Más Dulce Que La Miel

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Mangete, el niño pigmeo
África
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—¿Hay algo? ¡Arrójennos algunos!
Algo, ¿de qué?
Niñitos y niñitas pigmeas bailaban con entusiasmo alrededor de un árbol altísimo, gritándoles a unos chicos mayores que se habían subido a él. Volvieron a gritar con impaciencia:
—¡Apúrense! ¿Hay algo?
Temprano esa mañana habían espiado a las abejas volando muy arriba alrededor del árbol, y sabían que por allí tenía que haber miel. Entonces los chicos mayores habían tomado brazas del fuego y las habían envuelto con hojas. Llevando el montón de hojas humeantes, y con sus hachas sobre los hombros, se había trepado rápidamente al árbol.
Con sus hachas cortaron una abertura en el panal, y luego todos juntos soplaron las hojas humeantes. ¡Grandes nubes de humo blanco entraban en el panal forzando a las abejas a dejar su miel! Disgustadas por el olor fuerte y agrio, las abejas salían del panal y trazaban círculos encima de la copa del árbol, zumbando enojadas.
—¡Encontramos algo! ¡Encontramos algo! –fue la alegre exclamación.
Muy pronto arrojaron grandes trozos del panal repletos de miel silvestre a los niños que esperaban al pie del árbol. ¡Qué apuro por agarrarlos! Y poco les importaba que había abejitas recién nacidas caminando por el panal –¡eso­ era parte de la diversión! Pronto hasta se habían masticado las abejitas con la miel y el panal.
¡Qué especial era esto para ellos! Mangete, uno de los muchachitos pigmeos que estaba comiendo alegremente, pensaba que ¡no había nada en el mundo tan rico como la miel! ¡Era seguro que no había nada más dulce!
Mangete vivía en la oscura selva de Ituro, en el Congo Belga. Había nacido doce años antes en una choza de hojas que su madre había construido. No había ropita blanca y suave ni frazaditas calentitas para el pequeñito, pero a él no le importaba, mientras se acurrucaba junto a su mamá, acostada en una esterilla de hojas junto al fuego.
Cada tres semanas todo el campamento se mudaba a otra parte de la selva, y a medida que Mangete fue creciendo, aprendió las distintas sendas, y podía recorrer grandes distancias sin perderse.
Qué feliz y libre se sentía Mangete corriendo por la selva, vestido únicamente de su pequeño taparrabos hecho de la corteza de un árbol. Pronto aprendió a subir los árboles más altos como lo hacían los monos que parloteaban casi todos los días por encima de su campamento. No tenía una bicicleta ni autitos para jugar, pero ... ¿qué hubiera hecho con ellos en la selva? Era muy feliz haciendo hamacas de lianas, y jugaba con su arco y sus flechas. Sabía tirarlas muy bien, ¡y qué orgulloso se sentía cuando podía traer a casa un pájaro o un animalito para la cena!
A veces Mangete jugaba con pelotas hechas de gomero, o con tapitas hechas de semillas chatas, oscuras, de un árbol en la selva. ¡Los loros y monitos eran magníficos animalitos domésticos!
Cierto día llegó un visitante al campamento de Mangete. Era un misionero, y Mangete tuvo un poquito de miedo y timidez, pero no huyó. En un pasado no muy lejano ¡los misioneros casi nunca veían un campamento de pigmeos! Cuando se corría la noticia que venía un hombre extranjero, el campamento de pigmeos desaparecía en la oscura selva, y cuando llegaba el misionero, ¡lo único que le indicaba que allí habían estado los pigmeos eran las cenizas de las fogatas!
Pero cierto día un misionero encontró a un hombre pigmeo tirado al costado de una senda en la selva. El misionero cuidó al hombre con ternura hasta que había recobrado la salud. Se enteró que al hombre le gustaba mucho la sal, así que cuando lo envió a buscar su propia gente le dijo que les avisara que les daría a cada uno una cucharadita de sal si escuchaban su mensaje, ¡y si no huían para esconderse!
¡Cuánto querían los pigmeos esa sal! ¡Les gustaba casi tanto como la miel! Entonces se quedaron, y se dieron cuenta que no tenían que temer a los misioneros, sino que podían confiar en ellos.
El misionero que llegó al campamento de Mangete, vino con palabras extrañas. ¡Les contó de un Dios en el cielo que ama a los pigmeos! Les explicó acerca del pecado y acerca de Jesús, el Hijo de Dios que había venido al mundo para morir a fin de que los pigmeos fueran salvos, y un día se fueran al cielo donde estaba Dios ... El visitante les enseñó un cantito.
“¡Yesu ekundi ime!” (Jesús me ama)
Más adelante volvió y les enseñó algunas palabras de Dios: “Elefi la soloka endi kukwo,” que significa: “La paga del pecado es muerte.” Y después aprendieron: “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido,” que en el idioma de ellos era así: “Mikili ma gba apiki kakaba na morokiso bunde babunoii.”
¡Qué buenas palabras les dijo este visitante acerca del amor de este gran Dios! ¡Cierto día el papá de Mangete se acercó al visitante y le dijo que quería creer en este Jesús, el Hijo de Dios! Poco después, también su mamá aceptó a este mismo Señor Jesucristo.
Al poco tiempo el misionero volvió para enseñarle al grupo de pigmeos de Mangete cómo construir un pequeño edificio de barro donde podrían reunirse para adorar al Señor. ¡Qué orgullosos estaban cuando lo terminaron! Un maestro venía de la aldea casi todas las mañanas y golpeaba la raíz hueca de un árbol para llamar a los niños pigmeos a acercarse. ¡Entonces tenían su escuela en el edificio, y Mangete y sus amigos pronto aprendieron a leer las vocales y a juntar dos letras!
Un día el papá de Mangete dijo:
—Alguien debería cuidar nuestra misión—pues así llamaban ahora a la pequeña capilla, enclavada bajo los grandes árboles de la selva.
—Voy a construir mi choza cerca, así la puedo barrer y cuidar. A veces iré a la selva a cazar elefantes y búfalos, y otras veces pueden ir los pigmeos más jóvenes y dejarnos aquí.
Así que Mangete pudo llegar a ser un alumno regular de la capillita en la selva detrás de la aldea de Subi. Un día Dios habló también a su corazón, y le mostró su necesidad de aceptar al Señor Jesús como su Salvador. Ese día, cuando llegó el maestro, Mangete se le acercó valientemente y le dijo:
—¡Hoy quiero a Jesús! Él murió por mis pecados. Hoy creo en Jesús. Y no quiero volver a pecar. ¡Quiero sólo a Jesús!
Pasaron dos meses, y Mangete estaba muy contento tratando de seguir a su nuevo Señor. Luego, hubo mucha conmoción en el campamento. Venía el misionero, ¡pero no venía solo! ¡Venía con otros misioneros, y niños, para pasar con ellos una semana entera!
¡Cómo trabajaron y se apuraron, y cuando llegaron los misioneros se encontraron con que los pigmeos les habían construido una choza grande y cuadrada de hojas, y con un piso de ramitas!
¡Qué días maravillosos pasaron! Tenían reuniones cuatro veces al día, y a Mangete ¡le hubiera gustado que fueran más! Los misioneros les mostraron cuadros maravillosos en un tablero de franela negra mientras les hablaban, y aprendieron más cantos acerca de Jesús y más palabras de su Libro. Mangete y sus amigos casi siempre eran los primeros en aparecer cuando oían el tamboreo en la selva que los llamaba.
¡Oh, no! A Mangete no se le hubiera ocurrido faltar a ninguna reunión porque había encontrado algo más dulce que la miel: ¡Las palabras maravillosas del Libro de Dios!
La visita ya casi había terminado. El último día, la señora misionera llamó a Mangete y a uno de sus amigos para que se acercaran, y dijo:
—Mangete, ¿te gustaría volver al Centro Misionero con nosotros, y aprender a leer la Palabra de Dios?
—¡Oh, sí, sí!—exclamó. ¡Qué contento estaba!
Así que Mangete se fue con ellos y asistió a la escuela. Su corazoncito sediento parecía absorber todo lo que aprendía de la Palabra de Dios. Después de clase trabajaba en la quinta de la misionera. Ella le dio unas ropas blancas, y ¡qué orgulloso estaba de ellas! ¡Cuando caminaba en el sol, no podía menos que mirar su ropa blanca!
Pero cuando apareció al día siguiente, otra vez tenía puesto sólo su taparrabos hecho de una corteza de árbol.
—¿Dónde está tu ropa, Mangete?—preguntó la misionera.
—La estoy guardando para el domingo, y después de la escuela dominical, ¿me da permiso para caminar ligerito a casa para ver a mamá y papá? Estaré de vuelta antes del anochecer.
Manguete vive ahora en el Centro Misionero en Lolwa. Casi ha terminado de aprender a leer, y cuando lo haya hecho, podrá llevar la Palabra de Dios a su propio pueblo. Cuando se internen profundamente en la selva para buscar nueces y miel, y elefantes para comer, les puede leer todas las mañanas y las noches del Libro de Jesús que ha encontrado ser más dulce que la miel.