Por La Corriente Del Río Yukón

 •  7 min. read  •  grade level: 14
Listen from:
Alaska
Hace algunos años, el misionero navegó sólo en un bote de doce pies de largo por el caudaloso río Yukón. A lo largo de la ribera del río había pueblos y aldeas a los que sólo se podía llegar en bote. Era temprano en la temporada, y su bote fue el primero en aventurarse por las rocas y los rápidos después del hielo y la nieve del invierno. Ni siquiera el bote con la correspondencia había bajado todavía por el río.
Imagínense esperar todo el invierno hasta que se derritiera el hielo en el río para poder recibir correspondencia, cuando a veces nos resulta difícil esperar hasta el día siguiente para que nos entreguen una carta.
A veces, el misionero se enfrentaba con rápidos tremendos al ir río abajo, y otras veces el viento levantaba tan altas las olas que caían en el bote. En más de una ocasión se quedó aislado en alguna isla o ribera solitaria hasta que pasaba el viento.
Muchas veces logró evitar voltearse cuando la rápida corriente lo arrastraba hacia grandes árboles caídos que se extendían debajo del agua desde la orilla. Otras veces, la orilla tenía barrancas de veinte pies de altura, y no había lugar donde desembarcar. A veces el río había socavado estas orillas, y sin aviso, se desplomaban, causando un pequeño alud de tierra que caía al agua y podía volcar el bote.
Fue justo después de que se rompiera el hielo en mayo, que el misionero empezó su viaje río abajo rodeado de pequeños témpanos en el agua helada. Troncos y maderas que iban flotando también eran un peligro, y más de una vez casi hacían volcar al botecito. Pero quizá el peligro más grande eran los remolinos. Al ir bajando por el río, aparecían pequeños remolinos alrededor de su bote, y una vez vio directamente enfrente, un remolino grande.
Precisamente en ese lugar muchos exploradores y cazadores de pieles habían perdido su vida. Una vez que el bote está en este remolino grande es zarandeado por la corriente, sin que uno pueda hacer nada, y es imposible no volcarse. Entonces, el remolino se lleva a la persona para abajo, hasta el fondo.
Cuando vio este gran remolino enfrente, el misionero, con una oración al Señor en su corazón, forzó rápidamente a su bote hacia la rápida corriente más cerca de la orilla. La corriente tironeaba del bote, como si malvadas manos invisibles quisieran llevarlo al remolino. Pero Dios tenía su mano más fuerte sobre él, y lo guió sano y salvo hasta haber pasado el peligro.
Avanzando velozmente, el misionero tenía que mantenerse concentrado, porque ahora tenía que alejar al instante su bote de las rocas filosas, y cuidarse de no encontrase atrapado entre dos pequeños témpanos. De pronto, de un tirón perdió un remo que se quedó atascado en un obstáculo escondido debajo del agua. Al querer agarrarlo desesperado, el agua parecía moverlo juguetonamente, justo fuera de su alcance. Descorazonado, vio como la fuerte corriente se lo llevaba.
Sin ese remo estaba casi indefenso contra los muchos peligros del río. ¿Cómo iba a poder llegar a salvo con un solo remo, y menos a una aldea que necesitaba el evangelio?
“Querido Señor,” oró, “Tú sabes cuánto necesito ese remo, y el gran peligro en que me encuentro. Ayúdame ahora, en el nombre de Jesús.”
Inmediatamente, el Señor contestó su oración y le trajo a mente lo que tenía que hacer. El remo bajaba por la corriente por el mismo rumbo que bajaba él, y ya casi lo había perdido de vista. Pero en medio del río la corriente era mucho más fuerte. Si podía ir en esa corriente, avanzaría más rápido que el remo y podría tomarle la delantera.
Remando con el remo que le quedaba, se fue a la corriente fuerte del río. La corriente lo llevó a una velocidad peligrosa. Si acaso se topara con un obstáculo, iba demasiado rápido para evitarlo. Pero el Señor estaba con él, y al rato sobrepasó a su remo. Siguió varias millas para darse la ventaja de suficiente tiempo para posicionarse, y luego remó hacia la corriente más tranquila y en el paso del remo.
Cuando se iba acercando el remo, afirmó su bote con el otro remo y, en espíritu de oración, se dispuso a agarrar al que se llevaba la corriente. Logró cogerlo, su corazón tremendamente agradecido. Como lo había hecho tantas veces antes, se maravilló ante la fidelidad del Señor en oír el clamor de un hijo suyo.
Pero la parte más emocionante de su viaje era tocar tierra en los campamentos de pescadores y las aldeas de nativos. En un lugar, todos los niños indios se acercaron corriendo en cuanto lo vieron venir. Qué grande era el entusiasmo, porque este era el primer bote que veían desde el verano anterior.
Sabiendo con cuántas ansias esperaban el bote de correspondencia, el misionero levantó puñados de hojas de escuela dominical y tratados, exclamando:
—¡Correspondencia! Correspondencia del cielo para cada uno de ustedes.
Los mayores, al igual que los niños, aceptaron las hojas con gusto, porque cualquier cosa nueva para leer era muy bienvenida. La maestra dio permiso para usar la escuela para una reunión, donde se acercaron muchos curiosos. No sabían himnos ni cantos evangélicos, excepto “Noche de paz.” Así que con esta tonada, el misionero les enseñó a cantar las palabras de Juan 3:16, y pronto estaban haciendo resonar las paredes de la vieja escuela con éste y otros coritos.
Usando la pizarra, el misionero hizo dibujos sencillos para ilustrar el evangelio, y todos parecían escuchar con corazones hambrientos.
El misionero visitó de esta manera a muchos pueblos a lo largo del río. En un pueblo, los niños lo seguían por las calles y los senderos, pero les tuvo que hablar por medio de un intérprete porque no sabían nada de inglés.
En cierta ocasión, cuando tocó tierra recibió una de las sorpresas más felices de toda su vida. Lo esperaba un grupo grande de niños, porque habían visto venir el bote a lo lejos por el río. Cuando se había acercado lo suficiente como para oír, escuchó cantar. Al acercarse más, el canto le sonaba conocido. Lo era. ¡Estaban cantando un himno evangélico!
En la orilla del río, los niños estaban cantando a todo pulmón, un corito y un himno después de otro. Al tocar tierra el bote del misionero, cantaban:
“Hay una fuente sin igual
De sangre de Emanuel,
En donde lava cada cual
Las manchas que hay en él.”
De pie en su bote, el misionero se sumó al canto, ¡y cómo hicieron resonar ese hermoso himno! Ahora les tocó a los niños recibir una alegre sorpresa cuando descubrieron que su visitante también conocía y amaba al Señor, y se aferraron a él al ir subiendo por la senda.
Después de visitar tantas aldeas tristes donde nadie conocía al Señor, ¡encontrase con este recibimiento fue una agradable sorpresa! Este era el pueblo de Kokrines, y hasta hacía unos años habían sido seguidores de la Iglesia Rusa, y no permitían que ningún misionero los visitara. De hecho, habían amenazado darles muerte si se atrevían a venir.
Pero un misionero en avión había aterrizado allí a pesar de sus amenazas, y había realizado cultos. El Espíritu Santo había obrado maravillosamente en el corazón de la gente, y vieron que este evangelio era lo que necesitaban: necesitaban el Salvador que la Iglesia Rusa nunca les había dado. Todos los niños en la aldea, y muchos mayores, habían recibido al Señor Jesús como su Salvador.
Fue este alegre recibimiento el que esperaba al misionero. Y aumentó grandemente su anhelo de extender el evangelio, para que hubiera muchos puntos brillantes como éste para el Señor, en las aldeas de Alaska, abandonadas y difíciles de alcanzar.