Capítulo 7: Una Barca Y Una Balsa

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El señor Cozinse corrió, y Arturo apenas podía mantenerse al paso con él. En pocos momentos había arrancado un camión, y estaban de camino hacia el puerto. Allí diez hombres ayudaron a levantar una barca al camión, y el camión salió zumbando.
Un dique corre a través del centro de la isla del Norte de Bevelanda. Arturo se había preguntado muchas veces qué sería el propósito de este dique. Usualmente hay tierra en los dos lados. Pero cuando el camión se acercó al dique en aquella mañana del domingo, Arturo vio un mar violento y tempestuoso al otro lado. El dique del centro guardó seco la mitad de la isla mientras que la otra mitad estaba inundada.
La barca fue arrojada al agua. Cuatro hombres tomaron los remos. El señor Cozinse tomó el timón. Arturo se paró en la proa, como vigilante.
Las olas se agitaban altas, y la corriente era fuerte. Además de esto, no había manera de saber qué podría estar justamente debajo de la superficie del agua, sea montones de heno, copas de árboles o techos de almacenes. Arturo conocía bien la vecindad; sus ojos miraban cuidadosamente mientras la barca se precipitaba para adelante.
Una cosa amarilla que les pasaba flotando era una paca de paja. Luego una carreta pasó balanceando, con su pesada rueda debajo del agua y sus cabos extendiéndose arriba del agua. Remaron alrededor de un huerto de árboles frutales. Los objetos blancos que allí flotaban eran cubrecamas. Otros muebles de casa pasaban flotando: mesas, sillas, gabinetes.
Arturo sintió que su garganta se apretaba mientras pensaba en las casas quebradas de las cuales estas cosas habían venido. ¿Qué de las personas que habían vivido en estas casas? ¿Y qué de su propia casa? Pero él podía ver el techo de su casa en los Prados Agradables en la distancia.
¿Qué era aquella cosa que balanceaba sobre las olas? Parecía como una balsa con algo blanco encima. A veces las olas corrían completamente encima de ella.
—¡Miren!—Arturo llamó a los hombres, y la señaló.
El señor Cozinse ya la había visto, y estaba guiando la barca hacia ella. En cuanto estuvieran suficientemente de cerca, Arturo alcanzó un palo largo con un gancho en su extremo, y la arrastró hacia ellos. Era una puerta, y una mujer estaba amarrada a ella con lazos. Ella quedaba acostada sobre la cara, y no se movía. Arturo se sentía tenso y blanco mientras que los hombres desataban a la mujer y la levantaban a bordo. Él no podía aguantar mirarla.
—Alcánzame esa tela, Arturo—dijo uno de los hombres.
Arturo le entregó la tela, y echó un vistazo a la mujer. Su cara estaba blanca y sus ojos estaban cerrados. Arturo quitó la mirada mientras los hombres cubrían a la mujer con la tela.
Siguieron remando, y pronto Arturo vio que solamente el techo de su casa estaba encima del agua. Hasta los aleros estaban cubiertos, y el piso del desván seguramente quedaba bajo agua. No había ninguna seña de vida.
Remaron alrededor de la esquina de la casa. La ventana del desván estaba cerrada. El agua alcanzaba hasta la tabla debajo de la ventana. Arturo casi no se atrevió a abrirla.
Pero la abrió. Y por un momento vio solamente agua adentro, con las cajas de madera que flotaban para acá y para allá. ¡Seguramente no podía haber ninguna persona viva allí!
—¡Papá! ¡Mamá!—él llamó con voz temblorosa.
—¡Arturo! ¡Mi hijo! ¿Estás allí?—Era la voz de Papá, que contestaba desde el otro extremo del desván, sonando de sorpresa y alivio.
El señor Cozinse entró por la ventana. Arturo siguió. El agua tenía dos pies de profundidad sobre el piso del desván. Salpicaron por en medio de ella, en sus botas grandes. Papá, quien llevaba botas grandes también, se acercó a encontrarlos, y los guió de regreso al rincón donde estaba Mamá sentada arriba en las vigas con los niños acurrucados alrededor de ella. No estaban solos. Otras algunas personas estaban allí; las vigas estaban atestadas.
—Recibimos estas personas cuando vinieron flotando para acá en puertas y balsas—Papá dijo—. Sus casas están destruidas. Nosotros habíamos esperado que el agua no llegara a nuestro desván. Estoy alegre de que hayan venido.
El señor Cozinse metió un labio en los dientes, pensando. En su barca cabría ocho a lo más, y había más de veinte que esperaban allí. ¿A quiénes debía llevar, y a quiénes debía dejar atrás?
El señor De Leuw lo decidió por él.—Tomen a estas otras personas primero—él dijo—. No hay que dejarlos sentados aquí en su ropa mojada.
—¡Pero usted y Mamá!—Arturo exclamó.
—Seremos los siguientes—Papá dijo—. ¿Va a regresar, señor Cozinse?
El señor Cozinse asintió con la cabeza. No había tiempo para hablar.—Sólo déjese caer—él dijo a una mujer joven en la viga más cercana.
Ella obedeció, y el señor Cozinse la cogió. La llevó a la ventana, donde los remeros estaban listos para recibirla. Cuatro personas más ancianas y algunos niños fueron puestos en la barca, y los hombres se fueron remando.
Era más fácil remar junto con la corriente, y pronto llegaron al dique, donde un bus esperaba para llevar a los pasajeros a un lugar seguro.
Otros hombres entraron en la barca para reemplazar a los remeros cansados, y el señor Cozinse sugirió que Arturo también debía quedarse atrás. Pero los ojos de Arturo rogaban el permiso de irse con ellos, y el señor Cozinse no dijo más.
Llegaron otra vez al desván, y Papá estaba esperando para ayudar a levantar un colchón de las vigas. Estaba apoyado por algunas tablas, y Arturo se asustó cuando vio a Carina acostada en él. Sus mejillas estaban calientes por la fiebre, y sus manos estaban frías y húmedas.
—Ella es una muchacha valiente—Papá dijo suavemente—. Ella salvó la vida de este bebé.—Levantó una esquina de la frazada para mostrarle el pequeño bulto a Arturo.
—Yo no le salvé la vida—Carina contradijo en una voz débil—. Yo no pude.
—Lo hiciste—Papá insistió tiernamente. Y mientras que los hombres asentaban a Carina en la barca, él le dijo a Arturo cómo la había encontrado en las ramas del árbol de álamo, entorpecida y desmayada, con el sillón a su lado y el bebé amarrado en él.
Se fueron con la segunda carga, dejando únicamente a Papá y Mamá con Guillermo y Dorotea y Trena.
—Vamos a volver de prisa—el señor Cozinse prometió.
El señor De Leuw miró la barca mientras podía verla desde la ventana del desván. Cuando estaba fuera de la vista detrás del techo del almacén, caminó por el agua entre las cajas de madera flotantes hasta el otro extremo del desván, donde Mamá De Leuw todavía estaba sentada sobre la viga.
La tempestad había calmado un poco, pero las olas todavía golpeaban contra la casa. Los niños estaban acostados sobre la madera que había servido para apoyar el colchón de Carina. Estaban medio dormidos. Mamá también había cerrado los ojos. Papá se subió al lado de ella y apoyó la cabeza en las manos. ¡Qué tan pronto les había llegado la calamidad! Él había esperado salvar a sus caballos, después que sus ovejas y cerdos estaban perdidos. Los había oído que relinchaban ansiosamente por un rato, pero ahora todo estaba silencioso en el almacén. Todo estaba perdido.
Pero de todos modos él sabía que no debía lamentar. Todavía había mucho de que estar agradecido. Su familia estaba a salvo. Había habido momentos de preocupación, primero a causa de Arturo, expuesto al peligro grave de la tempestad en Colinsplat, donde el viento y las olas golpeaban contra el dique con toda su furia, y luego a causa de Carina. Al regresar del almacén en la pequeña balsa que había hecho por medio de clavar dos puertas juntas, había encontrado a Mamá completamente perturbada. Carina había desaparecido. No había señal de ella, y la ventana del desván estaba abierta. Se habían parado juntos ante la ventana, mirando fijamente el agua violenta y preguntándose qué cosa se habría apoderado de la muchacha para hacerla salir por la ventana.
Cuando Mamá sugirió que él saliera para caminar en el canal y mirar alrededor, había parecido una cosa insensata para hacer. Pero había salido, y había visto a Carina en el árbol. Se había apresurado, entonces, para amarrar la balsa con un lazo largo, para poder tirarse de regreso. Carina estaba inconsciente cuando él la había levantado del árbol y acostado en la balsa. Él había encontrado al bebé amarrado en el sillón, y la había colocado al lado de ella. Ellas estaban a salvo en Colinsplat ahora. Y Arturo estaba a salvo. Él tenía mucho de que estar agradecido. De hecho, él podía sentirse honrado por medio de sus dos hijos más grandes por su parte en el trabajo de rescate, por jóvenes que fueran.
—¿Escuchas eso?—Mamá preguntó suavemente.
—¿Escucho qué?
—Ese sonido crujiente. ¡Tengo tanto miedo de que la casa se caiga!
Eran las vigas del piso que crujían, bajo la presión del agua. Pero Papá no pensaba que había mucho peligro de que se cayeran.—La casa es firme—él dijo.
Pero tembló de temor casi antes de que las palabras salieran de su boca, porque sintió un temblor en la viga en que estaba sentado. El sonido crujiente era horrible, pero esto era peor. La gente a quienes ellos habían salvado habían contado de derrumbamientos repentinos. Una casa que en un momento parecía estable, se caía al agua un segundo más tarde. Y la única advertencia era un pequeño temblor como el que sentía ahora mismo.
Se bajó al piso.—Brinca sobre mis hombros, Doroteo—dijo.
Ella obedeció, y él la llevaba a la ventana. La colocó sobre una pequeña torre de cajas, y regresó por Trena. Guillermo fue el próximo, y Mamá los siguió, caminando entre el agua. Papá construyó un pequeño trono de cajas de madera para cada uno, y se sentaron cerca de la ventana, todavía protegidos del viento frío, pero cerca de la balsa en la cual tal vez tendrían que escapar. Estaba amarrada a los aleros justamente fuera de la ventana.
La corriente estaba fuerte todavía, y el crujido de las vigas se hacía peor. De vez en cuando había una salpicadura como de una piedra que caía en el agua, pues sin duda algunas piezas de la pared estaban cayendo. La casa ciertamente se estaba quebrando. La apariencia repentina de un hoyo en el techo fue una advertencia final.
—Tenemos que ir—Papá dijo.
Guillermo fue el primero para salir, pero su peso empujó la orilla de la balsa debajo del agua, y él regresó para adentro.
—Acuéstate en el estómago—Papá dijo—. Es la única manera en que podemos mantenernos a flote.
Guillermo se acostó. Dorotea se acostó junto a él, y luego Trena anduvo gateando encima de él para acostarse al otro lado. Papá había usado una puerta ancha para hacer la balsa, así que había bastante lugar para todos. Pero con su carga de cinco personas, la balsa apenas podía mantenerse sobre el agua.
Papá se agarró del canal, esperando que pudieran quedarse en esta posición algo protegida hasta que regresara la barca. Pero más y más de la pared estaba haciéndose pedazos, y el techo empezó a torcerse. Papá sabía que si la casa se derrumbara de repente, ellos serían jalados para abajo en el agua. Sabía que tenía que soltarse.
Afortunadamente, la corriente les llevaba en la dirección desde la cual vendría la barca de rescate. Cuando flotaron más allá de la esquina de la casa, el viento les agarró. Cuando la primera ola helada corrió encima de la balsa y empapó su ropa, Dorotea gritó de miedo. Trena empezó a sollozar, y se apretó más cerca de Mamá.
Flotaron más adelante, entre las copas de los árboles que rodeaban la casa y para afuera al mar ancho. El señor De Leuw levantó la cabeza para mirar alrededor deseosamente. La barca no se veía, pero seguramente tendría que llegar pronto.
Entonces de repente se entumeció de miedo, porque la corriente empezó a cambiarse. Antes, había fluido para el norte, hacia el dique. Pero ya estaban flotando hacia el oeste, más lejos del camino de la barca de rescate. Y él estaba completamente incapaz de dirigir el rumbo de la pequeña embarcación; no había timón.
Papá se levantó sobre las manos para mirar alrededor, esperando ver la barca y hacerle una señal. Pero su movimiento empujó la balsa debajo del agua, y las dos niñas chillaron de miedo. Si él no se mantuviera quieto, seguramente habría un accidente.
Así que flotaron para adelante, junto con varios objetos vagabundos, como gallinas muertas, pacas de paja, madera flotante y útiles de casa. La corriente no era rápida. Tal vez iban a flotar de esta manera todo el día, y por fin ser arrojados por las olas en la orilla en alguna parte. Pero para entonces ni uno de ellos estaría vivo. Nadie podría sobrevivir tal clase de exposición al frío y el ser lavados por las olas por un día entero. Si iba a haber un rescate, tenía que ser por medio de la barca del señor Cozinse. De esto Papá estaba seguro.
Después de un rato él decidió probar de nuevo. Se arrastró hacia el centro de la balsa, y una vez más se levantó sobre las manos. Al mirar fijamente en la dirección de la cual tenía que venir la barca, vio las ráfagas de los remos. Subían y bajaban como las alas de un cisne. Pero la barca estaba lejos, e iba hacia la casa. Seguramente les pasaría de largo a menos que él pudiera de alguna manera señalar a los hombres.
El señor De Leuw agitó sus brazos. La barca siguió constantemente por su camino. Se quitó la gorra y la meneó violentamente. Era inútil; estaban demasiado lejos para ver sus señales a menos que él pudiera pararse recto en la balsa.
Era una cosa peligrosa para hacer, pero Papá se arrastró despacio a los pies. La pequeña balsa meció violentamente y se hundió profundo en el agua. El señor De Leuw se quitó el abrigo, lo levantó en alto encima de la cabeza, y dejó que el viento lo agitara como una bandera.
"Palabra fiel y digna de ser recibida por todos:
que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a
los pecadores, de los cuales yo soy el primero."
1 Timoteo 1:15
"En quien tenemos redención por su sangre,
el perdón de pecados según las riquezas de
su gracia." Efesios 1:7
"¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos
una salvación tan grande?" Hebreos 2:3
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