El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Table of Contents

1. Reconocimientos
2. El “Hombre Leopardo”
3. ¡Secuestrada!
4. Una “Rosa” Filipina
5. Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron
6. Un Cordero Navajo
7. Siddi Encuentra Amor
8. Cuando Elizabeth Tenía Cinco Años
9. Más Dulce Que La Miel

Reconocimientos

Reconocemos con agradecimiento las historias que nos proporcionaron los siguientes misioneros:
William Deans—África,
Mrs. G.A. Wightman—México,
Mrs. Cyril Brooks—Filipinas,
Barbara Tharp—China,
Evelyn Varder—Nuevo México,
Anne Vanderlaan—India,
Lorna Reid—Israel,
Mrs. Wm. Spees—África.

El “Hombre Leopardo”

África
/
Un aullido rompió el silencio de la oscura noche africana: era el aullido de un leopardo al acecho. Produjo escalofríos en las figuras oscuras alrededor de la fogata, y se acercaron más a su luz.
Los nativos temían a los leopardos, pero había algo que temían mucho más: ¡a los “Hombres leopardo”! ¿Quién sabía cuándo uno podría aparecer saltando desde la oscuridad fuera del círculo de luz de la fogata para clavarle los dientes, que eran como garras de hierro, en el cuello de una víctima para llevársela arrastrando a una muerte terrible?
En épocas pasadas en el nordeste del Congo Belga se oían frecuentes historias de “Hombres leopardo” que eran miembros de una sociedad caníbal secreta llamada “Banyota.” Pero aún en la actualidad es un nombre temido, y ocasionalmente se escuchan reportes de actos malvados que se adjudican a los “Hombres leopardo.”
Nadie sabía quién podía ser un “Hombre leopardo”, ¡quizá lo era el hombre en la choza de al lado! Cuando se acercaban sigilosamente a su víctima lo hacían cubiertos de una piel de leopardo, y llevaban como arma un palo con afilados dientes de hierro, moldeados y espaciados de manera que dejaban sus marcas en el cuello igual que las de un leopardo de verdad.
Los miembros estaban obligados a mantenerse en secreto, y cumplían sus acciones malvadas, en parte, en un frenesí religioso pagano y, en parte, con un odio vengativo, y con frecuencia por su hambre por la carne humana, ¡porque siempre se comían a sus víctimas!
La luna brillaba con esplendor, pero no podía penetrar las oscuras sombras nocturnas de la selva. Los niños y las niñas se acurrucaban con sus mamás, ¡pero sus mamás también tenían miedo! Los ancianos indefensos miraban temerosos, por encima del hombro.
Cierto día un misionero estaba teniendo cultos evangélicos en la aldea de Mulele, y varios africanos pusieron su confianza en el Señor Jesús. Entre ellos había un anciano llamado Okalufu.
—¿Todos mis pecados están perdonados cuando confío en Cristo?—preguntó.
—¡La sangre de Jesucristo limpia de todo pecado!—contestó el misionero.
El rostro del hombre resplandecía de gozo por haber encontrado la salvación.
—He sido un terrible pecador—dijo,—porque, ¿sabe? ¡soy un “Hombre leopardo”!
¡El misionero no podía creer lo que estaba oyendo! Pero Okalufu le contó cómo, siendo un munyota, en su piel de leopardo había atacado y dado muerte a gente indefensa, ¡y luego había banqueteado comiéndoselas con sus compañeros en sus salvajes fiestas paganas!
—¿El Señor me perdonará?
El misionero se alegró porque podía contestar que aún para un pecador tan tremendo, había muerto Cristo; y en la seguridad de que sus pecados habían sido perdonados, Okalufu encontró paz en el Señor Jesucristo.
A la mañana siguiente, volvió Okalufu.
—Misionero, Dios ha sido bueno, me ha perdonado. ¡Pero anoche supe en mi corazón que tenía que ir al hombre del gobierno y decirle que soy un “Hombre leopardo,” un asesino y un caníbal!
—Dios te bendiga al hacer lo que tú sabes es lo correcto—contestó el misionero—. Estaremos orando por ti, Okalufu.
Entonces el anciano empaquetó unas pocas pertenencias, y comenzó su viaje de tres días por la selva hasta el puesto del gobierno. Al llegar, se presentó ante un asombrado oficial y declaró:
—¡Soy un caníbal, un munyota!
El sorprendido administrador no podía creer lo que oía, y exigió pruebas.
—¿Eres un “Hombre leopardo”? ¿Dónde está tu piel de leopardo y dónde está tu garra que usas como arma? Vé, búscalos, y tráemelos si esperas que te crea.
Así que de vuelta a casa por la larga senda en la selva anduvo durante tres días el anciano. Luego, de regreso al puesto para mostrárselos al atónito oficial.
—Pero, ¿por qué confiesas esto?—le preguntó a Okalufu—. ¿No sabes que la pena por el canibalismo es la muerte?
—Lo sé—admitió con tristeza el anciano—. Pero me ha sucedido algo. Por medio de las palabras de un misionero, he aprendido acerca del amor de Dios por mí, ¡y he recibido a Su Hijo como mi Salvador! Dios ha puesto un nuevo corazón dentro de mí. Tengo gozo y paz en el Señor Jesús. Aborrezco las costumbres de los “hombres leopardo” que antes amaba. He pecado contra Dios—siguió diciendo Okalufu—, y Dios me ha perdonado. Pero he pecado también contra las leyes del gobierno, y eso es lo que le confieso a usted ahora.
Conmovido por la sinceridad y el testimonio del anciano, el Buen Administrador puso a Okalufu en la cárcel por tres meses, acusándolo de un delito menor. En la cárcel, el harapiento Okalufu, que no sabía leer ni escribir, fue un testigo brillante para el Señor Jesús. Varios fueron salvos por su testimonio. De hecho, transformó la cárcel con su entusiasmo, y algunos hasta se alegraron cuando se cumplieron sus tres meses, y fue puesto en libertad.
Otra vez por la senda de la selva se fue Okalufu, gozándose en su libertad para poder extender las buenas nuevas de salvación por todas partes. En su aldea, Okalufu llegó a ser un testigo incansable en sus esfuerzos por ganar para el Señor a sus amigos y a todos los que encontraba. Rogaba de todo corazón a su pueblo que aceptara al Salvador que había enviado Dios, y descubriera la paz maravillosa que él había encontrado.
Pero Okalufu había hecho algo que nadie había oído que un “Hombre leopardo” hiciera: había confesado ser miembro de esa tenebrosa sociedad secreta, y se había apartado de ella. Los pecadores no pudieron resistir por mucho tiempo su testimonio que los reprendía y los obligaba a reflexionar.
Cierto día Okalufu se sentó a comer una comida sencilla. Al rato sintió un gran dolor, ¡y pronto se encontró en la presencia del Señor Jesús en quien había confiado como su Salvador!
Alguien, quizá uno de sus ex compañeros caníbales, le había puesto un veneno en la comida, y Okalufu murió, ¡como un mártir de su fe!
Hoy en África, hay cristianos felices, con rostros alegres, que conocieron al Señor por medio del testimonio del “Hombre leopardo” convertido. Muchos recuerdan maravillados y gozosos su testimonio.
Okalufu, el “Hombre leopardo” destruía vidas. Okalufu, el hombre nuevo en Cristo Jesús, por la maravillosa gracia de Dios ¡fue un instrumento para dar vida a muchos!

¡Secuestrada!

México
/
Emi estaba sentada en el umbral de la puerta esperando que llegara su papá. El papá y Emi, de nueve años, eran misioneros en México. Cuando Emi tenía apenas seis años, Dios se había llevado a su mamá al cielo para estar con Él, pero ella y su papá habían seguido viviendo en México para ayudar a los mexicanos y para contarles del Señor Jesús que había venido para buscarlos y salvarlos.
Entre los mexicanos había curas y gente de una religión falsa que odiaban a Emi y a su papá porque algunos estaban dejando su propia religión y aceptando al Señor Jesús como su Salvador.
Mientras Emi esperaba a su papá, de pronto, ¡alguien arrojó algo oscuro sobre su cabeza! Unos brazos fuertes la alzaron, mientras ella se resistía, pateando y mordiendo. Entonces, recibió un golpe en la cabeza, ¡y todo se puso negro!
Cuando se despertó tenía los ojos tan hinchados que al principio no los podía abrir. Finalmente, pudo abrir uno un poquito, y pudo ver que se encontraba en un cuarto pequeño y oscuro, donde sólo había un tapete y un banquito. Había una ventana pequeña, así que Emi empujó el banquito hasta la ventana y se subió a él para poder ver afuera. Pero la ventana estaba demasiado alta, y lo único que podía ver era el cielo azul. Gradualmente no podía ni ver el cielo porque se oscurecía, y pronto se hizo de noche.
¡Qué noche oscura, solitaria y temerosa fue! ¡Qué contenta se sentía Emi de que conocía al Señor Jesús, y que le podía hablar y pedirle que la cuidara!
A la mañana siguiente le dolían mucho los ojos, y aunque ya los podía abrir, ¡no podía ver nada! ¡Todo estaba oscuro!
Moviéndose a tientas por el cuarto, Emi descubrió que alguien le había traído comida durante la noche mientras dormía. Había una taza de agua, un pan pequeño y duro y una banana. Ansiosamente, Emi quiso tomar la taza, porque tenía mucha sed, pero porque no podía ver, la volcó, ¡y la ansiada agua se derramó por el suelo!
Todo esto era casi demasiado para la pobrecita Emi. Pero en ese momento recordó que la Palabra de Dios dice: “Invócame en el día de la angustia”. Entonces, ¡lo invocó en voz muy alta y muchas veces! Y Dios la oyó, no la había olvidado. ¡Estaba usando a Emi para cumplir un maravilloso propósito suyo!
Al rato Emi escuchó pasos, y se dio cuenta que se abría la puerta. Asustada porque no podía ver quién era, esperó y los pasos se le fueron acercando. Luego sintió los brazos de una mujer que la rodeaban, y una voz que le decía:
—Pequeñita, no tengas miedo. No tienes nada que temer si te portas bien y haces lo que te digo.
—El Señor Jesús me cuidará—respondió Emi—. Me ama, y oré a Él y le pedí que me cuidara. ¡Y la ama a usted también!
—No hables de ese modo—contestó la mujer—. ¡Te enseñaremos una manera diferente de orar!
La mujer se retiró, pero volvía de vez en cuando trayendo comida y para conversar con la pequeña Emi. A veces encontraba a Emi orando, y a veces estaba orando por la mujer.
—Jesús la ama a usted también—le decía a la mujer—, ¡y murió en la cruz por sus pecados!
Pero la mujer no quería escuchar. Una vez, tomándola de la mano, la llevó a otro lugar. Emi no sabía dónde estaba, pero oyó la voz de un hombre, y le dijeron que era un hombre santo, ¡y que tenía que arrodillarse y besarle la mano! Emi recordó que la Biblia decía que debía adorar únicamente a Dios, ¡así que no se quiso arrodillar y besarle la mano, a pesar de lo mucho que la regañaron y amenazaron! Luego le pusieron algo en la mano, y le dijeron que repitiera oraciones que ellos dirían. Pero las palabras no le parecían correctas a Emi a quien le habían enseñado a hablar con Dios como lo haría con su propio papá querido, así que no repitió las palabras. Además, le dolía la cabeza, y ¡ay! ¡cómo extrañaba a su papá!
Enojada, la mujer la llevó de vuelta al cuartito. Antes de retirarse, dijo:
—Pequeña, ¡tendrás que quedarte aquí y meditar, hasta que te arrepientas de ser tan terca en negarte a hacer lo que te mandan!
Emi oyó que se cerraba la puerta y que le ponía llave. Volvió a estar sola. Todavía no podía ver, pero siguió orando a su Padre celestial:
—¡Por favor, sostenme con tus brazos eternos, y ayúdame a salir de aquí!
Un ratito después de que se retirara la mujer, Emi tocó algo duro y filoso en el suelo. ¡Era un par de tijeras! Seguramente que se le habrían caído a la mujer.
Emi las levantó, y no teniendo algo mejor que hacer empezó a cortarse los rizos de un lindo color rojizo, no negros como los de las otras niñitas en ese país.
Cuando no tenía más rizos para cortarse, se preguntó: “Y ahora, ¿qué hago?”
Algo la hizo pensar que podía tirarlos por la ventana, así que se subió al banquito y, uno por uno, los dejó caer.
Todos los días, el papá de Emi caminaba para arriba y para abajo por las calles buscando a su hijita, y con el oído atento por si acaso la oía. Yendo por una calle cierto día, vio uno de esos rizos brillantes en el suelo cerca del edificio donde tenían a Emi prisionera. Levantándolo con ternura, dio gracias a Dios, y se puso a observar con cuidado las ventanas de ese edificio.
Mientras tanto, los ojos de Emi empeoraban. La mujer que la cuidaba comenzó a asustarse, porque había creído que pronto mejoraría. Se había encariñado con la pequeña Emi y le había impresionado mucho la confianza que Emi tenía en el Señor, y en que siempre le decía:
—¡Jesús la ama a usted también!
Finalmente decidió que tenía que llevarla a un médico, o por lo menos a alguien que pudiera ayudarla con los ojos. Así fue que esa noche, la mujer tomó a Emi en sus brazos y la bajó por una escalera y salió con ella por la salida de atrás.
El Señor guió al padre de Emi por ese lugar justo en ese momento, por lo que no lo sorprendió ¡ver a Emi llevada por la calle por la mujer!
Enseguida arrebató a Emi y con ella en sus brazos corrió por la calle oscura dejando atrás a la mujer. ¡Oh, que felices estaban porque Dios los había cuidado, y les había dado la manera de encontrarse!
Pero Emi estaba casi totalmente ciega. La luz le hacía mal a los ojos, que parecían empeorar en lugar de mejorar. Los doctores no podían ayudar, porque el golpe que había recibido en la cabeza había dañado un nervio, y lo único que podían hacer era orar.
Emi estuvo ciega durante un año, ¡y el Señor le enseñó muchas lecciones maravillosas sobre la paciencia y la oración! Hasta aprendió a tejer sin usar la vista, porque una mujer bondadosa venía con frecuencia para ayudarla y enseñarle.
Emi aprendió a amar a esta nueva amiga bondadosa, y tuvieron muchas pláticas en que Emi le contaba del Señor Jesús.
—Él la ama tanto que murió para que usted pudiera vivir, y para limpiarla de todos sus pecados.
—Quizá soy demasiado pecadora—contestaba la mujer.
—¡Oh, no!—Emi le aseguraba con alegría—. Jesús murió por todos los pecados en todo el mundo.
Cierto día a Emi le dolían tanto los ojos que ya no aguantaba. Algo pareció estallar ... ¡y volvió a ver! ¡Qué maravilloso le pareció el mundo de Dios! ¡Su corazón estaba tan lleno de agradecimiento que sentía que no podía agradecerle a Dios lo suficiente!
Pero el Señor le tenía reservada más felicidad a Emi, porque la bondadosa mujer que la había ayudado, aceptó al Señor Jesús como su Salvador, y le dijo al papá de Emi que quería ser bautizada.
—Primero, tengo que decirles algo—dijo.
¡Arremangándose le manga le mostró al papá de Emi una cicatriz en su brazo hecha por los dientes de alguien!
—¿Qué es eso? Parece la mordedura de un perro.
—No, no un perro, esto lo hizo su hijita.
—¡Qué terrible! Y usted ha sido tan cariñosa con ella.
—¡Oh, no, señor! Me mordió cuando le cubrí la cabeza con una bolsa para secuestrarla! Oh, señor, ¿podrá perdonarme? Amo al Señor Jesús, y Él me ha perdonado. ¿Puede usted perdonarme también?
Con los ojos llenos de lágrimas el misionero le tomó el brazo, y dijo:
—Hermana, ¡la perdoné hace mucho tiempo! ¡He estado orando por usted sin saber quién era!
Esta mujer llegó a ser un testigo fiel del Señor Jesús, e iba por todas partes contándole a otros la maravillosa historia del amor de Jesús. Aun en su vejez, siendo ella misma ciega, ¡todavía le gustaba contar la historia que había aprendido de la pequeña Emi a quien había secuestrado!

Una “Rosa” Filipina

Islas Filipinas
/
¡OH! ¿Qué era ese ruido espantoso? ¡Por toda la calle se oían los pitazos y las sirenas!
Rosa sabía lo que era. ¡Era el ruido de las alarmas antiaéreas! Con su muñequita debajo del brazo corrió presurosa a la escalera del sótano donde estaba el estudio de su papá, que era el único refugio antiaéreo que tenían. No ofrecía mucha protección, pero estaba debajo del piso del porche que era de losetas de cemento. Mamá, papá, sus dos hermanos y Rosa siempre oraban, ¡y el Señor los cuidaba!
¡Rosa y su muñequita tenían un lugarcito especial sólo para ellas! Había una alfombrita a un lado del escritorio de papá, y era allí donde ella y su muñequita iban para orar, y para sentarse muy quietas hasta que oían la señal de que el peligro había pasado.
Rosa vivía lejos, al otro lado del mundo en Manila, en las Islas Filipinas. Manila era una ciudad muy hermosa antes de la guerra, con sus lindos árboles y hermosa flores tropicales. Los niños filipinos que juegan en las calles tienen cabello y ojos muy oscuros, pero se visten como los niños se visten en nuestro país si sus padres tienen con qué comprarles ropa; sino, ¡los muchachitos chiquitos usan sólo una camisa!
Pero Rosa tenía un cutis muy claro, ojos azules y cabello rubio; porque aunque Rosa había nacido en ese país, su mamá y su papá eran misioneros que venían de los Estados Unidos. Nunca hubieras adivinado que ella era norteamericana al oírla hablar, porque podía conversar en el idioma tagalog con sus amiguitas como si fuera filipina.
A Rosa también le encantaba la comida filipina, le gustaba más que la norteamericana, lo cual le caía muy bien a los filipinos. Ellos comen mucho arroz y pescado, pero también tienen otros platillos interesantes y deliciosos. A todos los niños les gusta la fruta del lugar antes de que madure. Es difícil entender cómo les pueden gustar los mangos verdes que son muy duros y agrios, pero se los comen con sal, y los disfrutan. A Rosa también le gustaban así, ¡y trataba de convencer a su mamá de que eran ricos!
Rosa iba a una escuela para chicos norteamericanos cuyas clases empezaban a las siete y media de la mañana, y terminaban a las doce y media del medio día. La mayoría de sus amigas iban a la escuela filipina. Algunas de ellas la acompañaban a la escuela dominical de su papá, y a todos Rosa les hablaba del Señor Jesús, porque le había entregado a él su corazón.
Cuando Rosa tenía apenas diez años, ¡bombarderos japoneses comenzaron a volar sobre su casa! La guerra había llegado a las Islas Filipinas. Al poco tiempo, los japoneses ocuparon su ciudad, y Rosa y su familia no se animaban a salir a la calle durante el día. Los japoneses siempre andaban buscando a norteamericanos e ingleses, y cuando los encontraban los llevaban en camiones a campos de concentración. Finalmente, se llevaron a casi todos los norteamericanos, ¡pero nunca fueron a la casa de Rosa!
Cierto día llegaron otros misioneros que iban rumbo a India y que tuvieron que dejar su barco. Entonces, vinieron a vivir a la casa de Rosa. Tenían una hijita un poco más chica que Rosa, llamada Joy. A pesar del temor de ser bombardeados y de la guerra, pasaban ratos felices hasta que un día los japoneses ordenaron ¡que todos los extranjeros se reportaran al campo de concentración!
Los amiguitos filipinos de Rosa se pusieron muy tristes, y lloraban cuando se despedían, pero la mamá de Rosa dijo:
—No lloren por nosotros, ¡oren! ¡Dios nos cuidará!
Cuando llegaron al campo de concentración, les dijeron que todos los misioneros serían trasladados. ¿Adónde creen que los mandaron! ¡A sus casas!
¡Imagínense la sorpresa de sus amigos cuando los vieron venir! Ahora, ¡lloraban de alegría!
Los creyentes de su iglesia dijeron:
—¡Es como cuando Pedro estuvo en prisión! Los creyentes oraron, y Dios lo liberó. ¡Ustedes fueron al campo de concentración, y nosotros oramos, y Dios los liberó!
La mamá de Joy había sido maestra, así que comenzó una escuela para Joy y Rosa y cuatro hermanitas filipinas que vivían al otro lado de la calle. Otra misionera empezó un club bíblico para ellas, y después de un tiempo ¡las cuatro niñitas filipinas y su mamá fueron salvas!
Pero después de un tiempo, los japoneses volvieron a decirles que tenían que irse al campo de concentración. ¡Tenían que estar listos a la mañana siguiente cuando los camiones se los llevarían! Al día siguiente, todos los misioneros y sus familias que vivían en Manila fueron llevados en camión a Los Baños.
Aquí vivirían en largas barracas. Las barracas para familias estaban divididas en pequeños cuartos, con dos personas en cada uno. Había cuarenta y ocho cuartos en cada barraca. Rosa compartía un cuarto al lado del de sus papás con otra niñita cuyos padres también eran misioneros.
Los japoneses dieron permiso para que tuvieran una escuela, así que Rosa, sus hermanos y todos los demás niños tenían clases todas las mañanas. Iban a los cuartos de distintas personas para cada materia. En el cuarto de Rosa, tenían la clase de geografía. Una maestra les daba lecciones sobre las estrellas y las constelaciones que podían ver de noche. Las noches eran muy oscuras, ¡y las estrellas brillaban con esplendor! Una artista tenía una clase en las tardes, y a Rosa la encantaba dibujar. ¡Solía treparse en un árbol alto, y sentada allí dibujaba todo lo que podía ver!
Después de que los norteamericanos comenzaron a bombardear, los japoneses no permitieron que nadie se trepara a los árboles, ¡para la desilusión de Rosa! Los japoneses dieron estas órdenes porque nos les gustaba cómo algunos de los muchachos subían a los árboles cuando los bombarderos americanos volaban por encima, y ¡gritaban el número de aviones que podían ver!
 ¡Tengo tanta hambre! ¿Cómo sería volver a comer todo lo que queremos?— preguntaba a veces Rosa.
La vida en el campo de concentración no era tan mala excepto que no tenían bastante para comer, y todos perdieron mucho peso, y se cansaban fácilmente, y muchos se enfermaron.
Con el correr del tiempo, la comida comenzó a escasear aún más, y más personas se enfermaron. Oraban pidiendo que fueran liberados. Cierta mañana, Rosa se acercó a su mamá con su Biblia en la mano:
—Mamá, este es el versículo que el Señor me dio esta mañana cuando leía la Biblia.
Rosa sólo tenía diez años, pero leía un capítulo en su Biblia todas las mañanas, aun en el campo de concentración. El versículo que le leyó a su mamá dice así:
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Cor. 10:13).
—Creo que pronto vendrán los norteamericanos, porque Dios dijo que dará la salida.
En las dos o tres semanas siguientes, recitó muchas veces la promesa que el Señor le había dado, ¡porque estaba segura de que Dios les daría la manera de salir de allí!
Las raciones de comida eran cada vez más escasas, hasta que un día los japoneses les dijeron que ¡ya no tendrían nada para comer! Parecía seguro que morirían de hambre, porque no había modo de salir del campo de concentración para obtener comida, y, dentro del campo de concentración ¡no había comida! Entonces, todos los misioneros se reunieron para orar.
Justo cuando terminaban de orar, oyeron bombarderos norteamericanos que volaban sobre el campo de concentración. Se fueron de picada tan cerca del campamento que Rosa y los demás pudieron ver las bombas que caían del bombardero. Esa noche, Rosa le dijo a su mamá:
—Creo que Dios pronto enviará la salida. Me parece que los norteamericanos llegarán esta noche o mañana a la mañana, así que me voy temprano a la cama para estar lista cuando llegan.
A la mañana siguiente, la mamá de Rosa prendió el fuego en su cocinita y puso a cocinar el último puñadito de arroz para el desayuno. Justo en ese instante sonó el gong llamando a pasar lista, y en el mismo momento oyeron el pesado zumbido de aviones.
—¡Aviones de transporte!—gritaron unos muchachos—. ¡Aviones de transporte norteamericanos!
Todos se apresuraron a salir para ver ... ¡y qué maravilla vieron! Enormes aviones de transportes trazaban círculos sobre el campo de concentración, y luego, del cielo aparecieron paracaidistas, ¡unos ciento cincuenta! ¡Qué gran exclamación de agradecimiento elevaron a Dios los internos mientras observaban la salida que bajaba del cielo!
Paracaidistas—toda una fila de ellos, ¡cayendo en una hermosa formación de estos aviones de transporte! Rosa sabía que jamás en la vida olvidaría ese espectáculo maravilloso. Un avión volvió a volar en círculo sobre el campo de concentración y los otros podían leer en el costado la palabra “Rescate” pintada en grandes letras amarillas.
¡Ah, qué emoción y entusiasmo había en ese campo de concentración a las siete y media de la mañana! Nadie sabía justamente lo que estaba pasando, pero recibieron la orden de que todos se fueran adentro porque pronto comenzaría la batalla. Le pidieron al papá y al hermano mayor de Rosa que recorrieran el campo advirtiendo a los demás que se quedaran adentro. Y su otro hermano se apresuró adentro diciendo:
—Mamá, ¿dónde está el resto del arroz que estabas guardando para el mediodía? ¡Cocinémoslo! ¡Ha llegado nuestro rescate!
Así que mientras las balas zumbaban alrededor, ¡hirvieron el arroz hasta que se coció! Rosa y su mamá, corrieron a la parte de adelante de la barraca para ver si podían divisar a los soldados norteamericanos, y, ¡oh, qué bueno fue verlos!
Les ordenaron que se quedaran adentro y que se acostaran ¡pero estaban demasiado emocionados para hacerlo!
—Aquí tengo un poco de azúcar que estuve guardando para mi hijito—dijo alguien cuando estaba listo el desayuno—, ¿quién lo quiere?
El hermano de Rosa se apresuró a tomar el azúcar, y todos le pusieron una cucharada a su arroz. ¡Era la primera vez en cinco meses que saboreaban el azúcar!
Al poco rato aparecieron grandes tanques, y se escuchó la orden:
—¡Estén listos para partir en cinco minutos!
Juntaron apresuradamente las cosas y subieron apilados en los tanques que los esperaban. Pero no había lugar para todos, así que la familia de Rosa tuvo que caminar tres millas hasta el lago. Aunque físicamente estaban débiles pudieron llegar, y allí los encontró un hombre con una lata de azúcar que estaba dando a cada uno una cucharada en la mano ... ¡qué bien sabía!
Pronto los tanques estuvieron listos para cruzarlos al otro lado del lago, luego unos camiones los llevaron a la cárcel, ¡sí, la cárcel! Pero era porque éste era el único lugar donde el ejército los podía colocar, y a ellos no les importaba, ¡porque flameaban banderas norteamericanas, y había alimento y libertad! El ejército y la Cruz Roja fueron maravillosos con ellos, pero Rosa y su familia sabían que, en realidad, era la mano de Dios lo que estaba detrás de todo y los había puesto en libertad, porque, ¡tal cómo lo había prometido, les había dado la salida!
Después de seis semanas de cuidado y buena comida se encontraron en un barco grande, ¡rumbo a su patria!
Las experiencias de Rosa durante la guerra se parecen mucho a las de cada pecador, sí, ¡las de cada uno de ustedes, niños y niñas! Así como Rosa fue prisionera de guerra, ¡son ustedes esclavos del pecado y de Satanás mientras no sean salvos! Los norteamericanos llegaron y rescataron a Rosa. ¡El Señor Jesús murió en la cruz para poder rescatarlos a ustedes del poder de Satanás!
El Ejército Norteamericano y la Cruz Roja le dieron comida y ropa a Rosa, y la llevaron a su patria. El Señor Jesús quiere salvarlos a ustedes por su maravillosa justicia, y les da Su Palabra como alimento espiritual. Un día volverá para llevar a todos los que en Él confiaron para estar con Él. ¿Estarán ustedes listos para ese día?

Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron

China
/
Ching Le y Ching Jung reían contentas cierta mañana en marzo cuando vieron una bandada de gansos salvajes volando hacia el sur. Las grandes aves se veían tan lindas con el sol reflejado en sus plumas blancas, y su graznido melodioso se seguía oyendo mucho después de que se habían alejado en el cielo azul.
—Eso quiere decir que el invierno realmente ha pasado—exclamó Ching Le.
—Sí, y tenemos que apurarnos y preparar nuestros barriletes (cometas, papalotes) para aprovechar el viento primaveral—dijo Ching Jung entusiasmada mientras corrían a casa para contarle la buena noticia a su mamá.
—Mamá—llamaron juntas las pequeñas—, acabamos de ver a los gansos salvajes volando hacia el sur, así que el invierno ha pasado.
La Sra. Chang sonrió:
—Ustedes saben que todavía faltan dos meses para que venga el calorcito.
—Oh, sí,—contestó Ching Le, de siete años y muy madura para su edad—, ya sé que todavía seguirá el frío, pero ya comienzan los vientos de primavera ideales para los barriletes ...
—Sí, ya podemos remontar nuestros barriletes—agregó Ching Jung ansiosamente. Tenía un año menos que Ching Le y siempre trataba de hablar al mismo tiempo que su hermana.
—Este año quiero un barrilete dragón—dijo Ching Jung.
—No digas tonterías—rió su hermana—, ¡ya sabes que eres demasiado pequeña! Un barrilete así te levantaría por el aire ¡y probablemente te dejaría caer en la cumbre de una montaña!
—Bueno, entonces quiero un barrilete mariposa—contestó—, ¡y volará más alto que el tuyo!
—Y yo quiero un barrilete que parezca una golondrina llena de gracia—dijo Ching Le—, será ...
—¡Silencio, niñas! Si siguen discutiendo, no tendrán ningún barrilete, y, de cualquier manera, tienen que esperar que regrese su papá. Yo no se los puedo comprar ahora.
Las chiquitas se quedaron calladas ante la mención de su papá. Era capitán del ejército y había estado ausente muchos meses. Todos los días la Sra. Chang quemaba incienso dedicado al pequeño ídolo de arcilla, se golpeaba la cabeza en el suelo delante de él, y pedía protección para el Capitán Chang.
Reinaba la intranquilidad en todo el norte de China porque era durante el tiempo de la Revolución China. Hombres, mujeres y niños huían aterrorizados ante los ejércitos invasores. Muchos huían a las montañas donde se escondían durante días entre las rocas. Volvían a sus aldeas y hogares después de que se iba el ejército, para encontrar que les habían robado o arruinado sus pertenencias. Muchas aldeas eran incendiadas y quedaban totalmente destruidas por el fuego. Pero estaban agradecidos de estar vivos y volvían a reconstruir sus casas.
Hasta ahora, el pequeño pueblo de Sing Min no había sido molestado, y aparte de las historias espantosas y los rumores de guerra, reinaba la quietud y la tranquilidad. Pero la noche anterior la Sra. Chang había oído que el ejército invasor había descendido súbitamente sobre Min Tuan, una gran ciudad al sudeste. Eso era peligrosamente cerca.
Los dos días siguientes Ching Le y Ching Jung estaban contentas de quedarse adentro y ayudar a su mamá a preparar material para hacer suelas de zapatos, porque afuera el viento soplaba huracanado. Había comenzado como siempre lo hace en la primavera: primero pasaba una suave brisa sobre las montañas. Hacía que los pastos secos se doblaran pareciendo saludarse unos a otros con gracia. Pero dos horas después se ponía borrascoso y soplaba con fuerza. El aire se llenaba de polvo finito y amarillo, de hojas y ramitas, y los olmos y sauces gemían y crujían por el viento que azotaba sus ramas.
Las chiquitas se divertían ayudando a su mamá. En un tazón grande, ella había mezclado pegamento y a cada niña le había dado una pila de trapos cortados en tiras. Primero, cubrían un tablón con una capa de pegamento y luego ponían una capa de trapos, después más pegamento y más trapos hasta tener un grosor de seis a ocho capas. Cuanto lo terminaban lo llevaban afuera para secar, y después quitaban el tablón. Los trapos pegados parecían cartón y estaban listos para cortar y convertirlos en suelas de zapatos.
Al tercer día el viento soplaba más fuerte que nunca, y el aire estaba amarillo por el polvo que traía del desierto del norte. Esa noche la Sra. Chang no podía dormir porque el viento hacía vibrar las tejas del techo, casi arrancaba las ventanas de papel y silbaba al azotar las ramas del viejo sauce en el patio.
Alrededor de la medianoche escuchó que tocaban suavemente en el portón del frente. Al principio creyó que era el viento, después escuchó las palabras “K’al men, K’al men” (abre la puerta, abre la puerta).
La Sra. Chang tenía miedo de salir, porque temía que fueran los soldados; pero si hubieran sido ellos no se hubieran molestado en llamar a la puerta, sencillamente la hubieran abierto a la fuerza. Un momento después salió, y abrió el portón inmediatamente cuando escuchó la voz familiar del capitán Chang.
—Creía que nunca me ibas a oír—dijo éste, quitándose el polvo y la tierra del rostro—, dispongo de poco tiempo porque tengo que reportarme a mi compañía mañana en la aldea Kung Ying.
Bajó la voz y susurró:
—El ejército invasor llegará aquí para mañana al mediodía. Tienes que despertar a las niñas, juntar algunas cosas, y estar lista para partir dentro de media hora. ¡No hay tiempo que perder!
La Sra. Chang no podía creer lo que oía.
—¿Quieres decir que tenemos que huir y abandonar la casa?—gimió.
—No pierdas el tiempo haciendo preguntas —dijo el capitán—, o será demasiado tarde.
Ching Le y Ching Jung no podían entender por qué las habían despertado y vestido a esa hora de la noche. Se acurrucaron soñolientas al pie de la cama de ladrillos mientras miraban cómo su papá ponía comida y ropa en sacos.
La mamá juntó varios jarrones valiosos y otros objetos que valoraba. Los llevó afuera y los escondió en el pozo de los vegetales, cubriéndolos primero con tierra y hojas y luego dejando caer repollos encima.
La carreta sin resortes, tirada por dos mulas lustrosas color café, llegó al portón justo a tiempo. El Capitán Chang llevó apresuradamente los sacos de comida y ropa a la carreta. La Sra. Chang trajo colchas que puso en el fondo y a los costados de la carreta, haciéndola acogedora y calientita.
Envolvieron a las dos niñitas en sus colchas y papá las llevó a la carreta. Estaban contentas, porque les pareció divertido ir de viaje.
Por fin partieron. La noche era tan oscura y ventosa que el carretero tuvo que caminar delante de las mulas para guiarlas con la luz tenue de un farol de papel.
Llegó la mañana luminosa y clara. El viento se había ido a las cuevas en las montañas para descansar antes de volver a soplar.
Los cansados viajeros llegaron al camino principal y lo encontraron abarrotado de otros refugiados. Muchos viajaban en carretas abiertas. Estaban sentados juntitos tratando de mantenerse calientes y miraban con envidia a la familia Chang cuando se acercaron en su carreta protegida por un toldo de felpa. Otros montaban mulas, caballos, burros y bueyes, y algunos hasta bicicletas. Pero la mayoría tenía que caminar, y a los niñitos muy pequeños los llevaban en canastos amarrados a las dos puntas de un palo de bambú que sus padres llevaban en los hombros y que se mecían para adelante y para atrás con cada paso que tomaban.
Ching Le y Ching Jung estaban muy entusiasmadas. Era divertido ver a toda esta gente y esperar su llegada a la gran ciudad. Les daban lástima los pobres niñitos y las ancianas que no tenían carretas cómodas para viajar.
Para el mediodía todos estaban cansados y hambrientos. A la Sra. Chang le dio trabajo impedir que las niñas se pelearan, y estaba contenta cuando se detuvieron en la aldea Kung Ying para comer. Pero era aquí donde tenían que decirle adiós al Capitán Chang.
Las mulas también tenían hambre, y chacoloteaban apresuradamente por los adoquines y al pasar el arco de la Posada de Descanso para Viajeros.
La posada estaba repleta de soldados, pero encontraron pronto un cuarto para el Capitán Chang y su familia. Después de una buena comida de fideos, cebollas fritas y repollo, el Capitán Chang dijo:
—De aquí en adelante, tienen que ir solas. El carretero es un hombre bueno y las llevará sanas y salvas a la propiedad Fu Yin T’ang (Salón de Buenas Nuevas) en la ciudad de Ling.
—¿Qué es eso?—preguntó alarmada la Sra. Chang—, ¿quieres decir que tenemos que ir a ese lugar? He oído historias terribles de los extranjeros que viven allí; hechizan a la gente y no creen en nuestros dioses.
Se detuvo súbitamente y se quejó:
—¡Ay, eso me hace acordar que en nuestro apuro por huir de casa, me olvidé de poner comida delante de nuestro ídolo, ni quemé incienso ni le dije una oración! ¿Qué nos va a pasar ahora?
El Capitán Chang agitó la mano con impaciencia.
—¡No seas necia! Esos dioses de piedra no sirven para nada, y tú y las niñas estarán bien cuidadas por los misioneros. Sé que son personas buenas, nada menos que la semana pasada conocí a algunos en la ciudad de Chao Yang.
Era casi medianoche cuando la Sra. Chang y las niñas llegaron a la ciudad de Ling y se detuvieron afuera de Fu Yin T’ang. Ya había allí muchas mujeres y niñas, otras esperaban afuera como ellas.
Al principio la Sra. Chang y las niñitas tuvieron miedo cuando vieron a los misioneros extranjeros. Tenían la nariz y los pies tan grandes, su piel parecía papel de arroz blanco, y qué cabello raro tenían.
Hubo mucho hablar y discutir en tonos controlados porque los misioneros insistieron en revisar los sacos, paquetes y colchas. Lo hacían, porque en un paquete habían encontrado un revolver, y en otro un pequeño ídolo. Estas cosas no podían ser permitidas en la propiedad Buenas Nuevas.
La Sra. Chang y las niñitas habían estado en Fu Yin T’ang más de una semana. La Sra. Chang no sólo se había acostumbrado a los misioneros extranjeros, sino que realmente le gustaba estar allí. Les servían dos buenas comidas todos los días, y era lindo sentarse alrededor del brasero de carbón y conversar con otras mujeres o escuchar al misionero y a la mujer de la Biblia enseñarles acerca del Señor Jesús.
Había tantos refugiados que no podían dormir en las camas calientitas de ladrillos, y la Sra. Chang y sus hijas, junto con unas quince mujeres y niñas, ocuparon el pequeño salón evangélico. Apilaron los bancos en un extremo, pusieron tapetes de paja sobre el piso de ladrillo, y luego cada una extendió su colcha sobre los tapetes. Durante el día había un fuego ardiente en la pequeña estufa, y de noche la lumbre del carbón daba calor.
La Sra. Chang con frecuencia se quedaba despierta de noche pensando en los misioneros y los cristianos chinos. “Sí”, se decía, “son buenos y bondadosos, y esas historias terribles que he oído de ellos son todas mentiras. Este Dios que adoran, aunque no se puede ver, realmente parece ayudarlos, que es más de lo que jamás hacen los ídolos de piedra.”
A Ching Le y Ching Jung les encantaba estar en Fu Yin T’ang y ya habían llegado a conocer y amar al Señor Jesús.
Al principio, escuchaban con la boca abierta mientras la misionera les contaba que Dios amaba tanto al mundo, y a todos los hombres, mujeres y niños, que envió a Su único Hijo amado a la tierra para morir en una cruz. Por Su muerte y el derramamiento de Su preciosa sangre, todos los que acuden a Él, creyendo en Él y confesando que son pecadores, serán salvos, e irán con Él al cielo al morir.
—¿Quiere decir que Dios nos puede amar aunque muchas veces nos portamos mal y nos enojamos?—preguntó Ching Le.
—¿Y cuando no hacemos las cosas que mamá nos manda hacer?
—Sí, el Señor las ama—respondió la misionera—, pero quiere que le digan que se han portado mal y que le pidan que las perdone. Entonces Él las ayudará a portarse bien. Si ustedes realmente lo aman, siempre querrán portarse bien y hacer los cosas que a Él le agradan; entonces, estarán agradando también a su mamá y a los demás.
La misionera abrió su Biblia, y después de un momento dijo:
—Cuando somos hijos de Dios, Él nos cuida, y nunca tenemos que preocuparnos por el futuro porque Él lo tiene todo planeado, y así lo dice en Su Palabra.
Buscó en la Biblia el Salmo 32:8 y leyó:
—“Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar.”
Habían pasado tres semanas desde que la Sra. Chang y sus hijitas habían llegado a Fu Yin T’ang. No tenían noticias del Capitán Chang; su esposa estaba muy preocupada y a veces no podía contener las lágrimas. Ching Le y Ching Jung trataban de consolarla:
—No te preocupes, mamá, Dios está cuidando a papá. ¿Por qué no confías en Dios? Él te dará paz si lo haces.
—Paz—murmuraba la Sra. Chang—, ¿cómo puedo tener paz cuando escucho el estruendo de las armas de fuego en la distancia, cuando las balas zumban por encima nuestro y pegan el techo? ¿Cómo puedo dejar de preocuparme cuando oigo los aviones tan cerca, y por todos lados se oyen los sonidos de guerra?
El domingo a la mañana amaneció claro y brillante. Era un día primaveral, y los pájaros lo sabían también, porque piaban y cantaban alegremente. Pero aunque el día era tan claro, las noticias de la guerra eran peores y el sonido de los escopetazos se oían mucho más cerca. Todos los refugiados tenían mucho miedo y al principio no querían salir de sus cuartos para ir al salón de reunión. Pero una vez que se encontraban adentro cantando coritos e himnos, estaban contentos, porque eso ahogaba el sonido de los rifles.
A Ching Le y Ching Jung les encantaba cantar acerca del Señor Jesús, y su mamá no podía menos que desear confiar en Dios y ser tan feliz como ellas.
La Sra. Chang escuchó atentamente al Sr. Ta, el misionero, cuando leyó en la Biblia: “La paz os dejo, Mi paz os doy; Yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27). “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en Ti persevera; porque en Ti ha confiado. Confiad en Jehová perpetuamente, porque en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos” (Isaías 26:3-4). “Echando toda vuestra ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de vosotros” (1 Pedro 5:7). “Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por Su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).
De pronto las lágrimas comenzaron a caer por el rostro de la Sra. Chang, y cuando la Sra. Ta le puso el brazo alrededor de los hombros, la Sra. Chang exclamó:
—Pensar que Jesús sufrió todo eso por mí, y yo lo he estado rechazando por tanto tiempo. Quiero confiar en Él, como lo hacen usted y el Sr. Ta, y como mis hijitas me han pedido que lo haga.
—¿Por qué no se lo dice ahora?—susurró la Sra. Ta
—Simplemente habla con Dios como hablarías con un amigo—dijo Ching Le.
—Sí, porque Él es también nuestro amigo—agregó Ching Jung.
La voz de la Sra. Chang temblaba al orar:
—Dios verdadero, ahora creo en Ti. Por favor perdóname los pecados y ven a mi corazón y haz que pueda confiar en Ti como lo hacen Ching Le y Ching Jung. Amén.
Desde ese día en adelante, la Sra. Chang era otra persona; tenía gozo y paz en su corazón y ya no se preocupaba por la guerra. En cambio, pasaba su tiempo orando por el capitán Chang, pidiéndole a Dios que lo protegiera y lo trajera a ellas sano y salvo. Anhelaba poder contarle al capitán acerca del Señor Jesús, para que también él tuviera el gozo y la paz que ella y las niñitas tenían.
Tres días después hubo regocijo en la ciudad de Ling, porque habían hecho que el enemigo se retirara y a toda prisa se refugiara en las montañas occidentales, mientras que el ejército victorioso marchaba triunfante en la ciudad. Con él llegó el Capitán Chang. Se escucharon pasitos que corrían y voces emocionadas:
—¡Pa Pa lai liao! (Ha llegado papá)—exclamó Ching Le.
—¡Y ha hecho que el enemigo se retire!—la vocecita estridente de Ching Jung podía oírse hasta en el patio de al lado.
La Sra. Chang se apresuró hacia ellas, y todos parecían estar hablando a la vez.
—Ahora todos creemos en Jesús, y no le tenemos miedo a nada porque Dios nos protege—dijo Ching Le sin respirar.
La Sra. Chang sonrió contenta.
—Dios nos ha dado verdadero gozo y paz, y ahora las niñas me obedecen y no discuten ni se pelean.
La pequeña Ching Jung le tironeaba la manga al capitán, cuando dijo:
—Oramos y le pedimos a Dios que te protegiera, y lo hizo, ¿no es cierto?
Dando a cada una de las pequeñas una manzana acaramelada, el Capitán Chang dijo:
—¡Esta es una noticia maravillosa! Mañana regresaremos a casa, y me tendrán que enseñar ustedes todo acerca de Dios porque yo también quiero conocerlo.
—También te podemos enseñar a cantar acerca de Él—dijo Ching Le, y Ching Jung asintió con la cabeza, ya que esta vez no podía hablar porque tenía la boca llena de manzana acaramelada.

Un Cordero Navajo

Nuevo México
/
—¿Qué pasa, Nabash?
Las grandes lágrimas corrían lentamente por las mejillas de la pequeña india navajo de seis años. Pero Nabash sólo sacudió la cabeza porque no podía contestar.
Era una noche fría de invierno, pero el fogón en el centro del piso de tierra mantenía calientito al qogham (vivienda típica de los indios navajos, con paredes de barro apuntaladas con palos). El qogham en que vivía Nabash parecía un bol de cereal boca abajo. La niña se encontraba sentada entre su mamá y su papá en una suave piel de oveja en el piso de tierra, cerca del fuego.
A pesar del calor y la seguridad de su hogar, el corazón de esta indiecita estaba inquieto. Estaba pensando pensamientos grandes para una niñita tan pequeña. Pensaba: “¿Adónde se irá mi espíritu cuando deje mi cuerpo?’
No tenía idea de cómo sería el lugar, pero mamá y papá siempre hablaban de él como “estar entre los diablos.” De pronto, su corazón se llenó de temor. No habría allí un qogham lindo y calientito; de eso estaba segura. ¡No habría descanso, y quizá ni siquiera una pequeña piel de oveja sobre la cual sentarse!
Pero ni los pensamientos y temores tan sombríos podían mantener abiertos sus ojos que se le cerraban de sueño, y pronto se quedó dormida sobre la calientita piel de oveja, y mamá le enrolló alrededor una frazada grande.
En su hogar en el qogham, Nabash nunca había oído el nombre del Señor Jesús. Nunca había oído leer la Biblia, ni una oración de gracias antes de comer, porque su pueblo no conocía al Dios verdadero. En cambio, algunas noches después de su comida de pan y café, cuando su papá había guardado sus herramientas con las que trabajaba plata, les contaba historias de la religión navajo.
Nabash se acurrucaba bien cerquita sentada sobre la piel de oveja, porque le encantaba oír historias. Su papá contaba acerca de “La-diosa-que-es-siempre-joven” y del “Dios del amanecer”, del “Dios del anochecer” y muchas más. Nabash creía sinceramente en todos estos dioses, y aprendió a orar a ellos.
Cuando tenía ocho años, sus padres la escogieron de entre sus hermanos y hermanas para ir a la escuela. Muy pocos indios podían leer o escribir en aquel entonces, pero el papá de Nabash sentía que uno de su familia tenía que capacitarse para manejar el negocio familiar.
Era emocionante, y un poco triste, dejar su qogham y su familia. Cuando partió en su pequeño pony con un pequeño atado de ropa bajo el brazo, las montañas a la distancia se veían borrosas entre las lágrimas que trataba de contener.
¡Qué nueva y extraña era la vida escolar! Se encontró en un dormitorio grande con muchas chicas de diversas edades, todas con cabello lacio y negro y ojos oscuros como los de ella, pero en cierta forma se veían muy distintas. Quizá eran los vestiditos escolares sencillos que usaban. Nabash acarició los trocitos de plata que adornaban su blusa de terciopelo, y miró la colorida pollera ancha que cubría todo menos la punta de sus mocasines. Estas chicas tampoco tenían las piernas envueltas en tiras de algodón como ella. Las mujeres y los niños navajos se envolvían las piernas para que las víboras no pudieran picarles cuando estaban afuera con las ovejas. Nabash decidió sacarse las suyas en cuanto nadie la viera, porque probablemente no había aquí víboras como en el desierto.
La encargada le dio un nombre inglés: Dorothy. Dorothy significa “el don de Dios,” pero la encargada ni se imaginaba que ella sería realmente un regalo de Dios a su pueblo y que un día podría guiarlos en el camino de la vida eterna.
Todas las semanas visitaba la escuela un misionero. Dorothy se sentaba calladita, tratando de no escuchar las historias bíblicas, en cambio, pensaba en los dioses de su propia gente. Sus padres le habían advertido que no creyera estas historias, y que nunca dejara la antigua religión navajo.
A Dorothy le seguía preocupando a dónde se iría su espíritu cuando abandonara su cuerpo, pero no quería escuchar a la misionera, porque no tenía ningún interés en ir al cielo de ella. Quería ir al cielo de los indios—o donde fuera que iban—¡y estaba segura de que eran dos lugares distintos!
Cuando pasó a cuarto grado, la pusieron en la Escuela de la Misión. Aquí contaban historias bíblicas todos los días, y Dorothy no podía menos que escuchar un poco. Pronto empezó a pensar en ellas.
Cuando regresó a su casa para las vacaciones de primavera era la temporada de la cría de corderos. A Dorothy le encantaba ayudar a cuidar los corderitos recién nacidos. Una noche, después de haber estado con las ovejas todo el día, cuando las estaba poniendo en el corral se dio cuenta que faltaba un corderito. Decidió volver inmediatamente al campo y buscarlo ¡antes que lo encontrara un coyote hambriento!
Mientras apresuraba sus pasos, le vino a la mente una de las historias que había escuchado en la escuela. Era la historia del Buen Pastor que buscó a Su oveja perdida hasta que la encontró, y la trajo de vuelta. También recordó las historias que había oído acerca de cómo Dios contesta las oraciones. Sabía que este gran Dios podía ver en este mismo momento al cordero que se le había perdido.
Dorothy miró todo alrededor, pero no había señales del cordero. Haciendo una pausa junto a un espinoso cactus, inclinó su rostro.
—Querido Dios en el cielo—oró—, Tú sabes donde está mi corderito. ¿Me lo podrías mostrar?
Mientras oraba, le vino a la mente una clara imagen del corderito acostado debajo de cierto matorral por donde había pasado ese día. ¡Se apresuró a ese lugar, y allí estaba su cordero!
Comenzó su regreso a su qogham, sosteniendo al cordero cerquita de su corazón. Pero ahora estaba pensando en sí misma. Cuánto se parecía ella al corderito—perdida en la oscuridad del pecado mientras el Señor Jesús la buscaba. ¿Por qué no entregarse a Él esta misma noche?
Teniendo apretadamente al cordero en sus brazos, se puso de rodillas en el pasto de la ladera de la montaña, inclinó su rostro y se entregó a Jesús. Abrazó con más fuerza a su corderito, sabiendo que también ella, estaría segura bajo el cuidado de Jesús.
Desde ese momento en adelante, Dorothy nunca más sintió los viejos temores que habían llenado su corazón. El Espíritu Santo de Dios le hizo ver la verdad de las propias palabras del Salvador:
“Mis ovejas oyen Mi voz, y Yo las conozco, y Me siguen, y Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de Mi mano” (Juan 10:27-28).
Antes de regresar a la escuela, su gente le hizo una fuerte advertencia de que no se fuera a hacerse cristiana. Pero antes de que terminara el año escolar, había confesado públicamente a su Salvador, y había sido bautizada. Cuando sus padres se enteraron estaban muy enojados. Le dijeron que ella los había traicionado por haber abandonado la fe de sus mayores.
Dorothy necesitaba una operación en los ojos, pero sus padres no daban su consentimiento.
—Yo sé por qué están mal tus ojos,—le dijo su padre—. La razón es que justo antes de que nacieras, cuando estaba danzando en la ceremonia “Yeibichai,” me puse torcida la máscara y dancé con la máscara así. Ninguna operación del hombre extranjero te puede ayudar. Lo que necesitas es que te hagan un “Yeibichai.”
¡Una ceremonia “Yeibichai”! Dorothy sabía que eso significaba nueve largos días de danzas paganas, y luego una ceremonia a cargo del hechicero. Sabía en su corazón que nada de eso la podía ayudar porque los dioses de su gente no tenían poder. Lo que el hechicero le fuera a hacer a los ojos hasta podía empeorarlos. ¡Cuánto anhelaba que su gente conociera y amara al Dios viviente que realmente tenía poder para ayudar!
Su papá no quiso escuchar cuando ella se negó, y muy enojado, trató de obligarla a obedecerle. Cuando ella siguió firme en su negativa le dijo cosas amargas y crueles que entristecieron su corazón, pero el Espíritu Santo de Dios le recordó: “Bástate mi gracia.”
Dorothy siguió brillando con esplendor para el Señor, y, poco a poco, su gente vio que pensaba mantenerse fiel a su nueva fe en el Señor Jesús. Poco a poco, el enojo de su papá se convirtió en orgullo por su hija, y aunque no aceptó él mismo al Señor Jesús, presentaba a Dorothy a otros como: “Mi hija, que es una misionera.”
Poco después de ser salva, Dorothy comenzó a orar pidiendo poder servir al Señor. Cierto día, leyendo su Biblia, encontró el versículo: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.”
“¡El don de Dios!” ¡Eso era lo que significaba su nombre Dorothy! Luego pareció que Dios le hablaba diciendo: Te he dado vida eterna por medio de Cristo, ¡ahora quiero que tú seas un don para guiar a tu propio pueblo hacia Mí!
Más adelante, Dorothy tuvo una operación exitosa de los ojos, y hoy es una feliz misionera entre su propio pueblo.

Siddi Encuentra Amor

India
/
Hace algunos años, en una pequeña aldea del sur de la India (donde siempre brilla el sol, y nunca hay hielo ni nieve), nació una niñita de piel oscura. Quizá te sorprenda saber que sus padres estaban muy, muy tristes cuando vieron a su niñita.
—¿Qué hemos hecho para merecer esta maldición de los dioses?—exclamó el papá de la bebita—. ¡Seguramente los hemos contrariado, y nos están castigando mandándonos a esta niña cuando queríamos un varón!
Era la primera criatura de estos padres hindúes, y habían querido tener un varón, porque no creían que las niñitas fueran nada importantes. Estos padres conocían sólo imágenes hechas de barro, madera o piedra que guardaban en templos sucios y eran cuidados por los sacerdotes del templo. Recordando todas las ofrendas que habían llevado a los pequeños templos hechos de barro y blanqueados con cal, y que habían puesto frente a los dioses, la madre gimió:
—¡Pensar en todos los cocos, las bananas y la mantequilla que les hemos ofrecido! Y las hojas y las flores, ¿qué más podíamos haberles ofrecido para conformarlos?
—¡Yo esperaba un varón!—repetía el desdichado padre—. Bueno, la criaremos, y quizá si le ponemos el nombre de uno de los dioses, eso los conformará, y después nos den un varón.
Así fue que a la dulce niñita le pusieron el nombre “Siddi”, que era el nombre de uno de los dioses que sus padres adoraban, porque no conocían al verdadero Dios viviente del cielo. Las niñas infantes en India eran tan rechazadas que muchas veces las tiraban en la selva para que las encontraran y comieran los animales salvajes. Pero Dios tenía un propósito para la vida de Siddi, así que impulsó a sus padres a criarla.
La mamá llevaba a la pequeña Siddi a todas partes apoyada en su cadera, porque las mamás en la India siempre llevaban así a sus bebés. Su mamá y su papá eran culíes, lo cual significa que tenían que trabajar duro todos los días para otra gente, haciendo toda clase de cosas. A veces trabajaban en los campos ajenos en que se cultivaba arroz, y Siddi era llevada sobre la cadera de su mamá al campo y luego puesta en el suelo a la sombra de un árbol para jugar y dormir hasta la hora de dejar de trabajar e irse a casa para la noche. Más adelante, cuando estaba un poquito más grande, seguía a su mamá mientras ésta trabajaba en el campo.
Después nació un varoncito, ¡un hermanito para Siddi! ¡Qué felices se sentían! Llevaron muchas ofrendas a los dioses para mostrarles lo agradecidos que estaban. Pero el hijito no vivió mucho tiempo, y cuando murió, el papá de Siddi golpeó cruelmente a su mamá para mostrar su desagrado, y también para hacer creer a la gente de la aldea que era por culpa de ella que los dioses habían dejado que su hijo muriera.
Después de eso, dominado por la ira, la golpeaba frecuentemente, porque quería un hijo varón. A veces las dejaba por varios días, y aun semanas. Cuando volvía era sólo para golpear cruelmente a la mamá de Siddi, y muchas veces también a Siddi, si ella no lograba escapar y esconderse a tiempo. Pronto comenzaron a vivir llenas de temor y pavor esperando su llegada.
Todos los días iban a hacer su trabajo de culíes por unos centavos a fin de tener algo para comer. No era siempre trabajo fácil, y cuando no podían trabajar, pedían limosna. Si todavía no conseguían nada, robaban cualquier alimento que podían encontrar.
Cuando Siddi tenía unos seis años, nació otra niñita. Al poquito tiempo su papá volvió a casa y cuando se enteró de que su mamá había tenido otra niñita estaba furioso. Golpeó muchas veces a la mamá de Siddi. La habría golpeado a Siddi también, pero no estaba por ninguna parte, porque se había escapado apresuradamente en cuando vio venir a su papá. Ella, al igual que su mamá, sabía que él estaría enojadísimo, así que se escondió a la sombra de una choza cercana.
“Ojalá salga y se vaya pronto,” pensó la pobrecita Siddi. Se sentía sola, agachada allí, mirando la puerta de la choza de barro que era su hogar. Anocheció, se le cerraban los ojos, y pronto se quedó dormida.
Ya era temprano en la mañana cuando despertó. El muecín, de pie en la punta de uno de los minaretes de una mezquita cercana, cantando en voz muy alta, llamaba a la oración a la que todos los mahometanos respondían al amanecer. Siddi se sentó y se frotó los ojos soñolientos, y luego recordó por qué se encontraba allí afuera. Estirando sus piernitas acalambradas se levantó y se acercó silenciosamente a su propia choza. Agachándose espió cautelosamente dentro de la entrada bajita.
Parecía que su papá se había ido, porque cuando miró adentro, sólo vio a su mamá, sentada en el piso de tierra, llorando y orando a una pequeña y fea imagen que era el “dios de su casa” que estaba en el piso delante de ella. Con su corazón triste por la tristeza de su mamá, Siddi se acercó silenciosamente. En la tenue luz de la choza sin ventana, podía ver las heridas y la sangre seca en el rostro y los brazos de su madre. Luego recordó a su hermanita, pero aunque la buscó por todos lados no la encontró.
—¿Dónde está la bebita, mamá?—susurró.
—Tu padre se la llevó—explicó su mamá entre lágrimas—. Oh, Siddi, me golpeó con tanta crueldad. Pero eso no me importa tanto, si al menos no se hubiera llevado a la niñita en la noche.
A Siddi también le caían las lágrimas, allí sentada cerquita de su madre.
—Quizá podamos encontrarla, mamá—dijo al fin—. Empecemos enseguida. Les podemos preguntar a todos los que veamos, y quizá alguno la haya visto con papá.
Demorando sólo lo suficiente para orar una vez más al pequeño dios que nada podía oír, y a quien nada le importaba, emprendieron su camino. Miraron en chozas vacías y en cobertizos, y cruzaron campos, atentas todo el tiempo por las dudas oyeran el llanto de un bebé. Les preguntaron a muchas personas, pero nadie las podía ayudar. El largo y caluroso día fue pasando, y finalmente tuvieron que regresar a casa cansadas y desanimadas. Con su cuerpo adolorido, y corazón herido, la mamá de Siddi se inclinó nuevamente ante el pequeño ídolo y rogó que la ayudara.
Durante varias semanas buscaron en todas las aldeas vecinas. Mendigaban comida, y cuando no tenían suficiente para comer, robaban cualquier cosa que podían encontrar y, yendo a la aldea vecina, vendían lo que habían robado para poder comprar comida.
No era una vida nada feliz: buscando, preguntando, mendigando, robando y caminando, caminando, día tras día en el caluroso sol de la India. Después de dos o tres semanas, la mamá de Siddi enfermó de gravedad. Se encontraban en una aldea extraña donde no conocían a nadie y no había nadie que las ayudara. No tenían comida ni un lugar donde su madre pudiera descansar excepto el caluroso costado del camino. Después de varios días de alta fiebre, la mamá de Siddi falleció.
Ahora la pequeña Siddi de seis años estaba sola en el mundo, sin nadie que la amara ni la cuidara. Pero sabía cómo mendigar, y sabía cómo robar, así que siguió su camino de aldea en aldea, consiguiendo lo suficiente para sobrevivir. De noche dormía en hacinas de heno, o en los campos o en cualquier refugio que podía encontrar. Andaba con la ropa rota y sucia, y tenía el cabello enmarañado.
Nadie sabe cuántos días o semanas anduvo deambulando sola, excepto Aquel cuyos ojos cariñosos hasta notan cuando cae un gorrión. Y así fue que el Señor guiaba los pequeños pies de Siddi en su deambular, hasta que una mañana despertó al amanecer en un pueblo extraño. Nuevamente oyó al muecín mahometano cantando a viva voz desde lo alto de la mezquita, llamando a los musulmanes de esa ciudad a orar a Alá. Quizá Siddi pensó en el ídolo al cual su mamá oraba siempre con tanta fidelidad, y sintió amargura en su corazón al darse cuenta que éste nunca había ayudado para nada.
Siddi tenía hambre. En realidad, siempre tenía hambre. Casi no podía recordar alguna ocasión cuando había tenido todo lo que quería para comer. Cuando emprendió su camino en busca de comida, llegó a un gran portón cerrado al frente de un conjunto de casas. Se preguntaba qué sería ese lugar, porque espiando por el portón podía ver edificios que no eran templos hindúes ni mezquitas mahometanas. Adentro había un pozo, y mientras Siddi miraba, llegó una mujer con su cántaro para sacar agua.
—¡Amma! ¡Amma!— llamó Siddi.
La mujer puso su cántaro en el suelo, y se dio vuelta para ver quién llamaba tan temprano en la mañana. Vio a la niñita harapienta con su bracito flaco extendido entre los barrotes, y oyó el lamento típico del mendigo pidiendo comida. Era una mujer india cristiana, y jefa de enfermeras del hospital que Siddi había visto a través del portón.
—¿De dónde vienes, niña?—preguntó, notando qué sucia y abandonada parecía—. ¿Quién eres, y dónde vives?
—Soy Siddi, y ya no vivo en ninguna parte,—contestó—. Pero tengo hambre, ¿me puede dar algo para comer?
La enfermera partió en busca de algo de comida, y regresó con un dousey, que es como un panqueque.
—Ahora tienes que irte,—le dijo a Siddi—. Tengo mucho trabajo porque cuido a muchos enfermos en este edificio.
—¡Oh! ¿Puede usted sanar a los enfermos?—exclamó Siddi, quizá deseando haber sabido de este maravilloso lugar cuando su mamá estaba enferma—. ¿Aquí puede venir cualquiera que está enfermo? ¿Y qué es ese otro edificio?
Siddi estaba llena de preguntas, y la enfermera tuvo que explicarle del hospital y del edificio de la iglesia dentro del conjunto de edificios. Le dijo que el edificio de la iglesia no era para hindúes ni para mahometanos, sino un lugar para que los cristianos adoraran a Dios, pero Siddi no entendía esto porque no sabía qué era un “cristiano.”
—Hay aquí una Doddamma (que significa mamá grande) que vino de otro país del otro lado del mar. Sabe mucho acerca de medicamentos y tratamientos para ayudar a que los enfermos mejoren—explicó la enfermera. Luego agregó:
—La Doddamma tiene también otro conjunto de edificios, donde tiene un orfanato. Es un lugar donde hay muchas niñas como tú que no tienen mamá ni papá. La Doddamma las ama y las cuida.
¡Alguien que ama y cuida! Las palabras eran casi demasiado buenas para ser verdad. Los ojos negros de Siddi brillaban cuando preguntó:
—Dígame pronto, ¿dónde puedo encontrar a esta Doddamma? ¡Quiero verla!
—Estará pronto aquí, porque viene esta mañana al hospital. Pero si quieres verla antes tendrás que caminar como una milla a los otros edificios,—y con esto la enfermera señaló un caminito polvoriento que salía súbitamente del camino principal.
Sin perder ni un momento más, la pequeña se apresuró por el camino que le habían señalado. Pasó por el estanque de agua donde los dhobis ya estaban ocupados en lavar ropa, porque los dhobis eran hombres indios que juntaban y lavaban la ropa de gente más rica de castas más altas por sólo unos centavos. La remojan en los ríos o estanques, y luego las golpean sobre las rocas para tratar de limpiarlas.
¡Swish—smack! ¡Swish—smack! La ropa era lanzada alta en el aire y caía pesadamente sobre las rocas, pero Siddi apenas si los vio cuando pasaba corriendo a su lado. No podía pensar en otra cosa que la Doddamma, ¡que amaba y cuidaba a niñitas que no tenían mamá!
¡Bing! ¡Bong! Pasaba por el pequeño templo hindú blanqueado con cal situado en la cima del monte, y el sacerdote iba y venía alrededor del templo, meciendo su incensario humeante en una mano. El viento tomaba la pesada fragancia del incienso y se la llevaba, al mismo tiempo que tomaba la toga ancha del sacerdote haciéndola revolotear alrededor de él. Al caminar, hacía sonar una campanilla de cobre en la otra mano, pero Siddi no la oyó, ni vio la enorme imagen del toro sagrado en la cúpula del templo que parecía mirarla aunque nada veía.
¡Iba en camino para encontrar a la que quizá la amara y cuidara aún a ella!
Los dhobis, dando latigazos a sus burros que llevaban grandes cargas de ropa sucia sobre sus lomos, tampoco notaron a Siddi. Tampoco la notaron las mujeres que pasaban con las jarras de agua sobre sus cabezas. Ella era meramente otra pequeña hija abandonada de la India.
Por fin se encontró delante de la pared de ladrillos del conjunto de edificios que la enfermera le había descrito. ¡Al otro lado de esa pared encontraría a la Doddamma! Apuró sus pasos hasta llegar al portón. Al mirar ansiosamente entre los barrotes vio a muchas niñas como ella, excepto que estas niñas estaban limpias y felices, y todas parecían estar ocupadas en varios quehaceres. Pero no podía ver por ninguna parte a nadie que podría ser la Doddamma. Después de mirar por el portón durante un momento, gritó:
—Por favor, ¿puedo entrar? ¡Quiero ver a la Doddamma!
Varias niñas corrieron al portón, y miraron con curiosidad a la niñita harapienta. Pero antes de abrir el portón se fueron corriendo para decirle a la Doddamma que había una niñita en el portón que quería verla. Finalmente regresaron, y después de abrir el gran portón, la hicieron entrar y la llevaron a una casita donde decían que encontraría a la Doddamma. En todo el trayecto, no dejaron de hablar y de hacer muchas preguntas.
—¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Vas a vivir aquí? ¿Por qué tienes la ropa tan harapienta y sucia?
Preguntaron esto y mucho más, pero Siddi apenas si escuchaba lo suficiente como para contestar. Estaba ansiosa por ver a la que quizá hasta podía amarla. Esperó con temor en el escalón de la casa durante lo que le pareció mucho tiempo, hasta que por fin apareció la Doddamma, y le dijo que entrara.
Al principio, Siddi tenía miedo. ¡En su entusiasmo se había olvidado que la Doddamma extranjera tendría un aspecto diferente!
—Ven, querida, no tengas miedo—le dijo, y cuando Siddi oyó la ternura en su voz y vio la bondad en su mirada, se sintió más valiente, y lentamente se acercó a ella.
—Ahora cuéntame de ti para saber la mejor manera de ayudarte,—dijo sonriendo la Doddamma—. Puedes empezar por decirme tu nombre, donde vivías antes y por qué viniste a verme.
Entonces Siddi le contó toda la triste historia de su vida a esta persona que parecía interesada en conocerla. La Doddamma hizo muchas otras preguntas, hasta que al final pareció satisfecha.
—Ahora, querida pequeña Siddi, ¿te gustaría comer un buen desayuno y luego darte un lindo baño y ponerte ropa limpia?
Siddi asintió alegremente. Llamaron a unas chicas mayores que la llevaron a otro edificio donde le dieron un buen cereal caliente. ¡Qué sabroso estaba! Y tenía un tazón entero para ella sola. Luego las chicas la ayudaron a bañarse, y le dieron ropa usada pero limpia. Después le lavaron y peinaron el cabello largo y negro, y al ratito ya le habían hecho una trenza que le caía por la espalda, igual que las de ellas. Mientras hacían todo esto, conversaban alegremente, y Siddi se empezó a dar cuenta que no sólo la Doddamma, sino también estas chicas, estaban contentas de que viniera a vivir con ellas. Qué lugar maravilloso debe ser éste, pensó Siddi, un lugar donde todos aman a todos. “¿Por qué será?” se preguntaba. En todos los demás lugares donde recordaba haber estado, todos habían parecido interesarse en ellos mismos y sólo hacían por los demás lo que estaban obligados a hacer.
Mientras tanto, la Doddamma estaba preocupada por la pequeña Siddi, pues ya se había encariñado con la pobre chiquita que parecía tan ansiosa de recibir cariño. Se preguntaba si su historia sería cierta, por lo que envió un mensajero a la pequeña aldea donde Siddi dijo que había vivido. Cuando éste regresó, informó que era verdad: la mamá de Siddi había muerto y el padre nunca había regresado. La misionera oraba mucho mientras cuidaba a todas estas niñitas de India, y estaba contenta de cuidar también a Siddi, porque se sentía segura de que Dios se la había enviado.
¡Qué maravillosa vida nueva comenzó para Siddi en ese lugar! Cada día parecía lleno de felices sorpresas. Algunas cosas eran muy extrañas. Descubrió que ninguna de las niñas, ni la Doddamma, tenía una imagen o ídolo para adorar. En cambio, oraban a un Dios viviente que no podían ver, y le dijeron a Siddi que Dios la había amado tanto que había enviado a su único Hijo, el Señor Jesús, a morir por los pecados de ella.
Siddi aprendió también que tenía muchos pecados. Mentir y robar era algo que había hecho toda su vida, y ahora descubrió que eso era muy malo. La Doddamma y todas las chicas cristianas oraban por Siddi, pidiendo que encontrara al único Salvador que la amaba más que nadie.
Los días felices se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, y las pequeñas y flacas mejillas de Siddi empezaron a llenarse y a tener un color rosado. Todos los días aprendía un poquito más acerca de cómo leer y escribir, y todos los días escuchaba acerca del Señor Jesús que la amaba muchísimo. Finalmente llegó el día cuando las oraciones de todas las niñas cristianas y de la Doddamma fueron contestadas, y Siddi aceptó al Señor Jesús como su Salvador personal. Entonces Siddi fue realmente feliz.
Pasaron los años, y Siddi aprendió a leer y escribir muy bien, también aprendió a cocinar y coser, y a hacer muchas cosas que las niñas de India tienen que saber cómo hacer. Cierto día llegó un joven cristiano diciendo que quería una joven cristiana para ser su esposa. Parecía un joven muy bueno, entonces le contaron acerca de Siddi, y él pidió verla. Cuando llegó ella él le hizo algunas preguntas, y luego dijo:
—Me gustaría que Siddi fuera mi esposa.
—¿Te gustaría casarte con este hombre?—le preguntó la Doddamma a Siddi.
—¡Si, me gustaría!—contestó Siddi sencillamente.
Después de varias semanas de preparación se casaron, y Siddi dejó el lugar donde había encontrado amor, para irse con su esposo a un nuevo hogar a muchas, muchas millas de distancia. Pero no importaba, porque descubrió que el amor de su esposo cristiano era muy hermoso, y en su nuevo hogar en aquella aldea distante, Siddi tiene ahora clases donde enseña a mujeres y niños acerca del gran amor del Señor Jesús.

Cuando Elizabeth Tenía Cinco Años

Israel
/
La pequeña Elizabeth vivía en Jerusalén. Sabía mucho acerca del rey David que había vivido y gobernado en esa ciudad muchos años atrás. Pero no sabía nada del Rey más importante, el Señor Jesús, que había enseñado en esa misma ciudad, y que había muerto por sus pecados fuera de las murallas de la ciudad.
La mamá de Elizabeth era judía inglesa, y su papá era armenio. Elizabeth no veía a su papá con mucha frecuencia, porque se encontraba lejos en Chipre. Algo andaba mal, no sabía qué, pero su mamá no estaba contenta. Lloraba con frecuencia, y cierta vez había dicho que no quería que el papá de Elizabeth volviera jamás a casa.
¡Noc! ¡Noc! ¡Había alguien a la puerta! Mientras su mamá se apresuraba para ver quién era, Elizabeth corrió a la ventana para espiar.
¡Oh! ¿Quién sería esa dama de aspecto extraño? Por alguna razón, su ropa parecía distinta, y su cabello y ojos no eran tan oscuros como los de Elizabeth, o como la mayoría de la gente que vivía a su alrededor. Elizabeth estaba segura de que no era árabe ni judía, y ni siquiera armenia como papá.
La extraña y su mamá entraron al cuarto, y aunque la señora le sonrió a Elizabeth y la saludó amablemente, mamá y ella enseguida empezaron a conversar tan animada y seriamente que Elizabeth pensó que la habían olvidado. Entonces se quedó paradita en silencio en su rincón, espiando de vez en cuando el lindo rostro de la señora, y tratando de entender de qué estaban hablando.
—Elizabeth, ¿puedes buscar a tu hermanito? —preguntó mamá.
Su hermanito de tres años apenas se estaba despertando de su siesta, así que Elizabeth le alisó el cabello y la camisita, y lo trajo a su mamá. Pero mamá estaba llorando, así que se lo llevó al rincón para jugar.
Mientras las señoras hablaban, Elizabeth oyó el nombre de su papá, y una palabra extraña: “divorcio.” No sabía qué quería decir esa palabra, pero parece que era lo que hacía llorar a su mamá, y la otra señora también parecía muy triste.
Antes de retirarse, la señora volvió a sonreírle a Elizabeth, y le preguntó:
—¿Te gustaría ir a la escuela dominical conmigo el domingo que viene? Pasamos momentos alegres cantando y escuchando historias de la Palabra de Dios.
Elizabeth asintió tímidamente con la cabeza, y la señora dijo:
—Entonces, te pasaré a buscar el domingo a la mañana. Me estarás esperando mirando por la ventana, ¿no es cierto?
Una vez más Elizabeth asintió con la cabeza.
El domingo a la mañana, cuando llegó la señora amable, Elizabeth la tomó de la mano, y se fue con ella.
Había niños esperándolas sentados en sus sillitas, ¡y cómo se divertían cantando! Aprendieron a recitar el versículo “Os haré pescadores de hombres” y luego aprendieron un lindo corito usando las mismas palabras. Lo cantaron y cantaron, y luego la señora les contó una historia de la Biblia.
—Mamá, ¿tenemos una Biblia?—preguntó Elizabeth en cuanto llegó de regreso a casa.
—Sí, creo que papá tenía una Biblia en alguna parte,—contestó la mamá. Después de buscar un rato, la encontró.
—¡Qué bueno!—exclamó Elizabeth—. Ahora encontremos el versículo que aprendimos en la escuela dominical: “Os haré pescadores de hombres.”
Pero Elizabeth no podía recordar dónde se encontraba, y aunque su mamá buscó y buscó, no lo pudo encontrar. Elizabeth se sentía desilusionada, pero decidió tratar de recordar mejor el domingo siguiente para poder saber dónde buscar en la Biblia.
El domingo siguiente, Elizabeth nuevamente se fue muy contenta a la escuela dominical con la amable señora. Ese día el versículo era Juan 3:16. Cuando volvió a casa recordaba dónde estaba y le pudo decir a su mamá para que lo encontrara, y juntas lo memorizaron.
—Ahora, mamá, déjame leerlo del modo como la maestra nos indicó hoy,—y Elizabeth comenzó:
—“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que Elizabeth que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Luego dijo entusiasmada:
—¿No es maravilloso mamá? Eso quiere decir que el Señor Jesús me amó y murió por mí. Hoy acepté al Señor Jesús como mi Salvador, y ahora soy de Él. Leamos el versículo diciendo tu nombre, mamá.
Entonces volvieron a leerlo juntas con el nombre de la mamá en lugar de “todo aquel.” De pronto, su mamá empezó a llorar, y no quiso conversar más, así que Elizabeth se fue corriendo a jugar.
¡Pobre mamá! Se sentía tan desgraciada e infeliz, tratando de planear su vida, tratando de ganarse la vida, tratando de cuidar a sus dos hijitos, ¡y tratando de hacerlo todo ella sola! NO sabía que el cariñoso Salvador estaba cerquita a su lado, ¡esperando la oportunidad de quitarle su carga y ayudarla de la manera más maravillosa!
Después estaba tan ocupada que no tenía tiempo para atender a la señora amable que había venido a visitarla. Una mañana se despertó con fiebre y sed. Trató de levantarse pero estaba tan débil que casi no se podía mover. Elizabeth le trajo agua, pero no sabía qué más hacer. De pronto, oyó que llamaban a la puerta, y allí estaba la señora de la escuela dominical. ¡Qué contenta estaba de verla!
—¡Ay, venga a ver a mi mamá!,—exclamó Elizabeth—. Me parece que está enferma. Tiene mucha fiebre y parece que no se puede levantar.
La mamá de Elizabeth estaba muy enferma. Vino el doctor, y dijo que tenía tifoidea. Elizabeth oró por su mamá, e hizo todo lo que puede hacer una chiquita de cinco años para cuidar bien a su hermanito. La señora amable venía todos los días para ayudar a mamá, y cuando empezó a recuperarse le habló acerca de aceptar al Señor Jesús como su Salvador.
La mamá lloró débilmente, pero sonrió al contarle cómo Elizabeth había leído con ella Juan tres dieciséis, y cómo había puesto los nombres de ellas en el versículo. Luego dijo:
—Estaba muy ocupada antes, pero he tenido mucho tiempo para pensar desde que enfermé. ¡Oh, puedo ver qué pecadora terrible he sido, y quiero aceptar al Señor Jesús!
Elizabeth tenía la Biblia abierta en el lugar correcto, así que mamá volvió a leer Juan tres dieciséis, poniendo su nombre en el versículo. De pronto, con una sonrisa hermosa dijo:
—¡Oh, ahora me doy cuenta de todo! El Señor Jesús me amó y murió en mi lugar por mis pecados. De veras lo creo.
Al poco tiempo mamá estaba mejor y podía levantarse y trabajar un poco. Y un día apareció un hombre a la puerta ... ¡papá!
Con un grito de alegría, Elizabeth corrió y se echó en sus brazos, y aun mamá que un tiempito atrás no quería volver a papá, sonreía contenta, y lo abrazó también.
Papá estaba sorprendido ante la bienvenida feliz, y mirando pensativamente a Elizabeth y su mamá preguntó:
—¿Qué ha pasado? Las dos parecen tener algo bueno para contarme.
—¡Oh, sí!—exclamó Elizabeth—. Mamá y yo hemos puesto nuestros nombres en Juan tres dieciséis.
Papá parecía desconcertado, entonces mamá le explicó todo lo de la señora amable, y la escuela dominical, y Juan tres dieciséis. Le contó cómo Elizabeth había sido salva primero, cómo ella se había enfermado y después cómo también ella había aceptado al Señor Jesús como su Salvador.
Mientras papá escuchaba, se sonaba muy fuerte la nariz, y parecía que iba a llorar. Luego dijo:
—Creo que soy peor pecador que cualquiera de ustedes dos. Hace años que conozco Juan tres dieciséis, y también hace años que acepté al Señor Jesús como mi Salvador. Pero no he leído la Biblia como debía haberlo hecho, y al final me olvidé de orar. Luego empecé a hacer muchas cosas que eran malas, pero si el Señor me acepta, yo también quiero vivir para Él.
¡Qué familia feliz era ahora! Los días tristes que Elizabeth no podía entender eran cosas del pasado, porque ahora todos ellos conocían y amaban al Señor Jesús. Un poco más adelante, se mudaron a Egipto donde su papá tenía la oportunidad de encontrar un trabajo bueno, y Elizabeth y su mamá tenían clases en su casa.
Elizabeth corre de arriba para abajo por las calles invitando a los niñitos egipcios, y luego ella y su mamá enseñan la Palabra de Dios y les cuentan cómo poner sus propios nombres en Juan tres dieciséis.
¿Te gustaría poner también tu nombre en Juan tres dieciséis?

Más Dulce Que La Miel

Mangete, el niño pigmeo
África
/
—¿Hay algo? ¡Arrójennos algunos!
Algo, ¿de qué?
Niñitos y niñitas pigmeas bailaban con entusiasmo alrededor de un árbol altísimo, gritándoles a unos chicos mayores que se habían subido a él. Volvieron a gritar con impaciencia:
—¡Apúrense! ¿Hay algo?
Temprano esa mañana habían espiado a las abejas volando muy arriba alrededor del árbol, y sabían que por allí tenía que haber miel. Entonces los chicos mayores habían tomado brazas del fuego y las habían envuelto con hojas. Llevando el montón de hojas humeantes, y con sus hachas sobre los hombros, se había trepado rápidamente al árbol.
Con sus hachas cortaron una abertura en el panal, y luego todos juntos soplaron las hojas humeantes. ¡Grandes nubes de humo blanco entraban en el panal forzando a las abejas a dejar su miel! Disgustadas por el olor fuerte y agrio, las abejas salían del panal y trazaban círculos encima de la copa del árbol, zumbando enojadas.
—¡Encontramos algo! ¡Encontramos algo! –fue la alegre exclamación.
Muy pronto arrojaron grandes trozos del panal repletos de miel silvestre a los niños que esperaban al pie del árbol. ¡Qué apuro por agarrarlos! Y poco les importaba que había abejitas recién nacidas caminando por el panal –¡eso­ era parte de la diversión! Pronto hasta se habían masticado las abejitas con la miel y el panal.
¡Qué especial era esto para ellos! Mangete, uno de los muchachitos pigmeos que estaba comiendo alegremente, pensaba que ¡no había nada en el mundo tan rico como la miel! ¡Era seguro que no había nada más dulce!
Mangete vivía en la oscura selva de Ituro, en el Congo Belga. Había nacido doce años antes en una choza de hojas que su madre había construido. No había ropita blanca y suave ni frazaditas calentitas para el pequeñito, pero a él no le importaba, mientras se acurrucaba junto a su mamá, acostada en una esterilla de hojas junto al fuego.
Cada tres semanas todo el campamento se mudaba a otra parte de la selva, y a medida que Mangete fue creciendo, aprendió las distintas sendas, y podía recorrer grandes distancias sin perderse.
Qué feliz y libre se sentía Mangete corriendo por la selva, vestido únicamente de su pequeño taparrabos hecho de la corteza de un árbol. Pronto aprendió a subir los árboles más altos como lo hacían los monos que parloteaban casi todos los días por encima de su campamento. No tenía una bicicleta ni autitos para jugar, pero ... ¿qué hubiera hecho con ellos en la selva? Era muy feliz haciendo hamacas de lianas, y jugaba con su arco y sus flechas. Sabía tirarlas muy bien, ¡y qué orgulloso se sentía cuando podía traer a casa un pájaro o un animalito para la cena!
A veces Mangete jugaba con pelotas hechas de gomero, o con tapitas hechas de semillas chatas, oscuras, de un árbol en la selva. ¡Los loros y monitos eran magníficos animalitos domésticos!
Cierto día llegó un visitante al campamento de Mangete. Era un misionero, y Mangete tuvo un poquito de miedo y timidez, pero no huyó. En un pasado no muy lejano ¡los misioneros casi nunca veían un campamento de pigmeos! Cuando se corría la noticia que venía un hombre extranjero, el campamento de pigmeos desaparecía en la oscura selva, y cuando llegaba el misionero, ¡lo único que le indicaba que allí habían estado los pigmeos eran las cenizas de las fogatas!
Pero cierto día un misionero encontró a un hombre pigmeo tirado al costado de una senda en la selva. El misionero cuidó al hombre con ternura hasta que había recobrado la salud. Se enteró que al hombre le gustaba mucho la sal, así que cuando lo envió a buscar su propia gente le dijo que les avisara que les daría a cada uno una cucharadita de sal si escuchaban su mensaje, ¡y si no huían para esconderse!
¡Cuánto querían los pigmeos esa sal! ¡Les gustaba casi tanto como la miel! Entonces se quedaron, y se dieron cuenta que no tenían que temer a los misioneros, sino que podían confiar en ellos.
El misionero que llegó al campamento de Mangete, vino con palabras extrañas. ¡Les contó de un Dios en el cielo que ama a los pigmeos! Les explicó acerca del pecado y acerca de Jesús, el Hijo de Dios que había venido al mundo para morir a fin de que los pigmeos fueran salvos, y un día se fueran al cielo donde estaba Dios ... El visitante les enseñó un cantito.
“¡Yesu ekundi ime!” (Jesús me ama)
Más adelante volvió y les enseñó algunas palabras de Dios: “Elefi la soloka endi kukwo,” que significa: “La paga del pecado es muerte.” Y después aprendieron: “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido,” que en el idioma de ellos era así: “Mikili ma gba apiki kakaba na morokiso bunde babunoii.”
¡Qué buenas palabras les dijo este visitante acerca del amor de este gran Dios! ¡Cierto día el papá de Mangete se acercó al visitante y le dijo que quería creer en este Jesús, el Hijo de Dios! Poco después, también su mamá aceptó a este mismo Señor Jesucristo.
Al poco tiempo el misionero volvió para enseñarle al grupo de pigmeos de Mangete cómo construir un pequeño edificio de barro donde podrían reunirse para adorar al Señor. ¡Qué orgullosos estaban cuando lo terminaron! Un maestro venía de la aldea casi todas las mañanas y golpeaba la raíz hueca de un árbol para llamar a los niños pigmeos a acercarse. ¡Entonces tenían su escuela en el edificio, y Mangete y sus amigos pronto aprendieron a leer las vocales y a juntar dos letras!
Un día el papá de Mangete dijo:
—Alguien debería cuidar nuestra misión—pues así llamaban ahora a la pequeña capilla, enclavada bajo los grandes árboles de la selva.
—Voy a construir mi choza cerca, así la puedo barrer y cuidar. A veces iré a la selva a cazar elefantes y búfalos, y otras veces pueden ir los pigmeos más jóvenes y dejarnos aquí.
Así que Mangete pudo llegar a ser un alumno regular de la capillita en la selva detrás de la aldea de Subi. Un día Dios habló también a su corazón, y le mostró su necesidad de aceptar al Señor Jesús como su Salvador. Ese día, cuando llegó el maestro, Mangete se le acercó valientemente y le dijo:
—¡Hoy quiero a Jesús! Él murió por mis pecados. Hoy creo en Jesús. Y no quiero volver a pecar. ¡Quiero sólo a Jesús!
Pasaron dos meses, y Mangete estaba muy contento tratando de seguir a su nuevo Señor. Luego, hubo mucha conmoción en el campamento. Venía el misionero, ¡pero no venía solo! ¡Venía con otros misioneros, y niños, para pasar con ellos una semana entera!
¡Cómo trabajaron y se apuraron, y cuando llegaron los misioneros se encontraron con que los pigmeos les habían construido una choza grande y cuadrada de hojas, y con un piso de ramitas!
¡Qué días maravillosos pasaron! Tenían reuniones cuatro veces al día, y a Mangete ¡le hubiera gustado que fueran más! Los misioneros les mostraron cuadros maravillosos en un tablero de franela negra mientras les hablaban, y aprendieron más cantos acerca de Jesús y más palabras de su Libro. Mangete y sus amigos casi siempre eran los primeros en aparecer cuando oían el tamboreo en la selva que los llamaba.
¡Oh, no! A Mangete no se le hubiera ocurrido faltar a ninguna reunión porque había encontrado algo más dulce que la miel: ¡Las palabras maravillosas del Libro de Dios!
La visita ya casi había terminado. El último día, la señora misionera llamó a Mangete y a uno de sus amigos para que se acercaran, y dijo:
—Mangete, ¿te gustaría volver al Centro Misionero con nosotros, y aprender a leer la Palabra de Dios?
—¡Oh, sí, sí!—exclamó. ¡Qué contento estaba!
Así que Mangete se fue con ellos y asistió a la escuela. Su corazoncito sediento parecía absorber todo lo que aprendía de la Palabra de Dios. Después de clase trabajaba en la quinta de la misionera. Ella le dio unas ropas blancas, y ¡qué orgulloso estaba de ellas! ¡Cuando caminaba en el sol, no podía menos que mirar su ropa blanca!
Pero cuando apareció al día siguiente, otra vez tenía puesto sólo su taparrabos hecho de una corteza de árbol.
—¿Dónde está tu ropa, Mangete?—preguntó la misionera.
—La estoy guardando para el domingo, y después de la escuela dominical, ¿me da permiso para caminar ligerito a casa para ver a mamá y papá? Estaré de vuelta antes del anochecer.
Manguete vive ahora en el Centro Misionero en Lolwa. Casi ha terminado de aprender a leer, y cuando lo haya hecho, podrá llevar la Palabra de Dios a su propio pueblo. Cuando se internen profundamente en la selva para buscar nueces y miel, y elefantes para comer, les puede leer todas las mañanas y las noches del Libro de Jesús que ha encontrado ser más dulce que la miel.