Pieta Y Su Cerdito Rosado

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“Pieta, ¿es ese el único vestido que tú tienes?” preguntó la misionera.
La niña filipina de cara triste recelosamente lo admitió con la cabeza. Entonces ella explicó: “Mi amo es un español. Mi padre me vendió hace mucho tiempo a él para pagar una deuda. Él no me permite usar nada excepto este vestido que es como un costal de harina.”
La misionera, la Sra. Wightman, lo miró con compasión, a este saco que usaba como vestido. Fue meramente una vieja y desteñida funda de harina virada. Huecos imperfectos le fueron cortados abajo y a los lados para poder introducir la cabeza y los brazos delgados de la chica. “Déjame hacerte un vestido, Pieta”, ella dijo impulsivamente. A tu amo no le importará si es que el no tiene que pagar por el, “¿no es cierto?”
Una mirada de miedo se observó en la cara de la chica, cuando ella vigorosamente movió la cabeza. “Gracias pero tú no me entiendes. Mi amo es alcohólico y cruel. Si yo viniera a casa con un nuevo vestido el estaría sospechoso y enojado. Él me golpearía y vendería mi vestido para comprar más bebida. Él dice que los esclavos solo deben usar las cosas más baratas, que no cuestan casi nada.”
La Sra. Wightman, una joven misionera, en las Islas Filipinas, estaba dando diariamente clases para niños en un gran pabellón. Ella había descubierto que el tiempo de la siesta era una buena hora para reunir a los pequeños, por cuanto para los padres de familia era una alegría tenerlos fuera de casa, para que ellos mismos pudieran tener una siesta, sin ser molestados. La clase había crecido, hasta que más de cien niños y niñas iban corriendo tan pronto aparecía la amiga misionera. Mientras los unos se agrupaban felizmente Pieta se pararía fijamente lejos del grupo con su pequeño vestido andrajoso.
Cierto día la misionera llamó a Pieta a su lado. “He decidido qué hacer para conseguir un vestido para ti. Te voy a hacer un bonito vestido como los que usan las otras niñas. Cada día lo traeré conmigo a clases, y tú puedes ponértelo antes de que los demás vengan. Tú lo puedes usar mientras los niños están aquí, y dejarlo conmigo cuando te vayas a tu casa. ¿Te gustaría hacer esto?
Su rostro resplandeciente era una respuesta suficiente. “¡Oh!—¿lo podrías hacer rosado—con mangas de encaje—por favor?”, susurró ansiosamente.
En los días siguientes, una Pieta radiante con su lindo vestido rosado se sentó en la fila del frente, su hambriento corazón llenándose con todas las palabras sobre historias bíblicas. Era el tiempo en que se celebraba la Pascua y la Sra. Wightman les contó la historia de la muerte y padecimientos del Salvador por los pecadores del mundo. De repente la voz de Pieta interrumpió:
“Yo sé que fue lo que más lastimó al Señor Jesús.”
“¿Qué quieres decir, Pieta?”
“Algunas veces cuando me he portado mal y mi amo está enojado, él me cuelga en la cerca”, la pequeña dijo seriamente. “El ata con alambre mis muñecas y me deja colgada allí hasta que llega el momento en que pienso que voy a morir. El alambre corta mis muñecas y siento dolor en todo lado, pero el mayor dolor es aquí”, y ella puso la mano sobre su corazón. “Es el más terrible dolor de todos, y estoy segura que al Señor Jesús también fue lo que más lo lastimó.”
La misionera estaba aterrorizada al oír acerca del cruel tratamiento que la pequeña niña había sufrido, pero ella dijo, “estás en lo cierto, Pieta. El Señor Jesús sufrió más que todo en Su corazón. No por el tremendo dolor de la crucifixión, sino porque todos nuestros pecados fueron cargados sobre Él por Dios, y entonces Dios le dejó a solas, para recibir el castigo que nosotros merecíamos.”
“¡Oh! ¡Yo desearía que Él hubiera muerto por mí, también!” Pieta habló en voz alta con mucha emoción.
“El sí murió por ti Pieta”, la misionera le aseguró.
“Si deseas puedes recibirlo como tu Salvador en este momento!”
“Pero tú te has olvidado—yo soy una esclava. Los esclavos no pueden ser salvos, porque mi amo dice que los esclavos no tienen alma.”
Cuan contenta estaba la Sra. Wightman porque podía contarle la historia de Onésimo del libro de Filemón. Aunque Onésimo había sido esclavo, y había pecado grandemente, había recibido al Señor Jesucristo como su Salvador y había sido perdonado. Entonces ella pidió a Pieta quedarse después de despedir a los demás niños para poder conversar juntas sobre el asunto. Mientras se sentaban tranquilas, después que los demás habían corrido a sus casas, las lágrimas empezaron a caer sobre las mejillas de Pieta. “Es maravilloso que el Señor Jesús me ama. No puedo recordar que alguien me haya amado antes. Pero tengo miedo; soy demasiado mala para pertenecer a El.”
“¿Qué quieres decir Pieta?”
“A veces mi amo me manda a la tienda para comprar col y yo robo una de las moneditas para comprar caramelos para mí y a veces cuando se porta cruel conmigo escupo en el balde al ir a sacar agua del pozo, y, ¡oh!—otras muchas cosas malas también.”
“Pieta, es por esta mismas cosas que Jesús murió. El Señor Jesús ya ha recibido el castigo que aquellas cosas merecían al morir en la cruz. El desea ser tu Salvador.”
“Quiero pertenecer a Él, ¿Cómo puedo decírselo?”
“No te acuerdas de la canción que cantamos hoy? Aquella que dice, ‘lávame y seré más blanca que la nieve’. ¿Por qué no pides al Señor Jesús hacerlo por ti ahora mismo?”
Mirando hacia el cielo Pieta oró sencillamente, “Señor Jesús, lávame y seré más blanca que la nieve.” Después de un momento miraba a su profesora y dijo, con tristeza, “Él no lo hizo. Me siento igual.”
“Escucha este versículo Pieta, ‘Cree en el Señor JesuCristo y serás salvo,’ ¿Qué significa la palabra ‘creer’, en tu propio idioma?”
“Quiere decir contar con ello, aceptar que es así”, ella contestó positivamente. “¡Ya lo veo! yo le pedí lavarme más blanca que la nieve. No importa cómo me siento, yo puedo confiar en El que cumplirá su promesa y que lo hará.” La cara manchada de lágrimas empezó a brillar. “¡Espera que le cuente a mi amo! No creo que sabe nada de esto, y quiero que él sea salvo también, porque él es todo lo que tengo.”
Al día siguiente, mientras la misionera ayudaba a Pieta para ponerse su vestido rosado notaba muchas contusiones en su cuerpo delgado. Pieta explicó, “mi amo blasfemó y dijo que todo lo que tú me habías dicho eran mentiras y entonces me golpeó. No sé porqué estaba enojado. ¡Es una historia tan buena! Ayúdame a orar para que él algún día llegue a saber que es verídica.” Entonces ella preguntó, “¿Habría algo que yo podría hacer por el Señor Jesús por amarme tanto?”
La Sra. Wightman le dió la responsabilidad de barrer el pabellón cada día y desde aquel momento en adelante estaba tan limpio como una niñita podría mantenerlo.
Entonces llegaron los días de mucho viento y lluvias. Los vientos del noreste doblaron las palmeras y los platanales hasta el suelo, alzaban los techos de las casas, que eran de hojas de palmera, y causaron grandes oleajes en la isla. Lluvias torrentosas golpeaban con furia y parecían interminables. Fue uno de los temibles tifones, y al terminar la tempestad muchos estuvieron sin casa y algunos ahogados.
Cuando nuevamente los niños y las niñas pudieron recibir sus clases, tenían muchos relatos emocionantes que contar y algunos de ellos eran de dolor y tristeza.
Entonces la misionera vió a Pieta sentada en su sitio acostumbrado, pero no estaba sola. ¡A su lado estaba sentado un cerdo rosado!
“Pero Pieta, ¿De dónde ha venido el cerdo?” exclamó la misionera.
“¡Es todo mío!” contestó orgullosamente Pieta. “Cuando las aguas de la tempestad atravesaron nuestro patio este cerdito llegó flotando también. Yo pensaba que estaba muerto, y casi lo era. Lo rescaté con un palo y lo cuidé y ya está bien. He preguntado en todas las casas pero nadie sabe de donde ha venido, ni a quien pertenece, de manera que ya es mío.”
“Eso está muy bien,” dijo la misionera sonriendo, “pero deberías dejarlo en casa porque esta es una clase para niños y niñas y podrías interrumpirla.”
Los ojos obscuros de Pieta mostraban su temor. Cogió su cerdo y lo apretó con firmeza, “¡No! ¡No! ¡No! nunca podría dejarlo en casa. Si él no puede venir a clase entonces yo tendré que quedarme en casa con él. Ud. no entiende. Si lo dejo en casa mi amo puede comerlo, o venderlo—y él es mí cerdo. Es la única cosa que jamás he tenido, y que pueda decir que es mía. ¡Es algo muy especial!”
“¿Para qué será?”, preguntó suavemente la Sra. Wightman.
“Cuando sea grande y gordo y fuerte, entonces quiero entregárselo al Señor. Él me ha dado tanto y jamás he tenido nada para darle. No estoy permitiendo que mi amo lo alimente, porque entonces él diría que le pertenece. Estoy mendigando sobras de alimentos y basuras de mis vecinos.”
“Ya entiendo Pieta,” aseguró la misionera a la niña preocupada. “Si tú puedes mantenerlo quieto de manera que no nos interrumpa puedes traerlo contigo.”
Así fue que el cerdo de Pieta llego a ser un fiel miembro de la clase. Las semanas se convirtieron en meses y la Sra. Wightman podía darse cuenta que la niñita filipina estaba llegando a ser una creyente madura. También su cerdo estaba creciendo. Un día el cerdo apareció con un lazo rojo alrededor de su gordo cuello, y la sonrisa en la cara de Pieta indujo a la profesora a preguntarle, “¿es este un día especial, Pieta?”
Pieta afirmó con su cabeza. “Este es el día en que deseo entregar mi cerdo al Señor. ¿No ve lo grande y gordo que está? No me gusta la forma en que mi amo ha estado mirando mi cerdo. Mañana es su cumpleaños y me da miedo que decida hacer una fiesta para sus amigos con mi cerdo. Por favor quiero que Ud. se lo entregue al Señor Jesús hoy mismo.”
Después de pensar cuidadosamente la misionera preguntó: “Te gustaría que lo lleve al mercado para venderlo? Podríamos usar el dinero para comprar Biblias y libritos que relatan la historia de la salvación, para entregarlos a personas que no han oído del Señor Jesús.”
Pieta estuvo de acuerdo, y después de la clase la Sra. Wightman se fue al mercado, con el cerdo de Pieta.
Al día siguiente Pieta no regresó a la clase. Después de tres días sin haber noticias de ella, la Sra. Wightman preguntó a los otros niños ¿qué si Pieta estaba enferma? Los niños se miraban mutuamente con miedo. Entonces uno contestó: “¿No sabe usted? Su amo estaba tan enojado, cuando descubrió que había vendido su cerdo y que ni siquiera tenía dinero, que la golpeó sin misericordia. Había pensado realizar una fiesta con sus amigos. La golpeó tan cruelmente que ha perdido un ojo—¡y pensamos que se está muriendo!”
Asustada, y con el corazón triste la misionera despidió a los niños para salir apuradamente a la casita donde le habían dicho que Pieta vivía con el español. Era una casita típica de una sola habitación con techo de hojas de palmera, elevada sobre postes para estar encima del agua en la estación lluviosa. Debajo de la casa, junto con los cerdos y los pollos que estaban escarbando en la basura, vió a Pieta.
Metiéndose de rodillas debajo de la casa la misionera se sentó al lado de Pieta y recogió en sus brazos a la niña enferma. Al tocar la piel caliente de Pieta, la Sra. Wightman se dió cuenta que estaba con fiebre alta, y mientras la abrazaba tuvo convulsiones. Las lágrimas comenzaron a correr por la cara de la misionera mientras preguntaba: “¿Pieta, qué te ha hecho?”
El cuerpo pequeño se había quedado quieto en sus brazos y mirando a Pieta se dió cuenta que ella ya estaba consciente nuevamente. Mirando a la misionera con su solo ojo Pieta preguntó con voz temblorosa: “¿Está llorando? ¿Porqué está llorando? ¿No está llorando por mí, no es cierto?”
La misionera no pudo contestar, así que Pieta continuó: “¡No llore por mí! Yo voy a estar con el Señor Jesús muy pronto. ¡Estoy tan contenta de ir! Por favor no llore por mí, no puedo esperar.”
Entonces la Sra. Wightman preguntó: ¿Crees que reconocerás al Señor Jesús cuando lo veas?“
Pieta contestó: “¡Sí, lo reconoceré! ¡Es el único que tendrá las señas de clavos en sus manos y pies!” Entonces después de un momento miraba otra vez a la misionera y susurró: “Al irme, ¿orará por mi amo? Él es todo lo que tengo y quiero que sea salvo.”
Fue muy difícil para la Sra. Wightman contestar, porque las lágrimas no la dejaban hablar. Sentía tanta enemistad contra el cruel español, pero Pieta esperaba la contestación y finalmente pudo decirle: “Sí, Pieta, oraré por su salvación.”
Después de pocos momentos Pieta quedó quieta en sus brazos y la misionera se dió cuenta de que su espíritu había ido para estar con el Salvador a quién amaba. Con el cuerpo sin vida de la niña en sus brazos la misionera de rodillas salió de debajo de la casa y lentamente subió la escalera de la casa. Abriendo la puerta de malla con su pie, entró en la habitación donde el español estaba sentado a la mesa bebiendo licor.
Por un momento el hombre y la misionera se miraron mutuamente. Entonces habló la Sra. Wightman y dijo: “¡Mire a Pieta! ¡Está muerta! ¡Usted la mató!”
“Y eso”, contestó rudamente el español. “Ella no tuvo alma. Era solamente mi esclava. Yo podía hacer con ella lo que me daba la gana. Era mi propiedad.”
La misionera temblaba, pero contestó tranquilamente sin ira: “Sí, sí, tuvo alma y usted lo sabe. Pieta está ahora en el cielo. ¡Usted es un homicida malvado delante de Dios!”
“¡Lárguese de aquí! ¡Yo no tengo nada que ver con las cosas que usted enseña!”
“Me iré en un momento”, ella contestó, “Pero primero tengo algo que decirle. Poco antes de morir Pieta me pidió hacer una cosa difícil. Me pidió orar por usted. Le amó a pesar de su crueldad con ella y quiso que fuera salvo del castigo eterno. Guardaré mi promesa a Pieta. Oraré para que Dios le demuestre el hombre pecador que es y que usted acuda a El pidiendo misericordia y perdón.”
Luego en casa la misionera bañó el cuerpo amoratado de Pieta y la vistió con el vestido rosado que tanto le gustaba. Con unos pocos cristianos filipinos hicieron un entierro cristiano para Pieta. Luego la Sra. Wightman les contó la historia y preguntó: “¿Orarán ustedes conmigo por este vil hombre, para que pueda recibir al Señor Jesús como su Salvador?”
La respuesta fue inmediata. Estaban de acuerdo para orar en forma continua para que este hombre fuera salvo. Durante la cuarta noche de oración, los filipinos que se encontraban orando oyeron pisadas. Alzando la vista vieron al español desfigurado, tropezando con la puerta. “¿Habrá misericordia de Dios para un hombre tan vil como yo?” gritó. Sus ojos estaban ensangrentados y parecía que no había ni comido ni dormido por algún tiempo. Cayendo de rodillas el hombre, confesó su pecado a Dios y su profunda necesidad de Cristo como su Salvador. Los cristianos pudieron mostrarle con la Biblia que la muerte del Señor Jesús en el Calvario había cubierto su gran pecado y él recibió el don de Dios que es la salvación.
El cambio de vida de este hombre fue evidente para todos. Inmediatamente buscó a sus compañeros de bebida y compartió con ellos lo que Dios había hecho por él. Pronto por su testimonio estaba logrando a otros para el Salvador.
Luego vino la guerra con todos sus horrores. Pearl Harbor fue bombardeado y los japoneses estaban por todas partes obligando a los filipinos a arrodillarse ante el emperador japonés. Un día el español tuvo que hacer frente a la orden de arrodillarse. Sin miedo rehusó hacerlo, diciendo a los soldados que solo podría arrodillarse ante el Dios viviente quien lo había salvado y limpiado de todos sus caminos de maldad. Hubo un momento de silencio entonces la orden fue repetida furiosamente: “¡Arrodíllate ante el emperador—o muere!”
El español se mantuvo firme.
Una nueva orden fue seguida de una descarga de armas de fuego, y ¡el español estaba con el Salvador, a quien había aprendido a amar hasta la muerte, y con Pieta en contestación a su oración!