Un Cordero Navajo

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Nuevo México
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—¿Qué pasa, Nabash?
Las grandes lágrimas corrían lentamente por las mejillas de la pequeña india navajo de seis años. Pero Nabash sólo sacudió la cabeza porque no podía contestar.
Era una noche fría de invierno, pero el fogón en el centro del piso de tierra mantenía calientito al qogham (vivienda típica de los indios navajos, con paredes de barro apuntaladas con palos). El qogham en que vivía Nabash parecía un bol de cereal boca abajo. La niña se encontraba sentada entre su mamá y su papá en una suave piel de oveja en el piso de tierra, cerca del fuego.
A pesar del calor y la seguridad de su hogar, el corazón de esta indiecita estaba inquieto. Estaba pensando pensamientos grandes para una niñita tan pequeña. Pensaba: “¿Adónde se irá mi espíritu cuando deje mi cuerpo?’
No tenía idea de cómo sería el lugar, pero mamá y papá siempre hablaban de él como “estar entre los diablos.” De pronto, su corazón se llenó de temor. No habría allí un qogham lindo y calientito; de eso estaba segura. ¡No habría descanso, y quizá ni siquiera una pequeña piel de oveja sobre la cual sentarse!
Pero ni los pensamientos y temores tan sombríos podían mantener abiertos sus ojos que se le cerraban de sueño, y pronto se quedó dormida sobre la calientita piel de oveja, y mamá le enrolló alrededor una frazada grande.
En su hogar en el qogham, Nabash nunca había oído el nombre del Señor Jesús. Nunca había oído leer la Biblia, ni una oración de gracias antes de comer, porque su pueblo no conocía al Dios verdadero. En cambio, algunas noches después de su comida de pan y café, cuando su papá había guardado sus herramientas con las que trabajaba plata, les contaba historias de la religión navajo.
Nabash se acurrucaba bien cerquita sentada sobre la piel de oveja, porque le encantaba oír historias. Su papá contaba acerca de “La-diosa-que-es-siempre-joven” y del “Dios del amanecer”, del “Dios del anochecer” y muchas más. Nabash creía sinceramente en todos estos dioses, y aprendió a orar a ellos.
Cuando tenía ocho años, sus padres la escogieron de entre sus hermanos y hermanas para ir a la escuela. Muy pocos indios podían leer o escribir en aquel entonces, pero el papá de Nabash sentía que uno de su familia tenía que capacitarse para manejar el negocio familiar.
Era emocionante, y un poco triste, dejar su qogham y su familia. Cuando partió en su pequeño pony con un pequeño atado de ropa bajo el brazo, las montañas a la distancia se veían borrosas entre las lágrimas que trataba de contener.
¡Qué nueva y extraña era la vida escolar! Se encontró en un dormitorio grande con muchas chicas de diversas edades, todas con cabello lacio y negro y ojos oscuros como los de ella, pero en cierta forma se veían muy distintas. Quizá eran los vestiditos escolares sencillos que usaban. Nabash acarició los trocitos de plata que adornaban su blusa de terciopelo, y miró la colorida pollera ancha que cubría todo menos la punta de sus mocasines. Estas chicas tampoco tenían las piernas envueltas en tiras de algodón como ella. Las mujeres y los niños navajos se envolvían las piernas para que las víboras no pudieran picarles cuando estaban afuera con las ovejas. Nabash decidió sacarse las suyas en cuanto nadie la viera, porque probablemente no había aquí víboras como en el desierto.
La encargada le dio un nombre inglés: Dorothy. Dorothy significa “el don de Dios,” pero la encargada ni se imaginaba que ella sería realmente un regalo de Dios a su pueblo y que un día podría guiarlos en el camino de la vida eterna.
Todas las semanas visitaba la escuela un misionero. Dorothy se sentaba calladita, tratando de no escuchar las historias bíblicas, en cambio, pensaba en los dioses de su propia gente. Sus padres le habían advertido que no creyera estas historias, y que nunca dejara la antigua religión navajo.
A Dorothy le seguía preocupando a dónde se iría su espíritu cuando abandonara su cuerpo, pero no quería escuchar a la misionera, porque no tenía ningún interés en ir al cielo de ella. Quería ir al cielo de los indios—o donde fuera que iban—¡y estaba segura de que eran dos lugares distintos!
Cuando pasó a cuarto grado, la pusieron en la Escuela de la Misión. Aquí contaban historias bíblicas todos los días, y Dorothy no podía menos que escuchar un poco. Pronto empezó a pensar en ellas.
Cuando regresó a su casa para las vacaciones de primavera era la temporada de la cría de corderos. A Dorothy le encantaba ayudar a cuidar los corderitos recién nacidos. Una noche, después de haber estado con las ovejas todo el día, cuando las estaba poniendo en el corral se dio cuenta que faltaba un corderito. Decidió volver inmediatamente al campo y buscarlo ¡antes que lo encontrara un coyote hambriento!
Mientras apresuraba sus pasos, le vino a la mente una de las historias que había escuchado en la escuela. Era la historia del Buen Pastor que buscó a Su oveja perdida hasta que la encontró, y la trajo de vuelta. También recordó las historias que había oído acerca de cómo Dios contesta las oraciones. Sabía que este gran Dios podía ver en este mismo momento al cordero que se le había perdido.
Dorothy miró todo alrededor, pero no había señales del cordero. Haciendo una pausa junto a un espinoso cactus, inclinó su rostro.
—Querido Dios en el cielo—oró—, Tú sabes donde está mi corderito. ¿Me lo podrías mostrar?
Mientras oraba, le vino a la mente una clara imagen del corderito acostado debajo de cierto matorral por donde había pasado ese día. ¡Se apresuró a ese lugar, y allí estaba su cordero!
Comenzó su regreso a su qogham, sosteniendo al cordero cerquita de su corazón. Pero ahora estaba pensando en sí misma. Cuánto se parecía ella al corderito—perdida en la oscuridad del pecado mientras el Señor Jesús la buscaba. ¿Por qué no entregarse a Él esta misma noche?
Teniendo apretadamente al cordero en sus brazos, se puso de rodillas en el pasto de la ladera de la montaña, inclinó su rostro y se entregó a Jesús. Abrazó con más fuerza a su corderito, sabiendo que también ella, estaría segura bajo el cuidado de Jesús.
Desde ese momento en adelante, Dorothy nunca más sintió los viejos temores que habían llenado su corazón. El Espíritu Santo de Dios le hizo ver la verdad de las propias palabras del Salvador:
“Mis ovejas oyen Mi voz, y Yo las conozco, y Me siguen, y Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de Mi mano” (Juan 10:27-28).
Antes de regresar a la escuela, su gente le hizo una fuerte advertencia de que no se fuera a hacerse cristiana. Pero antes de que terminara el año escolar, había confesado públicamente a su Salvador, y había sido bautizada. Cuando sus padres se enteraron estaban muy enojados. Le dijeron que ella los había traicionado por haber abandonado la fe de sus mayores.
Dorothy necesitaba una operación en los ojos, pero sus padres no daban su consentimiento.
—Yo sé por qué están mal tus ojos,—le dijo su padre—. La razón es que justo antes de que nacieras, cuando estaba danzando en la ceremonia “Yeibichai,” me puse torcida la máscara y dancé con la máscara así. Ninguna operación del hombre extranjero te puede ayudar. Lo que necesitas es que te hagan un “Yeibichai.”
¡Una ceremonia “Yeibichai”! Dorothy sabía que eso significaba nueve largos días de danzas paganas, y luego una ceremonia a cargo del hechicero. Sabía en su corazón que nada de eso la podía ayudar porque los dioses de su gente no tenían poder. Lo que el hechicero le fuera a hacer a los ojos hasta podía empeorarlos. ¡Cuánto anhelaba que su gente conociera y amara al Dios viviente que realmente tenía poder para ayudar!
Su papá no quiso escuchar cuando ella se negó, y muy enojado, trató de obligarla a obedecerle. Cuando ella siguió firme en su negativa le dijo cosas amargas y crueles que entristecieron su corazón, pero el Espíritu Santo de Dios le recordó: “Bástate mi gracia.”
Dorothy siguió brillando con esplendor para el Señor, y, poco a poco, su gente vio que pensaba mantenerse fiel a su nueva fe en el Señor Jesús. Poco a poco, el enojo de su papá se convirtió en orgullo por su hija, y aunque no aceptó él mismo al Señor Jesús, presentaba a Dorothy a otros como: “Mi hija, que es una misionera.”
Poco después de ser salva, Dorothy comenzó a orar pidiendo poder servir al Señor. Cierto día, leyendo su Biblia, encontró el versículo: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.”
“¡El don de Dios!” ¡Eso era lo que significaba su nombre Dorothy! Luego pareció que Dios le hablaba diciendo: Te he dado vida eterna por medio de Cristo, ¡ahora quiero que tú seas un don para guiar a tu propio pueblo hacia Mí!
Más adelante, Dorothy tuvo una operación exitosa de los ojos, y hoy es una feliz misionera entre su propio pueblo.