuevo nacimiento, ¿cuánto más no lo necesitamos tú y yo? ¿Acaso no sé yo lo que son los estudiantes? Claro que lo sé. ¿Acaso no fui yo mismo un estudiante? Sí, y conozco la vida del joven promedio. Hay una buena parte de vuestra vida que bien preferiríais esconder de los demás, y os sonrojaríais hasta las puntas de los cabellos si quedara al descubierto. Es pecado. Has vivido en pecado. Te has dedicado al pecado. Eres un pecador. Si te hallas avergonzado de que los hombres lo supieran, ¿cómo será cuando te encuentres con Dios? No eres apto para Dios. Tienes que nacer de nuevo. Esta es la verdad sin velo.
Ahora, este "hombre de los Fariseos que se llamaba Nicodemo, príncipe de los Judíos," vino al Señor, sintiendo que no todo le estaba bien. La religión sin Cristo nunca puede dar la felicidad a nadie. Un gran porcentaje de los llamados cristianos tienen solamente la suficiente religión para hacer que la vida sea miserable. ¿Comprendéis lo que trato de decir? Tienen nombre de que viven, tienen que mantener una apariencia, y no tienen a un Cristo que satisfaga sus corazones. Son profesantes sin ser poseedores de la verdad, y el mal testimonio en la vida de ellos es lo que pone a grandes cantidades de personas en contra del evangelio. Tenéis que tener a Cristo en vuestro corazón, o de nada sirve.
Recuerdo a uno de mis hermanos volviendo de América, donde había estado casi toda su vida. Yo era un niño cuando él partió, y habían transcurrido veinticinco años. Antes de su vuelta yo había sido convertido, y naturalmente empecé a hablarle acerca de su alma, ya que él era aún incrédulo. Después de algo de conversación, se volvió hacia mí y me dijo, "los cristianos son tan inconsecuentes con lo que profesan que me hacen tropezar." "Lo admito," le dije, "pero te voy a preguntar esto: ¿acaso mi inconsecuencia te librará del infierno?" "Tuvo que confesarme, no pensaría tal cosa ni por un solo momento". No, para la persona que toma un terreno así le tengo una respuesta sencilla. Es ésta: Vuélvete al Señor, y sé un cristiano consistente. No te creas que porque veas una falta en la vida de otro que ello te justificará en tu incredulidad. Es muy posible que puedas decir, "Conozco a alguien que profesó estar convertido, y recayó, y por ello no creo en su conversión." Muy posiblemente. ¿No habéis visto nunca un billete o una moneda falsos? ¿Acaso esto demuestra que todos los billetes y monedas son falsos? No serás tan necio como para creer esto ¿Qué es lo que demuestra un billete falso? Un billete falso demuestra que hay millones de buenos, o el falsificador no se hubiera molestado en producirlo. De forma similar, el diablo produce falsificaciones del verdadero artículo, llamado un cristiano. Cuando uno cree que un hombre inconsistente demuestra que todos son falsos, es culpable de una inmensa falta de juicio.
Voy a concederte que alguna pobre persona que tú conozcas ha tropezado y caído. Puede que hubiera sido convertida, pero no andando cerca del Señor, Satanás le ha hecho tropezar, y se ha hundido. Tú crees que no es genuino. Déjame decirte que, en el fondo, aquel hombre es mucho mejor que el hombre incrédulo que siempre ha estado pecando. Cuando la sirvienta del diablo se encontró con Pedro en el palacio del sumo sacerdote, ella le probó, y Pedro se cayó, negó y negó a su Señor. Pedro, indudablemente pensaría, "Ya todo se acabó conmigo", y todos los demás hubieran podido decir, "Ya no volveremos a oír hablar más de Simón Pedro." Pero oís otra vez de Simón Pedro—y mucho más. Tres días después compareció ante su Señor y Salvador en resurrección, y consiguió el dulce sentido de Su perdón, y siete semanas después le hallamos predicando el día de Pentecostés, cuando tres mil hombres y mujeres fueron convertidos. Sé qué es lo que dijo entonces el diablo: "Mejor me hubiera sido dejarlo solo en el palacio del sumo sacerdote; su quebrantamiento ha sido su edificación." Pedro fue recogido por la gracia infalible del Señor.
Pero ahora, ¿qué de ti, amigo mío? ¿Has pasado por el nuevo nacimiento? Si no has venido todavía a Jesús, ven ahora. Nicodemo vino de noche; pero vino a Jesús. ¿Se podrá decir esto de ti? Él vino y Le dijo, "Rabbí, sabemos que has venido de Dios por maestro; porque nadie puede hacer estas señales que Tú haces, si no fuere Dios con él." Jesús le contestó, "De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere otra vez no puede ver el reino de Dios." No tenía ojos para distinguir las cosas de Dios. "Dícele Nicodemo: ¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿puede entrar otra vez en el vientre de su madre, y nacer?" Una pregunta muy necia, pero que hizo surgir una respuesta llena de gracia. "El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios." Tú dirás, mas supongo que esto es el bautismo. No. ¿Qué conocía Nicodemo acerca del bautismo? El bautismo no era el rito judío. Es muy sencillo. Se trata de la Palabra de Dios, utilizada por el Espíritu de Dios.
Con mucha frecuencia se utiliza en las Escrituras el agua como símbolo de la Palabra de Dios. Por ejemplo, "Porque Yo derramaré aguas sobre el secadal, y ríos sobre la tierra árida: Mi espíritu derramaré sobre tu generación" (Is. 44:3). Otra vez: "Y esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados . . . y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros" (Ez. 36:25-27). Mirad en el capítulo trece de Juan, donde Jesús lava los pies de los discípulos con agua. Entonces Judas sale, y al empezar el capítulo quince el Señor dice, "Ya vosotros sois limpios", no porque haya lavado vuestros pies, sino "por la palabra que os he hablado." Es el agua de la Palabra. Evidentemente, el Apóstol Pablo habla de ello de nuevo, cuando dice, "Cristo amó a la iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella, para santificarla limpiándola en el lavacro del agua por la palabra" (Ef. 5:25, 26). De nuevo leemos, "Él de Su voluntad nos ha engendrado por la palabra de verdad, para que seamos primicias de Sus criaturas" (Stgo. 1:18). También Pedro dice, "Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de la incorruptible, por la palabra de Dios, que vive y permanece para siempre" (1 P. 1:23). Es la Palabra de Dios, aplicada por el Espíritu de Dios al alma, y utilizándola en la conversión del hombre. Hallaréis esto en todos los casos.
Si estás familiarizado con un cristiano, uno que sea un cristiano de veras, lo que yo llamo un cristiano con convicción—porque hay cristianos sin convicción—si, repito, estáis familiarizados con un cristiano declarado, un cristiano con espinazo, pregúntale, "¿cómo te convertiste?" Estoy seguro de que te señalará una parte de la Palabra de Dios, y te dirá que por aquel fragmento se convirtió. Fue una porción de la Palabra de Dios que a mí me golpeó. Fue un versículo de la Biblia que nadie esperaría fuera el medio para la conversión de alguien. Fue éste: "Tú crees que Dios es uno; bien haces: también los demonios creen, y tiemblan" (Stgo. 2:19). Me diréis, "No hay evangelio aquí." Ni un poquito. "¿Cómo pues pudo convertirle?" me preguntáis. Sencillamente, me mostró que yo era un compañero de los demonios. "Tú crees que Dios es uno; bien haces: también los demonios creen, y tiemblan," me reveló en el acto que mi fe y la fe de ellos era idéntica. Ellos creían todo lo que yo creía, y yo vi claramente que ellos estaban perdidos, que estaban condenados. Supe que yo también lo iba a estar; y no me avergüenzo de confesarlo, vi la compañía en que estaba, y hui. ¿Me llamáis "¡Cobarde!"? Ojalá que tuvierais un poco de mi cobardía. Hui hacia Cristo, y Él me salvó.
¿Osarás afrontar el juicio de Dios? Me dices, no creo en tal juicio. Aun así, debes de convertirte. Cristo si creyó en este juicio, y lo llevó a fin de poderme rescatar. La Palabra de Dios es muy sencilla, y la verdad bien llana. "No envió Dios a Su Hijo al mundo para que condene al mundo, mas para que el mundo sea salvo por Él." Los hombres no creen en el juicio. Pero la Escritura habla claramente de "la ira que ha de venir." El Señor ha de volver. El juicio ha de caer. Oigo el trueno del juicio de Dios en la lejanía. Dices tú, yo no lo oigo. Muy posiblemente; hay demasiados tambores demoníacos para que estés atento al distante sonido del juicio de Dios. A pesar de todos los pesares, se está aproximando. Dios "ha establecido un día, en el cual ha de juzgar al mundo con justicia, por aquel varón al cual determinó; dando fe a todos con haberle levantado de los muertos" (Hch. 17:31). Si, aquel día del juicio se está aproximando. Gracias a Dios que todavía no ha venido. Todavía es el día de la gracia. Cristo trae la salvación por la predicación, la Palabra de Dios es proclamada, el Espíritu Santo la aplica, ¿cuál es el resultado? El hombre que oye la Palabra de Dios nace otra vez. "Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es," le dijo el Señor a Nicodemo (v. 6). ¿Has nacido tú del Espíritu? "¿Qué quiere decir?" me preguntarás. ¡Ah!, el mismo hecho de hacer esta pregunta quiere decir que todavía no has pasado por esta experiencia. El hombre que ha nacido del Espíritu puede decir, "Gracias a Dios, sé lo que es haber nacido del Espíritu," y probablemente te podrá decir el año, la semana, y el día, y quizás la misma hora en que tuvo lugar el cambio.
No hay duda alguna de que la afirmación del Señor intrigó mucho a Nicodemo. Nunca antes había entrado en su alma la necesidad del nuevo nacimiento. Aun entonces parece como si solamente se lo creyera a medias. Su rostro expresó un asombro inmenso, lo que le llevó al Señor a decir "No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer otra vez" (v. 7). Este inexorable os es necesario se aplica a todo el mundo; a los más eminentes y a los más humildes, a nobles y a plebeyos, a príncipes y a mendigos, a viejos y a jóvenes, a ricos y a pobres. El Señor Jesús se dirige con estas palabras a este hombre religioso, pero tienen una aplicación universal a cada alma. ¿Las has considerado? El nuevo nacimiento es una cosa real, y habrá ejercicio de alma hasta que el evangelio sea verdaderamente conocido. Quizás haya aquí alguien que se diga, "pensaba que cuando un hombre llegaba a ser cristiano se llenaba de gozo." No, no cometas un error acerca de esto. El primer efecto del evangelio sobre una persona no es el de darle gozo, sino seriedad. Se encuentra con Dios—se enfrenta con sus pecados—se enfrenta a la realidad de los juicios de Dios, y por ello el primer efecto del evangelio es el de dar gravedad al cristiano. Después sí, le llena de gozo. Cuando el Espíritu de Dios y la Palabra afectan por vez primera a un hombre, su conciencia se despierta, y se convierte en una persona arrepentida y que se juzga a sí misma. Después descubre la bondad de Dios y, viniendo al Salvador, recibe el perdón. Luego, el gozo y la paz se asientan y se profundizan según van pasando los años. De los treinta y siete años que han pasado desde que me convertí, este es el más feliz de mi vida. Cada año es mejor que el precedente, debido a que hay más de Cristo y de Su gracia en él. Cuando empecé a pensar, la conciencia estaba obrando, y vi mi falta de preparación para estar ante Dios. No fui feliz hasta que conseguí el sentimiento que el Señor me ha perdonado. Esta es la experiencia de cada uno que ha nacido del Espíritu.
Os ruego que os fijéis cuidadosamente en lo que Cristo dice: "¡Os es necesario nacer otra vez!" Dirás, ¿Cómo sucede esto? Dios lo hace de la forma más maravillosa para llegar al alma. Su actuación es maravillosamente diversa, pero siempre es por la Palabra, quizás oída años atrás y yaciendo, como semilla, olvidada en la tierra. Sé de un hombre que estaba viviendo en un lugar a seis kilómetros de donde nací yo en Devonshire. Siendo un joven de diecisiete años fue a la iglesia de Dartmouth un día, y el piadoso y anciano ministro predicó de aquel texto, "El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema (maldito). El Señor viene" (1 Co. 16:22). Salió de la iglesia, y Dios le añadió otros ochenta y tres años a su vida. Vivía aún, siendo de cien años, y se hallaba entonces en los bosques de América, un hombre muy fuerte y robusto para los cien años que tenía. Acababa de talar un árbol, y se sentó en el calor del día a descansar y a comer su almuerzo, y mientras que estaba sentado en el tronco empezó a pensar: "He tenido una vida muy larga, porque hoy cumplo los cien años." Empezó entonces a recordar el pasado, y viajó de vuelta en el pensamiento a lo largo de aquellos ochenta y tres años a la iglesia de Dartmouth, y de repente recordó el texto que el predicador John Flavel había utilizado: "El que no amare al Señor Jesucristo sea anatema. Maranatha"—maldecido cuando Él venga. Entonces aquel anciano se dijo: "No he amado al Señor Jesús. Seré maldito cuando Él venga." Era un pecador convicto y, gracias a Dios, en ese momento creyó y se transformó en un hombre convertido. Dios utilizó aquella palabra, que había estado enterrada durante ochenta y tres años en su memoria, como medio para su conversión. Este es siempre el camino de Dios, porque el hombre siempre vuelve a nacer por Su Palabra y Su Espíritu; pero con respecto al cuándo, y dónde, y cómo, "El viento de donde quiere sopla, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va: así es todo aquel que es nacido del Espíritu," porque Dios es soberano.
¿Sabéis como un incrédulo fue convertido? A Dios Le gusta convertir a infieles. Le gusta convertir a aquellos que han estado blandiendo sus puños desafiantemente ante Su rostro. Sí, en lugar de condenar a los tales, les encuentra, y les obliga en Su gracia a reconocerle. Esto es precisamente lo que quiere hacer contigo. Este incrédulo era un escarnecedor burlón, que negaba la existencia de Dios. Un domingo salió a sus tierras para pasar el rato, porque por lo general el domingo es un día mísero y aburrido para los impíos, y así era como lo encontraba este incrédulo. Salió a dar un paseo por los campos contiguos y halló su vaca favorita. La bestia, cuando vio a su dueño, se dirigió hacia él. Su mano estaba descansando en el pilón, y el animal vino y le lamió el dorso de la mano. Y fue convertido por medio de aquella vaca. ¿Cómo? ¿Acaso la vaca podía predicar? Sí, la vaca le predicó al tocarle la memoria. "El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor: Israel no conoce, Mi pueblo no tiene entendimiento" (Is. 1:3). La vaca le trajo a su memoria aquel notable versículo, que había aprendido de niño, y fue directo a su conciencia como una flecha. "Después de todo, la Biblia dice la verdad," se dijo a sí mismo. "Este animal me conoce a mí, y yo no conozco a Dios." Se convirtió allí y entonces.
El nuevo nacimiento y la conversión son siempre por la Palabra de Dios—por algún fragmento de ella. Quizás hayas sido llevado al punto de preguntar, ¿Cómo puede ser esto? Es algo muy grande cuando el hombre pregunta, ¿cómo puede ser esto? Me gusta cuando el hombre se libra de sus propios argumentos, y empieza a buscar. Nunca discuto. ¿Ni siquiera con incrédulos? No, sería malgastar mi aliento. Los argumentos todavía no han convertido a nadie, pero la Escritura aplicada por el Espíritu Santo sí. Si puedo solamente ofrecer un poco de Escritura, es como una espada, lo atraviesa todo. Si un poco de la Palabra de Dios atraviesa tu conciencia, nunca la podrás sacar. Es como un espada de dos filos. Es la espada del Espíritu, viva y poderosa. Estaba hablando con un hombre el otro día, que dijo que no creía que la Biblia fuera la Palabra de Dios. Cuando Dios se la aplique, le cortará en pedazos. Podrás decir que no tiene filo. Deja que la pruebe contigo. No tiene punta, dices. Si te atraviesa, entonces sabrás que tiene punta; porque cuando la luz de la Palabra de Dios atraviesa a alguien, le corta a través, y ve entonces que es la Palabra de Dios.
"¿Cómo puede esto hacerse?" dice Nicodemo, y Jesús le dice, "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en Él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna" (vv. 14, 15). Es muy sencillo. Jesús está aquí relatándonos la historia de Su propia muerte. Mirad a los dos "es necesario" que aparecen en este capítulo. "Os ES NECESARIO nacer otra vez" (v. 7), y "Así ES NECESARIO que el Hijo del hombre sea levantado" (v. 14). Si tú tienes que vivir, Yo tengo que morir, dice Jesús. ES NECESARIO que obtengas vida, y ES NECESARIO que Yo vaya a la muerte para darte vida. "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en Él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna." ¿Y qué significan las palabras "Todo aquel"? Significan lo que el niño le contestó al ciego, que le preguntó lo que significaban, "Usted y yo, y todo el mundo." Esto es lo que significa "Todo aquel." Dios abre los graneros de Su gracia a "todo aquel que en Él creyere."
¿Vas a creer en Él? Te pregunto, ¿vas a creer en el Hijo del hombre? Pienso que te vas a sentir como un gran necio el día de mañana, cuando el Señor tenga que decirte—He aquí un hombre que no quiso confiar en Mí, he aquí un hombre que no quiso creer en Mí. Date cuenta que Dios dice que "para que todo aquel que en Él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna." Date cuenta, se trata de una posesión presente absoluta, la posesión de la fe. La vida eterna es el don de Dios. "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (v. 16). Ah, este es un hermoso versículo, Juan 3:16. Contémplalo. Empieza con Dios y termina con vida eterna. No puedes obtener vida excepto de Dios, pero, "De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas TENGA vida eterna." Tú puedes poseerla. Yo la poseo. Tú tienes en este versículo el lado de Dios de la acción, y también el lado del hombre. El lado de Dios, amante y dador; y del lado del hombre—mi lado y el tuyo—creer y tener. En realidad, mis queridos amigos, el evangelio es maravillosamente sencillo. Dios, amando y dando; y el hombre, creyendo y poseyendo. Creo Su amor, creo Su gracia, creo lo que dice, creo en Su Hijo, y, ¿cuál es el resultado? Consigo la vida eterna como Su propio don de gracia. Nicodemo se fue de Jesús con su dificultad parcialmente solventada; pero no creo que precisamente entonces quedara muy feliz. Creo que su conciencia le diría, "Estoy totalmente equivocado, y nunca estaré en lo correcto hasta que crea en Él, y después ponerme de Su lado." Este es exactamente el caso contigo, si no has venido a Cristo, y si no has salido por Cristo también. Estás totalmente en error, y mi exhortación es: Deja que la luz entre, y no te avergüences de confesar al Señor Jesús. Nicodemo salió abiertamente por Jesús, cuando Él había sido crucificado, y yo espero que tú dirás, a partir de ahora: "hasta aquí ha sido medianoche para mí. Pero, gracias a Dios, ya luce la luz del día, creo en el Hijo de Dios, y he conseguido a Cristo como mí Salvador." Muchos de nosotros podemos decir esto ahora mismo; ¿No te unirás tú en la confesión de Su bendito Nombre?

Capítulo 5: La confesión de un ladrón;o, La fe frente al racionalismo

Lucas 23:33-43
NO HAY ningún caso tan contundente de la gracia—la gracia de Cristo—en todas las Escrituras, como el que tenemos ante nosotros, el caso del ladrón moribundo. No se puede hallar en todas las páginas de la Palabra de Dios nada más conmovedor, ni más expresivo, de la bendita gracia del Señor Jesucristo, que la manera en que Él trata con este hombre; porque cada uno de nosotros admitirá que se trataba de un caso desesperado. Era un malhechor en esta tierra, y ciertamente no era apto para el cielo. Sus delitos le clavaron a la cruz. Él era un hombre cuya vida había sido de tal carácter, que estaba saliendo de este mundo en ignominia y vergüenza, un pecador en sus pecados, para comparecer ante Dios. Estaba a unas horas de morir, y Cristo le encontró y le salvó. ¿Te ha encontrado a ti? ¿Te ha salvado? Quizás podrías estar a pocas horas de tu muerte, amigo. ¿Quién podría saberlo? No soy ningún profeta, pero si médico, y durante mi ejercicio profesional he visto a muchos hombres robustos, y he sabido que han sido cortados súbitamente, cuando menos lo esperaban. ¡Oh, amigo! Si nunca has encontrado al Salvador del ladrón, si nunca has encontrado a mi Salvador, no dejes que los pocos minutos que vamos a pasar juntos transcurran sin que tu entres ahora en contacto con Él.
No hay ninguna escena más solemne en la historia del mundo como la que hallamos en Lucas 23. Hay una página en la Palabra de Dios, y en la página de la historia del hombre, que se mantiene única, singular, debido a que en ella tenemos la muerte del único Hombre absolutamente sin pecado, sin mancha, santo, al lado de dos hombres que eran pecadores, y uno de ellos llega a ser el compañero de este Hombre sin pecado por toda la eternidad. El otro tuvo la misma oportunidad, pero la perdió. Entre estos tres que vemos aquí, cada uno de ellos clavado a una cruz, vemos una inmensa diferencia. De uno puedo decir esto—No había pecado en Él; aunque cargó los pecados sobre Sí mismo. El otro no tenía pecado sobre él, aunque había pecado en él. Y allí estaba el tercero, que tenía pecado sobre él y pecado en él. Y así murió. ¡Ah! No seas el compañero eterno del tercer hombre, te lo ruego.
Podrás quizá decir, ¿Qué significa esto? ¡Uno de estos tres no tenía pecado en Él, pero tenía pecados sobre Él, cuando estaba clavado en aquella cruz! ¡Sí! Era Jesús. Él era perfecto. Él era el Hombre santo, sin mancha; y lo atrayente de esta escena es que no solamente el ladrón confiesa su culpabilidad y su pecado, sino que hace además una confesión pública de lo que es su fe con respecto a Cristo. "Este ningún mal hizo" (v. 41), fue su verdadera y bendita afirmación. Aquel hombre invirtió el juicio falso de todos los demás; aquel hombre se halló solo aquel día en su testimonio acerca de Jesús. No he leído todo el capítulo, pero si consideráis todo lo que ha pasado antes, encontraréis que todo el mundo se hallaba contra Cristo—Judas, Pilato, Herodes, los sacerdotes, los escribas, el populacho, todo el mundo; nadie estaba de Su parte. Ni una sola alma se mantuvo firme por Él en toda aquella multitud aquel día. ¡Qué escena! Traicionado por un falso amigo, negado por verdaderos amigos, y abandonado por todos Sus seguidores; acusado por los principales de los sacerdotes, que instigaron a que el populacho pidiera Su muerte; el gobernador, en contra de Él; el rey, en contra de Él; el mundo en contra de Él; ¡todos en contra de Él!
Pero, por fin, llega un momento en que, a Su lado, un hombre—casi entrando ya en las fauces de la Muerte—dice osadamente, "Él es el Hombre sin pecado, sin mancha, yo me adhiero a Él." ¡Ah, amigos!, no os diré que envidio a aquel ladrón moribundo. Le admiro; y el día de mañana, en la gloria, cuando le pueda ver, le estrecharé la mano y le diré, "Gracias, hermano, tú defendiste el carácter de mi Salvador aquel día en el que todo el mundo se había vuelto contra Él."
Fue esta una escena maravillosa. Contempladla por un momento. Sabéis que cuando el Señor había sido llevado ante Pilato, éste tuvo la oportunidad de recibir aquel día a Jesús, pero la perdió, como tantos la pierden hoy en día. La gente llegó lanzando sus quejas contra el bendito Señor; y por ello Pilato les repitió tres veces: "No hallo en este hombre culpa alguna; Le castigaré, y Le soltaré." Pero la gente no quería que Lo dejara ir. Apremiados por los principales sacerdotes y por los ancianos religiosos, clamaban, "¡Crucifícale! ¡Crucifícale!" No tengo duda alguna de que Pilato estaba ansioso por dejarle ir; y tanto más cuando que estando sentado en el tribunal, recibió la advertencia de su esposa, que decía: "No tengas que ver con aquel justo" (Mt. 27:19). Pero no escuchó el mensaje; se dejó ser dominado por el clamor de la gente. Estaba a punto de a soltar al Señor, cuando los que conocían su punto débil le gritaron, "Si a éste sueltas, no eres amigo de César." ¿Sabéis quién era el César? Era el emperador de Roma. ¿Y quién era Pilato? Su delegado; y Pilato dependía de César; estaba apoyado por el mundo. Y yo os quisiera decir esto: que en la proporción en la que os apoyéis en el mundo, estáis dominados por él. Consideradlo bien, y ved si no es cierto. "Si sueltas a éste, no eres amigo de César," fue esta frase lo que hizo inclinar las balanzas a Pilato. Los amigos de César tienen que estar del lado de César, mientras que los amigos de Jesús tienen que estar del lado de Jesús. Aquel día todo el mundo se puso del lado de César, y nadie del lado de Jesús. Dirás tú, "Quizás si yo hubiera estado allí me hubiera puesto del lado de Jesús." ¿De veras? ¿Acaso lo has hecho ahora, hoy? ¿Crees que todos los que te conocen estrechamente saben que estás al lado de Jesús? Estaría contento de creerlo así. Los amigos del César tienen que estar al lado de César, y los amigos de Jesús tienen que estar del lado de Jesús, entonces como ahora. ¿Al lado de quién estás tú?
Leemos que todos estaban contra Jesús y que, habiendo sido condenado por Pilato, es sacado del atrio—no de juicio sino de injusticia; porque allí la rectitud y el juicio, la misericordia y la verdad, se habían separado, no se besaron. Se separaron, y Aquel que era la Verdad, fue llevado a la muerte. Simón, un cireneo, llevó Su cruz. Y yo no tengo duda alguna de que se trataba de la cruz que había sido preparada para Barrabás, otro ladrón condenado a muerte; su cruz estaba lista; y cuando los carceleros bajaron a la celda donde se hallaba encerrado, no tengo duda alguna de que Barrabás pensó que se estaba dirigiendo al lugar de la ejecución. Cuando llegó a la sala de juicio, halló al populacho rugiendo en torno del Hombre del que tanto había oído, y entonces oyó la pregunta: "¿Cuál queréis que os suelte? ¿a Barrabás, o a Jesús que se dice el Cristo?" Entre tanto que Jesús y el ladrón estaban allí juntos, no tengo duda alguna de lo que estaba en su mente. Se planteó la cuestión de si iban a elegir entre Jesús o Barrabás, y probablemente Barrabás pensó, "Bueno, desde luego que no hay duda del resultado; soltarán a Jesús, y no a un pecador como yo; no hay probabilidades para un asesino como yo." Creo que aquel hombre quedó atónito cuando oyó subir el grito, "Quita a éste, y suéltanos a Barrabás" (v. 18).
Sacaron entonces a Cristo del atrio, y cargaron la cruz sobre los hombros del Salvador, y salió hacia la muerte. Gracias a Dios, Él murió; y Él murió por mí, lo sé. No sé si vosotros lo sabéis todavía, pero Él murió por los pecadores. No creo que Barrabás supiera lo que iba involucrado en Su muerte. Al salir Cristo, una compañía de mujeres empezó a llorar y a lamentarse por Él, pero Él se volvió y les dijo, "Hijas de Jerusalén, no Me lloréis a Mí, mas llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no criaron" (v. 28, 29). Esto es, hay un solemne día de retribución que ha de venir; no supongáis que Dios ha olvidado el hecho de que Su Hijo fue asesinado. ¿Supondréis que Dios olvida que Su Hijo estuvo en esta escena, y que el mundo Le echó afuera? ¿Creéis que Dios ha olvidado todo esto? No, aunque en Su paciencia, Él ha puesto a Su Hijo a Su diestra, y ha dicho, "Siéntate a Mi diestra, en tanto que pongo a tus enemigos por estrado de tus pies" (Sal. 110:1). El volverá otra vez. "Acuérdate de mí cuando vinieres a tu reino", es lo que el ladrón Le dijo; y de volver, volverá. Y así el Señor dice: "Entonces"—atención, porque Sus labios van a pronunciar una acontecimiento extraño—"comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros: y a los collados: Cubridnos" (v. 31). A duras penas se podría creer que los hombres apelarán a la naturaleza para que les esconda de Dios; pero esto es lo que sucederá, y ¿qué revelación es esta acerca del hombre?
Hay cuatro frases pronunciadas en este capítulo. La palabra del odio: "Crucifícale" (v. 21); la oración del temor: "Montes: Caed sobre nosotros" (v. 30); la oración de amor: "Padre, perdónalos" (v. 34); y la oración de la fe: "Acuérdate de Mí" (v. 42). La expresión del odio ha recibido ya respuesta. El día de mañana vendrá la oración del temor, "Montes, caed sobre nosotros: y a los collados: cubridnos" (ver Ap. 6:15-17). Pondrán cualquier cosa bajo el sol entre ellos y Dios, y la ira del Cordero, para mantenerles fuera de Su alcance; pero todo en vano, porque, dice el Señor aquí "Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué se hará?" (v. 31). ¿Qué es lo que entendéis de esto? ¿Quién era el árbol verde? Naturalmente, Cristo. En Él se vieron la savia, la vida, el verdor y el fruto, todo esto; y Dios, contemplándolo desde arriba, vio este árbol fructífero y, al mirar por los otros sitios, ¿qué vio? ¡Árboles secos! Hay de ellos una buena cantidad en este auditorio, dejad que os lo diga: Un árbol seco carece de vida. Cristo era el árbol verde, presentando siempre el frescor y el fruto aptos para Dios.
¿Y qué es lo que tomo de esta figura para mí mismo? Que por naturaleza soy un árbol seco, y así tú también; no hay vida en nosotros. Los pecadores son los árboles secos, y un árbol seco sirve muy bien como combustible. ¿Qué quiere decir? me preguntan. Bien, consideradlo, amigos míos. Un árbol seco sirve bien para quemarlo, y esto es lo que un hombre en sus pecados pasa a ser si va al lago de fuego. "¿En el seco, qué se hará?" es ciertamente una pregunta seria. Yo, el árbol verde, dice el Salvador, estoy pasando por todo esto—¿cuál va a ser la suerte del pecador? Si el Santo pasó por el juicio de Dios, debido a que estaba llevando los pecados de otros, ¿qué del pecador en sus pecados? Apelo a tí. Si eres un pecador, tendrás que comparecer ante Dios, y tendrás que responder a Dios acerca de tus pecados. Seas lo que seas, sea la que sea la profesión que tú hagas, o no hagas, tendrás el día de mañana que comparecer ante Dios; y aquí hay una cuestión solemne propuesta por el Señor: "Si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué se hará?" No había respuesta para ello aquel día, pero para ti inexorablemente vendrá la respuesta.
Y sacaron a Jesús de la ciudad. "Y llevaban con Él otros dos, malhechores, a ser muertos. Y como vinieron al lugar que se llama de la Calavera, Le crucificaron allí." Estas tres palabras describen la escena más terrible que jamás se haya llevado a cabo sobre la tierra—"LE CRUCIFICARON ALLÍ." El lugar, un cementerio; los personajes, todo el mundo civilizado; el acto, la forma más cruel y vergonzosa de muerte; la víctima, ¡el propio Hijo amado de Dios! El lugar elegido fue un montículo—El Calvario, Gólgota, "el lugar de la Calavera." ¿Y por qué allí? ¿No había Jesús hablado acerca de la vida? ¿No había resucitado muertos? ¿No había abierto oídos sordos, y no había dado vista a los ciegos? ¿No había hecho muchos milagros maravillosos? ¿No había Él hablado de Sí mismo el Señor de la vida viniendo de la gloria; y no había hablado de que Él era el Hijo de Dios? Si, Él había hecho todo esto. Y, ¿por qué Le llevaron allí? Para insultarle en aquel lugar de muerte. Utilizaban los símbolos de la muerte por todas partes para burlarse de Aquel que era el Señor de la Vida. Llevan a Aquel, que era "la resurrección y la vida," a la escena en la que había plenitud de evidencias de muerte alrededor de Él, como si quisieran decir, "Veamos si puede evitar la muerte." Fue la burla más sarcástica. Le habían coronado de espinas y ahora Le llevaban a la muerte.
Pero veamos cuál era el significado de aquella muerte desde la perspectiva de Dios. Era este—que Aquel que era el Señor de la vida vino a esta escena de muerte para podernos dar vida a nosotros. Por lo que al mundo respecta, se trató de un violento esfuerzo para librarse de Dios y de Su Hijo. Y el mundo no ha cambiado hoy; "Y Le crucificaron allí" constituye la declaración del valor que el mundo Le da a Cristo. Pero, dice la gente en la actualidad, "ha pasado mucho tiempo desde entonces; está usted un poco anticuado en sus nociones, el mundo ha cambiado mucho desde aquel día. Bien, admito que se han hecho avances en ciencia; admito que también se han hecho unos pocos avances en arte y en conocimientos. No soy ciego a los progresos que se han conseguido en estas formas para la comodidad del hombre en este mundo. Pero, decidme, ¿acaso esto los acerca a Dios? Esta es la cuestión. ¿Te hallas más cerca de Dios? Conoces algo más acerca de cosas científicas de lo que sabías hace unos pocos años, pero ¿te hallas más cerca de Dios? El mundo no se hallaba en su infancia cuando asesinaron a Jesús. Era ya un mundo adulto, si puedo expresarme así, cuando colgaron al bendito Salvador en aquella cruz.
Sobre Su cabeza colocaron un título: "ESTE ES JESUS DE NAZARET, EL REY DE LOS JUDÍOS", escrito en hebreo, griego y latín, los tres idiomas principales de la tierra. Me preguntas, ¿qué quiere decir por el mundo maduro o desarrollado? Contesto yo: ¿qué libros leen los estudiantes de hoy en día? Precisamente, los libros de los hombres que vivieron en aquella época. Los profesores se afanan en darles los libros de los hombres de aquel entonces; tenemos que volvernos a los Horneros, y a los Virgilios, y a los filósofos de aquella época. Cosa extraña es esta; pero si busco esculturas ornamentales, o maravillosos edificios, me envían a estas edades del pasado para hallarlas. Si hablo acerca de monumentos, me remiten a aquel entonces. Fue la era augusta del mundo. Ah, no, el mundo no estaba en su infancia, sino que era totalmente adulto, en aquel día en que satisfecho y tranquilo colocó aquel título allí, en las tres lenguas de Roma, Grecia y Judá. El religioso judío, el marcial romano, el erudito griego, los tres se combinaron, y dijeron, "No queremos a Jesús; librémonos de Él." Esta es la razón por la cual el crimen de Jesús (que consistió precisamente en ser lo que Él era) fue escrito sobre Su cruz en hebreo, griego y latín. Unidos en su maldad, "Le crucificaron allí." Dieron a esta Persona bendita, que era el Hijo de Dios—sí, que era el mismo Dios encarnado—una muerte de criminal; mientras que a Su lado colgaban dos malhechores, a fin de que se cumpliese la Escritura: "Y con los malos fue contado" (Lucas 22:37).
¿Y qué sigue ahora? El Señor pronuncia una asombrosa oración de amor. En contraposición hubo la oración del odio, cuando la gente clamó, "Quita a este." El día de mañana verá una oración de temor. Pero, considerad, tenemos aquí una oración de amor. Llegaré a la oración de fe de aquí a un momento, pero aquí tenemos la oración del amor, y ¿cuál fue? "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (v. 34). Volved por un momento a aquella escena con vuestro corazón. No olvidéis que es la cruz de Jesús. Quisiera guiaros a aquella escena en el Calvario, y señalaros aquellas tres cruces. Mirad a Aquel en el medio, mirad a Aquel bendito, coronado con espinas, colgando de aquella cruz, mientras que los soldados están echando suertes sobre sus vestidos ante Sus ojos, y Sus enemigos están disfrutando con cada expresión de Su agonía. Decidme, ¿quién es éste en la cruz? Sobre Su cabeza está escrito, "Este es Jesús de Nazaret, el Rey de los Judíos," en el lenguaje más claro. Evidentemente, es el texto íntegro de la inscripción. ¿Cuál fue Su crimen? Repito, ser simplemente quien Él era. Y ¿quién era? Jehová, el Salvador, y el Rey de los judíos. ¿Y cuál fue Su crimen? No que Él hiciera nada malo, sino que Él era quien era. ¿Y quién era Él? Jehová, el Salvador, y el Rey de los judíos.
Dirás que los mismos judíos no Le quisieron, Lo sé; Le rechazaron. No obstante, allí estaba la verdad; porque, como recordaréis, otra escritura nos dice que cuando los principales sacerdotes vieron la inscripción le dijeron a Pilato: "No escribas, Rey de los judíos: sino que Él dijo: Soy Rey de los judíos" (Jn. 19:21). Sabéis que Pilato replicó: "Lo que he escrito, he escrito" (Jn. 19:22). ¡Ah, Pilato sabía que aquel día había escrito la verdad; pero Cristo era algo más que el Rey de los Judíos—¡Él era Jehová el Salvador! Ten en cuenta esto, amigo, Él no era solamente un Hombre santo y sin mancha, sino que aquel Hombre era el Dios encarnado—Dios manifestado en la carne, visto de los ángeles, y predicado al mundo; pero ¡ay! echado del mundo.
En otro evangelio leemos, "Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros" (Jn. 1:14). Aquí entonces hallo a este Hombre que era Dios colgando de aquel árbol, coronado de espinas. Y, amigos, tendréis que comparecer ante Él. ¿Quién colgaba de aquella cruz? ¡Dios! Y tendrás todavía que comparecer ante Él. Pero, dirás tú, Él era un hombre. Lo sé, y me gusta recordarlo. ¿Y qué clase de hombre? El ladrón te lo dirá ahora. Pero, tenlo en cuenta, Aquel que estaba allí era Dios. Te diré lo que pasa, cuando la verdad de este hecho entra en el alma de una persona, recibe la luz. Y aquel pobre ladrón moribundo a Su lado recibió la luz. En el momento en que el ladrón llegó a conocer quién era el que se hallaba a su lado, entró la luz en su alma, y provocó una maravillosa revolución en su historia.
Pero escucha esta oración: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." Sus enemigos han terminado su obra—y ahora contemplan la perfección de Jesús, en gracia. En el momento en que Sus enemigos han hecho lo peor que podían hacer—escupir sobre Su rostro, golpearle con una caña, coronarle con una corona de espinas, y clavarle en una cruz—entonces se cumplió la escritura, "Y con los malos fue contado." Entonces, supongo yo, hubo un cierto silencio entre la multitud, y se oyó Su voz. Escuchadla: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." Fue la oración del amor perfecto, y no tengo duda alguna de que tuvo respuesta, en el segundo y tercer capítulos de los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro se presentó en el poder del Espíritu, y predicó con tanta efectividad. No tengo ninguna duda de que entonces la oración intercesora del Salvador fue benditamente contestada. Lo que quisiera señalaros aquí es la perfección del amor del Salvador cuando Él ora por Sus asesinos, y esta oración sube: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." Creo que al caer estas palabras sobre los oídos del moribundo ladrón entraron, por así decirlo, como un destello de luz en su alma, y se hizo consciente de que Aquel hombre que estaba a su lado, en la cruz, se hallaba estrechamente relacionado con Dios. Que se diera cuenta claramente de que Él era Dios, no lo digo con exactitud; pero es evidente que en este momento se dio cuenta de que Jesús era el Hijo de Dios. Ello lo aprendió de Sus palabras: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen."
¡Asombrosa escena! El hombre que está muriendo en sus pecados oye a este Hombre sin pecado, sin mancha, ¡orando en favor de Sus asesinos! Creo que este fue el momento en que los rayos de luz bendita y divina entraron en su alma, y que el hombre se hizo consciente de que el Hijo de Dios estaba allí, crucificado a su lado. Es evidente que hubo algún tiempo en el que él y los otros estuvieron reflexionando, porque "el pueblo estaba mirando", leemos (Lc. 23:35).
Ahora fijaos en lo que sigue, y observad el contraste entre la incredulidad y el racionalismo de la mente humana, y la sencilla fe de este ladrón moribundo. Mirad a las diferentes clases de gente que aparecen aquí, porque lo que aparece en esta escena es tan solo una muestra de lo que tenemos todo alrededor nuestro. No me sorprende que haya incredulidad y racionalismo en nuestro mundo de hoy. Tenéis la semilla y el germen de todo ello en esta escena delante de nosotros. "Y se burlaban de Él los príncipes con ellos, diciendo," ridiculizándole y escarneciéndole, "A otros hizo salvos; sálvese a Sí, si éste es el Mesías, el escogido de Dios." Esta pequeña palabra "si" tiene en ella toda la raíz de la incredulidad. ¡Ah, amigos míos! vosotros estáis aquí esta noche con una buena cantidad de "síes" en vuestra mente. Os halláis en mala compañía. Los príncipes estaban aquel día haciendo una mala obra; ellos eran los conductores, y dirigían una hueste incontable de incrédulos y de vacilantes, hueste que se extiende desde el tiempo de ellos hasta este día en que vivís. "A otros hizo salvos." Esto ellos no lo dudaban; no podían negarlo. Sabían de muchos actos de bondad, y daban testimonio de ellos. Yo también quiero dar testimonio esta noche. Él me ha salvado—¿Te ha salvado a ti? "A otros hizo salvos; sálvese a Sí, si éste es el Mesías, el escogido de Dios." ¿Es Él el elegido de tu corazón? Esta es ahora la cuestión. Dios Le ha elegido; pero ellos no creyeron en Él.
"¿Cómo," se preguntaban ellos, "si Él es el ‘escogido de Dios’, por qué ha podido ser coronado con espinas, y crucificado entre malhechores?" "Sálvese a Sí, si este es el Mesías, el escogido de Dios." La condenación eterna se agazapa detrás de esta pequeña palabra "si" condicional. El corazón lleno de "síes" no está lleno de fe. Este "si" es una terrible palabra; hay falta de fe en ella. Y hay una gran cantidad de personas que tienen una gran cantidad de "síes" que responder—en realidad no tienen fe. No están seguros de nada, excepto de que no pueden estar seguros de nada. Gracias a Dios, no hay duda en mi fe; estoy perfectamente consciente de por Quién estoy salvado, de Quién es Él, de lo que Él es, y de lo que Él ha hecho por mí. La fe es la cosa más positiva del mundo. El racionalismo es tan solo como un murciélago a plena luz, y ¿sabéis lo que hace entonces un murciélago? Cuanta más luz recibe, tanto más confundido se queda. Sabéis que el murciélago sale cuando se hace oscuro; solamente puede volar fácilmente por la noche, cuando no hay luz, y aquí es donde muchos se encuentran en la actualidad. Los murciélagos de la incredulidad y del racionalismo se hallan en gran número, y todo el mundo ha estado en ocasiones en compañía de ellos. Yo estuve durante un tiempo entre ellos, pero no me gustó su compañía.
Vayamos más adelante. "Escarnecían también de Él los soldados, llegándose y presentándole vinagre, y diciendo: Si Tú eres el Rey de los Judíos, sálvate a Ti mismo." Otra vez este horrible si. Querían que Él se demostrara como Rey de los judíos salvándose a Sí mismo. Pero Él no iba a hacer tal cosa; Él no se iba a salvarse a Sí mismo, a fin de así poder salvar a otros como tú y como yo. La incredulidad dudó, la fe aceptó, entonces, como ahora, el título es vigente: "ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS."
"Y uno de los malhechores que estaban colgados, Le injuriaba, diciendo: Si Tú eres el Cristo, sálvate a Ti mismo y a nosotros." No hubierais creído que el pobre hombre hubiera hablado en su dolor; No hubierais imaginado que un hombre en su posición seria, en las mismas fauces de la muerte, hubiera injuriado de esta manera. Otra escritura nos dice que los dos malhechores lo hicieron (Mr. 15:32). Es indudable que los dos estaban lo suficientemente endurecidos como para burlarse del Salvador; pero veréis que no se lanzaron burlas el uno al otro; no obstante, los dos hicieron objeto de escarnio a Cristo. La causa: en principio no hay un solo hombre que no odie a Cristo en el fondo de su corazón. Incluso un ladrón moribundo, a punto de caer en una eternidad de perdición, gastará su último aliento en insultar a Cristo. Pero daos cuenta de esto, Cristo gasta Su último aliento orando por Sus asesinos; y yo creo que esto es lo que provocó el cambio en uno de los dos ladrones, mientras que el otro miserable moribundo, no afectado por la gracia, y permaneciendo en la incredulidad, dice, "Si Tu eres el Cristo, sálvate a Ti mismo y a nosotros." ¡Ay!, no había fe en él hacia Cristo.
En este momento toma lugar una conmovedora escena, bajo la más difícil de las circunstancias. Cuando todo estaba en contra de Cristo, y cuando todas las razones estaban de parte de que no creyera en Cristo, el otro ladrón reacciona de la manera más espléndida. Es bien patente que el Espíritu Santo obró en él, puesto que se le oye hablando a su compañero. Hace tres horas podíais oírle injuriando al Salvador. Pero ¿qué ha sucedido? La luz ha entrado en su corazón. Quisiera, amigo mío, que tú tuvieras también la luz en tu corazón. Yo no te la puedo dar; solamente puedo decir que cuando la luz entra en el alma de un hombre, aprende acerca de sí mismo, y aprende a conocer a Dios. Si no conoces a Dios se debe a que no tienes luz. Se vuelve el ladrón, y daos cuenta de lo que dice: "Respondiendo el otro, reprendióle" (v. 40). No es ahora un hombre impío reprendiendo a otro hombre impío. No, se trata de un hombre piadoso reprendiendo al impío. Aquel hombre se había arrepentido, no tengo duda alguna. ¡Oh!, dirás, "No creo en conversiones repentinas." Te diré por qué; porque tú mismo no eres convertido. Una persona inconversa no puede creer nunca en las conversiones repentinas; y más, no conozco a ninguna persona convertida que no lo fuera de forma repentina. Cuando la luz entra en el alma de una persona, es cambiado a un hombre nuevo en el acto. Aquí tenemos a este ladrón moribundo, que había estado maldiciendo y blasfemando al Salvador hacía tan solo un rato, que oye la oración del Señor, "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen," y el hombre resulta cambiado—¡convertido! No me digáis que este hombre no fue entonces convertido. Si no lo fue entonces, no lo fue en ningún otro momento; pero se fue al paraíso aquel día, tened esto en cuenta. Estad bien ciertos de esto, que la oración de Cristo fue la luz para su alma. Reconoció que tenía al Hijo de Dios a su lado, sí, ante sus mismos ojos. Otros pueden burlarse y escarnecer, pero él mira al rostro del Dios encarnado, al rostro de Jesús, y ve gracia, bondad, perfecto amor y perdón en Él; y al oír aquella oración: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen," un cambio maravilloso tiene lugar en él. El Espíritu Santo obra en él y entonces, cuando su compañero empieza de nuevo a burlarse de Jesús, él se vuelve y le dice, "¿Ni aun tú temes a Dios?" (v. 40). ¡Bueno! decís, ¡Qué manera de hablar! Querido amigo, es el hombre convertido el que puede hablar; y la razón por la cual tú no puedes hablar es que tú no estás convertido. En el momento en que estés convertido, pronto tus labios serán apremiados a hablar, y tus pies a andar en el camino de la justicia.
¡Dale una buena mirada a este ladrón! Contempla el cambio en él. Él es ahora osado por Dios, y sin temor del hombre. "Huye el impío sin que nadie lo persiga", dice la Escritura, "mas el justo está confiado como un leoncillo" (Pr. 28:1). Y aquí tenemos a un hombre con este tipo de carácter. Hasta ahora había sido un delincuente tal que sus semejantes tuvieron que librarse de él; pero ahora, tocado y cambiado por la gracia, se vuelve y dice a su compañero, "¿Ni aun tú temes a Dios?" Es algo muy bueno cuando alguien teme a Dios. Quizás tú no temas a Dios. Bien, yo sé qué es lo que el Salmista dice del hombre que no Le teme a Dios. "La iniquidad del impío me dice al corazón: No hay temor de Dios delante de sus ojos" (Sal. 36:1). No hubo temor de Dios en mi corazón durante mucho tiempo, pero, al final, como este ladrón, descubrí que es un momento bendito cuando un hombre empieza a temer a Dios. No es un temor servil al que yo me refiero, sino el sentido de lo que se debe a Dios. "Bienaventurado el hombre que teme a Jehová, y en Sus mandamientos se deleita en gran manera" (Sal. 112:1). ¿Conoces lo que es el temor del Señor? Lo hallo bien descrito en siete maneras distintas por el hombre más sabio que jamás existiera—a excepción de Jesús—Salomón. Dice él: (1) "El principio de la sabiduría es el temor de Jehová," y a manera de antítesis añade: "Los insensatos desprecian la sabiduría y la enseñanza" (Pr. 1:7). Tú sabrás donde estás, amigo. Yo no lo sé. Pero conozco tus compañías; y esas vinculaciones dirán dónde te hallas. Lo leeré otra vez: "El principio de la sabiduría es el temor de Jehová: Los insensatos desprecian la sabiduría y la enseñanza." Y sigue: (2) "El temor de Jehová es aborrecer el mal" (Pr. 8:13). El ladrón estaba llegando a su puesto apropiado, al mostrar su aborrecimiento del mal. Voy algo más adelante, y hallo, (3) "El temor de Jehová es el principio de la sabiduría; y la ciencia de los santos es inteligencia" (Pr. 9:10). El ladrón estaba lanzado hacia esto, y va adelantando, como veis. Paso aún más adelante, (4) "El temor de Jehová aumentará los días: mas los años de los impíos serán acortados" (Pr. 10:27). Los dos ladrones ilustran este hecho. Uno fue cortado para siempre, el otro pasó a bendición eterna. De nuevo leo, (5) "El temor de Jehová es manantial de vida, para apartarse de los lazos de la muerte" (Pr. 14:27). El ladrón creyente también demostró esto. Y ahora leo, (6) "El temor de Jehová es enseñanza de sabiduría" (Pr. 15:33). También el ladrón ilustra este extremo, pues advierte sabiamente a su compañero. Ya solamente queda un aspecto más, y dice así, (7) "El temor de Jehová es para vida; y con él vivirá el hombre, lleno de reposo; no será visitado de mal" (Pr. 19:23). En este bienaventuranza entró el ladrón, al pasar aquel día al Paraíso. Os diré la verdad, bien os sería si llegarais a entrar en la compañía de aquel ladrón que tenía este temor de Dios.
"¿Ni aun tú temes a Dios, estando en la misma condenación?" fue una maravillosa pregunta, acompañada como fue de "Y nosotros, a la verdad, justamente padecemos; porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos." ¡Qué arrepentimiento más genuino que aquí se manifiesta! Él tomó la parte de Dios en contra de sí mismo. "Tú eres una persona que pronto va a morir, y yo también, y nuestro castigo es justo." El hombre que es convertido por Dios siempre justifica a Dios y se condena a sí mismo. "Y nosotros, a la verdad justamente" constituye el lenguaje del verdadero arrepentimiento. Cuando no somos rectos con nosotros mismos nunca empleamos la palabra "nosotros." Entonces podemos utilizar la palabra "vosotros." Este hombre, enseñado por Dios, dice, "Nosotros, en verdad, justamente;" y después, consciente de la gloria de Aquel que estaba a su lado, sin pecado pero sufriente, añade, "mas éste ningún mal hizo."
Fue una confesión muy notable. El mundo la oyó, Dios la oyó, Satanás la oyó, y ahora tú la oyes. ¿Crees tú que fue un hombre sabio, o un insensato? ¡Fue un hombre sabio! Y el hombre que no es su compañero es un insensato. Dirás tú, "esto es muy atrevido." Es verdad. Aquel hombre estaba en lo cierto, y cada persona que no cree está equivocada. Aquel ladrón arrepentido acepta el juicio de Dios sobre sí, se condena a sí mismo, y defiende el carácter de Cristo, cuando todos Le condenaban. Su vida había sido una vida llena de pecado y él lo reconoce, diciendo, he pecado, y estoy sufriendo lo que me merezco; y a continuación confiesa osadamente su fe en Jesús. "Este ningún mal hizo," es su afirmación triunfante. Por así decirlo, le está diciendo a su compañero, "TU Y YO NUNCA HEMOS HECHO NADA QUE ESTUVIERA BIEN, PERO AQUÍ ESTÁ UN HOMBRE QUE NUNCA HA HECHO NADA MALO. Está muriendo, pero voy a adherirme a Él. Invierto el veredicto del mundo. Juez y jurado, rehúso vuestro veredicto. Vosotros le declarasteis un “malhechor” (Jn. 18:30), vosotros declarasteis que “Reo es de muerte” (Mt. 26:66); yo declaro, "ESTE HOMBRE NINGUN MAL HIZO." Gracias a Dios por la osada, verdadera y gloriosa confesión de aquel moribundo malhechor crucificado al lado de Jesús.
Aquel moribundo ladrón cambió en aquel momento de compañía. Se situó en línea con Dios, y con Sus siervos, en una rica apreciación de Cristo. Hubo un momento en que un hombre extraño en la ribera del Jordán vio que se le acercaba otro Hombre, y de los labios del Bautista salió la exclamación, "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." Era Jesús; y, al bautizarle Juan, se abrieron los cielos, y se oyó otra voz diciendo, "Este es Mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento" (Mt. 3:17). En el monte de la transfiguración, de nuevo, los cielos se abrieron, y el Padre declaró, "Este es Mi Hijo amado, en el cual tomo contentamiento: a él oíd." El ladrón Le oyó, y confesó Su valía. Incluso de los labios de Sus enemigos salió la confesión de Su excelencia. Cuando fueron enviados los siervos del sumo sacerdote para que Le prendieran, volvieron diciendo, "Nunca ha hablado hombre así como este hombre." Y Pilato dijo en tres ocasiones, como ya hemos visto: "No hallo en Él culpa alguna." Pero "Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros." No había pecado en Él, y, con todo, fue hecho pecado por nosotros. El hecho era este—en el momento en que el pobre ladrón descubrió la perfección de Jesús, sus pecados fueron remitidos a Jesús, y Él los llevó sobre Sí y los borró.
Os quiero preguntar, ¿no es hermoso el testimonio de este recién convertido? "Éste ningún mal hizo." ¿Qué piensas tú del testimonio del moribundo ladrón? Él confiesa su propio pecado, y lo juzga también, y, al mismo tiempo, obtiene un vislumbre de las glorias del carácter del Salvador, y las proclama, "Éste ningún mal hizo." ¡Viejo pero sublime ladrón! ¡Oh, amigos míos! en el camino de la fe no hay nada similar a esto en toda la historia del mundo. Este hombre, en la misma puerta de la muerte, y cuando toda la evidencia posible estaba en contra de Cristo, descubre Su valor, y proclama a la vez Sus excelencias, Su Señorío, y Sus derechos de Rey, diciendo, como si fuera, "Yo garantizo Su vida, yo garantizo Su carácter, yo garantizo Su historia, yo garantizo Su perfección—Él ningún mal hizo. Él es Señor y Rey, y aunque esté muriendo ahora, resucitará y vendrá en Su reino." ¡Espléndido testimonio de la fe!
Al siguiente instante Le dice, "Acuérdate de mí cuando vinieres a [no en] Tu reino." Sé que estás muriendo, pero sé que Tú eres el Rey. Tú estás saliendo de esta escena, pero volverás otra vez. Acuérdate de mí cuando vengas a Tu reino. Esta es toda la extensión de la fe que entonces se consiguió; pero ved la respuesta del Señor: "De cierto te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso." ¡Ah! contemplad la gracia del Señor hacia el hombre que confía en Él. Aquel otro ladrón, carne y uña con el mundo, estaba injuriándole—incredulidad, racionalismo y razón estaban obrando en todos excepto uno, en tanto que contemplaban a Jesús, diciéndole escarnecientemente que se salvara a Sí mismo, si Él era el Cristo, y si Él era el Rey. En cambio, el pobre primer ladrón ve que Él es un Rey; ve que Él es Cristo el Hijo de Dios.
Creo en verdad que los hombres del presente no tienen ni una milésima parte de la fe que este pobre ladrón poseía. Confió en Jesús cuando todas las evidencias posibles para confiar en Él se habían desvanecido. Estaba muriendo, un hombre rechazado, abandonado por Dios, y a pesar de todo fue entonces que el ladrón confió en Él. Nosotros tenemos toda la evidencia acerca del Señor Jesucristo—de que está resucitado de los muertos, de que ha pasado a la gloria, y que, por ello, está aceptado por Dios. De esto nos ha venido a testificar el Espíritu Santo y tenemos, para la seguridad de nuestra fe, todo lo que se da en las Escrituras. El ladrón moribundo, tocado por la gracia, y tratado por el Espíritu Santo, dice, "Acuérdate de mí cuando vinieres a Tu reino," en un momento en el que esto no estaba revelado. ¿Confiarás tú, amigo mío, en este bendito Salvador, y Le darás la confianza de tu corazón? Considera ahora la respuesta del Señor: "De cierto te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso." El moribundo creyente obtuvo la seguridad de la salvación presente. ¿Y a dónde fue? ¿Y con quién fue? Fue al paraíso con Cristo aquel mismo día. ¿Cómo lo sabemos? Porque Cristo dijo que así sería: "Hoy estarás conmigo en el paraíso." Era aquel día, no el día después, no mañana, sino aquel día. Así es la gracia; y esta es la recompensa de la fe.
Veamos ahora qué es lo que sigue inmediatamente a esto. El Señor Jesús fue abandonado por Dios. No leemos este relato en el Evangelio según Lucas, pero leemos que "cuando era como la hora de sexta, fueron hechas tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora de nona" (v. 44). Hasta este punto tenemos el lado humano de la cruz. Desde la hora de sexta hasta la de nona (novena) hubo tinieblas sobre la tierra, y en aquellas tinieblas, ¿sabéis lo que sucedió? El sol rehusó dar su luz mientras que el Salvador estaba en aquellas tinieblas tratando con Dios toda la cuestión del pecado del hombre. Él le dijo al ladrón, "Hoy estarás conmigo en el paraíso," y aquí viene el momento en que el Salvador lleva los pecados, fue hecho pecado, sufrió por el pecado, de manera que, siendo acabada la obra de redención, el ladrón puede ir allí. La obra de la redención que Jesús efectuó es el terreno y la base de todas las bendiciones, por una parte, mientras que la obra del Espíritu Santo en el alma del ladrón queda evidente por la otra, al confiar primero, y después dar un valiente testimonio de Cristo. No sé si hay algún hombre aquí que pudiera dar un testimonio así. Allí, ante todo, se ve la obra del Espíritu Santo en el ladrón, y luego se ve la expiación que el bendito Señor vino a obrar y consumar, de manera que pudiera ser salvo de una forma justa. Un pasaje de las Escrituras dice, "Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros," mientras que otro dice, "habiendo Él llevado el pecado de muchos"; y aun otro dice, "Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros." Él llevó en Su cuerpo, en aquel momento, los pecados de muchos, y, como resultado de llevar los pecados de muchos, fue abandonado de Dios, y es entonces que Él clama, "Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué Me has desamparado?"
¡Qué grito el que sale del Salvador muriente! Escúchalo: "Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué Me has desamparado?" Si tú no puedes dar respuesta a esta pregunta, yo sí puedo. Él fue desamparado, ¡bendito sea Su nombre! a fin de que yo pudiera ser aceptado. Y esto es lo que dirá todo corazón que Le conozca. Él llevó el juicio de mi pecado, debido a que "Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros." He dicho hace poco que no había pecado sobre el ladrón, aunque había pecado en él. ¿Cómo es esto? Sus pecados fueron cargados sobre Cristo, fueron quitados de sobre el pobre ladrón que puso en Él su esperanza. Veo ahora los pecados del pobre ladrón llevados por el sustituto del ladrón. Aunque el moribundo ladrón era, en sí mismo, lo que era, la eficacia expiatoria de la sangre de Cristo es puesta a su cuenta, y la obra del Salvador, en la expiación de los pecados del ladrón, se hace efectiva. "Hoy," dice Jesús, "estarás conmigo en el paraíso." Adquiere el conocimiento de su seguridad eterna. Él es el primer trofeo del sacrificio del Redentor. Los pecados del ladrón son cargados sobre el Salvador, y Él hace la expiación de ellos, y los quita para siempre. "La sangre de Jesucristo Su Hijo (de Dios) nos limpia de todo pecado" (1ª Juan 1:7).
¡Con qué inenarrable interés contempló todo el cielo aquel día aquella escena, cuando el Señor del universo se transforma en el Salvador del hombre, y muere! ¿Y quién es el primer trofeo de la gracia redentora? Es un pobre ladrón moribundo—es este pobre ladrón. ¡Oh! fue realmente una escena maravillosa, al contemplar el cielo aquella cruz, y vigilar cual iba a ser el resultado. Y cuando el Pastor llegó al hogar, ¿qué traía? Había traído a la oveja perdida sobre Sus hombros, y la hizo entrar, como trofeo de Su victoria. Y ahora te pregunto a ti: ¿No vas a dejar que el Salvador te salve a ti? Él no se quiso salvar a Sí mismo; pero salvó al ladrón moribundo. Y en gracia puedo decir, Él me ha salvado. ¿No confiarás en Él? El ladrón moribundo confió en Él; yo confío en Él; y, ¡oh! te imploro que confíes en Él. Echa una mirada a aquella cruz. Ve a Jesús allí por ti. Bien escribió el poeta:
"Allí, de Su cabeza, Sus manos y pies,
La tristeza y el amor fluyen juntos;
¿Se encontraron ninguna otra vez tal amor y tristeza,
o con espinas se hizo jamás tan rica corona?"
Murió Él por mí? La fe contesta, Él murió por mí. Pecador, Él se dio a Sí mismo por ti. El pobre ladrón pensó, al orar "Acuérdate de mí cuando vinieres a Tu reino", en una bendición de un día distante—porque el Señor no ha venido aún a Su reino; pero el amor perfecto replicó: "Hoy estarás conmigo en el paraíso."
El primer hombre echado de un paraíso era un pobre ladrón, su nombre era Adán; y el primer hombre que entra en el paraíso celestial por medio de Jesús era un pobre ladrón. La gracia es algo maravilloso, y fue por la gracia soberana de Dios que el ladrón pasó aquel mismo día al paraíso. La probó por unas pocas horas en la tierra, y después, sin estorbos ya, para siempre. Yo he probado la gracia—¿no la vas a probar tú? Te imploro que recibas a este Salvador. Créele, y después sal y confiésale.

Capítulo 6: La gracia — ¿qué es?

Juan 1:1-17
OBSERVARÉIS que en el versículo 17 el Espíritu de Dios dice, "Porque la ley por Moisés fue dada: mas la gracia y la verdad por Jesucristo fue hecha." En una tarde anterior estuvimos ocupados un poco acerca de Jesucristo como la Verdad. Ahora quiero decir unas pocas palabras sobre la Gracia. Ambas vinieron por Jesucristo, y por ello no habremos conocido la verdad, ni habremos gustado la gracia, hasta que no hayamos tenido que ver con Él. La cuestión suscitada tiene que ser, "¿Habéis tenido el encuentro con Él?" No conocéis la verdad, ni comprendéis lo que es la gracia, a no ser que hayáis tenido que ver con Él.
"La ley por Moisés fue dada." ¿Y qué hacía la ley? Ponía al hombre bajo convicción de pecado, y lo condenaba. Esto es todo lo que la ley puede hacer—mostrar la culpabilidad de una persona y condenarla. "La gracia y la verdad por Jesucristo fue hecha," y la gracia es una cosa maravillosa. ¿No sería una cosa maravillosa si la gracia te tomara, te convirtiera, y te volviera para que conocieras al Dios viviente, e hiciera de ti un testigo presente y eterno de la bondad de Dios? Esto sería gracia. No se trataría de una cuestión de méritos, debido a que la gracia es siempre la actividad del amor de Dios cuando hay pecado presente. Desde el momento en que oís hablar de gracia, tenéis que reconocer el hecho del pecado. Sé que a la gente no le gusta hablar del pecado, no le gusta pensar acerca del pecado, y no le gusta admitir el pecado. Intentan negarlo; pero tened en cuenta esto—negad el pecado, y cerráis la puerta a la gracia. El hombre que no se contenta en aceptar de sí mismo lo que las Escrituras afirman de él, no conoce lo que la gracia es.
Me preguntareis, ¿Qué es la gracia? No creo que pueda explicarlo de una forma exacta. La conozco; la he gustado; la he disfrutado; y desearía que vosotros también la disfrutarais. La gracia es que Dios se acerca al hombre que ha pecado, y que le saca de la condición en la que el pecado le ha situado, una condición de la que no podría salirse él mediante sus propios esfuerzos. Ahora bien, os dije en una ocasión anterior que no se podría decir que Dios el Padre es la verdad. Él es verdadero; pero Cristo es la Verdad, debido a que es la perfecta revelación y manifestación de lo que Dios es. No leemos en las Escrituras que "Dios es gracia." Leemos que "Dios es amor." Esto es lo que Él siempre ha sido, antes de que el hombre se hallara en absoluto en esta escena, o antes de que el hombre cayera. Dios es amor. Esto es lo que Él es en Su existencia eterna. Y Dios es luz. Estos son los dos términos absolutos mediante los que Dios es descrito. El amor es Su carácter de bondad absoluta. La luz es relativa al mal. Él no puede tolerar el mal. Después de que el hombre pecara, ¿qué es lo que halló? Que Dios intervino en esta escena en la que el hombre había pecado. La gracia es el amor de Dios manifestándose en una manera nueva, entrando en la escena en la que el hombre ha pecado, interviniendo con el propósito de bendecir al hombre que, por su pecado, había establecido una barrera entre sí y Dios.
Ahora bien, no se saca nada bueno de esquivar este asunto. Tú y yo somos pecadores. Tú podrás negar el pecado, pero no podrás negar sus consecuencias. La Palabra de Dios dice, "El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y la muerte así pasó a todos los hombres, pues que todos pecaron" (Ro. 5:12). En otras partes leemos: "Porque la paga"—las consecuencias—"del pecado es muerte" (Ro. 6:23). No puedes negar la muerte. Está toda a tu alrededor; y te diré más, es la cosa que menos te gusta. Nada hay que el hombre odie tanto como el pensamiento de la muerte. Es algo extraño. Nunca verás a un perro con temor de la muerte. He visto a cientos de hombres temiéndola. Ninguna bestia, ningún animal, tiene miedo a la muerte. La única criatura que le tiene temor a la muerte es el hombre, ¿y por qué? Porque el hombre tiene una conciencia, y tiene un profundo conocimiento inherente de que hay algo después de la muerte. Hace poco que un pobre hombre dijo: "Si no fuera por lo que viene después de la muerte hubiera ya cometido suicidio, de veras." Las Escrituras nos dicen qué viene después de la muerte, "Y después el juicio" (He. 9:27). ¡Si! Dios tiene que tratar acerca del pecado. Él tiene que juzgar el pecado, y nosotros todos hemos pecado. El Espíritu Santo ha dicho en el lenguaje más llano posible: "Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios" (Ro. 3:23). Y esto nos incluye a ti y a mí.
Pero puede que preguntes, ¿qué es el pecado? Las Escrituras no nos dejan sin una definición de qué es pecado. "El pecado es transgresión de la ley" (1 Juan 3:4) —Esto es, la criatura haciendo su propia voluntad. Ahora bien, no creo que voy a ir más allá de la verdad si digo que a todos nosotros nos gusta hacer nuestra propia voluntad. No hay nadie a quien no le guste hacer su propia voluntad. El Espíritu de Dios, al describir nuestra condición, dice en el Antiguo Testamento: "Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino" (Is. 53:6). Un hombre toma su camino—la copa de vino, y orgías desvergonzadas; el otro, la pista de carreras y las compañías disolutas; otro, la mesa de los naipes, y el infierno del juego; y otro, la habitación del billar, y la pérdida de tiempo y de dinero consiguientes. El pecado puede tomar todas las formas que uno quiera. Puede tomar la forma de lo que los hombres denominan "placeres inocentes," pero que preferirían no exhibir a la luz del día. El quid es este, a ti como a mí nos gusta nuestro propio camino. Yo lo reconozco. Me gustaba mi propio camino, y lo tomé. ¿Qué sucedió? Se lo agradezco a Dios, Él me detuvo. ¿Cómo me detuvo? Me detuvo por la revelación a mi corazón de lo que Su gracia es—la gracia hecha por Jesucristo.
"La ley por Moisés fue dada." Vino, e hizo sus demandas sobre nosotros. Hizo demandas por la correcta razón de que la ley es una revelación de lo que la criatura debería de ser. Al contemplar los diez mandamientos veo allí lo que yo debería de ser. Mi conciencia me dice que no soy así. Por ello, quedo condenado por la ley. Me condena de forma natural en cuanto conozco su espíritu y su poder. Pero ¿qué hace el evangelio? Introduce la revelación de lo que Dios es, no de lo que el hombre debiera ser. El capítulo que estamos considerando expresa de una hermosa forma cómo Dios ha bajado a la escena en la Persona de Su Hijo, el Señor Jesucristo. Dice, "Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad." ¿Y quién es este Verbo? El versículo primero nos lo dice: "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios." Quiero que consideréis esto: "En el principio era el Verbo." Lo que tenemos a continuación es que "el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad" (v. 14). ¿Qué es lo que tengo que entender, por "el Verbo"? ¡El Verbo Eterno de Dios! Es Jesús el Hijo Eterno de Dios entrando a este mundo, humillándose a Sí mismo, y llegando a ser un hombre, a fin de que, en la forma de un hombre, pudiera revelarnos el corazón y la naturaleza de Dios. Y más aún, que Dios pudiera hallar en Cristo, el Verbo, todo lo que Él buscaba en el hombre. Esto es lo maravilloso en estas hermosas palabras: "lleno de gracia y de verdad." Moisés podría traer la ley, pero, "la gracia y la verdad" vinieron solamente mediante el Hijo de Dios.
Ahora, yo admito que la verdad convence al hombre. El primer efecto que la verdad hace sobre el hombre es el de perturbarle. No creo que el primer efecto del evangelio sea el de hacer feliz a nadie. ¡Oh! dirás, ¡yo creía que el evangelio haría feliz a los hombres! No. El primer efecto de la verdad es imprimir seriedad al hombre ante Dios, en el sentimiento consciente de que soy un pecador; soy un pecador perdido. Os diré más aún—Si le preguntáis a alguien convertido, cómo le fue al principio, cuál fuera su experiencia, él os dirá que en tanto que el evangelio le está ahora llenando de gozo y alegría, al principio no le hizo feliz, sino que le llenó la mente de pensamientos serios y solemnes. ¿Por qué? Porque la verdad de que él era un pecador perdido y culpable entró en su conciencia como un hierro al rojo vivo.
Así, la verdad llevará al hombre a la convicción de su culpabilidad. Cuando quedo convicto de la verdad, ¿qué es lo que viene a continuación? La gracia me gana. La gracia me atrae, y yo me vuelvo a Él, en cuya presencia me encuentro como un pecador pobre, arruinado, inútil. Me vuelvo a Él y llego a conocer que no soy apto para Dios. Llego también a conocer en aquel bendito Hombre, que es la imagen de Dios, y el Hijo Eterno de Dios lo que la gracia es, en Su vida y en Su muerte—la gracia personificada. Llego a aprender cómo el amor de Dios puede salir en pos de un hombre voluntarioso, para nada bueno, ingrato y pecaminoso, hasta que lo alcanza, y hasta que ha derramado bendición en su alma. Muchos hombres en esta audiencia os podrán decir lo mismo. Yo estaba prosiguiendo por un camino voluntarioso hasta que fui detenido. Amigo mío, tienes que ser detenido tarde que temprano. El día de tu detención es infalible. ¡Tarde o temprano! Es infinitamente mejor ser detenido en este momento, cuando está actuando la gracia, cuando Dios en Su gracia está bendiciendo al hombre—cuando Dios en Su gracia viene a nuestro encuentro, que ser detenido el día de mañana en tus pecados, cuando la justicia solamente podrá condenarte. Ahora Dios, en la Persona del Señor Jesucristo, viene a encontrarnos en gracia, con el propósito de darnos una bendición presente y eterna.
Entonces, la gracia es la actividad del amor de Dios hacia nosotros, después de que hemos pecado, y antes del día en que Él trate de nuestros pecados como el justo Juez moral del universo, porque Dios tiene que juzgar el pecado. No sería Dios si no juzgara el pecado; no sería mejor que nosotros si no juzgara el pecado. Sé perfectamente bien que la gente trata de librarse del juicio de Dios; pero la verdad es ésta, Dios juzga el pecado, y tiene que hacerlo, porque Él es Dios, y porque es infinitamente santo. Pero ¿qué ha hecho Él ya? Después de que tú y yo hemos pecado, y antes del día del juicio, cuando Él tiene que tratar con los hombres acerca de sus pecados, Él ha irrumpido en esta escena, en la Persona de Su propio amado Hijo. La gracia ha entrado y, ¿qué es lo que hallamos? Que Aquel mismo, que el día de mañana ha de juzgar, viene al mundo, se adelanta al día del juicio, muere en lugar del pecador, lleva su juicio, y le libera, no solamente de las consecuencias de su pecado, sino que le lleva al disfrute del amor de Dios, le hace un hijo de Dios, y le hace el feliz poseedor del perdón de los pecados, y de la vida eterna.
Esto es lo que Cristo hace. Esto es amor. ¿Qué era Él en Sí mismo? Era la expresión de la perfecta gracia. Síguele donde quieras, durante Su vida en la tierra, y hallarás siempre la gracia. Pero tú dices, "Él denunciaba a los hipócritas." Si, lo hacía. ¿Crees acaso que podía actuar de manera distinta? Era la gracia absoluta que exponía la pecaminosidad de los hombres. ¿Crees que sería bondadoso de mi parte, si supiera que eras totalmente falso, no decírtelo? No. Y así era con Cristo. Fue Su gracia la que denunciaba la hipocresía de aquellos que se le acercaban. Era justicia también; porque Cristo era la Verdad, y la Luz, y nadie que entrara en contacto con Él podría dejar de quedar denunciado. Esta es la razón por la que los hombres no Le quieren, y por la que no vendrán a Él, debido a que, si vienen a Él, su verdadera condición quedará necesariamente puesta en evidencia ante ellos mismos, y esto es lo que a ellos les disgusta.
Después de que la verdad nos deja convictos de pecado, la gracia nos encuentra y provee para nosotros de una manera perfecta. ¿Has probado alguna vez que el Señor está lleno de gracia? El Señor es abundante en Su gracia. Toma la ilustración que quieras de la historia de Su andar por el mundo. Mira cómo Su gracia se mostró hacia aquella pobre mujer atrapada en el más terrible de los pecados (Jn. 8:2-11). La ley solamente podía condenarla, y su crimen tenía que ser penado con la muerte. ¿Sabes qué es lo que tuvo lugar? Los escribas y los fariseos llevaron a la mujer, tomada en adulterio, donde estaba Jesús y Le dijeron: "En la ley Moisés nos mandó apedrear a las tales: tú, pues, ¿qué dices?" Intentaron poner a Jesús ante un terrible dilema. Esta fue la maldad de ellos. Buscaban ocasión para acusarle. Si Él decía, "Dejadla ir," habría actuado desafiando la ley de Moisés; mientras que, si decía, "Apedreadla," ellos Le hubieran atacado, y Le habrían preguntado que dónde estaban ahora Sus enseñanzas acerca de la gracia, porque estaría actuando en juicio. Jesús era la luz, y les dijo, "El que de vosotros esté sin pecado, arroje contra ella la piedra el primero." Sabéis bien lo que sucedió. Todos se fueron. La luz les hizo ir a todos, y la mujer se quedó sola ante Jesús. "¿Mujer," le pregunta entonces, "dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado? Y ella dijo: Señor, ninguno. Entonces Jesús le dijo: Ni Yo te condeno: vete, y no peques más."
Esto era la gracia. Cristo estaba actuando sobre la base de lo que Él mismo iba a cumplir; estaba obrando en anticipación del efecto expiatorio de Su muerte. La gracia puede actuar ahora solamente en base de la cruz del Señor Jesucristo. La paga del pecado es la muerte, y precisamente debido a lo que Él es, Dios tiene que juzgar el pecado. No había nada que atara a Cristo, excepto Su propósito de glorificar a Dios; pero en Su gracia, tomó el lugar que tomó, y Aquel que no conoció pecado, llegó a ser pecado por nosotros, y el Justo murió por los injustos, para poder llevarnos a Dios. El Santo llevó la culpa del pecador, y murió en lugar del pobre pecador. ¿Y qué entonces? Dios Le resucitó de los muertos, y en otro pasaje de las Escrituras que habla de la gracia—donde el Espíritu de Dios, por la pluma de Pablo, está desvelando la manera en que ahora Dios justifica y salva a los hombres—leo esto: "Cuando el pecado creció, sobrepujó la gracia; para que, de la manera que el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro" (Ro. 5:20, 21).
Ahora observemos esto, la gracia vino en la Persona de Cristo; y como consecuencia de Su muerte, ¿qué es lo que hallamos ahora? Que la gracia está reinando. ¿Quién está hoy en el trono? Cristo. El día de mañana, Él será el Juez. El día del juicio no ha venido todavía. ¿Quién está en el trono, hoy? Si puedo utilizar esta figura—la Gracia. El Apóstol es cuidadoso en este mismo capítulo de señalar que el pecado y la muerte han reinado. La muerte y el pecado, y podría añadir a otro—Satanás—hasta la venida de Jesús. ¿Qué desde entonces? Han sido vencidos. La gracia ha entrado en la escena, y ahora reina "por la justicia para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro." ¿Está abundando el pecado? ¿Quién va a negarlo? ¿No ha abundado acaso en tu historia y en la mía? Qué bendito entonces es conocer que "cuando el pecado creció, sobrepujó la gracia."
Oí recientemente cómo la gracia abundó en un notable caso. Era la costumbre de cierta familia la de reunirse alrededor del tiempo de Navidad. Sucedió un año que la reunión tuvo lugar en la casa del hijo mayor, Enrique, que por entonces era un incrédulo. Cuando toda la familia se hubo reunido, el anciano y canoso padre, que era un hombre piadoso, al sentarse a la mesa de su hijo, dio gracias por la comida de la que estaban a punto de participar. El hijo le dijo airado a su padre: "No tienes derecho a decir esto en mi casa: no tienes derecho a darle gracias a Dios. Yo he comprado toda esta comida, y no voy a permitir que tú des las gracias a Dios por lo que yo he comprado. No hay Dios. No creo que exista ningún Dios. ¡Mira! Si hay algún Dios, le daré cinco minutos para que me mate." Sacó su reloj y lo puso sobre la mesa. Toda la familia se quedó atónita. Sabían lo que Dios podía hacer, pero ¿lo haría? Este era el dilema. ¿Hay algún ateo aquí esta noche? Amigo mío, el tuyo es un credo bien pobre. Pasó un minuto, dos, tres, cuatro y cinco, y el que había desafiado a Dios no fue cortado. "Vale," dijo él, "¿dónde está tu Dios? Ha tenido Su oportunidad, y la ha perdido." "Ah, hijo mío," le dijo el anciano, "cuando pusiste el reloj sobre la mesa, yo empecé a orar al Señor por ti. Cuando eras un niño te di a Dios, hijo mío, y nunca te he retirado. Creo que Dios todavía te salvará, hijo."
Se acabó la reunión, y muy poco después el anciano padre murió. ¿Ha muerto tu padre, yéndose al cielo? Entonces mejor sería que le siguieras. Enrique siguió su propio camino. Él sabía más que su padre, según él. La mayor parte de los jóvenes creen esto; y se dedicó a una vida de maldad y de pecado. Empezó a frecuentar las tabernas. A menudo se encuentra que la incredulidad y el ateísmo van acompañados de disipación y orgías. Después de quince años se le vio andando en la calle vestido de andrajos. Tenía su última moneda en el bolsillo. "¿Qué haré con ella?" se preguntó. "Me tomaré dos vasos de whisky, y me llevaré a casa una botella de cerveza." Se volvió hacia el bar más próximo, pero cuando se hallaba ya bien cerca de él recordó vívidamente la escena familiar, y entró en su alma un flechazo celestial de convicción. Exclamó: "¡Oh! ¡Espíritu de Dios, ten misericordia de mí, y da respuesta a la oración de mi padre!" No fue al bar. Volvió a su casa y a su esposa, y se puso de rodillas ante Dios, clamando misericordia. Dios dio respuesta a las oraciones de su querido padre, y le bendijo. Fue salvado. ¡Esto fue gracia! Así es como Dios actúa.
"¡Ah! " dirás tú, "yo esperaba que nos iba a contar que Dios le cortó la vida." Esto es lo que tú o yo hubiéramos hecho. Esto es como el hombre actúa. Pero Dios no lo corto. Tuvo paciencia con él, y después le salvó. Así es como la gracia gana sus victorias más marcadas sobre sus enemigos. ¡Ah! la gracia de Dios quisiera salvarte. A mí me salvó. Ha salvado a muchos. Puede salvarte a ti. ¿Has oído alguna vez esta notable expresión?: "La gracia de Dios que trae salvación a todos los hombres, se manifestó" (Tito 2:11). La justicia introducirá el juicio el día de mañana. La gracia trae salvación precisamente ahora. "Cuando el pecado creció, sobrepujó la gracia, para que, de la manera que el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justica para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro." Fijaos, es gracia—gracia soberana. Oigo a alguien decir, "Pero lo cierto es que para conseguir la salvación tengo que hacer obras por ella. ¿No se han de hacer ningunas obras?" A menudo he oído decir a la gente, "Voy a iniciar una página nueva." Es fácil, si has sido descuidado, y no has atendido a las cosas del Señor en el pasado, decir que vas a empezar en una nueva página para el futuro. Pero fíjate, aunque gires una nueva página, se trata todavía del libro antiguo. ¿Y qué pasa con aquellas antiguas páginas llenas de pecados de los años idos? Aunque no manches las nuevas, no borrarás las manchas existentes. No es reforma lo que necesitas, necesitas reconstrucción. Necesitas exactamente lo que el Apóstol te da aquí: "La gracia reina por la justicia para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro." Se trata de una nueva vida comunicada, dada—no un cierto remiendo en la vida antigua. Tienes que aprender que "la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro" (Ro. 6:23).
Pero, otra vez alguien pensará, "¿No tengo que hacer nada por mi salvación?" Bien, te leeré un pasaje de las Escrituras del libro de Romanos: "Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia" (Ro. 4:3-5). Este es un pasaje muy notable, ¿no? Os lo leeré de nuevo, "Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia." Si yo le pago a un hombre por su visita profesional, no creo que constituya un acto de gracia que le pague. Es un asunto de justicia. Si un hombre está trabajando para mí durante una semana, no es un acto de gracia por mi parte si le pago la cantidad debida por la semana trabajada. Soy deudor del trabajador hasta que le haya pagado. ¿Cómo fue Abraham justificado? "Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia." Fue la fe por parte de Abraham, y gracia por parte de Dios. Pero observad cuidadosamente, "Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia." Refutareis, diciendo, "Yo pensaba que Dios justificaría a los piadosos." No, sino que Él justifica a los impíos, en absoluta gracia, sobre el terreno de la justicia, esto es: la obra expiatoria de Su Hijo. Es solamente Dios el que puede hacer esto. Es Su propia obra, y se goza en ella. Sé perfectamente que por lo general viene a la mente del hombre el pensamiento de que tiene que "hacer" algo—tiene que obrar. Es un error profundo.
Últimamente quedé muy impresionado por un pasaje en el capítulo once de Romanos: "Así también aun en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia. Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra" (Ro. 11:5, 6). ¿Cómo me salvo, entonces? Por la pura gracia soberana. Así escribía el Apóstol Pablo a los Efesios: "Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe" (Ef. 2:8, 9). Es la bendita, preciosa, y soberana gracia la que ha venido a todos nosotros en la Persona de nuestro Señor Jesucristo. Lo que necesitamos, como pecadores, es la salvación. Esta salvación nos la ha traído la gracia de Dios. Entonces, si la gracia ha traído la salvación, ¿qué es lo que ahora tenemos que hacer? Tengo que apropiarme de lo que Dios me ofrece en la Persona, y mediante la obra del Señor Jesucristo—en lenguaje sencillo, tengo que aceptar por la fe, la salvación eterna que la gracia me trae.
La muerte del Salvador es la única base y fundamento de la aceptación de cada uno delante de Dios, debido a que en la cruz tenemos el juicio del pecado por parte de Dios, ejecutado sobre Su santo Hijo. Allí le veo a Él, que no conoció pecado, hecho pecado por nosotros. Allí descubro que "todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino: mas Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros." La sangre de Su cruz constituye la única forma justa en que Dios libera a nuestras almas de la dificultad y el peligro en el que el pecado las había lanzado. Cristo crucificado y muerto constituye la expresión del amor de Dios, así como la demostración del hecho de que "Dios es luz." Si, sin introducir Su sacrificio de propiciación, Él hubiera condenado al hombre, ¿dónde quedaba Su amor? Y si Él hubiera pasado por alto el pecado, sin juzgarlo, ¿dónde quedaba Su justicia? El sacrificio de Cristo soluciona ambas dificultades. Es una gran cosa ver que la verdad de la cristiandad descansa sobre dos firmes columnas, el amor y la luz, esto es, lo que el mismo Dios es en Su propia naturaleza. Él tiene que juzgar el pecado; pero, para salvar al pecador, Él ha dado a Su propio Hijo como la expresión de Su amor, para que lleve los pecados de ellos, y para que muriera en lugar de aquellos sobre los que descansaba la sentencia de muerte y de juicio. Todo el plan de la salvación descansa sobre estos apoyos eternos de la verdad. La luz exhibe el pecado del hombre, y el amor lo quita. El hombre había pecado, y se estaba dirigiendo al justo juicio de Dios; pero Dios interviene, y da Su Hijo, que viene a ser un Hombre, a fin de que Él pueda morir como el Sustituto, en el lugar del hombre culpable.
Tenemos a Dios demostrando Su amor, al dar a Su Hijo, y al manifestar Su justicia y santidad, en el hecho de que Su Hijo, al llevar los pecados, y hecho pecado, fue juzgado sobre la cruz. Cristo se apropió y sintió el peso de aquella terrible carga de pecado cuando, sobre la cruz, clamó: "Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué Me has desamparado?" Como consecuencia justa de la obra expiatoria llevada a cabo por Cristo, Dios declara que todo aquel que cree en Él recibe la vida eterna. Aquel hombre tiene el don de Dios. Aquel hombre recibe el perdón de los pecados. Aquella persona recibe la salvación. Aquella persona recibe el perdón, y la bendición del Señor. Si quieres una ilustración, simplemente contempla al ladrón moribundo. Aquel hombre obtuvo la salvación. "Señor," Le dice, "Acuérdate de mí cuando vinieres a Tu reino." Sabéis que Jesús le contestó, "Hoy estarás conmigo en el paraíso." Fue salvado por la soberana gracia de Dios. La luz entró en su alma, y él confió en Jesús, y un profundo gozo tiene que haberle llenado al oír adónde iba a ir, y con quién iba a estar aquel mismo día.
Pero ¿por quién estaba Jesús muriendo? Por los pecadores como yo. ¿No crees que murió también por ti? Si te has avergonzado de confesarle hasta ahora, amigo mío, ¡afuera con esta cobardía! ¡Avergonzado de Jesús! ¡Avergonzado de confesarle! ¡Dios no lo quiera! Oh, que puedas tener la gracia de creer en Él, y de confesarle también. Si tú crees en Su muerte vicaria por ti, tú recibirás lo que yo he recibido—vida eterna mediante Su precioso Nombre. Tú y yo morimos debido a que somos pecadores. Él vino haciéndose hombre a fin de poder morir, y cumplió las demandas de Dios. Como hombre, triunfante sobre el pecado, la muerte, la tumba, y el poder de Satanás, Él está sentado en la gloria, como Salvador viviente, y dice, "Miradme a Mí, y sed salvos."
La gracia consigue maravillosas victorias—victorias sobre pecadores como tú y como yo. Aquellas victorias consisten en ganar corazones descuidados, volviéndolos a Cristo, que en Su gracia nos bendice, y nos salva. Bien recuerdo como Dios ganó a un joven en una ocasión. Le conocí durante todo su curso en la Universidad de Edinburgo. Era el mejor jugador de criquet de su año, y el mejor futbolista de la Universidad, y tenía un armario lleno de premios. Era sobresaliente en sus cursos, y en todo lo demás, y llegó a médico residente en el Hospital Real. Era hijo de una viuda, un joven bien plantado, y un favorito en general. A menudo le hablé de su alma. No le gustaba mucho, pero cuando estaba enfermo siempre mandaba a buscarme. Era curioso que, aunque no le gustaba que le hablase acerca de su alma, me mandaba buscar cuando se encontraba enfermo. Me acuerdo perfectamente bien de un sábado por la noche que recibí una nota escrita por él, "¿Podrá venir a verme al Hospital? Estoy muy enfermo." Había estado jugando al fútbol, y en una tremenda refriega había caído y se había herido en la rodilla. Robusto como era, y decidido, intentó seguir el partido, pero cayó desmayado. Le llevaron al Hospital y había estado enfermo por tres semanas antes de que yo me enterara de su accidente. Cuando llegué allí, le hallé en cama sufriendo uno de los peores ataques de fiebre reumática que jamás haya visto. Dos enfermeras estaban con él, una de noche y la otra de día, muy ocupadas enjugando el sudor que se formaba en su frente.
Había perdido toda la capacidad de voltearse, excepto para mover la cabeza, y sabía muy bien que su fin se le acercaba. Me sentí muy triste de verle en aquel estado, y le pregunté qué podía hacer por él. "Quisiera que escribiera a mi madre", que entonces vivía en las Antillas. Me dio ciertas instrucciones, y después le dije yo, "Y ¿podré decirle que has hallado al Señor?" "Ojalá pudiera decirlo. Daría todo el mundo, si lo tuviera, para hallarle; pero me temo que ahora es demasiado tarde." Le aseguré que esto era un error, y entonces dijo él, "Pero sería jugar sucio ir a Jesús ahora, después de haberlo estado dejando de lado durante tanto tiempo." "No importa," le dije, "Él te bendecirá y te salvará ahora, si tú crees en Él." Le expuse el evangelio de Jesús, con sus instrucciones de escribir a su madre que ahora él se hallaba "ansioso por ser salvo."
Un domingo, cuatro semanas más tarde, recibí otro mensaje pidiéndome de nuevo que fuera. Fui, y vi con total claridad que la muerte le había ya marcado como una de sus víctimas. El sudor de la muerte se hallaba sobre su frente. Me senté al lado de la cama de mi querido amigo. Él se hallaba verdaderamente ansioso por ser salvo, y yo volví a relatarle la historia del hijo pródigo, la historia del ladrón moribundo, y después le cité, "PALABRA FIEL Y DIGNA DE SER RECIBIDA POR TODOS: QUE CRISTO JESÚS VINO AL MUNDO PARA SALVAR A LOS PECADORES, DE LOS CUALES YO SOY EL PRIMERO" (1 Ti. 1:15). Entonces, al detenerme, vi que sus labios se movían, y supe que estaba orando. Es un momento maravilloso cuando un hombre ora—cuando Dios puede decir, "He aquí, el ora." Al final, dijo: "Mi vida ha sido una vida malgastada, pero creo en Él ahora, puedo confiar en Él ahora. Lo veo todo."
Pasé aquella noche con él. A su enfermera el joven dijo: "No he sido un pecador demasiado grande para que Jesús no me salvara. Estoy muriendo, y no tengo miedo de morir. Muero feliz." A mí me dijo una vez: "¿Cree que me dejará resbalar al final?" "¡Oh, no!" le dije. "No es como Él actúa. ¿Crees que Él se preocuparía de ti, moriría por ti, te amaría, y que después te dejaría? Escucha Sus propias palabras: 'Mis ovejas oyen Mi voz, y Yo las conozco, y Me siguen, y YO LES DOY VIDA ETERNA; Y NO PERECERÁN JAMÁS, NI NADIE LAS ARREBATARÁ DE MI MANO' " (Jn. 10:27, 28). "Consuele a mi madre, dígale que estoy yendo a estar con Cristo," dijo, y sus últimas palabras fueron, "SI MUERO, TODO ESTA BIEN."
Esto fue gracia soberana, ¿no? ¡Gracias a Dios! Fue gracia. Esta misma gracia te salvará a ti, si no la has probado todavía.
"La ley por Moisés fué dada: mas la gracia la verdad por Jesucristo fue hecha." ¿Confiarás en Él ahora? Creo que algunos de vosotros sí lo haréis. Si es así, bien podríamos cantar aquel himno:
Tal como soy, sin más decir,
Que a otro yo no puedo ir,
Y Tú me invitas a venir;
Bendito Cristo, vengo a Ti.
Tal como soy, sin demorar,
Del mal queriéndome librar,
Me puedes sólo Tú salvar;
Bendito Cristo, vengo a Ti.

Capítulo 7: El dilema de un ministro de hacienda;o, El valor de las escrituras

Hechos 8:26-40
EXISTE un atractivo peculiar en la historia de este eunuco, y ello por la siguiente razón: La lectura más superficial hará comprender a toda persona cuán particularmente profundo es el interés de Dios en el hombre que de tal manera busca la luz. Ahora bien, no hay ni una sombra de duda acerca del hombre que va a ser el centro de las observaciones que voy a hacer; él era un hombre con una ansia clara y profundamente asentada en su deseo de conseguir lo que sabía que necesitaba. Él no poseía el conocimiento de Dios. Nadie iba a viajar más de mil quinientos kilómetros bajo un sol ardiente por una pequeñez, y ciertamente este hombre había emprendido un viaje de esta magnitud, si no mayor. Pero ahora estaba de vuelta, sin haber encontrado lo que necesitaba.
Creo que el eunuco se hallaba ansioso, despierto, era un alma investigadora buscando la luz, y cuando volvía de Jerusalén, lugar al que había ido a "adorar", era evidente que no la había hallado. Y, además, estoy seguro, este hombre se hallaba en un gran dilema. "Creía," podríamos oírle decir, "que cuando llegara a Jerusalén, hallaría la luz en cuanto al Dios vivo y verdadero. Allí he estado, y con todo esto no le he hallado." De algún modo había conseguido una copia de las Escrituras. ¡Hombre feliz! Y las estaba leyendo. ¡Hombre sabio! Me pregunto si tú, amigo mío, posees una copia de las Escrituras. ¿La lees? Es una cosa muy grande leer las Escrituras.
Con frecuencia me hallo con personas que tienen dificultades acerca de las Escrituras, pero estas personas son generalmente, según descubro, las que no las leen.
En la actualidad el amistoso crítico erudito le dice al joven: La Biblia no es para que la leas tú, joven; hay tantas dificultades en ella, tantas incoherencias, tantas fallas, y tantos errores. ¡¿De veras?! Vaya, yo he estado leyendo las Escrituras ahora por muchos más años de los que muchos de vosotros tenéis. Durante treinta y siete años las he estado estudiando, y no he encontrado ninguna de las discrepancias que el erudito ha hallado. Pero lo que sí descubrí, cuando empecé a leer las Escrituras, era que yo era un cabezón al tratar de entenderlas. No era muy capaz de comprenderlas, porque era mucho como el hombre que hallamos en este pasaje. No las pude comprender hasta que no se me acercó un maestro. Pero, según he ido leyendo reverentemente, os diré lo que ha sucedido. He hallado que Dios me ha dado lo que le había dado a aquel hombre. Ha dado luz, y las Escrituras han quedado claras. Lo que constituía dificultades para mí, hallo ahora que son cosas de gran importancia y muy instructivas; y que lo que parecían incoherencias constituyen en realidad algunas de las más brillantes gemas de la revelación que se hallan dispersas, desde lo primero de Génesis hasta lo último de Apocalipsis, todo a lo largo de las páginas inspiradas.
Sí, podéis confiar en que Dios nos ama demasiado para poner en nuestras manos un libro que no sea de confiar. Lo digo sobriamente, y seriamente, y no tengo duda alguna en decir—a pesar de la incredulidad de hoy en día—que creo que las Escrituras son la Palabra de Dios de tapa a tapa. Y que a pesar de lo que se diga en contra, cuanto más estudio la Biblia, tanto más hallo su unidad, su integridad, su confiabilidad, su absoluta inexpugnabilidad en contra de todos los ataques del enemigo; y que constituye la revelación de Dios a mi alma. He hallado la luz, una luz que siempre va en aumento, mediante las Escrituras. Y os las recomiendo con todo fervor e intensidad.
Una de las razones por las que estoy bastante seguro de que este hombre estaba marcado para su bendición es que había obtenido una copia de las Escrituras y que, aunque no conseguía mucha luz de ellas, las estaba leyendo con una gran atención. Tenemos las Escrituras en nuestro día, pero ¿Te estaré acusando erróneamente si te digo que no las lees demasiado? Aprended, os lo ruego, la lección de este hombre.
Un gran atractivo de este pasaje ante nosotros es este—que Dios tiene Su mirada puesta sobre un hombre ansioso; y que él, en un cierto sentido, estará dispuesto a interrumpir Su obra de gracia en otra parte—por lo menos en cuanto se trata de un canal especial—a fin de alcanzar este ansioso hombre. Amigo mío, tú no sabes cuánto Dios te ama; no es hasta que tu corazón no se despierta que llegas a conocer en realidad el profundo interés que Dios tiene en la salvación del hombre. ¿Qué puede ser más hermoso que el interés de Dios por esta alma ansiosa? Ve lo que hace: llama a Felipe de su notable obra en Samaria, y le envía al desierto a encontrar a este hombre. Así es Dios; no es la única ocasión que ha actuado así. Lo ha hecho así una y otra vez, pero esta es tan solamente una muestra de la profunda delicia que Dios muestra cuando dirige Su mirada hacia la tierra y ve al pecador en pos de la luz, al pecador que se impone duras tareas y costo para poder hallar la luz.
Contemplemos a Felipe por un momento, y veamos a qué estaba dedicado en aquel entonces. Nuestra narración tiene lugar precisamente después de la tremenda persecución después de la muerte de Esteban, que fue rechazado, y enviado al cielo con un mensaje de la nación judía al Rey de ellos. Sin duda alguna, Esteban es el mensajero que fue el portador de aquel notable mensaje de que nos habla el Señor en el capítulo 19 de Lucas: "Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver . . . pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros" (Lc. 19:12-14). Jesús había venido a los Suyos (los judíos) lleno de gracia, pero Le rechazaron, Le echaron afuera. No satisfechos con esto, cuando vino el Espíritu Santo, rechazaron el adicional mensaje de gracia, que fue desarrollado en Hechos 2 y 3 por Pedro, y al que después se refirió Esteban en los capítulos 6 y 7, en los que narra la culpabilidad de la nación, y les acusa de su pecado. Mientras "crujían los dientes contra él," él levantó los ojos, vio los cielos abiertos, y "al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios." En lenguaje sencillo, vio al Salvador coronado de gloria. El Hombre al que ellos rechazaron, y llevaron a la muerte, él lo vio coronado de gloria, y a la diestra de Dios. Cuando hubo dicho esto, ellos ya no pudieron soportarlo más. "Echándole fuera de la ciudad, le apedrearon" (Hch. 7:58). Le enviaron en pos del Salvador, al que habían crucificado, con este mensaje: "No queremos que éste reine sobre nosotros."
Este fue el final de la dispensación de Dios a los judíos. Aunque culpables del asesinato de su Mesías, la gracia se mantenía aun sobre ellos, hasta que la muerte de Esteban consumó la rotura entre la nación y Dios. Recordaréis que nuestro Señor Jesucristo, después de que Él resucitara de los muertos, mandó a Sus apóstoles "que se predicase en Su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén" (Lc. 24:47). Además, les dijo, "Y Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra" (Hch. 1:8). Pero ¿por qué empezar primero en Jerusalén? Jesús les dijo: Empezad en el sitio donde Mi sangre fue derramada; donde clamaron por que se Me diera muerte: predicad perdón allí, e id después a Samaria, y después a lo último de la tierra.
Así, en cumplimiento de este mandato, hallamos que Felipe había ido a Samaria. El evangelio empezó siendo predicado en Jerusalén; pero el judío no lo quería. El testimonio del Espíritu Santo fue rechazado, y Esteban fue enviado con este mensaje: No queremos a Jesús para nada. Entonces el Espíritu Santo va obrando en un círculo cada vez más amplio, y Felipe va a Samaria. En otros pasajes es llamado "Felipe el evangelista" (Hch. 21:8), pero al empezar no era evangelista. Su caso fue el de un hombre fiel a su depósito, y desarrollando después el don que Dios le había dado. Felipe fue uno de los siete hombres puestos en el ministerio cotidiano de servir las mesas (ver Hch. 6:1-6). Esto es lo que se podría llamar un diácono. Fue señalado para cuidar del dinero, y de procurar por los pobres; pero después de la muerte de Esteban "hubo una gran persecución contra la iglesia que estaba en Jerusalén; y todos fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaria, salvo los apóstoles [...]. Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio" (Hch. 8:1-4).
Encontrándose Felipe en Samaria, piensa que puede hablar a la gente acerca de Jesús; y leemos de él que "les predicaba a Cristo" (Hch. 8:5). ¡Notad esto! Es muy instructivo. No era la primera vez que Samaria había oído el evangelio. Recordaréis que un día el bendito Señor estaba sentado junto al pozo de Sicar, fatigado, y una pobre pecadora se acercó, una mujer con un corazón vacío, y un cántaro vacío—figura de su condición. Halló a Jesús; y Él empezó a hablarle a ella, en la plenitud de Su gracia, acerca del "don de Dios," del "agua viva," y de la "vida eterna" (ver Jn. 4:1-42). Al final, en su conversación, Él tocó la conciencia de ella, al decirle, "Vé, llama a tu marido, y ven acá." Vuelve a Mí. Ella respondió, "No tengo marido." ¡Ah! No, dijo el Señor, lo sé. Estás viviendo abiertamente en pecado. "Bien has dicho, no tengo marido; porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido." Ve, llámale, y vuelve a Mí; vuelve a la Luz. La Luz estaba empezando a trabajar en su alma.
Algo más de conversación siguió a continuación, y entonces recordaréis que ella se refugió en la religiosa ignorancia, y esto es lo que muchas almas disfrutan haciendo en la actualidad. "Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando Él venga, nos declarará todas las cosas" (Jn. 4:25). "Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo" (v. 26). Es muy digno de tener en cuenta que en Sus viajes a través de esta escena hay solamente dos personas a las que el Señor hizo una revelación—una declaración positiva acerca de Sí mismo. Una de ellas fue la pecadora desechada de Juan 4, la otra fue el ciego desechado de Juan 9. El ciego es echado afuera, y Jesús le pregunta, "¿Crees tú en el Hijo de Dios? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en Él? Le dijo Jesús: Pues Le has visto, y el que habla contigo, Él es." No es mala cosa ser un desechado: esta es mi experiencia. Sé algo acerca de ello. ¿Y qué se halla cuando uno es un desechado? Que estás en compañía de Cristo, y que no puedes pasarte sin Él.
El Señor se revela a Sí mismo a esta mujer, y ella en el acto se va a la ciudad y le dice a la gente: "Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?" (Jn. 4:29). No tenía miedo de Él. No, Su gracia había ganado su corazón. Y ¿no era ella una pecadora? No creo que haya nadie aquí que sea moralmente peor que aquella mujer. Quizá no haya aquí ninguno que no se imagine que ella era infinitamente peor que cualquiera de los que nos hallamos aquí, y a pesar de ello esta mujer confió en Cristo, y salió y le dijo a todo el mundo que la conocía: "Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo?" Y los samaritanos salieron de la ciudad, e invitaron al Señor que entrara en la ciudad, y se quedara allí por dos días. Y entonces, como recordaréis, le dijeron a la mujer, "Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo" (Jn. 4:42). Hubo una buena cantidad de obra llevada a cabo en Samaria entonces, y no paró cuando Jesús se fue. Continuó y en Hechos 8 hallo la ilustración de las palabras utilizadas por el Salvador en Juan 4: "Uno es el que siembra, y otro es el que siega" (v. 37). Felipe, descendiendo a Samaria con el testimonio del Señor Jesucristo, siega, porque leemos, "Y la gente, unánime, escuchaba atentamente las cosas que decía Felipe" (Hch. 8:6). Tiene que haber sido una obra maravillosa. En la actualidad la gente no cree en la conversión; pero cuando llego a las Escrituras hallo a toda una ciudad conmovida. Y Samaria no era una ciudad pequeña, aunque quizás no tan grande como la en que nosotros vivimos.
Bien, el evangelista fue y predicó a Cristo. ¿Por qué a Cristo? Porque pronto veréis que al eunuco le predicó a Jesús. ¿Por qué a Cristo? Porque era el que había ascendido. Los samaritanos tenían que conocer que Aquel al que los judíos habían rechazado—el Jesús que una vez habían tenido en medio de ellos—estaba ahora exaltado y a la diestra de Dios. Felipe predicó a Cristo, y ¿cuál fue el resultado? "Había gran gozo en aquella ciudad" (v. 8). Fue una escena maravillosa. No sé cómo tú lo sientes, pero si me puedes señalar un lugar en el que Dios está bendiciendo la predicación de Su Palabra para la salvación de las almas—aquel lugar tiene una gran atracción para mí. Aquí, entonces, veis cómo la obra sigue. Felipe, utilizado por Dios, predica a Cristo, y la gente se confía en Él, con el resultado de que hay "gran gozo en aquella ciudad." Te preguntaré, amigo mío, ¿has hallado gran gozo de la predicación de Cristo? No te digo si has oído alguna vez el evangelio, como si no lo hubieras estado oyendo una y otra vez. Esto te pregunto: ¿Te ha producido gran gozo en tu corazón? Que así lo haga ahora, si nunca lo ha hecho antes, como lo hizo en la ciudad de Samaria, con sus grandes multitudes, y en la soledad del desierto con una sola alma ansiosa. Sea que se proclame a Cristo, o que se presente a Jesús, el resultado del relato fue, en ambos casos, gozo.
Y ahora leemos: "Un ángel del Señor habló a Felipe, diciendo: Levántate y vé hacia el sur, por el camino que desciende de Jerusalén a Gaza, el cual es desierto" (v. 26). Observad que era el ángel del Señor. Es cuando llega a la vista del eunuco que habla el Espíritu. La razón es esta—el ángel, en las Escrituras, se utiliza frecuentemente de una forma providencial para llevar a la gente a la luz, mientras que el Espíritu siempre trata con el alma. Os citaré una escritura acerca de este punto. Quizás no creáis en el ministerio de los ángeles. ¿No creéis? Yo sí. "Pues, ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Siéntate a Mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? ¿No son todos espíritus administradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de salvación?" (Heb. 1:13, 14).
Creo que el ángel que fue enviado para servir a este eunuco iba a ser ciertamente un ángel feliz, debido a que fue enviado para ser espíritu administrador a un heredero de la salvación. Aquel ángel tenía el sentimiento de que había sido encargado de una misión de suma importancia, al presentarse ante Felipe y encargarle de que hiciera aquel viaje, y llevara a aquel hombre las noticias de que él era uno de los "herederos de salvación." ¿Eres tú, amigo mío, un heredero de salvación? Dirás tú, ¿cómo puedo saberlo? Creo que si estuvieras en ansia lo podrías saber. ¿Soy yo un heredero de salvación? Ni soñaría de estaros hablando a vosotros esta noche si no estuviera seguro de que soy un heredero de salvación.
El ángel del Señor le dice al evangelista que deje su bendita obra en Samaria y que se dirija "al sur, por el camino que desciende de Jerusalén a Gaza, el cual es desierto" (v. 26). El viaje era de alrededor de ochenta a cien kilómetros, y naturalmente Felipe podría pensar que allí no iba a haber nadie. Había dos caminos por los que hubiera podido ir, pero Felipe tomó el buen camino. Cuando Dios envía a un mensajero para que se encuentre con un alma ansiosa puedes estar seguro de que Él se ocupará de que Su siervo tome el camino adecuado. Aquí veo cómo Felipe tomó el camino adecuado. Quizás tú no creas en la guía del Espíritu de Dios en estas cosas pequeñas. Bien, tan solamente tienes que leer las Escrituras, y verás cómo Él conduce a Sus siervos para que hallen a un alma ansiosa. Sigamos a este siervo obediente.
"Entonces él se levantó y se fue" (v. 27). Esta es una lección para todo cristiano. No hay dudas en la mente de Felipe. El único deber de un siervo es el de obedecer. Cuando he estado predicando la Palabra en una cierta ciudad, la gente me ha dicho frecuentemente, "¿Volverá usted de nuevo?" "No lo sé." "¿Pero usted va a volver, no?" "No lo sé." "¿Por qué?" "Esperaré hasta que taña la campana," dije yo. "¿Qué quiere usted decir?" Un verdadero siervo no se mueve por su propia voluntad, sino que, por así decirlo, espera hasta que suene la campana. Aquí suena la campana y el hombre de Dios, el siervo que recibe el llamamiento, queda listo. El mandato es: Deja esta maravillosa predicación y conversiones en la ciudad de Samaria, y sal al desierto. ¡Al desierto! La razón hubiera podido haber dicho, "¡Para qué! ¡Si no hay nadie a quien predicar allí, no hay nada en el desierto! ¿Qué es lo que hizo Felipe? "Se levantó y se fue." Obedeció. Aquí está la razón. Era un buen siervo, un siervo obediente, y por ello era adecuado para cumplir los designios de Su Maestro. Dios tenía Su mirada puesta sobre un hombre ansioso, en búsqueda de la luz, y tenía a un siervo obediente listo para llevarle la luz a este hombre.
"Entonces él se levantó y se fue. Y sucedió que un etíope, eunuco, funcionario de Candace reina de los etíopes, el cual estaba sobre todos sus tesoros, y había venido a Jerusalén para adorar, volvía sentado en su carro, y leyendo al profeta Isaías" (vv. 27, 28).
Alguien me diría que él no era el ministro de hacienda de la reina. Bien, no me preocupa demasiado qué etiqueta le vayamos a poner, pero aquí leo, "el cual estaba sobre todos sus tesoros." Era un hombre que gozaba de toda la confianza, con una inmensa cantidad de dinero pasando por sus manos. Es evidente que tenía un alto puesto en la confianza de su real señora; pero, a pesar de ello, había un vacío en su corazón. Este hombre, descubrimos, había subido a Jerusalén a adorar. Es indudable que era un prosélito judío. Esto es, había oído del judaísmo, había oído de la ley, y que la tierra de Israel era el sitio en el que Dios debía ser adorado. Yendo en pos de Dios, había llevado a cabo su viaje de más de mil quinientos kilómetros desde más allá de los confines meridionales de Egipto—el tiempo que le llevara las Escrituras no nos lo dicen—pero llegó a Jerusalén. Allí era donde esperaba hallar la luz, y hallar a Dios. ¿Qué es lo que halló? Lo que mucha gente halla en la cristiandad en la actualidad—ritualismo, formalismo, sacramentalismo, pero no la luz de Dios. No, esto no lo obtuvo. No tengo duda alguna de que halló el templo lleno, y a los sacerdotes ofreciendo sacrificios. Pero ¿qué había sucedido? ¡Pues, que Aquel que era Él mismo el cumplimiento de cada sacrificio había estado allí, pero había sido rechazado! El Templo se había convertido en una guarida de ladrones, y la misma casa del Señor se había convertido en casa de mercado. El Señor mismo había sido rechazado; y me parece ver a este etíope buscando la manifestación de la presencia de Dios, pero no vio nada excepto abundancia de forma y de ceremonias. De vida—vida según Dios—no vio nada. Había por todos los lados muerte moral y espiritual.
Después de un poco se volvió para ir a su casa—frustrado, sí, y me siento libre de decir que sumido en un inmenso dilema. "Qué haré ahora?" piensa él. "He salido de la tierra de las tinieblas del paganismo para ir a un lugar en el que esperaba que vería la luz, pero no hay ninguna luz." ¿Qué había sucedido? Aquel que era la luz había sido rechazado. Recordaréis que Jesús dijo, "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn. 8:12). Dijo también, "Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo" (Jn. 9:5). Cuando el eunuco llegó a Jerusalén, la luz del mundo no se hallaba allí ya; había sido trasladada a la gloria celestial. No había luz en Jerusalén. Había abundancia de formas religiosas, de ceremonia, de ritual; pero todo era solamente profesión vacía; y este pobre hombre, desengañado, y en un profundo dilema con respecto a dónde se podría hallar la verdad y la luz de Dios, volvió sus pasos hacia el hogar, ¡no habiendo conseguido nada despues de haber ido a Jerusalén! ¡Querida alma! Lo que realmente necesitaba no era Jerusalén, sino Jesús. Esto es también lo que tu necesitas, mi ansioso amigo. ¿Qué es lo que Jerusalén representa? Lo que muchas personas en la actualidad creen—formas religiosas, y observancias. Pero detente un momento. ¿Tienes a Jesús? ¿Conoces a Jesús? El eunuco no sabía dónde hallarle. Es posible que hubiera oído hablar de la muerte del Señor. Puede que oyera de cómo había sido rechazado por el pueblo. Puede que también hubiera oído de la muerte de Esteban. Estas cosas no las sé. Él, no obstante, adquirió una porción de las Escrituras, y con este tesoro sin precio en su posesión, aunque sin conocer su valor aun, emprendió el regreso al hogar.
Le hallamos en su carro, leyendo al profeta Isaías; y, podéis estar bien seguros, tanto entonces como ahora, si podéis hallar a un hombre que ha abierto las Escrituras, y que las está leyendo, te darás cuenta de que Dios enviará a algún Felipe al lado de este hombre, tarde o temprano. Sí, si te hallas en verdadero deseo de conocer la verdad, la conocerás. Este hombre estaba en ansia en su búsqueda de la luz y del conocimiento de Dios. Dios vio esto, y le preparó el camino para que pudiera recibir aquello que buscaba. ¿Dirás que fue un caso extraño? Te podría contar de incontables casos como este. Deja que te relate uno.
No hace mucho tiempo, un lunes por la mañana, había un telegrafista en su puesto de trabajo en el oeste de Inglaterra. El joven se hallaba en una profunda ansiedad por su alma. Había sido despertado por el Espíritu de Dios, y era un hombre angustiado, inquieto. Sabía que no estaba en buen estado. Ansiaba tener a Cristo. El anterior domingo había ido a tres sitios distintos de adoración, con un profundo deseo de poder conseguir algo para su alma ansiosa. No recibió nada. Vino el lunes por la mañana, después de haber pasado una noche de insomnio en su ansiedad por su alma, y se fue a su trabajo. Teniendo la impresión de que se volvería loco si no conseguía alivio y perdón, se hallaba en oración cuando oyó el peculiar tic-tic que le hizo saber que llamaban a su estación. Fue a su instrumento, tomó su lápiz, y escribió el nombre y la dirección del remitente del mensaje, y a continuación el nombre y la dirección del destinatario. A continuación vino el mensaje: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn. 1:29). "En quien tenemos redención por Su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de Su gracia" (Ef. 1:7). Repitiendo el mensaje, gritó, "Gracias a Dios, estoy salvado: ¡lo tengo: lo veo!" Y dijo, contándoselo después a un amigo mío: "Aquellas palabras 'CORDERO DE DIOS', 'REDENCION', 'SANGRE', 'RIQUEZAS DE SU GRACIA', entraron directamente en mi pobre corazón, y nadie en todo el mundo podría tener mayor gozo que el que yo tuve aquel lunes por la mañana."
Dios hizo que aquel telegrama fuera el medio de dar la paz a aquel joven. ¿Qué hizo él entonces? Quería ver quién era el destinatario de aquel telegrama y, por ello, en lugar de dárselo al mensajero para que lo entregara, fue él mismo con el telegrama, a fin de ver al destinatario. Llevó el telegrama a una casa no muy lejos, y a la joven que abrió la puerta le dijo que traía un telegrama para tal persona. "Ah, ¡es para mí!" dijo la joven. Lo leyó, y también halló la paz. Preguntando por el significado del telegrama, ella le dijo que había entrado en ansia por su alma desde hacía unas dos semanas. Su amo no era cristiano, pero su hermano, que era un cristiano decidido, había estado en la casa por un tiempo. Por su lectura de las Escrituras con la familia por las mañanas y las tardes, esta joven sirvienta llegó a ponerse muy ansiosa. En la angustia de su alma, un domingo por la tarde se decidió a escribir al hermano de su amo, contándole que se hallaba muy ansiosa acerca de su alma, y rogándole que por favor le escribiera, y le dijera qué tenía que hacer para ser salva. El hombre cristiano le mandó el telegrama en lugar de escribir. ¿Por qué? Porque Dios quería darle paz a este joven. Dios es bueno; Dios es amor; Dios es luz; y Dios quiere bendecirte. Este fue un caso extraño, dirás tu; no creo que fuera más extraño que el del eunuco.
"Y el Espíritu dijo a Felipe: Acércate y júntate a este carro" (v. 29). Es muy agradable pensar que el Espíritu te guía a la persona precisa. Él siempre nos dirige a la persona indicada, si solamente nos sujetamos a Él, y listos, como Felipe, a marchar según las instrucciones del Señor. Bien, se acercó, y al marchar al lado del carro oyó leer al viajero. Dios no dijo, "Sube al carro." ¡Oh, no! Dios dijo, "Acércate y júntate a este carro." Veo al evangelista; corre y alcanza el carro. El hombre en el carro se halla muy interesado, y mientras que Felipe corre al lado le oye leer. ¿Qué estaba leyendo? "El pasaje de la Escritura que leía era este: Como oveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió su boca.
En su humillación no se le hizo justicia; mas su generación, ¿quién la contará? Porque fue quitada de la tierra su vida" (Hch. 8:32, 33; Is. 53:7, 8). En tanto que lee, de repente es sobresaltado por una voz, que nunca había oído antes, preguntando, "Pero ¿entiendes lo que lees?" (v. 30). Su respuesta fue muy sencilla: "¿Y cómo podré, si alguno no me enseñare?" Reconoce su ignorancia, y después hace otra cosa: "Rogó a Felipe que se sentara con él" (v. 31). Me gustaría si me invitaras a mí a hablar contigo; no lo hagas si en realidad no quieres. Si no quieres a Cristo, no me llames: Nada me da tanto placer como recibir una carta diciendo, "¿Podría tener media hora con usted? ¿Podría verle?"
Este hombre "rogó a Felipe que subiese y se sentara con él." Se hallaba ansioso. Si no hubiera estado en ansia, ¿sabes lo que le hubiera contestado?, "¿y qué le importa a usted para hacerme estas preguntas?" Este es el tipo de respuesta que se recibe de personas insensibles, cuando les preguntas acerca de Cristo. Dicen: "¿Qué derecho tiene usted a hablar acerca de estos temas? Yo me guardo estas cosas para mí mismo." Te diré por qué, amigo mío. Porque no tienen demasiado que guardar. Encuentro que las personas que se cierran tan pronto como se llega cerca de ellas, lo hacen debido a que no tienen demasiado dentro de ellas. Si hubiera mucho dentro de ellas, se derramaría. Siempre hallarás, en la persona que ha recibido la verdad de la gracia del Señor, que su corazón se expande hacia otros. Esto fue del mismo modo en el caso del oficial telegrafista; el hombre consiguió la bendición para sí mismo al pasar el telegrama por sus manos, y deseaba comunicársela a otros.
Toma este consejo de un hombre salvado: Si no estás salvado aún, deja que te lo ruegue, busca un cristiano verdadero, este es el tipo de cristiano a conseguir, y siéntale a tu lado. ¿Lo harás? ¡Oh, dirás, no creo que me gustara hacerlo! ¡Ah, entonces no eres muy inteligente! Toma una lección de la inteligencia del etíope; se toma un viaje de más de mil quinientos kilómetros para conseguir la verdad, y se halla dispuesto a tomar consigo a este desconocido, si tan solamente puede abrirle las Escrituras.
Bien, Felipe, tomó sitio a su lado, y después consideraron este pasaje de las Escrituras. Era un pasaje notable, en el capítulo cincuenta y tres de Isaías, un pasaje que describe el terrible rechazo de Jesús por parte de los judíos. "Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca." Solamente tenéis que volver a la historia del evangelio para ver el cumplimiento de esta profecía. Cuando Jesús fue llevado ante Pilato, no respondió nada ante Sus jueces. "En su humillación no se le hizo justicia." Se le trató con una gran injusticia. "Mas su generación, ¿quién la contará?" Todo el mundo le rechazó. "Porque fue quitada de la tierra su vida."
El eunuco no comprende las Escrituras, y ahora le pregunta, "Te ruego que me digas: ¿De quién dice el profeta esto; de sí mismo, o de algún otro? Entonces Felipe, abriendo su boca, y comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús." Fue un buen comienzo, un hermoso punto de partida para el evangelista. Las Escrituras señalan al mismo momento en que el Señor, muriendo en la cruz, estaba llevando la maldición y el pecado del hombre sobre Sí. Empezando por esta Escritura, le "anunció el evangelio de Jesús." No tengo duda alguna de que fue entrelazando la historia a través de las otras Escrituras; porque nada ayuda al hombre a comprender un pasaje de las Escrituras como otros pasajes. Es todo ello la Palabra de Dios, y no se puede exagerar el valor de la Palabra. Es toda ella sagrada, y si tienes que tratar con almas que dudan, no les dejes otra cosa sino las Escrituras, y de ello en abundancia.
Él "comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús." ¿Por qué Jesús? ¿Por qué no Cristo? Presenta ante él la gracia personal de Aquel que lleva el Nombre. Jesús significa, Jehová el Salvador; y qué maravilloso despertar fue para aquel prosélito pagano. Él había subido a Jerusalén para hallar la luz y el conocimiento de Dios, pero solamente halló formalismo y ritualismo. Y aquello no satisfizo su corazón. Pero ahora Felipe le cuenta acerca de Jesús, el Hijo de Dios, que vino a la tierra a sufrir y a morir por los pecadores y que, antes de Su nacimiento, recibió el Nombre de Jesús—"Llamarás su Nombre Jesús, porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados." Felipe desarrolla ante él cómo Jesús vino a este mundo para poder salvar al hombre. Le abre las Escrituras, y le predica a Jesús. ¡Es un Nombre atrayente, el nombre de Jesús! ¿No ha sonado aun como una nota dulce en tu corazón? ¡Ah, el Nombre de Jesús; piensa de la gracia de Su vida, de Su vida santa, sin mancha, sin pecado! ¡Piensa de lo que significó Su muerte; piensa de cómo Él se dio a Sí mismo en amor por ti y por mí!
Le contó acerca de Jesús—Jesús el Salvador. Amigo, quiero contarte acerca de Jesús; es a Jesús a quien necesitas, y es Jesús quien te quiere, y Jesús solo quien puede salvarte. Jesús era la respuesta al profundo dilema del corazón del eunuco. Es decir, no había hallado nada en Jerusalén, y no podía comprender las Escrituras; pero aquí se le desarrolla la historia del nacimiento, de la vida, de la muerte, de la resurrección, y de la ascensión de Jesús; sus ojos son abiertos, y la luz penetra en su alma. Empieza a comprender la verdad. Todo lo que él buscaba, lo halló envuelto en la persona de Cristo. ¡Oh, el bendito Nombre, el Nombre lleno de atracción—Jesús! ¿Es él atractivo para tu corazón? ¿Amas tú el Nombre de Jesús? Si eres un cristiano, el Nombre de Jesús te es muy precioso. Si no eres uno de los hijos de Dios, sabes muy poco acerca de Él. Pero te pregunto esto: ¿Qué vas a hacer con este gran Salvador? ¿Vas a inclinarte a Jesús? ¿Vas a rendir tu corazón a Jesús? ¿Se está acercando el día en que rendirás gozosamente tu corazón a Él? Te pido que Le recibas hoy, porque no puedes decir qué es lo que va a ser el futuro en la historia de tu alma.
Conviene conocer a Cristo como tu Salvador; y estoy seguro de que, si te hubieras encontrado al eunuco un poco más tarde, unos pocos kilómetros más abajo por aquel camino arenoso, y le hubieras preguntado acerca de Jesús, te hubiera contado una historia maravillosa del gozo que le daba el conocimiento de aquel Salvador. Al seguir ellos su camino, no dudo de que Felipe le contó mucho al eunuco acerca de la muerte y ascensión de Jesús, así como de la expiación que había cumplido; cómo había destruido el poder de Satanás, y había quitado el pecado; y cómo la tumba había sido abierta, y la piedra había sido quitada, no para dejar salir a Jesús, sino para permitirnos mirar adentro para ver la prueba y el trofeo de Su victoria. Los lienzos enrollados nos dicen que venció a la muerte. Esto, y mucho más, le contaría Felipe. Entonces, llegaron a "cierta agua," y ¿qué dice el hombre? No leo que Felipe dijera nada acerca del bautismo, pero el eunuco dice, "Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?" Bien, ¿qué quería decir con esto? Había oído de la vida y de la muerte del Señor, y se había enterado de que el Señor había ido a la tumba y que había resucitado de nuevo. Parece estar diciendo: "Él vino a esta escena por mí, y ha salido de ella por la muerte; ahora quisiera identificarme con Él, aunque solamente sea en la figura del bautismo. En esta agua quisiera que Su Nombre fuera puesto sobre mí." Esto es lo que el eunuco vino a decir en la práctica, al alistarse del lado del rechazado Jesús. Tomó su posición—"Quisiera ser marcado desde este momento como un hombre que tiene el Nombre del Señor Jesús sobre sí. Este era el significado de ser bautizado. El eunuco tomó el Nombre de Cristo sobre sí, y llevó la Palabra a su propio país, Etiopia.
No se dice que Felipe le dijera que se tenía que bautizar. No, pero el corazón del hombre estaba en correcta afinidad, y aprendió la verdad con facilidad. Al salir del agua, leemos que "el Espíritu del Señor arrebató a Felipe." Es indudable que se trató de una intervención milagrosa de parte del Señor; y es de señalar que no fue solamente el eunuco que presenció esto. Aquel hombre no estaba conduciendo su propio carro aquel día; alguna otra persona lo hacía. Él tenía un buen equipaje, y es de pensar que había una buena cantidad de siervos que le acompañaban. Es una cosa buena cuando alguien en autoridad toma su postura por Cristo: Se verá después cómo una bendición cae también sobre los siervos.
Y, ¿Qué es lo que se dice después? "El eunuco no le vio más, y siguió su camino gozoso." Puedo decir honradamente que he seguido mi camino gozosamente por treinta y siete años desde que el Señor me salvó; y si recibís al Señor, podréis también iros con gozo. Adquirís en vuestra alma el sentimiento—el Señor me ha amado, y me ha salvado por el valor de Su obra expiatoria. Si así lo hacéis, y creéis la Palabra de Dios, entonces podréis andar vuestros caminos con gozo. Dejadme deciros esto: el cristiano es el hombre que verdaderamente tiene derecho a ser feliz. Sé que hay gente que me dice: La cristiandad es muy aburrida. ¡Aburrida! ¡En tu vida nunca cometiste un error mayor! Recuerdo a una dama que seguía mucho al mundo, y que un día me visitó y me dijo que quería venir a Cristo. Algunos días después volví a encontrarla, y le pregunté, "¿Ha venido usted a Cristo?" Parecía todo lo contrario de feliz. "Estoy intentando dejar el mundo," dijo ella. "Solamente esto," le dije yo, "usted no ha venido a Cristo." "Bueno," dijo ella, "he hecho una especie de profesión de Cristo, pero no me encuentro feliz. Esto no es todo. Si uno rinde su corazón a Cristo, y cree en el evangelio, entonces podrá andar su camino gozándose, igual el eunuco o el hombre que se está dirigiendo ahora a vosotros, debido a que cada cristiano sabe que se halla salvado por medio de la sangre de su Salvador, y por ello con derecho a gozarse en el Señor.
La verdad es, que Cristo ha muerto, y ha resucitado otra vez por nosotros, y que el cristiano vive en el Salvador ascendido. ¿Qué es lo que le da gozo y paz a una persona? Contemplar a Cristo, alimentarse de Cristo, y habitar en Cristo. No hay nada más bendito que ser un cristiano directo—lo que yo digo un cristiano con convicción. Le dije hoy a un estudiante de medicina: "Querido amigo, no tienes convicción." Y él me dijo, "Creo que está usted plenamente en lo cierto, doctor; no hay fervor ni impulso en mí." Un hombre sin convicción, como ya sabéis, es algo impotente. No hay fervor, ni rigidez, ni energía en él. Lo que se precisa es el espíritu que dice: Déjame saber lo que tengo que afrontar, y por gracia lo afrontaré.
Si has sido convertido, joven, enseña tus colores. Dices que al eunuco le fue todo muy bien, que nadie le vio. No estoy de acuerdo contigo ahí; estoy seguro de que una buena cantidad de gente le contempló, y, lo que es más, de que él vino a ser el que llevara a su país el evangelio, porque no se puede dudar de que el evangelio entrara allí. ¿No sería una cosa muy feliz, amigo mío, si tú llevaras el evangelio a donde vives? Permíteme que te aliente. Decídete a creer esta noche; confía en el Señor Jesús, y confiésale. Recuerda "que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios Le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación" (Ro. 10:9,10). Si fueras a hacer esto, te irías por tu camino gozoso.
El dilema de este ministro etíope ya se ha resuelto. Jerusalén no le dio nada, excepto las Escrituras. De ellas oye acerca de Jesús, cree en Él, lo confiesa, y da testimonio de Él, y después va por su camino gozándose. Que Dios te dé a ti, amigo mío, que hagas exactamente lo mismo.

Capítulo 8: La vida eterna — cómo conseguirla

Juan 5:20-47
OBSERVAD las palabras del Señor, al final de este capítulo, donde dice: "Porque si creyeseis en Moisés, Me creeríais a Mí, porque de Mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a Mis palabras?" Vivimos en un día en el que la gente cree que lo que Moisés escribió no se debería de aceptar. Hay dudas acerca de sus palabras. Solamente quiero deciros, antes de que nos ocupemos del tema que tengo en mente, que el Señor Jesús pone el sello de Su aprobación sobre los escritos de Moisés, como Él dice: "No penséis que Yo voy a acusaros delante del Padre; hay quien os acusa, Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Porque si creyeseis a Moisés, Me creeríais a Mí, porque de Mí escribió él." Observad esto: dice de una manera clara que Moisés escribió de Él. No me digáis que Moisés no escribió aquello que lleva su nombre, porque ¿estaba acaso Cristo equivocado al decir lo que dijo? no creo que el Señor Jesús se equivocara. ¡Claro que no! Y Él dice, Moisés escribió acerca de Él. Digo esto porque vivimos en una época en la que existen tantas dudas con respecto a la autenticidad de las Escrituras, y muchos jóvenes quedan atrapados en esta trampa de Satanás. Será cosa buena para vosotros si disipáis vuestras dudas. Nuestro Señor dice, con toda Su autoridad: "De Mí escribió Moisés. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a Mis palabras?" (vv. 46, 47). ¿Hemos de dar crédito a Cristo, o no?
Ahora, el punto que quisiera apremiar sobre vosotros es el valor de la palabra del Señor Jesucristo. Creo que es importante observar estas palabras. "Si no creéis a sus escritos (los de Moisés) ¿cómo creeréis a Mis palabras?" ¿Creéis en los escritos de Moisés?
Contestáis, "tengo mis dudas." Gracias a Dios que yo no las tengo. Estoy bien seguro de que el Señor Jesús, la Verdad Eterna, el Hijo del Padre, sabía exactamente lo que estaba diciendo cuando lo afirmó de una manera tan clara—que los escritos de Moisés daban testimonio de Él. Moisés era un testigo, un testigo distintivo, de Cristo: y encontraréis que las Escrituras del Antiguo Testamento están en pleno acuerdo con lo que llamamos el Nuevo Testamento, mientras que las Escrituras del Nuevo Testamento arrojan gran luz sobre el Antiguo. El Nuevo Testamento, si se toma correctamente, arroja una luz maravillosa sobre lo que Dios nos ha dado en figuras, tipos, y sombras en el Antiguo Testamento.
Pero alguien podría decir, ¿Cuál es el propósito del Antiguo Testamento? En realidad, es el libro de las figuras de Cristo. Podrás hallar allí, si buscas, lo que exhibe, mediante ilustraciones, las más preciosas verdades con respecto al Señor Jesucristo.
En el capítulo que tenemos ahora ante nosotros, el Señor aduce cuatro testigos de Sí mismo, y es de la máxima importancia que prestemos atención a lo que el Señor Jesús dice. (1) Juan el Bautista fue testimonio de Él: "Vosotros enviásteis mensajeros a Juan, y él dio testimonio de la verdad" (v. 33). (2) "Mas Yo tengo mayor testimonio que el de Juan; porque las obras que el Padre Me dio para que las cumpliese, las mismas obras que Yo hago, dan testimonio de Mí, que el Padre Me ha enviado" (v. 36). Otra vez, "También el Padre que Me envió ha dado testimonio de Mí" (v. 37). (4) Y, por fin, las Escrituras dan testimonio de Él: "Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de Mí" (v. 39). Pero Él añade muy solemnemente, "Y no queréis venir a Mí para que tengáis vida." Vosotros "escudriñad las Escrituras." Pero la vida eterna no se halla en las Escrituras: "Ellas son las que dan testimonio de Mí; y no queréis venir a Mí para que tengáis vida." Este cuádruple testimonio de Cristo bien podría convencer a cualquier corazón.
No tengo duda alguna de que Él estaba entonces dirigiéndose a un grupo de judíos caviladores. Espero que no estoy dirigiéndome a un grupo de caviladores. No creo que muchos de vosotros jóvenes sois de aquel tipo desesperanzado, que desprecian la gracia y que rechazan la verdad. Espero y creo que tengáis un deseo verdadero de aprender lo que cubrirá la necesidad de vuestras almas, para el tiempo y la eternidad. Creo que estáis en un deseo vivo. Yo lo estoy, por la gracia; y espero mostraros que el conocimiento de Cristo es de una importancia trascendental. Ahora bien, hay muchos jóvenes que creen que hacerse cristiano es algo de poca monta. Yo digo que es la cosa más grande posible llegar a ser cristiano; y no podría haber un mejor momento para llegar a ser cristiano que cuando uno es joven. ¿Por qué? Porque, si Dios te guarda, tienes mucha vida por delante, y qué mejor será que dedicar esta vida en el servicio del bendito Hijo de Dios, que dedicarla a una rutina de pecado, vaciedad, y placeres insatisfactorios, que nunca dan ninguna bendición verdadera al alma, incluso aunque al final de vuestros días os podáis volver al Señor. No creo que ninguna persona que se convierte a Cristo en las últimas horas de su vida pueda mirar hacia atrás con placer.
¿Hay alguna persona aquí que diga, "me dedicaré a las cosas de la carne y del diablo hasta que esté a punto de ser quitado del mundo, y después me volveré a Jesús"? ¿Y qué es lo que Le darás entonces? Le darás la escoria de una vida malgastada. ¿Qué piensas de esto, tú mismo? Sé lo que piensas. Juzgarías que el que hiciera esto es un completo cobarde. No obstante, tal es la gracia de Cristo, que incluso en este caso serías recibido. Él dice que no va a echar fuera a nadie que vaya a Él. Lo que yo quiero ahora es que lleguéis a poseer a Cristo como un Salvador presente, vivo, amante. Podéis tenerle, amigos míos, aquí donde estáis, ahora mismo.
Podéis ahora tener el conocimiento de la vida eterna, y podéis marchar por vuestra vida en el servicio dulce y feliz del Señor, y en el goce de Su amor; y podéis confiar en esto: la posesión de una buena conciencia es una gran cosa; y la posesión de la vida eterna es una cosa maravillosa. Estar al servicio de Cristo es infinitamente mejor que estar al servicio del diablo.
El dios de este mundo conoce a todas sus tropas; conoce a todos sus súbditos. Admito, amigos míos, que él os pueda mantener en paz, y que no os haga conscientes de su gobierno; pero nuestro Señor dice, "Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee" (Lc. 11:21). Y ¿quién es el hombre fuerte? El diablo. ¿Y cuál es su palacio? El mundo. Y ¿quiénes son sus bienes? Los pecadores. Yo antes era de él. ¡Gracias a Dios, ya no lo soy! Si tú no estás del lado del Señor, eres del maligno. Cada uno de nosotros se halla marcado. ¡Ah, pero a ti no te gusta reconocer este contraste! Puedes estar bien seguro de esto: Dios conoce a los que son Suyos, y el diablo conoce a los que son suyos. Si, es muy sencillo. O estás del lado de Dios, o no. ¿En qué lado te hallas? Si no estás al lado del bendito Señor, te apremio a que tengas que ver con Él ahora. Porque, recuerda esto bien, tendrás que hacerlo una u otra vez. Cada persona que me está leyendo tendrá que ver con el Señor Jesucristo tarde o temprano. Puede que sea hoy. Puede que mañana. No tienes contrato para tu vida. Puedes haber alquilado tu casa, o tu habitación, por un mes. Pero no hay contratos para la vida presente y no puedes decir cuándo vas a pasar a la eternidad. Ya entonces, o ahora, tendrás que tratar con Aquel cuyas benditas palabras tenemos ante nosotros. Te ruego que las escuches. ¡Oh, escucha las palabras del bendito Señor! Es de una inmensa importancia dar oído a Su voz.
Podrás observar que nuestro Señor habla de dos horas en este quinto capítulo de Juan. "De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán" (v. 25). Otra vez: "No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán Su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida, mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación" (vv. 28, 29). Aquí tenéis expuesto el contraste absoluto entre las dos horas: la hora de la gracia, y la hora del juicio. ¡Recuerda! Hay una gran diferencia entre la "resurrección de vida," y la "resurrección de condenación." Es una creencia común que va a haber una resurrección general el día de mañana. No es esto lo que enseñan las Escrituras: no hay resurrección general. Hay dos resurrecciones; la resurrección de vida, y la resurrección de juicio. "Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección," dicen las Escrituras (Ap. 20:6). Las dos resurrecciones se hallan separadas por lo menos por un tiempo de mil años. No hay duda alguna acerca de ello. En Apocalipsis 20:4, 5, los santos resucitados se mencionan como viviendo, y reinando con Cristo por mil años; y después leemos: "Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años." La primera resurrección toma lugar antes del reino milenial del Señor Jesucristo, y la segunda resurrección después del final de este reinado. Ten la completa certeza de que el Señor Jesús ha de reinar aún. Él es Rey de reyes, y Señor de señores, y Él va a reinar sobre la tierra. El primer hombre la perdió; el segundo Hombre la redime. El primer hombre introdujo en ella la maldición; el segundo Hombre, el último Adán, eliminará esta maldición, e introducirá una bendición universal cuando venga como Rey a reinar.
La resurrección de vida, y la resurrección de condenación, son tan diferentes como la luz y la oscuridad. La resurrección de vida es la parte de la persona que tiene a Cristo, y si muere, cuando Jesús venga de nuevo, es resucitado a vida. La persona que ha vivido y muerto en sus pecados y que no ha conocido a Cristo, es resucitado para condenación. ¿Y qué va a ser esto? ¡Oh! No os enfrentéis a ello. No os arriesguéis a ello. Deteneos, amigos, os lo imploro, no os arriesguéis a ello. No intentaré delinearlo, pues ¿cómo podría? Ninguna lengua humana puede describir aquel terrible momento cuando Dios resucite al hombre para juicio. Suficiente que se trate de una resurrección para juicio, y que todo hombre sensato debería huir de tal cosa. Toda persona que tiene sus sentidos ejercitados delante de Dios huirá de ello. La resurrección para vida es una resurrección para bendición. Constituye el momento en que el Señor vendrá, y sacará de la tumba a Su propio pueblo, comprados por Su propia sangre y que, por la gracia, Le han hallado como el Salvador de ellos. La resurrección de juicio será cuando los incrédulos se hallarán delante del Gran Trono Blanco, y serán juzgados según sus obras.
¿Creéis por un momento que una persona que ha pasado su vida en pecado no será juzgada? ¿Cómo podrá librarse el día del juicio? ¿Cómo podrá librarse entonces, si la cuestión de sus pecados no ha sido resuelta y no ha recibido perdón? Todo el espíritu del evangelio de nuestro Señor Jesucristo hace esto imposible; porque la gran verdad del evangelio es que, después de que el pecado entrara en la escena en la que el hombre había caído, y antes de que Dios la vaya a juzgar, Cristo ha irrumpido, y ha llevado sobre Sí aquel juicio. Por ello el creyente nunca cae en este juicio, exactamente como afirma nuestro pasaje. Jesús dice: "De cierto, de cierto os digo: el que oye Mi palabra, y cree al que Me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida. De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán" (vv. 24, 25).
¿Y cuál es el resultado de oír al Hijo de Dios? "Y los que la oyeren (la voz del Hijo de Dios) vivirán." ¿Qué tipo de vida? ¡La vida eterna! ¡No la vida en esta escena! Esta ya la tienes, pero has perdido el título a ella. No puedes decir cuánto tiempo vas a disfrutarla. Gracias a Dios, el creyente tiene la vida eterna. En aquel versículo 24 nuestro Señor Jesucristo nos manifiesta el presente, el pasado, y el futuro. Acerca del presente, nos dice, "El que oye Mi palabra, y cree al que Me envió, tiene vida eterna." Después, por lo que toca al pasado, le dice al creyente que "ha pasado de muerte a vida." Y, contemplando al futuro, "no vendrá a condenación." Todo el horizonte del alma queda cubierto por este solo versículo. ¡Qué hermoso! ¡Qué sencillo! "El que oye Mi palabra, y cree al que Me envió." ¿Oigo yo Su voz? ¿Oigo Su palabra? ¿Creo que el Padre le envió? Yo sí, desde lo profundo de mi corazón, y confieso que Él es lo que Él dice ser. Le confieso como el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre. Confieso mi necesidad de Él, y mi fe en Él. ¿Y quién Le envió? El Padre envió al Hijo. ¡Qué cosa tan maravillosa que el Padre, el Padre Eterno, enviara a Su Hijo para ser el Salvador del mundo! Sí, así es como la Escritura lo dice: "El Salvador del mundo." ¡Verdad maravillosa y asombrosa! Sí, el Padre envió al Hijo para que fuera el Salvador del mundo, y el Hijo fue a la muerte para sacarme a mí y a ti de ella. Murió en la cruz, y presentó Su propia sangre preciosa como expiación por el pecado, para que el hombre pudiera ser lavado en aquella sangre preciosa, y presentarse ante Dios, en toda su eficacia limpiadora, como el receptor de la vida eterna.
Observad que el Señor dice aquí. "El que oye Mi palabra, y cree al que Me envió, tiene vida eterna." Lo que aquí se trata es una vida poseída. Y, ¿cuál era nuestro estado antes de obtener esta vida eterna? Muerte. Observad esto. Podéis tener vida natural; lo admito. Podéis tener mucha vida natural. Quizás se trate de una vida tal que no quisierais publicarla. Es muy probable que no os gustaría que la gente supiera los hechos y actos de vuestra vida. Esto no es lo que a mí me concierne. Dios lo sabe todo esto. Amigo mío, mira aquí, no tienes vida espiritual; pero el Evangelio de Juan pone ante nuestros ojos la bendita verdad de Jesús viniendo a este mundo, revelándonos a Dios a nosotros, y trayéndonos precisamente aquello de que carecíamos. Hay dos lados del que predicamos. Hay lo que llamo el lado positivo y el lado negativo. ¿Cuál es el lado negativo? El negativo es que mis pecados tienen que ser juzgados. ¿Y cuál es el lado positivo? Lo que me viene a mí, y que se hace mío en la Persona de Cristo. Voy a exponeros lo que quiero decir.
En la primera epístola de Juan leemos: "En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él." Él nos trae aquello de lo que carecíamos: vida. Este es el lado positivo. Pero después añade: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados." Aquí tenemos el aspecto negativo—nuestros pecados. Cristo nos quita los pecados que teníamos. Veis que el evangelio, cuando llega al hombre, de lo primero que le habla es de sus pecados. Esto es naturalmente la primera cosa. Cuando una persona es tocada por el Espíritu de Dios, es avivada y despertada, de inmediato piensa en sus pecados. ¡Y muy bien que así sea! Piensa acerca de tus pecados, pues tienes pecados. Eres un pecador, y debieras saber que has pecado. La primera cosa que ha tocado es tu conciencia, y es una bendición cuando la conciencia te dice: "Tú eres un pecador."
¿Pero qué hace la gracia de Cristo por mis pecados? Los veo borrados en Su propia preciosa sangre. Mi conciencia me acusa de pecado, y a continuación viene el pensamiento: no tengo una vida apta delante de Dios; no tengo nada apto para Dios. Quedo consciente de que estoy muerto delante de Dios, y entonces oigo, "En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él." Dios tiene el propósito de darte vida, vida eterna; y, observa, "la dádiva de Dios es vida eterna." No puedes conseguirla ni ganarla por tus propios esfuerzos. No la puedes comprar, ni te la mereces. Pero Dios nos la da.
Sé que la paga del pecado es la muerte, pero ¿qué veo? Veo a Cristo, por decirlo de esta forma, recibiendo esta paga, a fin de que tú y yo podamos ser salvos. Veo a Cristo, y la obra que Él ha hecho en la cruz. Él ha llevado todo el castigo y la culpa del pecado, ha llevado nuestros pecados, los ha expiado, y, ¡gracias a Dios! los ha borrado. "Ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de Sí mismo para quitar de en medio el pecado" (Heb. 9:26). Mira, mira a Cristo crucificado. Allí mis pecados fueron llevados, y han desaparecido.
Ve, entonces, que, por el fruto de la cruz, Dios puede en justicia y libertad darnos vida, vida eterna. ¿Queridos amigos, tenéis vosotros esta vida? La persona que no la posea se halla en mal estado. ¡Qué frágil es la vida que tenéis! Precisamente esta semana alguien me dijo que un joven había muerto hace solamente una semana. Cayó enfermo. Se le hizo una pequeña operación, y ¡en tres días había pasado a la eternidad! Querido amigo, ¿no preferirías estar preparado para la eternidad? ¿Crees que serías peor persona si fueras un cristiano? Supón que vas a ser un médico: ¿Crees que vas a ser un peor médico por ser cristiano?
Pero, dirá alguno de vosotros, voy a entrar en un tipo de vida en el que no se puede ser cristiano. Bien, pues entonces sal de este tipo de vida; esto es todo lo que tengo que decir. ¿Para qué asegurar la condenación eterna de tu alma? Si no puedo dirigirme con Cristo al tipo de vida que voy a llevar, entonces tengo que salir de ella. Lo esencial es este: tienes que ir a la eternidad.
Tienes la eternidad ante ti. ¿Cómo la vas a pasar? ¿Y con quien la vas a pasar? Puede que tú no lo sepas. Yo sí sé cuál va a ser mi eternidad. Va a ser una eternidad con Cristo. ¡Gracias a Dios! Sé que tengo la vida eterna, y cada cristiano debiera saberlo, porque "el que oye Mi palabra, y cree al que Me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación," nunca será juzgado, "mas ha pasado de muerte a vida," dice el Salvador.
¿Y cómo viene esto a suceder? El Señor nos dice: "De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán." Esta hora empezó con Su propio ministerio en la tierra, y no ha acabado aun; aunque Él ya ha acabado Su obra de redención, y está ya a la diestra de Dios en la gloria. ¿Pero quiénes son los muertos? Todos los que no Le han oído ni creído en Él son los muertos. Aquellos que sí, viven porque "los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán." Nada podría ser más sencillo, ni más seguro. "De cierto, de cierto," estas palabras constituyen un buen cimiento sobre el que asentar la fe. No es con frecuencia que encontramos esto en las Escrituras; en pocas ocasiones utilizó Jesús estas palabras. Llego a la conclusión de que Jesús nos está apremiando a que Le escuchemos. Verdaderamente son excelentes los resultados de oír la voz del Hijo de Dios. "Aquellos que la oyeren [la voz del Hijo de Dios] vivirán." Bendito es el hombre que ha oído la voz del Hijo de Dios. Yo he oído Su voz ¿Tú también puedes decir: "Yo sí he oído la voz del Hijo de Dios hablándome en estas reuniones. Vinieron por medio de labios humanos, pero fue Su voz la que oí, la voz del Hijo de Dios. Su palabra se hundió en mi corazón, y he sido despertado"?
Es importante señalar la diferencia en el carácter de las dos horas que nuestro Señor menciona aquí. Durante la primera, vivifica, dando vida por Su palabra: "Porque como el Padre tiene vida en Sí mismo, así también ha dado al Hijo tener vida en Sí mismo." Y, además de esto, el Padre también Le ha dado "autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán Su voz; y . . . saldrán." Hay una segunda hora, la hora del juicio. ¿Supones que la paciencia de Dios va a durar siempre? ¿Acaso crees que la primera hora no tiene fin, y que la longanimidad de Dios con el pecado del hombre va a ser infinita y eterna? No os equivoquéis, que la primera hora está a punto de ver su final. "La paciencia de nuestro Señor es para salvación" (2 Pedro 3:15); pero el reloj de arena será girado. Cuando haya de ser solamente lo sabe Dios; pero su giro introducirá el juicio en lugar de la gracia. Dios te está dando ahora la oportunidad de ser salvo. Escucha lo que el Señor Jesús te dice: "Mas digo esto para que vosotros seáis salvos" (v. 34). ¿Estás salvado? ¡No todavía! ¿Acaso no quieres salvarte? Él tan solo quiere que seas salvado. ¿Cómo puedes ser salvo? Solamente por Él. ¿No valen las buenas obras? Un hombre muerto no puede trabajar, y así es como tú estás. Las obras no pueden salvarte. ¡Este es un error grave!
Recuerdo la época cuando no estaba convertido. Empecé a pensar en mi alma, y pensé que tenía que hacer algo. Me acostumbré a trabajar intensamente en el estudio de la Biblia, lo que yo creía ser una obra meritoria. Traté de llegar a dominar las profecías de Isaías; pero pronto me cansé de ellas. Solamente era yo un pobre muerto, tratando de conseguir por las obras una salvación que no poseía. Estaba muerto cuando empecé, y estaba muerto cuando acabé. Naturalmente que fracasé, pero Dios intervino, y el Hijo de Dios me habló poco después. Bendito sea Su Nombre, oí Su voz. ¿La has oído tú? ¡Oh, amigo mío, óyela ahora! "Viene la hora, y ahora es." Esta es la hora de la gracia. Es una hora que Dios ha alargado, lo admito. Toma la figura del reloj de arena. La hora de la gracia de Dios ha estado transcurriendo desde el momento en que Cristo habló entonces. Su muerte, resurrección, y ascensión a la gloria han tenido todas ellas lugar, y todavía continúa aquella hora. Pero ya casi está por terminar, y nuestro Señor dice que se está aproximando otra hora, y ¿qué sucederá entonces? El reloj de arena se invertirá, y lo que ha sido la hora de la misericordia y de la salvación se transformará en la hora del juicio. ¿No crees que es una gran misericordia que el reloj de arena no gire aun, debido a que todavía no estás salvo? Cuando gire, el incrédulo se hallará sin salvación, y sin la posibilidad de ser salvo. Pudiera girar esta noche. Entretanto, gracias a Dios, no se ha cumplido el tiempo, y existe aún otra oportunidad para ti y para cualquiera de llegar al Salvador, si es que todavía no lo hemos hecho. Si no has venido todavía a Él, a Aquel que dice en el capítulo diez de Juan, "Yo soy la puerta," oye Su voz ahora. Puedes ser salvado esta noche si entras por Él. Cristo dice: "Yo soy la puerta." Ven, dice Él, entra por Mí. Es a Cristo que tienes que conocer. Es a Cristo que necesitas. Creo que muchos de vosotros tenéis un anhelo de descanso que el mundo no puede dar. Te voy a hacer una pregunta sencilla. ¿Te ha dado satisfacción el mundo? No. Encuentro a un hombre que dice, "Voy al baile mañana, y a alguna otra cosa el martes, y me gustaría algo distinto el miércoles—tengo que tener un poco de diversión." Un poco no es suficiente para mí. Tengo que tener algo que sea perpetuo; tengo que tener algo que sea perenne; y ¿qué es? La gracia y el amor de Cristo. Aquella gracia y aquel amor de Cristo llenan el corazón con paz y gozo. Quizás tú dirás, debe ser aburrido ser cristiano. Este es un gran error. Lo único que conozco que sea lleno de vida y sumamente gozoso es ser cristiano. Todo lo que se halla relacionado con Cristo es bendecido y duradero. Todo gozo terreno es transitorio. La risa del mundo es vanidad, porque "la risa del necio es como el estrépito de los espinos debajo de la olla. Y también esto es vanidad" (Ec. 7:6). Aquel fuego pronto se apaga, tal es el significado de este pasaje. La risa del necio es como el estrépito de las espinas ardiendo debajo de la olla, no hay durabilidad. No hay permanencia en aquello a que te dedicas. No hay durabilidad en los placeres del pecado. Solamente son por un poco de tiempo, y tendrás que sufrir las consecuencias de ello y su pena en la eternidad; pero el amor de Cristo llena el corazón de gozo en este mundo y en el venidero para siempre. Él te salva, y te hace saber que estás salvo.
Pero me dices, "¿No es presunción hablar así?" ¿Como puede tratarse de presunción, si es Él quien lo hace? Supongamos que alguien tuviera que saltar al agua para sacarte cuanto te estuvieras ahogando, ¿creerías que sería presunción de tu parte decir que debías tu vida al hombre que arriesgó su vida para salvar la tuya? La razón de que no te hallas seguro de tu salvación es debido a que has estado pensando que necesitas poner algo de tu parte para ello. Pero esto no va a funcionar. No has llegado al punto de ver que no puedes hacer nada en absoluto, y que tienes que descansar solamente en el amor y en la obra de Jesucristo. Hasta que me dé cuenta de que me hallo totalmente perdido, nunca dejaré de luchar. Permitid que ilustre lo que quiero decir. Un hombre había caído al agua. El puerto era profundo, y no había botes cerca. El hombre se estaba ahogando, porque no sabía nadar, y se oyó el grito en demanda de auxilio. Había un hombre, un gran nadador, que había salvado a muchos de morir ahogados, y le llamaron. "Jaime, te necesitan, hay un hombre en el agua." Cuando llegó al sitio, todo el mundo creía que saltaría de inmediato al agua. En lugar de ello, contempló tranquilamente al hombre, mientras que este se debatía. Allí estaba él en el agua, chapoteando, y utilizando todas sus fuerzas para mantenerse a flote. La multitud le gritó ansiosamente a Jaime, que se mantenía inmutable. "Ve, hombre, es una vergüenza. Este hombre se ahogará."
El hombre se hundió, pero volvió a salir, y cuando salió la primera vez, todavía estaba bastante fuerte. Podía chapotear bastante, y mostró bastante energía. De nuevo la multitud apremió a Jaime: "Cobarde" le dijeron. Pero Jaime permanecía impasible, y el hombre se volvió a hundir. Entonces Jaime se quitó la chaqueta y las botas. El hombre volvió a salir por segunda vez, y todavía luchó y chapoteó bastante. Al final levantó los brazos, agotado, y estaba a punto de hundirse cuando, rápido como una flecha, Jaime se lanzó a su lado, y le trajo a la orilla, salvándole así. Entonces le preguntaron, "¿Por qué no te lanzaste antes?" Su contestación fue sencilla: "Porque era demasiado fuerte; si me hubiera lanzado al principio, me hubiera arrastrado con él, y no hubiera podido sacarle fuera."
Esta es precisamente la dificultad que muchos tienen acerca de sus almas. Sois demasiado fuertes. Habéis estado haciendo demasiado. Creéis que tenéis que traer algo, y que tenéis que hacer algo. No es así. Vuestras fuerzas no valen, sois pobres pecadores, y tenéis que dejar que Jesús os salve. El evangelio es muy sencillo, y de gran bendición. ¡Escuchad! "Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a Su tiempo murió por los impíos" (Ro. 5:6). Todo ello es la obra de Cristo. No hay obras ni de tu lado ni del mío. La salvación es por la fe, y por la fe solamente, no por las obras. "Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia" (Ro. 4:5). Es la obra de Cristo hecha por nosotros que cumple con las demandas de Dios. Entonces viene la dulce palabra del evangelio, que me convence a mí, un pecador perdido, arruinado, e impotente, y después oigo la bendita voz de Cristo, diciendo, "Venid a Mí, que os haré descansar." Escucho, y creo, y, al creer, paso de la muerte a la vida. "De cierto, de cierto os digo: viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que oyeren vivirán." Recibes la vida, la vida eterna, del Hijo de Dios.
Pero hay otra hora que se está aproximando, y es una hora muy solemne, porque es la hora del juicio. ¿Llegará el cristiano a ella? Nunca. El cristiano no será juzgado. "El que oye Mi palabra, y cree al que Me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación [o juicio], mas ha pasado de muerte a vida" (v. 24). ¿Y por qué no será juzgado el cristiano? Debido a que el Salvador ya ha sido juzgado por él; y, por ello, como dice el Señor aquí, el hombre que cree en Mí no será juzgado, no vendrá a juicio.
En otra parte leemos, "Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús" (Ro. 8:1). La segunda resurrección es para el juicio, pero la primera resurrección es para vida. Entonces el Señor vendrá por Su propio pueblo, y rescatará a todos aquellos cuyos corazones se inclinaron a Él, no solamente de palabra, sino de realidad. ¿Hay un vínculo entre tu corazón y el Salvador que vive en la gloria? Si es así, Él dice, "El que oye Mi palabra, y cree al que Me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida." Por otra parte, la persona que no cree el evangelio se halla de camino al juicio. Es una perspectiva mísera, oscura. Si eres sabio, dirás sabiamente, "Cristo es para mí! Que otros hagan su elección como quieran, pero ¡Cristo para mí! Este es el lenguaje de mi corazón; y al creer en Él, Le oigo decir, "De cierto, de cierto os digo: El que cree en Mí, tiene vida eterna" (Jn. 6:47). Esto es totalmente inspirador de certidumbre. No solamente tiene este versículo un extremo superior e inferior, sino que además no tiene parte media: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él" (Jn. 3:36). ¿En qué parte del versículo te hallas tú? ¿En la mitad de arriba o en la mitad de abajo? Si en la de abajo, la ira de Dios está sobre ti; si en la de arriba, posees vida eterna. Asegúrate de dónde te hallas.

Capítulo 9: el deseo de un soldado; o, la oración y su respuesta

Hechos 10; 11:1-18
POSIBLEMENTE algunos de mis oyentes esta noche dirán que esta es una historia más bien larga, pero es una historia muy interesante. Si para ti no, amigo mío, para mí es profundamente interesante; y ello por la razón de que, en esta notable narración, el Espíritu de Dios nos describe la manera en que el evangelio de la gracia de Dios se mostró por vez primera a los gentiles. Tenéis que tener en cuenta que el judío se hallaba nacionalmente en relación con Dios, pero los gentiles—los paganos, porque éste es el sentido de la palabra—no tenían relación con Dios. Es a los tales que el Apóstol Pablo les dice: "Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Ef. 2:11, 12). Como gentiles no tenían vínculo con Dios, y por ello no se puede comprender este capítulo hasta que no se vea claramente que Dios estaba iniciando una nueva obra de gracia. Era el comienzo de algo totalmente nuevo en los caminos de Dios. Estaba enviando, y estaba decidido a enviar, el evangelio—las buenas nuevas de Su amor—más allá de los límites de Israel. Iba a proclamar las buenas nuevas de Su amor a naciones que nunca hasta entonces las habían oído.
No sé cómo os sentís, pero puedo decir, desde el fondo de mi corazón, ¡Gracias a Dios, que Él lo haya hecho así; porque resulta que yo pertenezco a los que han oído las buenas nuevas, y supongo que vosotros también. Si eres un judío, también el Salvador es para ti, pero aquí se proclama por vez primera que los gentiles tienen un Salvador y una salvación eterna, y se nos introduce en la primera compañía de gentiles que, como tales, oyeron y recibieron el evangelio.
El primer trofeo de gracia entre los gentiles fue este notable centurión, llamado Cornelio. Es evidente que era italiano, porque pertenecía a la compañía llamada italiana. Era un centurión romano, un hombre de carácter remarcable, pero viviendo entonces en Cesarea, que desde el punto de vista de los romanos era la base militar más importante. Estaba allí al mando de una compañía de soldados. Por una u otra razón este hombre se hallaba ansioso de conocer la salvación de Dios. Era un hombre que iba en pos de la luz, y nadie puede leer este pasaje sin quedarse impresionado por el hecho de que se hallara en un ansia tan profunda; al rojo vivo, como diría yo. Su carácter era bastante singular, para venir de un soldado romano, porque era "piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre" (v. 2).
¿Y qué sucede con el hombre que nunca ora? Dios puede salvar incluso al tal hombre, pero es interesante ver que este hombre estaba dedicado a la oración. No se dedicaba solamente a la oración, sino que resulta que estaba ayunando hasta la hora novena del día. Este hombre, como he dicho, se hallaba en un ansia profunda: no había roto su ayuno hasta las tres de la tarde. ¿Qué le pasaba? Había pasado su tiempo esperando en Dios para obtener luz. No es de asombrar que este hombre obtuviera bendición: se hallaba en una gran ansia, en una profunda ansia, delante de Dios. Quería obtener Su bendición, y la obtuvo. ¿Quieres bendición? Entonces, si es así, ¡ansíala!
Aquí veo el valor de la oración. No te diré que tengas que orar a Dios a fin de ser salvado: esto haría que tu salvación dependiera de tus oraciones, lo cual es falso. Pero cuando hallo a una persona profundamente despertada por el Espíritu de Dios, y es ejercitada delante de Dios acerca de su alma, veo que los anhelos de su corazón brotan en oración. No tiene mucha luz, pero puede orar. Quiere a Cristo: sabe que hay algo a tener, y que no posee. El centurión era un hombre, que en este momento estaba ya convertido, pero que aún no gozaba de paz con Dios. Había sido vivificado por el Espíritu de Dios, pero no conocía el evangelio. No era un formalista, un fariseo frío, dependiente de ritos y de ceremonias: era un hombre cuyo carácter externo, creo yo, se compararía favorablemente con el de cualquiera de los que nos hallamos en este auditorio esta noche. No sé si tú serás conocido como "piadoso y temeroso de Dios" con toda tu casa (observa esto con atención, porque posiblemente era una familia bastante grande) "y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre." Aquí tenemos a un hombre devoto, temeroso de Dios, benevolente, y de oración, y a pesar de ello no estaba salvado.
Pero, dirás tú, "si esto no salva a una persona, ¿qué la salvará? Ni esto ni mil veces esto. Esto no salva. Pero, dices, "usted ha dicho que era un hombre convertido." Si, creo que lo era; era un hombre que se había vuelto a Dios; pero cuando digo "salvado," utilizo la palabra con precaución. La utilizo, como se utiliza en el Nuevo Testamento, para significar a una persona que está en la libertad de la nueva creación: una persona que conoce la libertad de la gracia de Dios, que sabe lo que es ser llevado a Dios; una persona que sabe que tiene sus pecados perdonados, que ha sido aceptado por Dios, y que Le puede llamar Padre. Todo esto Cornelio no lo conocía. ¡Oh!—dirás tú—¿Puede un hombre estar convertido, y a pesar de ello no saber que está salvado? Hay cientos de personas que están verdaderamente convertidos, y que a pesar de ello no saben que sus pecados están perdonados. Es posible, amigo mío, que tú seas uno de ellos: has estado anhelando a Cristo y la luz por semanas y semanas; temes a Dios; estás con un profundo anhelo de poseer la bendición de Dios; le has dado la espalda al mundo; y a pesar de ello todavía no gozas de paz. ¿Por qué? Deberías tenerla. El hecho es que no estás sencillamente reposando en la obra acabada de Cristo, ni en el testimonio de la satisfacción de Dios por esta obra. Esto es lo único que da al alma una paz sólida.
Cornelio era un hombre que nunca había oído el evangelio, y al ser gentil el centurión era una persona que no tenía derecho, o, mejor dicho—creía no tener derecho—a la salvación. Él sabía que Jehová era el Dios de los judíos, y sabía que la salvación era de los judíos, e indudablemente se dijo, "Yo soy extranjero, y por ello no tengo derecho a ella." Veis, su propia justicia y honradez eran el origen de su angustia. ¡Considerad entonces cómo Dios se goza en encontrarse con este ansioso hombre! Considerad cómo Él desea encontrarse con el hombre que se halla en ansiedad. Él toma toda su carga, por así decirlo, a fin de traer libertad, y bendición, y paz a este hombre angustiado. Amigos míos, quisiera que conocierais el profundo interés que Dios se toma en la salvación del hombre. ¡Hombre mundano, tú que tan poco piensas en Dios, si tan solamente conocieras el amor de Su corazón, y el infinito interés que Él se toma en ti, tu corazón quedaría de inmediato capturado por Él!
¡Considera este capítulo! Él envía a Su ángel al angustiado hombre, y envía una visión a Su siervo orante, Pedro.
En este capítulo tenemos a Cornelio, por una parte, orando en Cesarea, y a otro hombre orando a unos sesenta y cinco kilómetros de allí, en el terrado de una casa. Los dos están siendo preparados por Dios para el mutuo encuentro. Él envía al ansioso hombre un ángel y le dice, por así decirlo: Sé lo que quieres, Cornelio; conseguirás lo que deseas. Y le dice a Pedro, por medio de la visión, en el terrado de aquella casa, "Quiero que te libres de tus viejos prejuicios judíos; tienes que echar a un lado todas tus viejas ideas y prejuicios, sácatelos de la cabeza, y tienes que ir y hacer lo que te ordeno." Así Él prepara al siervo, antes de que entre en contacto con aquel pobre gentil anhelante, a quien tiene que llevarle las noticias del evangelio.
Un hombre puede dirigirse a Dios, y su alma puede ser vivificada por el Espíritu de Dios, puede tener deseos santos, y puede temer a Dios, y a pesar de ello puede nunca realmente saber qué es el evangelio. Puede que me preguntes: ¿Qué es el evangelio? Creo que este capítulo te lo expondrá, pero, en resumen, permite que te explique qué quiero decir por evangelio. El evangelio que ahora viene de parte de Dios resulta ser el fruto y el resultado de la obra expiatoria del Señor Jesucristo, y, por Su gracia derramada ahora sobre la tierra, hay el ministerio del Espíritu de Dios, descendido del cielo, un testigo verdadero y bendito que habla de perdón, y de redención, y que te asegura de que, creyendo en el Señor Jesucristo, estás salvo, que tus pecados están perdonados, y que eres un hijo de Dios. Tú, como hijo de Dios, recibes el Espíritu Santo, que te introduce en el gozo y en la satisfacción que provee la cristiandad.
Mi idea de un cristiano es la de una persona que se halla rebosando de gozo desde el inicio hasta el final del año. Dirás tú: "No encuentro a muchos de estas características." Lo admito; pero es que no tienes los de las características correctas ante ti. Mira a Pablo: Le hallarás lleno de gozo y de paz. Pero tú dirás, "Él era un Apóstol." Ya lo sé, pero no fue precisamente su apostolado lo que le llenó de gozo, sino el conocimiento de Cristo habitando en él. ¿Y qué es lo que llenará tu corazón con gozo? ¿Qué es lo que ha llenado mi corazón de gozo durante estos treinta y siete años?
¡Cristo! Sí, y Él llenará vuestro corazón de gozo: Él perdonará vuestros pecados, aquí donde os halláis, y os salvará, y os hará saber que estáis salvados mediante la obra que Él ha cumplido por vosotros.
Veamos cómo Cornelio recibió la bendición. Se hallaba él en oración, y es evidente que vio una visión, alrededor de las tres de la tarde, de "un ángel de Dios [que] entraba donde él se hallaba, y le decía: Cornelio" (v. 3). Se atemorizó; y así sucede con toda persona cuando Dios se le acerca. Pecador: Te sentirás atemorizado cuando sientas que Dios se te aproxima. Jacob tuvo temor cuando Dios se le acercó aquella noche que se quedó solo a la orilla del río. Los pastores sintieron temor cuando los ángeles se les presentaron para hablarles del nacimiento del Salvador. Cornelio sintió temor. Todavía no ha habido un solo hombre que no sintiera temor cuando el Señor se le aproxima, debido a que la conciencia le dice a él—como me pasó a mí también—que el pecador en sus pecados no es apto para la presencia de Dios.
El ángel se dirige a Cornelio, y le dice, "Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios. Envía, pues, ahora hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro. Este posa en casa de cierto Simón curtidor, que tiene su casa junto al mar; él te dirá lo que es necesario que hagas" (vv. 4-6).
Y cuando Simón llega a aquella alma angustiada, ¿observáis lo que le dice que haga? "De este dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren, recibirán perdón de pecados por Su nombre" (v. 43). Lo que dice el mensajero al alma angustiada, cuando llega a su presencia, es: Cree en el Hijo de Dios; cree en Aquel que el mundo ha rehusado, y al que Dios ha tomado a la gloria. Le dice que todos los profetas dan testimonio de esta verdad bendita, que de Cristo él obtendrá el perdón de sus pecados, y que todo lo que tiene que "hacer" es creer en Él.
Bien, ¿qué encuentro yo que este hombre hace? El ángel se va, y Cornelio, ahora en una verdadera ansia de alma, llama de inmediato a "dos de sus criados, y a un devoto soldado de los que le asistían, a los cuales envió a Jope, después de haberles contado todo" (vv. 7, 8). ¡No mañana, no! Está bien claro que fue aquel mismo día. Salieron aquel día. Cornelio no fue como una gran multitud de perezosos pecadores de hoy en día, que van dejando la salvación de sus almas para mañana. Me encontré un día con un joven de este tipo. Hacía un par de semanas que un amigo suyo había muerto, y después de llegar a casa de vuelta del funeral, le dijo a un cristiano: "Este joven se convirtió en su lecho de muerte. ¿Cree usted en arrepentimientos en el lecho de muerte?" "Si," dijo el cristiano. "¡Ah!, esto está bien, Así lo haré yo." "¿Qué es lo que harás tú?", le preguntó su amigo. "Dejaré esto de ser cristiano hasta la hora de mi muerte." ¡Terrible insensatez! ¿Y si mueres súbitamente?
Amigo, ¿supondré que quieres convertirte algún día? No lo dejes para otro momento, no, no lo dejes para tu lecho de muerte. Hay solamente un arrepentimiento en lecho de muerte que hallamos en la Escritura, a fin de que nadie pueda confiarse en ello; pero hay uno, para que nadie desespere. Yo tengo poca fe en estas conversiones. Rowland Hill no las llamó conversiones de lecho de muerte, sino temor del infierno y de condenación en el lecho de muerte. No andaba muy desviado.
¡Ah!—dirás tú—yo creo en la bondad de Dios. Sí, Él es bueno, e infinitamente mejor de lo que tú puedas soñar, pero, ¿es esto una razón para que rechaces Su gracia, y dejes a un lado el asunto de la salvación de tu alma hasta el momento en que te halles en tu lecho de muerte? Si es así, eres como otro hombre insensato del que oí, y que era como tú. Fue dejando para más tarde el asunto de ir a Cristo, aunque pretendía ir a Él en el futuro, porque creía en la bondad de Dios. Le rodeaban amigos cristianos, y a menudo le trataban de persuadir para que fuera al Señor. Pero era como tú—amaba el mundo, y hubiera hecho cualquier cosa por el mundo. Su mundo se hallaba envuelto en las cacerías: no tenía otra preocupación sino cazar. Cuando sus amigos le apremiaban para que se volviera a Dios contestaba, "¿acaso no me bendecirá si voy a Él en mi lecho de muerte? Creo tanto en Su bondad que, si me vuelvo a Él en mi lecho de muerte, el Señor tendrá misericordia de mí; y entonces lo haré." Así calmaba su alma, si es que quedaba algo agitada por las palabras que se le decían. Un día estaba cazando: estaba montando un caballo verdaderamente bueno, y para no perder a los perros tuvo que saltar un seto. Su caballo saltó bien por allí, pero al otro lado se hallaba un rebaño de ovejas, que se asustaron cuando él saltó. Se lanzaron a derecha e izquierda, y el caballo se asustó. Tropezó, y echó a su montura. Al caer no se le oyó decir—"Dios, ten misericordia de mí"—¡nada de esto! Lo que dijo fue, "El diablo os lleve." Se rompió el cuello, y murió en el acto. ¡Oh! ¡Pecador moroso! Recuerda las últimas palabras de este hombre—tan parecido a ti—, que no fueron "Dios, ten misericordia de mí," sino "El diablo os lleve." El diablo no se llevó las ovejas, pero se llevó aquel día al impío jinete. Ten cuidado, amigo mío, que no te lleve a ti.
Bien, Cornelio puede darnos una buena lección aquí. Él manda en el acto a buscar, cuando se entera de que hay uno que puede explicarle el camino de la salvación. Esto era lo que él deseaba, y de inmediato despacha a sus siervos en su camino de alrededor de sesenta y cinco kilómetros, porque esta era la distancia entre Cesarea y Jope.
"Al día siguiente, mientras ellos iban por el camino y se acercaban a la ciudad, Pedro subió a la azotea para orar, cerca de la hora sexta." Es interesante ver cómo el Señor prepara a Su siervo en este capítulo. Le deja caer en un trance: No estaba dormido; estaba en un trance. Dios iba a enseñarle a Pedro una maravillosa lección, y contempla este asombroso lienzo que bajaba del cielo. Y observad que dice, "Y vio el cielo abierto." Hallamos el cielo abierto en cuatro ocasiones en el Nuevo Testamento.
¿Sabéis que el cielo está abierto precisamente ahora? Se abrió en una ocasión para que el Padre contemplara a Jesús sobre la tierra; para ver al Hombre en quien Dios tenía Su contentamiento (Mt. 3:16). En el séptimo capítulo de los Hechos se abrió para que la fe mirara hacia arriba, y ver allí a Jesús. Esteban dijo: "He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios" (Hch. 7:56). Aquí, Pedro "vio el cielo abierto, y que descendía algo semejante a un gran lienzo," y dice en el capítulo once, cuando relata la historia a la iglesia en Jerusalén: "Y venía hasta mí" (Hch. 11:5). Era una lección para él; y viene una lección del cielo para ti esta noche, que Jesús está dispuesto a salvaros allí donde estéis en este local. "Y venía hasta mí"—¿cuál era la lección? Que no hay límites a la gracia de Dios. Pedro "vio el cielo abierto, y que descendía algo semejante a un gran lienzo, que atado de las cuatro puntas, era bajado a la tierra, en el cual había de todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo" (vv. 11, 12). No tengo duda alguna de que Dios presenta aquí al hombre tal cual él es en sus características naturales, aunque salvado por la gracia, y tomado al cielo. La cuarta vez que se ve el cielo abierto es en el Libro de Apocalipsis, cuando el Rey de reyes viene a reinar, y todos Sus santos con Él (Ap. 19:11).
Pero Pedro dice ahora, "aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo." Dios lo vuelve a tomar, y esto es precisamente lo que sería de esperar; nada va al cielo sino lo que sale de allí. ¿Y cómo esperas llegar al cielo?, me preguntáis. Os lo diré. Mi Salvador vino por mí: Él derramó Su sangre al morir por mis pecados, y el Espíritu de Dios ha empezado Su trabajo de gracia en mi alma. Si no fuera así, no podría ir al cielo. No hay nada ni en ti ni en mí que nos haga aptos para ir al cielo. "Lo que es nacido de la carne, carne es", nos dice el tercer capítulo de Juan; esto es, el hombre tal cual es no puede entrar en el cielo; tiene que nacer de nuevo; tiene que haber una obra del Espíritu Santo en su alma, así como una obra efectuada en su favor por el Hijo de Dios sobre la cruz. El contenido de este lienzo muestra precisamente que no hay límites para la gracia de Dios. Su gracia encuentra y salva a los que parecen menos aptos, a los aparentemente menos adecuados.
La gracia de Dios prepara a Pedro para la obra ante él, pero no aprende la lección con mucha prontitud. No obstante, él halla que la bondad de Dios va a anular todas sus ideas anteriores, y que el bendito evangelio va a entrar en otras esferas que el judaísmo que él tenía en tan alta estima. Esta lección no la aprende de inmediato, porque "estaba perplejo dentro de sí sobre lo que significaría la visión" (v. 17). Pero, "mientras Pedro pensaba en la visión, le dijo el Espíritu: He aquí, tres hombres te buscan." Observad, dice que "le dijo el Espíritu." No es un ángel aquí el que habla. Cuando concierne los tratos con las almas, y de llevar la verdad a las almas, es el Espíritu el que habla. El Espíritu Santo le habla a Pedro, y ¿qué es lo que le dice? "He aquí, tres hombres te buscan. Levántate, pues, y desciende, y no dudes de ir con ellos, porque yo los he enviado" (vv. 19, 20). En el acto Pedro baja. Los hombres están a la puerta. Han hallado el lugar en el que vive Simón: están buscando al evangelista, y mientras tanto Dios ha estado preparando al evangelista para llevar Su mensaje a un alma ansiosa.
¡Ah amigo! ¿Te hallas angustiado? ¡Bien! Es un mensaje dulce el que tengo para ti—¡Perdón, Paz, Salvación! Nada hay que sea tan atractivo como la predicación del evangelio. Me han preguntado en varias ocasiones: ¿Por qué predicas? ¡Bien! Os lo diré con honradez. No puedo decir que fuera criado, instruido ni autorizado por los hombres para predicar, pero tengo el sentimiento, la conciencia, de que Dios me ama, y quiero que lo compartas. Esta es la razón por la que os he pedido que vinierais esta noche. En el momento en que conocéis lo que la gracia de Dios es, querréis que otros posean también este conocimiento. El mismo Cornelio ilustra esto, porque, cuando supo que iba a oír del camino de la salvación, invitó "a sus parientes y amigos más íntimos" (v. 24) para compartir las benditas nuevas con ellos.
Pero sigamos a Pedro en su descenso desde la terraza. Va a la puerta y les pregunta a los hombres: "¿Cuál es la causa por la que habéis venido?" (v. 21). Pedro me provoca mucho interés: a pesar de que es tan lento en su obrar. No se había dado plena cuenta de este nuevo cambio en los caminos de Dios. A esta pregunta los tres hombres replican: "Cornelio el centurión, varón justo y temeroso de Dios, y que tiene buen testimonio en toda la nación de los judíos, ha recibido instrucciones de un santo ángel, de hacerte venir a su casa para oír tus palabras" (v. 22).
Los caminos de Dios con las almas tal cual se presentan en las Escrituras son hermosos, y vosotros que sois cristianos, creo, disfrutaréis lo que ahora voy a relatar, si no habéis tenido antes conciencia de ello. Cuando Dios iba a enviar Su evangelio a los gentiles, ¿a quién selecciona Él como el primer vaso de Su gracia, por así decirlo, en el cual poner Su tesoro? No es un hombre escandaloso: no es un blasfemo, ni un maldiciente. Esto hubiera despertado la oposición judía. Selecciona a un hombre con respecto al cual los judíos habían pronunciado un veredicto de "buen testimonio," ya que era "varón justo y temeroso de Dios."
"¡Bien," dijo Dios, "ve a darle las buenas nuevas del evangelio a este hombre piadoso, Pedro!" Este es el hombre que Dios selecciona aquí. Si quedamos hasta el próximo domingo por la noche, veremos cómo Su gracia va a un hombre que no tiene nada que le recomiende.
Es hermoso ver cómo el Señor envía a Su mensajero a uno cuyo carácter externo era intachable: incluso los judíos daban buen testimonio de él, que era un hombre justo, y que temía a Dios, a pesar del hecho de que era un gentil y un romano, y muy posiblemente les oprimía en la ejecución de las leyes de su señor, el Emperador de Roma—a pesar de ello toda la nación decía que era un hombre justo. Cierto que no tenía el evangelio, pero ahora iba a poseerlo.
Pedro aloja a los forasteros por la noche, "y al día siguiente, levantándose, se fue con ellos; y le acompañaron algunos de los hermanos de Jope" (v. 23). Su actitud al llevarlos fue notable, porque no se debería decir que la precaución fuera la principal característica de Pedro; pero en esta ocasión, por razones patentes, no quiere ir solo a este tipo de asunto. Tres hombres vienen en pos de la verdad, y Pedro se lleva consigo a seis hermanos para que sean testigos de lo que fuera a suceder. He dicho a menudo que me hubiera gustado ser el séptimo hombre de bajar con Pedro aquel día, y ver la maravillosa inundación de bendición que estaba a punto de cubrir la casa de Cornelio. No conozco de nada más atrayente que la escena que hallo en este capítulo, al ir Pedro a esta casa de almas ansiosas: es una escena de lo más maravillosa.
Es evidente que era un viaje de dos días de Jope a Cesarea, y que habían pasado cuatro días desde el momento en que los hombres salieron en búsqueda de Pedro hasta que volvió con ellos a Cesarea. "Y Cornelio los estaba esperando, habiendo convocado a sus parientes y amigos más íntimos. Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirle, y postrándose a sus pies, adoró" (vv. 24, 25). Una cosa maravillosa por parte de un romano que hiciera esto, si a duras penas saludaban a los extraños, como bien se sabe. Pero aquí, Cornelio se postra literalmente a los pies de este mensajero que, bien lo sabía él, era el mensajero de Dios para su alma: Esto solamente demuestra el ansia que su alma sentía. "Mas Pedro le levantó, diciendo: Levántate, pues yo mismo también soy hombre" (v. 26). Tu eres un hombre, y yo también: nos hallamos al mismo nivel. "Y hablando con él, entró, y halló a muchos que se habían reunido" (v. 27). Siempre verás lo mismo. Cuando una persona se halla interesada en la verdad, sobre la cual no tiene las ideas claras, quieren que alguien más venga también para que ellos también lo oigan. No me sorprendería si hay hombres presentes que, aunque no se hallen con las ideas claras con respecto al evangelio, les hayan dicho a otros: "Venid con nosotros; vayamos a escuchar qué es lo que este predicador tiene que decir." Este es exactamente el caso de Cornelio: Él mismo no poseía la luz, pero podía decir, "Sé que voy a obtenerla: He recibido un mensaje de parte de Dios, y la luz va a venir," y de esta manera llena su casa de parientes y de amigos.
Pedro "halló a muchos que se habían reunido." He visto muchas audiencias, y he visto a muchas multitudes; pero, a decir verdad, la única multitud que atrae mi vista y que ensancha mi corazón es una multitud de hombres y de mujeres que quieran oír acerca de Cristo. A menudo la gente me ha dicho: "¿No ha visto todavía la galería de arte pictórico de este año, doctor?" "¡No!" "¿Por qué no?" "Porque no vería los cuadros que deseo ver." "Y, ¿cuáles serían?" "Le diré qué cuadros quisiera ver—uno sería de una compañía de santos felices gozando de Cristo, y deseosos de oír más de Él, y el otro sería de una compañía de pecadores ansiosos, anhelando encontrarle. Si se me puede mostrar estos cuadros, entonces iré."
En la Escritura que comentamos tenemos este hermoso cuadro—una compañía de almas ansiosas, esperando oír acerca de Jesús, y el predicador entra. Empieza con una palabra de explicación: "Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame común o inmundo; por lo cual, al ser llamado, vine sin replicar. Así que pregunto: ¿Por qué causa me habéis hecho venir?" (vv. 28, 29). Tengo que decir que nunca he comprendido esta pregunta del todo. No puedo comprender a un hombre que conoce la gracia de Dios y que, hallándose en presencia de una gente ansiosa, les pregunte. "¿Por qué causa me habéis llamado?" Creo que, si yo entrara en una reunión así, debería saber, y diría, "Se lo qué queréis: Queréis el evangelio: Quiera el Señor ayudarme a presentároslo."
Cornelio se levanta y le relata su historia. Simplemente le dice: "Un ángel me vino mientras que yo ayunaba, y oraba, y me dijo qué era lo que tenía que hacer, y lo hice de inmediato." Quizás alguno de vosotros pensarais que me iba más allá de la Escritura cuando dije que Cornelio había mandado a sus siervos de inmediato; pero no es así, pues leemos: "Así que luego (inmediatamente) envié por ti; y tú has hecho bien en venir. Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la presencia de Dios para oír todo lo que Dios te ha mandado" (v. 33). Me pregunto si estas palabras podrían aplicarse a la compañía aquí presente esta noche. Él tenía el sentimiento de que iban a oír de Dios, y que este siervo de Dios tenía que declarar Su mensaje.
"Entonces, Pedro, abriendo la boca, dijo: En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que Le teme y hace justicia. Dios envió mensaje a los hijos de Israel, anunciando el evangelio de la paz por medio de Jesucristo; este es Señor de todos" (vv. 34, 35). Pedro se hallaba evidentemente familiarizado con lo que había tenido lugar: que Cornelio y su casa habían oído algo de la verdad en relación con Israel; pero, como dije antes, fueran las que fueran las bendiciones o la herencia de Israel, Cornelio, como gentil, en su carácter honrado, sabía que no le pertenecían. Anhelaba la paz, pero creía que solamente el judío podía obtenerla. Pero ¿qué es lo que el evangelio trae a todos ahora? ¡La paz! Cuando el Salvador nació, aquel mismo día los mensajeros celestiales proclamaron: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres." ¡Qué regalo para almas cargadas y cansadas por el pecado! ¡Paz! Permite que te pregunte, ¿tienes paz? ¿Posees la paz? ¿Han sido perdonados tus pecados? ¿Estás bien con Dios? ¿Has puesto en claro que has escapado del juicio? Da respuesta a estas preguntas.
Ten cuidado con la falsa paz: No puedo negar que hay muchos que viven hoy en esta ciudad que poseen una falsa paz, porque "Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee" (Lc. 11:21). ¿Qué quiere decir el Señor por estas palabras? Creo que las comprendo. El palacio es el mundo, y el hombre fuerte, que tiene sus bienes en paz, es el diablo: él guarda sus bienes en paz. Joven, ¿nunca te has sentido preocupado por tu alma? "Ciertamente que nunca, y ¿por qué debería de estarlo?" Tu respuesta ilustra precisamente este pasaje de las Escrituras: "Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee." Permite que te diga, el diablo posee una armería desusadamente buena, muy diversificada, espléndida. No mantiene a todos de la misma manera. Sabe muy bien cómo guardar a cada uno. Él te dará lo que quieres.
El guardará a unos mediante el alcohol; a otros los atrapará con un paquete de naipes; a unos por los vicios; a otros los atrapará mediante los espectáculos o, quizás, mediante las novelas, o el amor por el oro, o por el poder de la concupiscencia, o mediante la atracción del conocimiento, o algo de este tipo. Quizás nunca hayas sentido dolor por tus pecados; ni lo sentirás si puede guardarte de qué pienses de ellos, y del hecho serio de que eres un pecador. Él intentará todo lo que pueda para impedir que tú seas despertado al hecho irrefutable de que eres un hombre culpable, o sea pecador, y por todos los medios en su poder tratará de robarte de la bendición de nacer de nuevo, y de ser llevado a Dios. Durante muchos días una persona puede andar en una falsa paz, creyendo que todo está bien, cuando todo está mal, porque, como bien dice este pasaje, "Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee." Esta es una falsa paz, el adormecedor canto para las almas engañadas por el pecado, y algunas veces ayudadas en su camino al infierno por una religión sin Cristo. ¡Gracias a Dios! si te hallas ahora preocupado por tus pecados y por tu estado perdido. Mucho mejor es para el hombre hallarse en angustia de alma ahora, y así recibir la paz que Dios da, que ir a través de la vida en la engañosa paz que el diablo administra, solamente para despertar en la eternidad con el terrible descubrimiento de que toda aquella paz era un fraude, y que el juicio de Dios contra el pecado es eterno.
Lo que tenemos ante nosotros en este pasaje es la paz de Dios—la paz por Jesucristo—la paz de los fatigados—la paz de los angustiados—la paz que solamente Dios puede dar. ¿Y cuál es? El conocimiento de que Dios no tiene nada contra mí, y de que no hay nada entre Él y yo; que las demandas de Su trono infinitamente santo han sido todas cumplidas con respecto a mí mismo, a mis pecados, y que puedo contemplar aquel trono con el sentido de que me hallo perfectamente apto ante él—que estoy dispuesto para estar ante él. Dirás tú, ¿cómo? ¿Debido a que está complacido con lo que yo he hecho? ¡No! Sino debido a la obra consumada por Cristo. El conocimiento de aquella obra me ha hecho ver que no hay nada en absoluto que se interponga entre el Dios infinitamente santo y el hombre infinitamente pecaminoso, cuyo pecado ha sido justa y definitivamente resuelto por la muerte expiatoria del bendito Hijo de Dios. Cristo tomó mi lugar en la muerte y en el juicio, para que Dios pudiera darme el Suyo en vida y gloria. Cuando este conocimiento entra al corazón, la paz, como un río, inunda el alma, y esta es la paz que he obtenido.
Pero me dirás, ¿No tiene nunca dudas? ¡Dudas! ¿De qué debería tener dudas? No dudo que por naturaleza soy un pecador culpable, impío, merecedor del infierno, y que hasta que Cristo me encontró me encontraba yendo hacia allí. No tengo duda ninguna acerca de esto. ¿Tienes tú alguna, con respecto a ti mismo? Pero, ya que la gracia me encontró y me salvó, por la obra de Cristo, ¿por qué debería tener ninguna duda? ¿Tienes algunas dudas, amigo mío? Si es así, espero que el Señor las deshaga en este momento. Si no eres salvo estás de camino al infierno; de ello ciertamente no puede haber duda alguna. Si la gracia no te libera del agarrón de Satanás y del poder del pecado, pasarás allí la eternidad. ¡Ah! dices tú, "yo no creo en tal lugar." Pues tendrás que creer en este lugar más adelante, observad esto amigos. Acerca de esto tendrás que cambiar de opinión, estad de ello seguros. Procurad que no sea entonces demasiado tarde.
Es una astuta estratagema de parte del diablo decirte que no hay juicio—ni infierno—ningún castigo más allá. El camino de Cristo refutó esta insensatez. Jesús, el Hijo de Dios, bajó del cielo a la tierra, y murió para librar a hombres como tú y como yo del infierno. Él pasó Su agonía en la cruz para poder rescatarme de las consecuencias de mi pecado, y ¡bendito sea Su Nombre, me ha rescatado! ¿Por qué no Le dejas que te rescate ahora? "Éste es Señor de todos." No solamente de los judíos, sino también de los gentiles. "Es Señor de todos." ¡Maravillosa palabra! Él es mi Señor: tiempo hubo en que servía a otro dueño y le servía con fidelidad, pero ahora he cambiado de dueño. Tiempo hubo en que tenía un mal señor, y él tenía un siervo muy obediente. Pero ahora tengo un Señor infinitamente bendito, y Él tiene un siervo muy inútil. ¡Gracias a Dios! Él es mi Señor. ¿Puedes tú decir lo mismo? No te avergüences de decirlo.
Una mujer joven vino el otro día, y me dijo, "Hace cuatro años y medio fui convertida por su predicación, pero me avergoncé de confesar a Jesús." "¡Avergonzada de Jesús! ¡Avergonzada del Señor! ¿Y de qué está ahora avergonzada usted?" le pregunté. "¡Ah!—dijo ella—estoy avergonzada de confesar que estuve avergonzada de reconocerle." ¿Estás tú, amigo mío, avergonzado de Jesús: avergonzado de reconocer a tu Señor: avergonzado de reconocer al Hijo de Dios? ¡Despierta! ¡Despierta! Hay un inmenso privilegio abierto para ti, el de estar del lado del Señor. "Pero," dirá alguien, "soy muy pecador." No importa: el pecador más manchado por el pecado puede ser salvado por la gracia de Jesús. Deja que te salve, y te libre, y te envíe por este mundo como un testigo de lo que la gracia puede hacer.
A menudo la gente cree que es una pobre cosa ser cristiano. Creo yo que es algo muy mezquino no serlo: esta es mi convicción más decidida, y aconsejo a todos los jóvenes a que sin más tardar se den a Él, y que se pongan a Su lado decididamente. No me gustan las cosas a medio hacer—un cristiano sin espinazo no es bueno para nada. Estos son como la sal de que nos habla el Señor, que no es buena ni para la tierra ni para el muladar (Lc. 14:34, 35). Hay muchos de esta clase en la iglesia profesante. No le hacen ningún bien a la iglesia, y hacen mucho daño a los mundanos, porque la inconsistencia y apatía de ellos alientan a los hombres a la incredulidad; de hecho, son piedras de tropiezo sobre las que los pecadores tropiezan y caen al infierno. Tienen demasiado del mundo para verdaderamente gozar de Cristo, y testificar de Él, y sus conciencias no les dejan ir totalmente al mundo. Esta mañana un joven convertido me decía, "Me gusta ver a la gente del mundo." "A mí también," le contesté yo, "ya que le puedes decir que el infierno es el final de su viaje." "Y señor," me dijo él, "me gusta también ver a un cristiano decidido." Esto es exactamente lo que me gusta. Lo quiero para mí mismo, y quiero que vosotros seáis, también, decididos.
Habiéndolo anunciado como "Señor de todos," Pedro pasa a relatar la historia de Jesús, y desarrolla tres grandes verdades—Dios con nosotros; Dios por nosotros; y Dios en nosotros. Primero de todo, halláis la verdad de Dios con nosotros: "Cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos del diablo, porque Dios estaba con Él. Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén; a quien mataron colgándole en un madero" (vv. 38, 39). Aquí vemos el cumplimiento de la Escritura: "He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás Su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros" (Mt. 1:23).
Entonces Pedro, desde el versículo 40 hasta el 43, expone la verdad de "Dios por nosotros," mientras que el versículo 44 nos da la verdad, "Dios en nosotros." "Dios por nosotros" se muestra en la muerte de Cristo, y todas las consecuencias de bendición que surgen de ella. Al descender el Espíritu Santo sobre toda esta asamblea (v. 44), vemos la verdad de "Dios en nosotros." No debéis de olvidar la verdad de que el cristiano es un hombre en cuyo cuerpo habita el Espíritu Santo y que por ello es una cosa muy solemne ser cristiano.
Tan solamente unas pocas palabras acerca del versículo 40: "A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase." En el momento de Su muerte Cristo llevó a cabo la expiación, cuando llevó los pecados de los pecadores, y fue hecho pecado a fin de que nosotros pudiéramos escapar de sus consecuencias. Se sacrificó a Sí mismo, y así glorificó a Dios inmensamente; y ¿cuál fue el resultado? Dios Le levantó. Os puedo hablar, por tanto, de un Salvador resucitado, triunfante, victorioso. Este es el Salvador que conozco. Triunfó sobre el pecado, Satanás, la muerte, la tumba, y el poder de las tinieblas; y como hombre resucitado Él vive delante de Dios. "A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con Él después que resucitó de los muertos." Hubo una evidencia infalible de la realidad de Su Persona. "Y nos mandó que predicáramos al pueblo, y testificásemos que Él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y de muertos."
Observad, amigos míos, que, si no dejáis que Él os salve, os tendrá que juzgar. Y vosotros decís, "¿Es que Él no le va a juzgar también a usted?" ¡No! Bendito sea Su nombre, ¡nunca! ¿Por qué? Porque es mi Salvador; esta es la clave de todo. El juicio no será una burla. Admito que tendré que dar cuenta de mi andar y testimonio como cristiano; pero, cuando se habla de juicio, ello suscita toda la cuestión de imputación de culpa; y ¿creéis vosotros que Él va a imputar culpa a aquellos por los cuales murió? Que las Escrituras den la respuesta: "Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros" (Ro. 8:33, 34). No tengo temor de juicio; el temor ha salido de mi corazón, debido a que Cristo es mi Salvador. ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? es el desafío. Que Satanás acuse; el diablo lo hará si puede, pero Dios justificará al creyente, y silenciará al acusador. Cristo murió, y murió por mí para que yo pudiera ser liberado y salvado; y aquello por lo que murió, sea bendito Su Nombre, se llevó a cabo. El murió por mí para ser mi Salvador, y Él me ha salvado, porque yo confío en Él. ¿No confías tú en Él? Si lo haces, tú serás salvo por Él, y serás el fruto de Su perfecto amor y de Su obra acabada.
Pedro ahora declara que, como resultado recto y justo de Su obra acabada, "De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren, recibirán perdón de pecados por Su nombre" (v. 43). Esto es precisamente lo que yo necesitaba; y la misma cosa que tú necesitas. Cada profeta da testimonio de que aquél que confía en Jesús tiene el perdón de sus pecados. ¿No son dulces estas palabras? "De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren recibirán perdón de pecados por Su nombre." Y ¿qué hicieron los oyentes de este maravilloso evangelio? Eran gente sencilla de corazón, y creyeron el evangelio, porque "mientras aun hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso." Esta fue ciertamente la plenitud de la gracia. Aquí se ve el triunfo de la gracia.
No hay ningún lugar en los tratos de Dios con el hombre en el que Su gracia brille con mayor resplandor que en esta escena, donde los gentiles que no tenían ningún derecho a ella, ni relación con Él, oyen el evangelio, en toda su plenitud, y el Espíritu Santo cae sobre los creyentes, sin bautismo previo, como había sido en el caso de los judíos (Hch. 2:38), oración, como en el caso de los samaritanos (Hch. 8:15), o imposición de manos, como en el caso de los prosélitos judíos en Éfeso (Hch. 19:6). Al escuchar con fe consiguieron la bendición cuando las palabras que Pedro habló salieron de sus labios.
"Envía hombres a Jope, y haz venir a Simón, que tiene por sobrenombre Pedro; él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú y toda tu casa" (Hch. 11:13, 14). Este fue el mandato que Cornelio había recibido, y por la obediencia de la fe pronto oyó las palabras de vida. No se trata de obras hechas, sino de las palabras oídas. PALABRAS era lo que tenía que oír Cornelio. No se le dijo que hiciera ninguna obra. ¿Has pensado que tenías que hacer algunas obras para obtener la salvación? No, no es eso, amigo mío. Lo que necesitas es oír palabras. Si no sacas las obras de tu religión nunca podrás salvarte. Pero oigo a quien dice, "¿es que no tenemos que hacer nada?" Nada. Cristo lo ha hecho todo: esta es la realidad. "Él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú, y toda tu casa." Este es el camino de la salvación de Dios. Cuando estás salvado, tienes propensión en hacer buenas obras, no para obtener la salvación, sino precisamente porque la posees.
Pedro les dio buenas palabras. ¿Qué palabras eran estas? ¡Escucha! "De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren, recibirán perdón de pecados por Su nombre." El perdón de los pecados, por medio del precioso nombre del Señor Jesucristo, constituye la presente posesión de cada alma, hombre o mujer, que Le recibe, y el Espíritu Santo sella la fe del creyente—Él viene, y habita en ellos. El discurso de Pedro fue bien breve; pero tan pronto cerró sus labios, el "Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso."
El Espíritu Santo siempre sella la fe de un alma que cree en Jesús. ¿Cómo entonces recibe una persona al Espíritu Santo? Al creer. No solamente adquiere el perdón de sus pecados, sino que el Espíritu Santo desciende y sella su fe. Si yo fuera tú, no podría salir de este lugar sin tener el conocimiento en mi alma de que mis pecados están perdonados, y de que había recibido el Espíritu Santo. Es tu porción, si crees en el Señor Jesucristo. Escucha lo que Pablo dice: "En Él también vosotros habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en Él, fuísteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa" (Ef. 1:13). Cuando un hombre compra ovejas, es algo simplemente prudente que ponga su marca sobre ellas: pero observad que no es la marca lo que las hace suyas. Pone la marca sobre ellas para mostrar que las ovejas le pertenecen, y así Dios marca a cada uno de Sus hijos dándoles el Espíritu Santo. Él ha puesto Su marca sobre cada uno que realmente cree en Jesús.
Y tú, amigo mío, podrás pronto hallar si tienes Su marca en ti, si realmente conoces que Jesús te ha amado a ti, y murió por ti, y simplemente confías en Él, creo que tienes al Espíritu Santo como sello del perdón de tus pecados. Y ahora, quiero que te unas al coro de los redimidos. La gente dice a menudo, "Me han pedido que me una al coro. ¿Estás convertido? Si no, no puedes unirte al coro de los redimidos, y éste es el coro en el que quiero que llegues a cantar. Cada uno de los que verdaderamente creen en el nombre de Jesús, que se una a nosotros cantando:
Soy redimido, mas sin oro;
Soy comprado sin caudal;
Mas por la sangre que dio Cristo,
De su amor prueba eternal.

En pos de la luz

Catorce pláticas a estudiantes de Edinburgo por el Dr. W.T.P. Wolston
Traducción del inglés: Santiago Escuain
VERDADES BÍBLICAS
Apartado 1469 Casilla 1158
Lima 100, Perú Santa Cruz, Bolivia
P.O. Box 649
Addison, Illinois 60101 EE. UU.
Printed in U.S.A.

Prefacio

Dios se toma un gran interés en los jóvenes. La vida se extiende ante ellos, y Él quisiera que esta vida le fuera dedicada a Sí. Fue un ángel el que por primera vez oyó el mandato, "Corre, habla a este joven" (Zac. 2:4), pero, desde entonces, Él ha movido frecuentemente a Sus siervos a que busquen a la juventud en forma especial. Fue un impulso de este tipo el que motivó que se dieran las pláticas que se presentan en este pequeño volumen, y el Señor ha dado, en Su gracia, Su bendición a las palabras que se hablaron, para que diera fruto en muchos corazones jóvenes.
El conocimiento de ello nos ha llevado a su publicación. Quiera Dios conceder, mediante estas palabras sin artificio, que sean alcanzados muchos más corazones para Su querido Hijo. Este es el ferviente deseo y oración del autor.
46 Charlotte Square
Edinburgo, 16 de diciembre, 1897.

Prólogo

Puede que el lector quiera conocer algo del autor de esta obra, W.T.P. Wolston. Fue salvado en su juventud y se dedicó mucho a la extensión del evangelio de la gracia de Dios. Lo tenía en gran valía, ya que había cubierto su propia profunda necesidad, y siempre se sentía agradecido ante toda oportunidad de relatárselo a otros. Era médico y vivía en Edinburgo, Escocia; y allí, a pesar de una intensa práctica de medicina que le exigía mucho esfuerzo, nunca se halló tan ocupado que no pudiera detenerse y anunciar el evangelio a un alma necesitada. También halló muchas oportunidades para predicar el evangelio ante grandes audiencias, y se dice que durante muchos años predicó el evangelio en algún sitio cada día.
Del prefacio de uno de sus libros, fechado el 16 de diciembre de 1892, podemos saber que fue salvado exactamente treinta años antes, o sea el 16 de diciembre de 1862. Por otro prefacio, fechado el 1 de agosto de 1913, sabemos que seguía dedicado al servicio del Señor, veintiún años más tarde.
Son muchos los libros y tratados que aparecieron con la firma W.T.P.W., y creemos que fueron de gran utilidad en la presentación del evangelio de una forma sencilla y clara de manera que muchas almas llenas de ansia hallaron la paz en su lectura. También fueron útiles para despertar almas descuidadas de su necesidad de Cristo, mientras que muchos cristianos jóvenes que tenían oportunidades de predicar el evangelio hallaron muchas porciones útiles en ellos. Su clara ilustración de los pasajes en las Escrituras llena todavía de gozo los corazones de muchos cristianos.
Muchos de sus libros están constituidos por notas corregidas de sus predicaciones evangelísticas, y este no resulta una excepción. No tenemos ni idea de cuántas ediciones de estos libros se han publicado, pero lanzamos nosotros esta edición con el deseo de que el Señor pueda utilizarla para bendición de muchas almas—tanto de salvos como de no salvos.
Paul Wilson