Según la observación de otros, este capítulo es el único en el Nuevo Testamento en que la palabra “nosotros” es empleada indistintamente para todos los hombres, mientras que en todos los demás sitios solamente se usa en relación a los creyentes. Es preciso pues, distinguir en este capítulo qué actitud tienen los creyentes o no creyentes ante los grandes hechos que conciernen indistintamente a todos los hombres: el pecado, la muerte, el juicio. Esta constatación es de la más grande importancia para la predicación del Evangelio.
Hemos visto al principio de este capítulo que todos los hombres deberán comparecer ante Dios. El apóstol lo deseaba para sí; no es que deseara con esto ser desnudado de su cuerpo, aun admitiendo que pudiera tener lugar, sino que su deseo era ser revestido de un cuerpo glorioso. Que el Señor viniera cuando él —el apóstol— durmiera en un sepulcro, o cuando estuviera vivo en este mundo, lo que esperaba es ser revestido de un cuerpo glorioso para presentarse ante Dios. Pero muestra al mismo tiempo, que es preciso que todos los hombres resuciten: “Puesto que en verdad”, dice, “habremos sido hallados vestidos y no desnudos” (versículo 3).
Todos deberán presentarse corporalmente ante Dios pero unos serán revestidos de un cuerpo glorioso, los otros simplemente vestidos de un cuerpo resucitado; los primeros tienen parte en la primera resurrección; la resurrección de los segundos que tendrá lugar más tarde es llamada —o nombrada— la muerte segunda. Se puede estar vestido de un cuerpo resucitado y sin embargo ser hallado desnudo ante Dios, es decir en un estado donde el juicio de Dios debe, necesariamente, alcanzar a los hombres. Cuando Adán, después de la caída, creía haberse vestido, se halla desnudo ante Dios, y ésta fue su condenación. Siempre es así: el hombre hallado desnudo ante Dios debe sufrir las consecuencias; es por lo que Dios queriendo salvar a Adán, lo vistió de pieles de animales sacrificados. Los creyentes, cuando se presentarán ante Dios, estarán vestidos, no solamente de un cuerpo resucitado, pues éste no podría garantizarles, sino de un cuerpo glorioso, semejante al de su Salvador, revestidos de la gloria que le pertenece, revestidos de la misma justicia de Dios. ¿Cómo no nos recibirá Dios revestidos de todas las cualidades gloriosas que son la parte de su Amado? Esto sería lo mismo que si rechazara a Cristo. ¿Podría ser tal cosa?
En lo que hemos leído hallamos una segunda verdad que concierne a la vez a los creyentes y no creyentes: “Porque es menester que todos parezcamos ante el tribunal de Cristo para que cada uno reciba según lo que hubiese hecho por medio del cuerpo, ora sea bueno, ora sea malo” (versículo 10). Así como hay dos resurrecciones, hay también dos comparaciones ante el tribunal de Cristo. Si se trata de la resurrección de los malos —llamados muertos—, la Escritura nos enseña que serán vestidos de un cuerpo resucitado, a fin de comparecer ante “el gran trono blanco levantado cuando el lugar de la tierra y del cielo no son hallados” (Apocalipsis 20:11-1511And I saw a great white throne, and him that sat on it, from whose face the earth and the heaven fled away; and there was found no place for them. 12And I saw the dead, small and great, stand before God; and the books were opened: and another book was opened, which is the book of life: and the dead were judged out of those things which were written in the books, according to their works. 13And the sea gave up the dead which were in it; and death and hell delivered up the dead which were in them: and they were judged every man according to their works. 14And death and hell were cast into the lake of fire. This is the second death. 15And whosoever was not found written in the book of life was cast into the lake of fire. (Revelation 20:11‑15)). Este trono, para ellos, es el tribunal de Cristo. Es allí donde el Señor Jesús está sentado para juzgar, pues está dicho de Él que Dios lo ha establecido juez, no solamente de los vivos sino también de los muertos. Ahora bien, por resucitados que sean, estos hombres son muertos. Ante el tribunal los libros son abiertos: de un lado, el libro de la vida, del otro el de las responsabilidades. Ni una palabra sale de la boca de los que se encuentran ante el tribunal. Son juzgados según sus obras si no son hallados escritos en el libro de la vida. Hay un segundo carácter del tribunal que tiene relación, de una manera exclusiva, con los hijos de Dios: “Preciamos ser manifestados ante el tribunal de Cristo”. Llegará un momento para nosotros, creyentes, en que todo lo que habremos hecho será manifestado en plena luz, ante el tribunal de Cristo, en la presencia de Dios, donde nada, absolutamente nada, podrá esconderse. Toda mi historia desde el principio al fin será puesta de manifiesto. Cuántas veces oímos creyentes que nos preguntan: ¿Mis pecados pasados de los cuales me arrepentí, serán también manifiestos en luz ante el tribunal? Sí, mis queridos amigos, todos debemos ser manifiestos ante esta luz perfecta. ¿Por qué temen los creyentes una tal comparación? ¿Piensan en el momento cuando todos los ojos verán desarrollarse su historia del principio al fin, todas sus faltas ocultas, todas las cosas censurables u odiosas de su marcha terrestre, que ni sus mismos íntimos conocían? Es perfectamente cierto que esto será así. Todas las miradas de las multitudes de santos contemplarán mi vida pasada y la conocerán en su más pequeño detalle, pero hay una cosa mucho más seria que todo esto, en la cual los creyentes piensan poco; ¡es que bajo los ojos de Dios, todo lo que había hecho será manifestado en plena luz ante el tribunal de Cristo!
¿En qué calidad seré manifestado? Hemos visto ya que los hombres manifestados como pecadores, deberán sufrir las consecuencias de sus obras. Nosotros cristianos, seremos manifestados con el mismo carácter que el juez, revestidos de todas las perfecciones con un cuerpo resucitado en gloria. No temeremos en manera alguna lo que la luz proyectará sobre nuestra vida pasada, pues sabemos ya, que la gloria de Dios ha hallado medio a través de nuestras miserias de glorificarse, de hacer salir Su gloria aun de nuestros pecados, aunque nos haga llevar Su disciplina, o el castigo en este mundo; pero todo esto es para conducirnos finalmente, allí donde quiere tenernos, en la gloria de Cristo. He aquí, queridos amigos, lo que me hace ser feliz cuando pienso en el tribunal. Si mi vida no hubiese sido mostrada con todos sus detalles, la gracia de Dios que ha logrado, a pesar de todo, situarme en esta gloria, no sería plenamente revelada. Esto sostiene el corazón en lugar de temer que mis miserias sean manifiestas por la luz, pienso que Cristo ha sido glorificado a pesar de mis faltas, ¿y cómo no voy a gozarme? Si la gracia de Dios no hubiese estado allá, a lo largo de mi carrera, ¿cómo hubiese llegado a la salvación y a la victoria final?
¿De dónde viene que un creyente tenga miedo del tribunal de Cristo? De que su conciencia no está libre. En una conferencia a la que asistí, el hermano que llevaba la dirección dijo, en voz baja, a algunos que le rodeaban: nunca he visto a un creyente en mal estado espiritual que no tenga objeciones que suscitar en relación con el tribunal de Cristo. En el mismo instante en un extremo de la sala, un obrero del Señor, cuyo estado moral daba inquietudes a los demás, aprehensión que fue confirmada posteriormente, se levantó y dijo: ¿Piensan ustedes que los pecados cometidos por los creyentes en el curso de su vida, vienen todos en memoria? No hubo respuesta, el que hacía la pregunta se encargó de responder por su conducta.
Hallamos aquí, como en otros lugares, que cada creyente recibirá ante el tribunal de Cristo, “las cosas que hubiese hecho por medio del cuerpo, ora sea bueno ora sea malo”. Cada cual recibirá una recompensa o experimentará una pérdida; según la manera en que sirvió al Señor en la tierra. Al que mal anda, no puedo decirle: de todas formas serás salvo. Sino que le pregunto: ¿Dónde estará tu corona? ¿Qué lugar ocuparás en la gloria? ¿No experimentarás una pérdida? Esto le sucederá a todo creyente que no anduvo a la altura de su vocación. Es por lo cual el Señor dice a Filadelfia: “Retén lo que tienes para que ninguno tome tu corona”. La corona acordada a la fidelidad puede sernos tomada y dada a otros. Es lo que significan las palabras “Reciba según lo que hubiere hecho por medio del cuerpo, ora sea bueno ora sea malo”. Si he perdido mi corona, si he deshonrado a Cristo, esto será a vergüenza mía y confusión, en el momento en que realizaré que debo comparecer ante el tribunal, pero cuando llegue allá, seré el primero en declarar que esta sentencia es justa, a la gloria del Dios Santo y de Su Cristo. Me consuelo pensando que en este momento, si Dios toma lo que mi fidelidad habría podido adquirir y lo da a otro, es por el hecho que yo no apreciaba la piedad como debiera y será una cosa justa que glorificará al Señor.
¿Qué debo pues hacer ante la expectativa del Tribunal? He de realizar de un lado lo que el apóstol dice: “Estando pues poseídos del temor del Señor”, y del otro: “A Dios somos manifiestos” (versículo 11). Precisamos estar ya desde ahora, a la luz del tribunal, y no esperar a estarlo en el cielo para presentarnos. Es lo que hallamos aquí. Pablo vivía su vida a la luz plena del tribunal de Cristo. Sin hacerse ilusión alguna, veía y conocía que en él no habitaba el bien, es decir en su carne; se juzgaba a fondo continuamente. No teniendo confianza alguna en él, no se apoyaba en cualquier cosa que pudiera tener en sí, pero una cosa quería: “Ser manifiesto a Dios”; como dice el Salmo 139: “Examíname y conoce mi corazón”. Realizaba el tribunal aquí y deseaba saber, antes de presentarse en el cielo, si había en el fondo de su corazón algún “camino de perversidad” a fin de ser guiado “en el camino eterno”. Su alma se hallaba continuamente en la presencia de Dios y quería ser conocido de Él, no deseando otra cosa que Dios continuara a tenerla, a cada instante, bajo la plena luz de Su rostro a fin de hacerle descubrir todo lo que pudiera ser un impedimento que le alejara de Dios y también de todo lo que pudiera hacerle perder la recompensa del testimonio cristiano. Notad bien aquí: el apóstol podía presentarse como este testimonio: “A Dios somos manifiestos y espero que también en vuestras conciencias somos manifiestos. Nada deseamos ocultaros, así como nada tenemos oculto para Dios”.
Ahora vuelve de nuevo al tema de su ministerio. ¿Qué ha producido sobre Pablo, como ministro de Cristo, el pensamiento del tribunal? Si para él es una cosa que no le produce miedo alguno, sabe que es algo terrible para los pecadores el comparecer ante el trono del juicio. Este pensamiento le induce a emplear toda la potencia de persuasión que Dios le había dado, para mostrar a los hombres cuanto debe ser temido el Señor y convencerles a no dejar para más tarde la comparecencia ante Dios. Pero no todo lo es el temor; en el versículo 14 añade: “Porque el amor de Cristo nos constriñe”. El temor del Señor y el amor de Cristo, tal son los dos grandes motivos para el que presenta el Evangelio. Podemos hablar de este amor, pues nosotros somos los objetos, y de este temor, puesto que lo conocemos. Pero el temor para nosotros no es el miedo de hallar al Dios justo sino el temor de entristecerle o deshonrarle.
Si el resultado del tribunal fuera producido actualmente en nuestras almas, cuán inclinados estaríamos a dirigirnos a los hombres para decirles: “Huid de la ira que vendrá”. Dios nos ha enseñado de huirla y nos ha librado. Haced como nosotros; aprended mientras hay tiempo aún, a juzgaros a vosotros mismos, para que no seáis entregados a juicio. El apóstol hablaba así; él persuadía a los hombres. El amor de Cristo le constreñía, sin tregua ni reposo. Toda su vida la pasó dirigiéndose a los pecadores en este mundo, a fin de conducirlos a recibir la salvación que, gratuitamente, Dios les ofrece por Cristo.
“El amor de Cristo nos constriñe”, dice, “pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos son muertos; y por todos murió para que los que viven, ya no vivan para sí, mas para Aquel que murió y resucitó por ellos” (versículo 15).
Hallamos aquí, de nuevo, creyentes y no creyentes comprendidos en la misma categoría. Si Cristo es muerto para todos, convertidos y no convertidos, la prueba es de que todos están muertos. Si un solo hombre hubiese podido ser la excepción de esta muerte moral de todos los hombres, Cristo no habría debido morir por todos. ¿Han escapado algunos de las consecuencias de esta muerte moral? Sí: los que han aceptado por la fe el sacrificio de Cristo, estos viven. Pero si el Señor ha muerto por todos, ¿por qué no viven todos? ¿cuál es, pues, el obstáculo que se opone a la salvación de todos los hombres? El único y solo obstáculo es la voluntad del hombre.
La vida cristiana consiste, queridos amigos, a no vivir para sí mismo. Si es bien comprendida, el egoísmo del corazón natural del hombre pecador no tiene más lugar. El fin que Dios se ha propuesto al darnos la vida eterna por la fe en Cristo, es que no vivamos para nosotros mismos. Dios nos ha dado, en la persona de Cristo, un objeto para nuestros corazones: “Aquel que murió y resucitó por nosotros”. ¿No vale la pena vivir para un tal Hombre?