Capítulo Diez

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"No te jactes del día de mañana; porque no sabes que dará de sí el día" dice la Palabra de Dios, y con razón. Aun en los rediles no se imaginaban que el siguiente día les traería, la enfermedad grave de la madre de Ondreco. El doctor, muy preocupado, dijo que el mensaje inesperado de la llegada de su querido padre, a quien ella no había visto por muchos años, la golpeó tanto, que se cayó en una enfermedad nerviosa, que el doctor había querido evitar por medio de traerla aquí a las montañas.
Solamente Palko y Bach Filina sabían que había otra cosa más que se apoderó de ella. Hablaron acerca de ello solamente entre sí mismos y oraron mucho por la Señora. Parecía que ella no reconocía a nadie. Quedaba acostada en su cama como una bella flor quebrada de su tallo. En vano Ondreco susurraba a ella, la acariciaba y la besaba. Ella lo miraba, pero no contestaba. Solamente una cosa consolaba a su pobre hijo, que ella tenía una expresión, mientras dormía y mientras estaba despierta, como que estuviera muy alegre. A veces cantaba bellos himnos para el honor del Cordero; a veces de nuevo una balada del mar, y después de esa siempre el himno "Mi fe espera en Ti". Así pasaron dos semanas sin ningún cambio.
Mientras tanto Lesina llegó; él terminó lo que era necesario y se fue, pero no llevó a Palko consigo. El no pudo tratar así a Ondreco, quien se arrimaba a su compañero como un pequeño pájaro sacado de su nido. El doctor dijo que Ondreco seguramente se enfermaría se su compañero Lo dejara precisamente en este tiempo. Bach le prometió a Lesina que el mismo llevaría a Palko a la casa cuando la Señora se mejorara, porque él creía que iba a recuperarse, aunque el doctor no daba nada de esperanza de que ella no muriera ni que ella no perdiera su razón. Por esta razón también, Lesino no pudo guitar a Palko, porque parecía que la Señora enferma lo conocía. Cuando él leía en su Libro ella Lo miraba como que estuviera escuchando, y aunque ella no decía nada, siempre estaba tan quieta y contenta.
Mientras tanto la respuesta llegó desde Paris, y la Señora desafortunada no supo que el niño que se sentaba tan pálido al lado de su cama, ahora pertenecía únicamente a ella, y que ningún otro tenía derecho a él. Ni supo acerca de otro mensaje, realmente dos mensajes; uno que venía desde Hamburgo en el cual su padre anunció que había llegado seguramente; el otro anunciaba su llegada el sábado por la tarde a la estación de ferrocarril más cercana. Bach muy tristemente se paró al pie de la cama de la Señora con los dos mensajes en las manos, y la Tía Moravec lloró amargamente.
—¿Qué debemos hacer, Bach Filina? Él está viniendo desde una distancia tan lejos y no sabe nada de esto. ¿Cómo va a aguantarlo, cuando la halle así, y oiga que a causa de su telegrama esta enfermedad la sobrevino? Antes, en Rusia, los doctores le había n dicho que algún día sus nervios le iban a fallar. Pues, ¿qué va a decir el pobre padre? Él quería darle gozo, y ahora ha resultado de esta manera.
—Lo que Dios hace y permite, siempre es bueno—Filina dijo, asintiendo con la cabeza—. No se preocupe; yo voy para recibir a su padre, y en el camino para acá Lo voy a preparar para lo que él encontrará aquí.
—Bach Filina, lléveme consigo para encontrar a mi Abuelo—rogó Ondreco, cuando Bach se estaba preparando en la tarde.
—Voy a pie; eso sería demasiado lejos para ti, mi hijo—dijo Bach, acariciando la cabeza del niño. Tú te quedarás con tu madre y esperaras a tu abuelo aquí. En la estación voy a tomar un carretón; pienso que, en la tarde, a las ocho más o menos, estaremos aquí.
Bach besó al niño., aunque generalmente no lo hacía, y en un momento su forma gigante desapareció en el bosque junto al claro. Él escogió el camino más corto sobre veredas bien conocidas a él, pero de todos modos le llevó más o menos dos horas antes de llegar a la carretera principal que conducía a Jota.
Allí de repente se detuvo. Volvió la cabeza al este, donde sobre una roca estaba una cruz vieja, recientemente reparada. La memoria humana, ¡qué extraña es! Bach nada más tenía que mirar la cruz, y de una vez, como que los años volvieran atrás, le parecía como si estuviera parado allí como un joven de diecinueve años. Se llenó del deseó de subir a la cruz, inclinarse a su lado y mirar otra vez la vereda por la cual, en aquella mañana de verano, su hermano Esteban había salido para jamás regresar otra vez. Él viajó en aquella nave que se quebró, para una tumba fría. Bach Filina no pudo resistir ese deseo. Por casi la cuarta parte de una hora él se mantuvo arrodillado ante la cruz, y descansó su frente en el grado de piedra. Le sacudió una tristeza inexpresable. Quería quitarle su seguridad de perdón, pero dentro y alrededor de él era como que alguien estuviera cantando:
Mi fe espera en Ti,
Cristo Jesús, por mi
Fuiste a la cruz.
Oye mi oración,
Dame tu bendición.
Llene mi corazón tu santa luz.
¡Su pesada carga de pecado había sido purificada por aquella preciosa sangre! ¡El Señor Jesús llevó su culpa consigo en la cruz y el Santo Dios lo había perdonado! ¿Pero qué estaba haciendo el aquí? ¿Para qué había venido? ¿Por qué estaba perdiendo el tiempo aquí? Allá en la casita la madre de Ondreco estaba medio viva y medio muerta, y desde lejos su padre de más allá del océano estaba llegando para ver a su hija. Si él, Filina, se demorara aquí, podría llegar demasiado tarde para encontrar al visitante en la estación.
Bach se levantó, sacudió el polvo de su ropa de domingo, puso su brazo firme alrededor de la cruz y se agachó, ¡cómo aquella vez hacía muchos años! Era bueno que la cruz estuviera firme y también el brazo que se agarraba de ella. Bach vio en la vereda pendiente a un hombre de forma delgada, de traje de caballero, que se acercaba. Justamente en ese momento la forma se detuvo. Volvió alrededor; quitó el sombrero de la cabeza y miró en la dirección donde una vez estaba la choza de Filina. La única cosa que marcaba ese lugar eran algunos palos medio quemados, ahora cubiertos del monte que crecía. ¡Ah, ese rostro! ¡Sólo había uno así, jamás olvidado, más joven, pero de todos modos!
Bach cerró sus ojos de águila para que no le engañaran. Los volvió a abrir únicamente cuando los pasos del hombre se acercaban a él desde abajo. Quitó la mano de la cruz y cruzó los brazos sobre el pecho. Al levantar la vista se encontró cara a cara con el desconocido.
—Buenas noches—dijo el visitante.
-¡Esteban!—salía de los pulmones de Bach, como medio lloro, y medio terror.
-¡Pedro! ¡Eres tú!—Dos brazos encerraron el cuello de Filina.
—¡Esteban! ¿Estás vivo? ¿De veras? ¡No es posible!
-Yo vivo, Pedro, y por fin he venido. Vengo alga tarde, de veras, pero yo no sabía que la persona querida que una vez nos separaba, había muerto hace mucho tiempo, y que tú y yo ya no tendríamos ningunos dolores de corazón. Yo vengo a ti por mis tesoros, que están en tu cuidado.
-¿Tus tesoros?—Bach estaba asombrado todavía, sin saber si era un sueño hermoso pero imposible. Quería escuchar más a la voz que le hablaba. La cara era más vieja, cambiada, pero la voz era igual. Siempre había sonado como música en los oídos de Pedro Filina. Y así era hoy.
—Estamos esperando al padre de la Señora Slavkovsky hay, y yo estoy en camino para recibirle.
—Yo soy aquel padre.
Esteban?—Bach le soltó la mano de Esteban—. No entiendo eso.
-Yo te creo, mi Pedro. Pues, ¡cómo te has cambiado, que fuerte has llegado a ser, grande como gigante, ¡coma las bellas montañas alrededor de ti! Yo no te habría reconocido, Si no fuera por la voz, porque ninguno me ha llamado de esa manera después, y por tus ojos de águila debajo de aquellos parpados espesos.
-Esteban, dime, ¿cómo es posible que tú vives? ¿No se naufraga aquella nave?
-Sí, Pedro, ella fue al fondo del mar; pero yo fui entre los pocos inmigrantes a los cuales otra nave salvo. Dios no quiere la muerte de un pecador; por eso me salvo a mí. El primer trabajo fijo que yo tuve en América era en la finca del Señor Slavkovsky. Mi hija me escribió que ella te dijo todo acerca de nosotros. Así que sabes que el Señor Slavkovsky me pedía y que yo concorde en hacer como él deseaba. Cuando el oyó de mi parte que yo no quería que tú supieras que yo todavía vivía, el me aconseja que adoptara el apellido de él, desapareciendo así de este mundo. Su esposa e hijo, y aun mi buena esposa, estaban de acuerdo con ello.
Así que Esteban Pribylinsky murió y solamente Esteban Slavkovsky se quedó. Yo no pude regresar a la casa y vivir contigo, como nuestro padre planeaba. Eva era lo esposa y yo la amaba. Yo realmente no conocía a Dios y al Señor Jesús en ese tiempo, ni entendía Su Santa Ley; pero esto por lo menos sabia, que habría sido una tentación constante y grande para todos nosotros. Por eso escogí morir para ti.
Slavkovsky terminó, y del pecho de Bach salió un suspiro profundo.
—Tú moriste para nosotros, y hasta los días recientes yo me preocupaba mucho acerca de ello, que había llegado a ser homicida y era como Caín.
-¿Tú? ¿Y por qué?
—¿No era cierto que yo le ahogue por segunda vez en aquel pantano, por medio de obligarte a ir a América? Eva lo amaba más a ti. Si no hubiera sido por mí, habrías podido vivir tan alegremente como en el paraíso. Tu habría sido un mejor cónyuge para ella. Al lado mío, ella pereció de tristeza. Mi padre no vivió mucho tiempo; yo cuidé a mama, pero no pude tomar el lugar de su propio hijo. Puedes ver los restos quemados de nuestra choza, donde una vez nosotros vivimos tan alegremente. Hace años, cuando yo empecé este servicio que he mantenido desde ese tiempo, yo la arrende a un vecino. Él no la cuidó bien y se quemó. Yo hubiera podido volver a edificarla, pero no quise. ¿De qué provecho me habría sido? Yo estaba desamparado en el mundo, como un palo.
De repente el silencio prevaleció sobre el grado al pie de la cruz, donde ambos hombres estaban sentados. Parecía que el canto popular convenía a los dos:
"¡Montaña, montaña verde, Hola!
¡Mi corazón me duele, tristemente lloro!
Doloroso, tan doloroso es mi aflicción,
Mi corazón está desfalleciendo, mi gozo se ha ido".
—Perdóname, Pedro—de repente dijo Esteban Slavkovsky—. "No era correcto que yo me escondiera de ti. Yo te he causado mucha tristeza. Mientras que yo imaginaba que ustedes estaban viviendo en nuestras montañas, las cuales yo nunca podía olvidar, tal vez rodeados de niños, y nuestros padres estaban contentos con ustedes, tú has vivido solito por muchos alias. No era bueno que yo no te mandara aviso acerca de mí mismo. Una vez alguien de esta vecindad llegó a América pero no me conocía y me dijo que mi padre murió. Yo ya había escrito una carta a mama, para mandarle mi amor, pero no la mandé. Yo pensaba en lo buena que yo era para ti, pero ese corazón nuestro es engañoso y perverso, lleno de justicia propia y orgullo. Yo he tratado mal a mama tanto como a ti, pero fui recompensado cuando mi hija única me desamparó, y después de diez alias tengo que venir hasta acá para encontrarla.
Bach se movió.—Vamos, Esteban, no nos demoremos más; pero si vamos a pie vamos a llegar muy tarde.
Los dos se levantaron.—Yo tengo un carretón; no obstante, yo le dije al piloto que alimentara los caballos un rato. Ahora les oigo; ellos estarán listos. Vamos; en el camino podemos decir más uno a otro.
Así que entre las montañas eslovacas viajaron dos hermanos, quienes habían crecido entre ellas, y estaban unidos tan íntimamente con ellas, que uno de ellos en una tierra distante casi murió de nostalgia, y el otro no habría podido vivir sin ellas en ninguna manera.
Ahora no estaban pensando en la belleza alrededor de ellos, porque Esteban Slavkovsky se entera de que su hija le esperaba, y que únicamente el Doctor celestial podía salvar a Su oveja que había regresado a Él.
El proverbio dice que la mala suerte no anda entre las montañas sino entre la gente. Ahora estaba entre las montañas. ¿Quién podría describir el momento en que el padre llega al pie de la cama de su única hija y la vio tan quebrantada y leyó en su bonita cara la confirmación de todo aquello de lo cual él una vez la había advertido? El sol que estaba para ponerse brillaba sobre la flor quebrada y sobre el hombre arrodillado al lado de la cama de ella, con la cabeza sobre los brazos cruzados. Ninguno se atrevió a estorbarlo en su tristeza y oración. De repente la Señora abrió los ojos; los volvió a la ventana y empezó a cantar suavemente el himno que ella últimamente había enseñado a los niños:
Cariñoso Salvador,
Huyo de la tempestad
A tu seno protector,
Fiándome de tu bondad.
¡Sálvame! Señor Jesús,
De las olas del turbión.
Hasta el puerto de salud
Guía mi embarcación.
Su padre lloró suavemente y los demás lloraron con él. Pero ella seguía cantando, y como José había dicho antes, "Ella podía hacer cualquier cosa que quisiera con ellos cuando cantaba". El llanto se terminó, y el pequeño cuarto parecía estar lleno de la presencia de Aquel que Rey de gloria, Príncipe de paz y el único Sanador.
Otro asilo no lo hay;
Indefenso acudo a Ti.
Mi necesidad me trae
Porque mi peligro vi.
Solamente en Ti, Señor,
Puedo hallar consuelo y luz.
Vengo lleno de temor
A los pies de mi Jesús.
Palko creyó y sintió que su Señor estaba allí, y la Señora seguía cantando:
Cristo, encuentro todo en Ti,
Y no necesito más;
Me levantas Tú a mí,
Paz y ánimo me das.
Al enfermo das salud,
Das la vista al que no ve;
Con amor y gratitud
Tu bondad ensalzare.
El himno terminó La siguió un silencio durante el cual la Señora quitó la vista de la ventana y la fijó en el rostro del hombre que se inclinaba encima de ella.
—María, querida, mi hija amada, ¿no me reconoces?—preguntó los labios temblorosos del hombre, tan tiernamente, como únicamente un buen padre puede hablar con su Única hijo. Por un momento los hermosos ojos de la Señora se fijaron en los ojos del hombre. El doctor quien entraba en el cuarto en aquel momento, con un movimiento rápido de la mano trató de evitar esta situación crítica, pero era demasiado tarde. La pálida cara de la Señora brilló en un instante, como después de la oscura noche el alba ilumina las montañas.
-¡Mi padre! ¡Ay, mi padre!
Ella se incorporó, extendió los brazos y habría caído atrás, si los brazos de su padre no la hubieran asido; la cabeza de ella estaba descansando sobre su pecho, y los brazos alrededor del cuello de él, y la Señora se agarraba cerca de él como un pollito perseguido por el halcón, cuando la gallina extiende sobre él sus alas protectoras.
-¿Vino? ¿Me perdonó? /Me ama? ¡En la casa, la casa! Ya no estoy en una tierra extraña. Ya no estoy huyendo; el Señor Jesús fue misericordioso, me recibió... ¡Ahora puedo morir!—Así susurró la señora, llorando suavemente, devolviendo los besos de su padre.
—¡Por supuesto que no! ¿Quién quisiera morir ahora?—el doctor interrumpió en ese momento tierno—. Tú ni has mostrado su hijo Ondreco a su padre, y el pobre niño casi no puede esperar más.—Era como que una nueva vida habla sido derramada en ella.
-¡Mi Ondreco!—Ella extendió la mano al niño, quien todavía estaba agachado a su lado—. ¡Mira! Tu abuelo ha venido, y ya no tienes que rogarle nada. ¡Sólo dale la bienvenida!
Ondreco se encontró en los brazos de su abuelo y se extrañó mucho. Había esperado ver a un hombre viejo con una barba de canas, pero su abuelo estaba sin barba y todavía bastante joven y de buena apariencia. El niño sintió, como nunca había conocido antes, que gozo es ser besado y abrazado por un padre. Su triste corazón se regocijó, y se llenó de un sentimiento de protección y seguridad.