Ha transcurrido bastante tiempo desde la última vez que consideramos estas Escrituras y esto me da ocasión de volver un poco sobre los pensamientos contenidos en los dos primeros capítulos de nuestra epístola. Esta última presenta un asunto particular: el ministerio, su funcionamiento, la tarea que le incumbe y las cualidades indispensables para ser ministro de Cristo, principios que penetraremos más, a medida que profundizaremos este asunto. Es necesario destacar que el ministerio tiene en esta epístola un carácter muy amplio. No es solamente el ministerio apostólico o ministerio de la Palabra; pues lo que aquí es traducido por “ministerio” en otros lugares se traduce por “servicio”. En efecto, todos tenemos un ministerio. Si no todos tenemos el de la Palabra, en cambio a cada cual el Señor nos ha confiado un servicio; a menudo el más ínfimo servicio a los ojos de los hombres, tiene una importancia muy grande a los ojos de Dios. Más adelante, en los capítulos 8 y 9, el apóstol se extiende acerca del servicio pecuniario en relación con los santos, muestra cómo debe hacerse y estima gozoso el hecho de ocuparse el mismo. Impregnémonos bien esta verdad: si no tenemos un don del Espíritu en favor de la Asamblea o para el mundo, todos tenemos un servicio particular al cual debemos aplicarnos tan cuidadosamente como si fuera un servicio público. Si este último tiene más apariencia a los ojos de los hombres, ofrece también más peligros para aquel que lo ejerce.
Considerando el primer capítulo, podemos concluir que nuestro servicio para el Señor, cuando se alía a la confianza en nosotros mismos, siempre será marcado, no por la nulidad, pues no hay ni siquiera uno de nosotros que no tenga que pasar en el curso de su servicio, por el juicio gradual y minucioso de sí, pero al menos llevará el sello de la pobreza en proporción a la importancia que estamos dispuestos a atribuirnos. Como hemos visto, el más grande de los apóstoles decía: “a fin de que no confiemos en nosotros mismos”; “yo soy el menor de los santos”; y aun, “yo no soy nada”. Es en la medida en que esta verdad es realizada, que el ministerio cristiano es bendecido. Este juicio absoluto de sí, el apóstol lo ejercía para ser en ejemplo a sus hermanos y animarlos en el camino.
Al final del capítulo 1, hemos visto que el objeto del ministerio es Cristo; así también el apóstol se ocupa en hacer resaltar Sus glorias. Muestra a continuación que, para presentar Cristo, se precisa del poder; es preciso estar sellado y ungido del Espíritu Santo. Nada más miserable que presentar a las almas la verdad de Dios como un asunto de inteligencia o como un resultado de nuestros estudios, pues de esta manera la acción de la Palabra sobre las conciencias es anulada; sólo el Espíritu de Dios puede darle eficacia.
En el capítulo 2, el ministerio no tiene solamente por objeto presentar a Cristo, sino también una acción en la Asamblea en vista de la disciplina; pero la disciplina debe ejercerse en el amor. Sin amor no es otra cosa que un juicio legal que no tiene parte alguna con el Espíritu de Dios. Al fin del capítulo, el ministerio es la presentación de la victoria de Cristo a los hombres y la presentación del perfume de Cristo a Dios; ¡inmensa responsabilidad para nosotros, pero también para los que rechazan nuestro testimonio!
Llegamos así al principio del capítulo 3, donde hallamos una nueva función del ministerio. Este tiene por fin, no solamente presentar el perfume de Cristo en el mundo, sino dirigir una carta de Cristo conocida y leída de todos los hombres. Los corintios eran sin duda la carta de recomendación del apóstol, mas para Pablo esta carta era absolutamente idéntica a la carta de recomendación de Cristo. Pablo no había escrito su propio nombre sobre el corazón de los Corintios, sino solamente el de Jesús. ¡Cuántos ministros de Cristo en lugar de seguir el ejemplo del apóstol, han escrito por triste función, un nombre de hombre, o el nombre de la secta a la cual pertenecen o cualquier otra cosa sobre el corazón de los creyentes!
El Señor había suministrado a Pablo los instrumentos necesarios para escribir la carta de Cristo y se había dedicado fielmente a su tarea. Sus tablillas eran tablas de carne del corazón y no las tablas de piedra de la ley; su pluma y tinta, el Espíritu de Dios; su carta, la Iglesia; su tema Cristo; un solo nombre y ningún otro nombre, un nombre que contiene en sus sílabas los consejos eternos de Dios, todos Sus pensamientos y todas Sus glorias!
Así como los Corintios, también nosotros somos el fruto del ministerio del apóstol, este ministerio está contenido en la Palabra de verdad y como ellos, somos llamados a ser la carta de recomendación de Cristo conocida y leída de todos los hombres; pero, notadlo bien, el ministerio del apóstol es llamado aquí, no a formar individuos, sino un conjunto. El apóstol no les dice: vosotros sois cartas, sino, vosotros sois la carta de Cristo, aunque sea perfectamente verdadero que todo cristiano individualmente debe recomendar a Cristo ante el mundo. Tal era la importancia de la Iglesia, de la Asamblea de Cristo a los ojos de Pablo.
Al final de este capítulo, confía a los Corintios el secreto que les permitirá ser esta epístola de Cristo, secreto elemental y simple. Es preciso que todos, pues aquí se trata siempre del conjunto de cristianos (versículo 18), tengamos por objeto la contemplación del Señor. Esta contemplación nos transforma gradualmente a Su imagen gloriosa, de tal manera que el mundo pueda ver a Cristo en Su Iglesia o Asamblea.
Este mismo capítulo 3 nos presenta otra función tan importante como cualquiera del ministerio cristiano. Hay una enseñanza en vista. Es por lo que el apóstol resume el conjunto de la doctrina cristiana en el paréntesis que se extiende del versículo 7 al 16. Esta doctrina está en absoluto contraste con lo que la ley había enseñado hasta entonces. Ahora bien, entre los cristianos de nuestros días que pretenden conocer la gracia, cuán pocos la comprenden realmente y la separan enteramente de la ley!
Hallamos aquí pues, la diferencia entre el ministerio de la letra, es decir de la ley, y el ministerio del Espíritu.
El apóstol empieza por mostrar que el ministerio de la ley es un ministerio de muerte. La ley promete, sin duda, la vida a aquel que le obedecerá, pero ¿es capaz el hombre de obtener esta vida prometida? Lo que hace la cosa imposible es el pecado. Ahora bien, el pecado no es otra cosa que la voluntad propia y la desobediencia del hombre. Así, la ley, aun y prometiendo la vida, es un ministerio de muerte. Condena a aquel que no la ha seguido y le convence de pecado. Todo hombre bajo la ley se halla pues bajo un ministerio que le mata, pronunciando sobre él la sentencia de muerte. Es el tema del capítulo 7 de Romanos. La ley hacía nulas de una vez para siempre, todas las pretensiones del hombre a ponerse en regla con Dios y a obtener la vida de esta manera.
En contraste con el ministerio de muerte, el apóstol habla, no del ministerio de la vida, mas del ministerio del Espíritu, porque cuando el Espíritu Santo obra, trae la vida al alma.
Por otra parte, el ministerio de la ley es un ministerio de condenación, mientras que el ministerio del Espíritu lo es de justicia, pero no se trata de una justicia humana y legal, pues el Espíritu ha venido para anunciarnos la Justicia de Dios. Tal es el contenido del Evangelio y es por lo que el apóstol concede una tal importancia. Muestra la manera como Dios ha podido reconciliar Su odio contra el pecado (una justicia que debe condenar al pecado) con Su amor hacia el pecador. La justicia de Dios es así una justicia justificante y no una justicia en condenación. Esta conciliación de dos cosas inconciliables no puede hallarse sino en la cruz de Cristo, donde “la justicia y la paz se besaron”. No existía otra cosa parecida antes del ministerio cristiano del cual el apóstol era el representante. Este ministerio es el resumen de todos los pensamientos de Dios en relación con los hombres. Es por él que aprendemos a conocer a Dios en toda Su gloria, en toda la perfección de Su naturaleza y de Su carácter.
El apóstol continúa y dice: “Mucho más será en gloria lo que permanece” (versículo 11). Lo que permanece es el carácter de Dios. Nada hay que añadir a lo que Dios nos ha revelado de sí. Lo que Dios es, Su gloria entera, se ha mostrado en la obra que cumplió en la cruz por nosotros. Esta obra subsiste para siempre jamás en gloria.
Al final de este pasaje es dicho (versículo 17): “Donde hay el Espíritu del Señor, allí hay libertad”. La ley era un ministerio de esclavitud que volvía al hombre incapaz de acercarse a Dios; la gracia nos introduce en Su presencia y podemos contemplar sin velo la persona del Señor Jesús que ha sido hecho justicia de Dios por nosotros. Como ya hemos visto, tener una plena libertad para entrar ante Él, es poseer el secreto por el cual uno puede ser realmente ante el mundo una carta de Cristo. Al considerar la gloria del Señor, nos transforma gradualmente de gloria en gloria, a Su semejanza. Esta transformación es parcial, pues no hemos alcanzado la perfección ni la alcanzaremos jamás aquí.