¡Listos, Muchachos!: ¡Stand By, Boys!

Table of Contents

1. ¡Listos, Muchachos!
2. Introducción
3. Capítulo 1: Un Sábado Tempestuoso
4. Capítulo 2: Si No Nos Encontramos Otra Vez
5. Capítulo 3: La Alarma
6. Capítulo 4: ¡Listos, Muchachos!
7. Capítulo 5: Viene El Agua
8. Capítulo 6: Carina Sale a Nadar
9. Capítulo 7: Una Barca Y Una Balsa
10. Capítulo 8: Todos a Salvo Por Fin

¡Listos, Muchachos!

Traducido de Stand By, Boys! en inglés
El libro en inglés fue publicado por
Bible Truth Publishers
59 Industrial Road
Addison, IL 60101
EUA
El libro en inglés fue traducido del lenguaje holandés.
El autor del libro en holandés fue Klaas Norel.
Los derechos del libro pertenecen a su hijo, O. H. Norel, quien me dio el permiso para esta traducción.
O. H. Norel
Dijkgraaf 109
1191 SG Ouderkerk a/d Amstel
NEDERLAND
(los Países Bajos, Holanda)

Introducción

Este libro contiene una historia verdadera acerca de cosas que sucedieron cuando las olas del Mar del Norte rompieron los diques e inundaron mucha tierra de los Países Bajos en el año 1953.
El Norte de Bevelanda, donde sucede la historia, es una isla frente a la costa sudoeste de los Países Bajos. Es una parte de la provincia que se llama Zelanda, lo cual significa "tierra del mar".
Zelanda se llama así porque la mayoría de ella ha sido tomada del mar. Tierra que ahora es bella, con pastos verdes y granos, una vez estaba bajo las olas violentas, y era una parte del fondo del mar. Aún ahora queda más bajo que el mar. Es rodeada por diques altos, que mantienen fuera el agua.
Poco a poco, los habitantes de Holanda han tomado miles de hectáreas de tierra del mar. Primero hacen planes acerca de qué pedazo de mar quieren convertir en tierra seca. Alrededor de esta parte del mar, construyen muros de tierra, altos y fuertes, que se llaman diques. Luego, bombean el agua que ha sido rodeada de diques. Cuando la tierra esté seca, está lista para labrar y sembrar. Tal pedazo de tierra, rodeada por diques, se llama un pólder.
La gente que vive en un pólder tiene que cuidar los diques constantemente. El mar golpea contra estos muros de día y de noche, a través del verano y del invierno. Y si el mar abre paso por el dique, el agua se vierte sobre la tierra baja, destruyendo las casas y ahogando a la gente.
Esto es lo que sucedió el primero de febrero de 1953. Una tempestad furiosa llegó desde el noroeste, justamente en tiempo de alta marea. El nivel del agua estaba alto, y seguía ascendiendo. El viento empujaba grandes olas contra los diques con presión tremenda. A pesar de todo lo que la gente podía hacer, los diques se quebraron en muchos lugares. Aldeas enteras fueron derribadas y llevadas por el agua. Casi dos mil personas fueron ahogadas, y varias mil perdieron sus casas.
El autor, el señor Klaas Norel, visitó en Zelanda después de la tempestad. Vio los pólderes inundadas. Habló con personas que se escaparon del agua. En este libro nos cuenta de la tragedia de la inundación, y del coraje de los holandeses. Nos cuenta cómo los muchachos y las muchachas, tanto como los hombres y las mujeres, lucharon valientemente para salvar su tierra y para ayudarse unos a otros.

Capítulo 1: Un Sábado Tempestuoso

—¡Vamos a ver quién gana la carrera para arriba!
Era Carina quien dijo esto. Ella no esperó una respuesta, sino que se puso a correr hacia el dique. Su hermano Arturo y un amigo de él, Leandro, siguieron de cerca detrás de ella.
No corrieron mucha distancia. El dique del Norte de Bevelanda es pendiente y resbaloso. Los trepadores se arrastraron para arriba hacia la cresta por medio de agarrarse de matas de grama alta, y tuvieron que meter los dedos en el lodo para adelantarse donde no había grama.
A medio camino hacia la cresta, Arturo casi la alcanzó a Carina, pero se deslizó el pie. Leandro estaba de cerca detrás de él, y los dos muchachos deslizaron para abajo por una parte del camino. Así que Carina, tan enérgica como un varón, llegó primero a la cresta.
—¡Gané!—gritó ella, enderezándose.
Pero un soplo violento de aire arrebató la palabra de su boca y casi la tumbó a Carina. Rápidamente ella se agachó otra vez al lado del dique. Fueron los dos muchachos, después de todo, quienes primero se pararon en la cresta.
Carina se paró despacio después de ellos, protegida del viento detrás de ellos. Pero cuando ella miró para abajo al bravo mar al otro lado del dique, y oyó el viento chillón y las olas tronantes, no pudo menos que temblar. Las ondas bramaban y se chocaban contra el dique con una fuerza terrible. Arrojaron salpicaduras de espuma blanca muy alto en el aire.
Generalmente, el mar que se veía desde el dique era gris, si el día era nublado como ahora. En un día de sol, había muchas veces algunos pequeños penachos de espuma como de plumas que destellaban sobre olas pequeñas y verdes. Pero hoy era un mar hirviente que se agitaba constantemente; pedazos de espuma se lanzaban para arriba en la cara de los muchachos, y el viento era tan fuerte, que tuvieron que apoyarse contra el mismo viento para evitar ser tumbados. Aun Arturo y Leandro jadeaban para respirar, y el ruido era ensordecedor.
—¡Vamos!—Arturo hizo señal con el brazo, porque no pudo oír su propia voz.
Mientras se apuraban para abajo por el lado del muro del dique, el bramido de las olas era amortiguado. Pero todavía resonaba en sus oídos. Los había ensordecido, y había en los oídos un ruido como el chasquido de velas en el viento.
—¡Fue hermoso, de todos modos!—declaró Arturo.
—¡Magnífico!—dijo Leandro. Pero Carina no dijo nada.
—¿Cómo te gustó, Carina?—preguntó Arturo.
Carina usualmente estaba lista con la lengua, pero ella tardó en contestar. Estaba ocupada ensuciando su pañuelo sin que las manos se limpiaran mucho.—¡Yo pienso que era terrible!—dijo ella por fin, con un tiritón.
Arturo se encogió de hombros.—¿Qué es tan terrible del mar? Es magnífico. Es tremendo. Pero no es terrible. No hay por qué temblar.
Encontraron sus libros de la escuela donde los habían dejado, en la protección de un arbusto, y empezaron a caminar de regreso a la aldea. Arturo y Leandro hablaban mientras andaban. Carina estaba silenciosa. A cada rato temblaba.
—¿Te agarró el frío?—Arturo le preguntó.
Ella negó con la cabeza.—No es por eso—dijo.
—Entonces, ¿qué?
—Bueno, ¿no tienen ustedes nada de miedo?—ella preguntó.
—¡Miedo!—ambos muchachos exclamaron a la vez—. ¿Miedo de qué?
—¡Pero qué si el dique se quebrantara!
Los muchachos se rieron. Carina estaba mostrando que era muchacha, después de todo, a pesar de que trataba de actuarse como muchacho.—¡El dique no puede quebrantarse!—Leandro declaró.
—Los diques antes se quebraban—Carina protestó.
—Pero eso era antes que fueran grandes y fuertes—los muchachos contestaron juntos—.¡Míralo!—agregó Leandro.
Carina echó un vistazo al muro al lado de que estaban caminando. Verdaderamente era alto y grueso y fuerte. Pero venían pedazos de espuma volando por encima de la cresta con cada ola que se chocaba contra él, y Carina dijo:—Es alto en este lado, pero en el otro lado está toda esa agua. Cuando uno se para encima, no parece haber ningún dique.
—Bueno, hay uno de todos modos—Leandro dijo con una risa—. Y es un dique bueno y fuerte.
Arturo agregó:—¡Que vengan las ondas cuánto quieran!—Él se rió también.
Carina trató de reírse con ellos acerca de sus temores. Pero no pudo dejar de temblar completamente.
Tan pronto como estuvieron en la aldea, en la protección de las casas, ella se sintió un poco más tranquila. Los golpes de las olas no estaban tan cerca ni tan recios, y ella ya no podía ver esos chorros de espuma y agua que volaban encima del dique.
Arturo y Carina recogieron sus bicicletas en la escuela.
—Nos vemos esta tarde—Arturo le dijo a Leandro mientras se preparaban para irse.
—Voy a llegar allá a las tres y media—Leandro prometió.
Con el viento detrás de ellos, casi no tenían que dar a los pedales. El aire les empujaba rápido por el pequeño camino entre los campos. Pero cuando doblaron la esquina, y el viento estaba en contra de ellos, era diferente. Antes que hubiesen ido tres metros, tuvieron que darse por vencidos y caminar. El aire sencillamente les soplaba a un lado del camino. Aun andar era casi imposible. Carina logró dar algunos pasos mientras se mantenía protegida detrás de Arturo. Pero cuando él se avanzó más lejos, ella no pudo respirar. Tuvo que detenerse y dar la espalda al viento.
—¡Espérame!—ella llamó, pero Arturo no la oyó. El viento llevó su voz a un lado, y Arturo estaba agachándose contra el aire, luchando para abrirse paso entre la tempestad.
Carina trató de seguirlo. Una ráfaga feroz de viento sopló lluvia helada y granizo en la cara. Tuvo que dar la espalda al aire otra vez. Por mucho que se esforzara, no pudo poner su cara hacia el aire. El viento siempre le quitaba su aliento, de modo que era demasiado difícil respirar. ¡Si tan solamente Arturo la esperase! Ella no podía hacerle oír. Los sollozos empezaron a ahogar la garganta mientras se mantenía allí con el viento y la lluvia que golpeaban violenta-mente contra su espalda.
De repente Arturo estaba a su lado.—¡Vamos, Carina! ¿Qué tienes? ¿De qué estás llorando?
—¡No estoy llorando! ¡Y ahorita voy! ¡Solamente no vayas tan rápido!—Ella enjugó la cara con su manga mojada del abrigo. Ella no quería llorar, y no quiso decir que estaba terriblemente asustada. Apretó los dientes.
Arturo colocó las dos bicicletas al lado del camino, debajo de los arbustos. Allí las podrían encontrar el lunes por la mañana. La única cosa importante ahora era llegar seguros a la casa.
Arturo le dijo a Carina que pusiera las manos en los hombros de él y caminara detrás de él, como muchas veces hacían cuando patinaban sobre el hielo durante el invierno. Así que se pusieron de camino. Pero el viaje a la casa parecía no tener fin. El viento rugiente tiraba de su ropa, y la lluvia y el granizo los golpeaban sin misericordia. Estaban completamente cansados y casi no podían adelantarse.
—¡Tintín!
—La bocina de un carro que sonaba de cerca detrás de ellos hizo que Arturo se brincara a un lado, arrastrando a Carina consigo. Pero el carro se detuvo. La puerta se abrió de prisa, y una voz de muchacho llamó:—¡Entren!
Era Leandro, con su padre. Leandro le había dicho a su padre que Carina y Arturo estaban en camino para la casa con sus bicicletas, y el señor Cozinse había exclamado:—¡No pueden montar sus bicicletas en esta clase de tiempo! Nunca llegarán. Vamos a recogerlos en cuanto yo pueda salir.
Había tenido algunos asuntos que atender primero, pero llegaron en el carro justamente a tiempo. Carina y Arturo entraron con suspiros agradecidos. La puerta cerró de golpe, dejando fuera la tempestad. En poco tiempo la distancia larga a la finca fue recorrida. Se estacionaron al lado de la puerta de la cocina.
Carina fue la primera persona para salir del carro. El viento le quitó la gorra de la cabeza y sopló su cabello alrededor de su rostro. Mamá estaba esperando en la puerta, y Carina corrió dentro de los brazos de ella. Escondió el rostro en el hombro de Mamá y dejó venir las lágrimas que habían querido vertirse. Ella había sido espantada, terriblemente espantada, por la tempestad, pero más que todo por el mar que parecía listo para botar el dique para abajo.
Arturo siguió a Carina a la puerta, y el señor Cozinse empezó a retroceder con el carro. Pero el padre de Arturo llamó:—¿Por qué no se quedan? Vamos juntos a la reunión esta tarde.
—No hemos almorzado—el señor Cozinse protestó.
—Almuercen con nosotros—dijo el señor De Leuw, y la madre de Arturo agregó una invitación cordial:
—Hay bastantes arvejas grises y cerdo, con gachas de suero de leche para el postre. ¡Nunca podremos comerlo todo sin la ayuda de ustedes!
—Bueno—el señor Cozinse contestó con una sonrisa—, yo le dije a mi esposa que si no volviera de una vez, ella podría suponer que yo estoy comiendo en los Prados Agradables, y que vamos a seguir viajando hasta Kortagene desde aquí.
Así que había trece personas alrededor de la mesa al mediodía en vez de once, es decir, tres grandes y diez pequeños. Pero a Carina y Arturo y Leandro casi no se podía llamarles pequeños. Casi estaban crecidos en comparación con Leana, quien todavía estaba sentada a la mesa en una silla alta. Chico y José eran niños pequeños. Marta y Trena no eran mucho más grandes. Y entonces Guillermo y Dorotea eran de tamaño mediano.
Durante el almuerzo, los mayores hablaban de la tempestad. Cuando el señor Cozinse mencionó la furia del mar, la madre De Leuw dijo:—¿Aguantará bien el dique, piensa usted?
Carina prestó atención. Ésta era la misma pregunta que dominaba la mente de ella. ¿Qué dirían Papá y el señor Cozinse?
—El dique es alto y fuerte. El mar no puede pasar por encima de él ni por en medio de él—contestó el señor Cozinse.
Arturo tocó suavemente el pie de Carina debajo de la mesa, y los ojos de él decían:—¿No te lo dije?
Pero la madre De Leuw no estaba completamente satisfecha.—El Norte de Bevelanda ha sido inundado muchas veces.
El señor Cozinse lo sabía bien. Él era administrador de aquella zona de tierra baja. Conocía la historia de la isla en detalle. El Norte de Bevelanda había sido destruido dos veces. En el tiempo de Lutero se quedó debajo del agua por varios años, porque los hombres estaban demasiado ocupados en pelearse entre sí, que no tenían tiempo para pelear contra el mar. Más tarde fue reclamada, poco a poco, una zona tras otra. Dos siglos de trabajo por fin la restauró a lo que era antes. Ahora era más grande que nunca.
—Pero ha sido inundado muchas veces después de eso—la madre De Leuw persistió. Era evidente que ella no podía vencer su ansiedad por completo.
—Y siempre salió por encima otra vez—el señor Cozinse dijo con un tono animador—. Es conforme al lema de Zelanda, como usted sabe: "luchar y levantarse de nuevo".
—Puede suceder otra vez, entonces—dijo Mamá.
—Es posible, por supuesto. Yo no digo que no puede suceder. Pero el hecho de que los diques antes se tumbaban, no es suficiente razón por temer que suceda otra vez. Los diques nunca han estado tan sólidos y tan fuertes como están ahora.
Arturo echó una mirada hacia Carina otra vez. Sus ojos preguntaron:—¿Oíste eso?—Si el señor Cozinse tenía tanta confianza, ciertamente no había razón de preocuparse.
La tempestad seguía rugiendo. Las ventanas traqueteaban, y las tablillas se sacudían. Pero no había razón de temer.
"Huir de la ira venidera." Lucas 3:7
"Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo,
tú y tu casa." Hechos 16:31

Capítulo 2: Si No Nos Encontramos Otra Vez

Después del almuerzo, el señor Cozinse y el señor Leuw salieron para la reunión en Kortagene. Los pequeños fueron al almacén de la finca para jugar.
Un almacén es un lugar maravilloso en un día de lluvia. Hay tantos rincones oscuros en donde esconderse, entre los montones de heno, en los establos, y debajo de los carretones. Hoy, con el viento que aullaba alrededor de las esquinas y sacudía las tablillas, estaba más emocionante que nunca. De hecho, estaba algo demasiado emocionante para Marta y Trena. Ellas pronto se huyeron de regreso a Mamá. Pero los niños varones jugaron hasta el anochecer.
Arturo y Leandro le ayudaron a Tomás, el empleado. Cuando hubieron alimentado las vacas, regresaron a la casa. Mamá tenía la cena puesta en la mesa, pero los hombres todavía no estaban en casa.
Mamá dobló las manos para la oración, y los niños guardaron silencio. Entonces el ruido de la tempestad parecía peor. No hubo señal de un descanso. El viento bramaba y chillaba más recio que nunca.
—Querido Señor—Mamá oró—, protege a los hombres que están sobre el mar en la tempestad. Y protégenos también de daño y de peligro. Sabemos que estamos seguros en Tu cuidado...
Cuando Mamá dijo "Amén", Carina parpadeó para secar algunas lágrimas. Estaba agradecida de que Mamá hubiese orado así, pero no quería que los muchachos se fijaran en sus ojos mojados.
Después de la cena los pequeños fueron puestos en la cama. Carina se sentó en un rincón con un libro. Arturo y Leandro sacaron el juego de botones. Leandro era muy hábil con este juego, y usualmente ganaba.
Carina no pudo mantener la atención en el libro. Siempre oía la tempestad. Por fin bajó el libro y miró a los muchachos. Leandro hizo algunos movimientos necios con sus botones. ¿Estaba él inquieto por la tempestad también?
Pero cuando el juego se terminó, con Arturo como ganador, Leandro sugirió:—Vamos a jugar otra vez.
Estaban en medio del segundo juego cuando sus padres llegaron a la casa.
—¿Estás listo para ir, Leandro?—el señor Cozinse preguntó.
Leandro pidió tiempo para terminar el juego, pero el señor Cozinse se lo negó diciendo que llevaría demasiado tiempo.
Entonces Leandro tuvo una idea luminosa.—¿Podría ir Arturo a la casa con nosotros? ¡Podríamos terminar el juego en la casa!
Estaba bien con el señor Cozinse, y Arturo deseosamente miró a Mamá para su permiso. Sería divertido pasar un domingo en la aldea.
—La tempestad—dijo ella con vacilación—. El tiempo no es bueno para estar afuera.
—Eso no nos va a afectar en el carro—dijo el señor Cozinse.
Carina quería decir:—¿Y si hay una inundación?—pero no lo dijo. Después de todo, el señor Cozinse había declarado que los diques no se podían quebrantar; estaban fuertes.
Mamá estaba asintiendo con la cabeza. Papá dijo:—Te veremos el lunes por la tarde. Vas a venir a la casa después de las clases el lunes.
—Y te veré el lunes por la mañana—Carina dijo.
Pero cuando Arturo se acercó a Mamá, para darle un beso como siempre hacía cuando le decía feliz noche, se extrañó de la manera en que ella puso los brazos alrededor de él y lo apretó duro, como que él estuviera saliendo en un viaje largo. Ella lo besó la segunda vez.
—¿Quiere más bien que yo me quede en la casa, Mamá?—él preguntó con dudas—. Nos vamos a mirar el lunes, usted sabe.
—Que Dios lo conceda, mi hijo—Mamá dijo, y ella todavía le tenía abrazado.
El señor Cozinse llamó desde la puerta:—¿Listo, Arturo?
Entonces Mamá lo soltó.—Si no nos encontramos otra vez, Arturo—ella dijo—, entonces quiero que sepas que todo está bien con Mamá.
—Pero Mamá, ¿qué quiere decir?—Arturo exclamó.
—Sí—ella dijo otra vez—, todo estará bien. El Señor Jesús ha hecho todo bien para mí.—Ella habló con emoción profunda.
Arturo echó los brazos alrededor de su cuello y la abrazó. Ahora le era difícil salir.
Ella aflojó sus brazos tiernamente.—Vete ahora, hijo. Vete. Y espero que nos veamos uno a otro de nuevo.
Carina lo miró todo desde su rincón. El comportamiento extraño de Mamá despertó todos sus temores una vez más.
Pero Mamá se había calmado de nuevo. Carina vio su sonrisa, una sonrisa tierna y dulce, mientras le daba una palmadita a Arturo en el hombro, diciendo:—Corre ahora, hijo. El señor Cozinse está esperando. ¡Y que tengas un domingo bendito!
Mamá y Papá y Carina miraban desde la puerta mientras el carro salía. El rugido del motor inmediatamente se perdió en la bulla de la tempestad, pero Carina podía ver las luces del carro que deslizaban en medio de la oscuridad. Vio que los rayos se inclinaron para arriba mientras el carro pasó sobre el dique del centro, y luego desaparecieron las luces.
—¡Entra adentro, mi hija, y cierra la puerta! ¡Hace frío allí!—Mamá llamó.
Carina obedeció, temblando. Pronto después ella fue a la cama.
Arturo durmió en el cuarto de Leandro, en una cama aparte. La tempestad rugía tan ferozmente en Colinsplat como en los Prados Agradables. Y además del bramido del viento, se oían los golpes de las olas, porque la casa de los Cozinse estaba cerca del dique. Arturo no podía dormirse. Se quedó acostado, escuchando las poderosas ráfagas de aire, y a la vez pensaba en su madre. ¡Qué despedida extraña había sido! Era como que ella pensara que no se verían otra vez. ¿Tenía miedo a la tempestad? Ella no tenía que preocuparse. La casa de los Prados Agradables estaba construida buena y firme. El viento seguramente no le haría daño. Y en cuanto al mar, el señor Cozinse mismo había declarado que no había peligro de inundación. Él debía de saberlo. No era de sorprenderse que Carina se asustara cuando estaba de pie sobre el dique. Carina era muchacha. Pero el administrador de la zona sabía de lo que hablaba. Y, Mamá, pues ella había estado trastornada por un momento, pero cuando ella lo mandó de salida ella estaba otra vez como lo normal, alegre y calmada. Ella le había deseado un domingo bendito.
Arturo dio vuelta y apretó las frazadas alrededor de su cuello. El ruido del viento y de las olas se disminuyó poco a poco, y él se durmió.
"Jehová es bueno, fortaleza en el día de la
angustia; y conoce a los que en él confían."
Nahum 1:7

Capítulo 3: La Alarma

Arturo durmió hasta que un sonido extraño lo despertó. Era la tempestad, por supuesto. El ruido de ella parecía aun peor que al anochecer. Y hubo otro sonido. Arturo aguzó los oídos para escuchar. ¿Eran voces arrebatadas y llevadas por el aire? ¿Y el taconeo de zapatos de madera en la calle? ¿Podría ser la mañana? Si era de mañana, tenía que ser el domingo, y la gente no estaría caminando en sus zapatos de madera.
Encendió la luz. El pequeño reloj le dijo que era una hora después de la medianoche. Leandro estaba profundamente dormido.
Arturo decidió que sólo había imaginado las voces y el taconeo de los zapatos de madera. La gente no anda por las calles a esa hora de la noche. Apagó la luz y se escondió bajo las frazadas para que la tempestad no le molestara.
Pero el siguiente momento él oyó pasos que bajaban por las gradas y por el pasillo hacia la puerta delantera. La puerta cerró de golpe. Arturo brincó de la cama y empujó la cortina de la ventana a un lado. La luz de la calle le mostró al señor Cozinse, vestido de un abrigo largo de goma y con botas, que estaba dando pasos largos hacia el puerto.
—¡El dique! El pensamiento del peligro posible le hizo recordar a Mamá. Arturo la recordó otra vez como se había mirado cuando decía adiós: pálida, parpadeando con algunas lágrimas, abrazándole de cerca.—Si no nos vemos otra vez...
Arturo fue al lado de Leandro y sacudió su hombro.—¡Despiértate!
Leandro dio vuelta de manera soñolienta. Él había tenido un poco de preocupación al anochecer, pero ahora sólo tenía sueño.
—Tu padre acaba de salir, y pienso que debe de haber peligro.
—Papá es miembro de la vigilia del dique—Leandro murmuró—. Él siempre sale para inspeccionarlo cuando hay marea alta.—Sus ojos se cerraron, y sus respiros profundos le dieron a saber a Arturo que ya estaba de nuevo en la tierra de los sueños.
Arturo se fue silenciosamente a la cama. Sus pies estaban fríos y él estaba temblando. Pero la cama estaba caliente. Pronto estaba durmiendo otra vez.
—¡Tin...tín!...¡Tin...tín!—Ahora, ¿qué era eso? Arturo se incorporó de repente.
—¡Tin...tín!
Era el toque de campanas. El viento quebraba el sonido, de manera que sonaba recio por un momento y casi se callaba el siguiente momento. ¿Eran las campanas de la iglesia del domingo por la mañana? No había señal del alba. ¡Qué noche más extraña! El tintineo de las campanas en medio del bramido del viento y de las ondas hizo que Arturo se estremeciera.
Encendió la luz otra vez. Eran las dos de la mañana. Esto aclaró el asunto: las campanas no eran de la iglesia; eran una alarma.
Brincó de la cama otra vez, y empujó la cortina a un lado una vez más. En cada casa a lo largo de la calle él veía luces. Las puertas estaban abiertas; los hombres estaban corriendo en la calle, corriendo hacia el puerto, llamando unos a otros mientras iban de prisa.
El sonido del cerrojo detrás de él le hizo dar vuelta. Allí estaba la madre de Leandro completamente vestida.—Muchachos, tienen que levantarse—dijo ella.
—¿Hay peligro?—Arturo preguntó rápidamente.
Leandro, asustado desde un sueño profundo, se incorporó.—Se quebró el dique?—quería saber.
—No, no—su madre dijo—. El dique está bien. Papá acaba de regresar de una inspección. Pero el agua está alta, y es bueno estar preparados.
Cuando los muchachos bajaron por las gradas, encontraron a las hermanas de Leandro allí, vestidas como de día. El señor Cozinse había salido. Arturo se fijó en una caja fuerte sobre la mesa, y adivinó que contenía las cosas de valor de la familia, listas en caso de que tuvieran que huir. Tembló, y otra vez recordó a su madre como él la había visto la vez pasada. "Si no nos encontramos otra vez, Arturo..."
Los zapatos taconeaban por la calle. Las voces llamaban para allá y para acá con excitación. Más hombres se estaban apurando hacia el puerto.
Leandro quería ir con ellos. Arturo también quería ir. No podían estar contentos con quedarse adentro.
La madre Cozinse dio su permiso, con tal que prometieran no subir por el dique. Prometieron no ir más lejos que el puerto, y regresar pronto a la casa si algo serio sucediera.
Corrieron a la esquina, a la calle de la Entrada. Los dos lados de la calle de la Entrada estaban bordeados de árboles viejos y nudosos como dos filas de soldados. Éstos se mantenían firmes e inmovibles en medio de la bulla del viento y de la lluvia, mientras que Leandro y Arturo se esforzaban para subir la cuesta, agachándose en contra de la tempestad.
La ciudad de Colinsplat está más alta que las zonas de la isla. Está a siete pies arriba del nivel normal del mar. El dique que la separa del mar tiene siete pies más de alto. La calle de la Entrada conduce por medio de una abertura en el dique, al puerto y al muelle. Pero los muchachos pronto supieron que no podían llegar al puerto. La calle estaba tapada con una barricada. Habían colocado tablones pesados a través de toda la anchura de la calle, cerrando la abertura en el dique, y los hombres estaban levantando otro tablón a su lugar para hacer más alta la barricada.
—Esos son tablones de inundación—Leandro explicó. Él los había visto puestos en su lugar antes, cuando los atalayas del dique estaban practicando sus deberes—. Nunca he visto que los usaban por necesidad antes—dijo—. ¡El agua debe de estar terriblemente alta! Mi padre dice que no los han usado desde el año 1916.
Arturo miró la barricada con curiosidad. En cada extremo, los tablones estaban puestos en los canales de las formas de concreto del dique. En el centro eran apoyados por una columna firme, un contrafuerte. Este apoyo extra en medio de la calle era necesario a causa de la largura de los tablones; en caso de agua alta, la presión de las ondas del mar tal vez estaría más que lo que podrían aguantar.
Los muchachos querían ver encima de la barricada, pero cuando se arriesgaron a dejar la protección de las casas cercanas, la tempestad los sorprendió en su furia. El viento les arrebataba el aliento y arrojaba agua en sus caras. Arturo pensaba que era un rocío de lluvia, pero entonces sintió el sabor de sal en los labios. ¡Era agua del océano!
Pero, ¿cómo podía haber agua del océano allí, tan lejos del puerto y del muelle? Miraron otra vez, ¡y no se podía ver ningún muelle! ¡El puerto entero había sido cubierto! Sólo había mar, olas violentas y espuma volante, que brillaban bajo las luces del puerto cuyos postes ya estaban metidos en el agua profunda. Las naves que antes estaban junto al muelle ya estaban flotando encima de las altas ondas y chocándose contra los postes que se extendían encima del agua.
Las olas habían entrado hasta la barricada, y estaban golpeándola. No eran tan fuertes como las que los muchachos habían visto junto al dique ayer, porque eran algo quebrantadas por los muelles y el puerto. Pero llegaban ondulando contra la barricada con bastante fuerza.
Arturo y Leandro estaban de pie de cerca detrás de la barricada. Era una vista magnífica aquella agua violenta y la espuma que giraba en la luz rosada de las linternas que quedaban encima de las olas.
—¡Cuidado, muchachos!
Brincaron a un lado justamente a tiempo. Una ola grande se chocó contra la barricada; una cortina de agua se arqueó muy alto encima de ella y luego se cayó a la calle. Fluyó a la distancia, dejando atrás pedazos de espuma reluciente.
Cada ola que seguía hacía lo mismo. Golpeó la barricada, y luego se arqueó encima de ella y envió un río de agua que fluía para abajo por la calle de la Entrada.
Esa cantidad pequeña de agua no era causa de alarma. Mientras que los diques permanecieran firmes, no había peligro. Los diques eran fuertes, y el contrafuerte que apoyaba los tablones de inundación estaba bien construido.
—¡Cuidado!—se oyó el grito otra vez.
Leandro y Arturo se agacharon detrás del contra-fuerte. La ola grande pasó por encima de los tablones, y su cresta bajó salpicando en la calle, pero Leandro y Arturo estaban seguramente protegidos detrás del contrafuerte.
—¿Me empujaste?—Arturo preguntó.
—No—dijo Leandro—. Yo también sentí un empujón. Era el contrafuerte.
¿El contrafuerte? ¿Cómo podría una columna de piedra empujar contra una persona?
Otra onda llegó ondulando para adentro, y los muchachos se agacharon detrás del contrafuerte otra vez. De nuevo sintieron el empujón.
De repente Arturo se dio cuenta de lo que estaba pasando. ¡El contrafuerte estaba tambaleándose! ¡Su fundamento de concreto debía de estar rajado! Si esa columna se cayera, toda la barricada iba a quebrarse, ¡y el mar iba a vertirse por en medio de la abertura! La aldea sería inundada, ¡y tal vez la isla entera! Leandro se puso de acuerdo. Si el contrafuerte se cayera, y la barricada con él, los resultados serían terribles.
Arturo llamó a un hombre de cerca.—¡Mire, señor! ¡El contrafuerte se va a caer!
El hombre se rió.—¡Locura! Un contrafuerte firme como ese no se cae. Son los tablones lo que necesitamos vigilar. Probablemente tendremos que conseguir algunos sacos de arena para apoyarlos después de un rato. Pero el contrafuerte es bastante fuerte.
Otra ola más grande se chocó contra la barricada. Otra vez Arturo y Leandro sintieron que el contra-fuerte se rendía. No había duda de ello. Si no se hacía algo, ciertamente se caería. Pero los hombres no quisieron hacer caso.
Entonces Arturo miró a un hombre grande y alto que subía por la calle, y cuando la lámpara de la calle brilló sobre él, Arturo lo reconoció como el director de la escuela.
Corrió de prisa al hombre.—¡Señor!—exclamó. Luego, tartamudeando con excitación, le dijo lo que ellos habían descubierto. Leandro estaba a su lado, agregando su palabra de acuerdo.
—Pero eso sería difícil—dijo el director—. Ese contrafuerte está muy bien construido.
—¡Entonces vaya a ver!—dijo Arturo. Se agarró de una manga del abrigo del director, y Leandro agarró la otra manga. Lo jalaron hacia el contrafuerte. El que no quiere creer, tiene que sentir.
—¡Ahora sienta cómo mueve cuando venga la siguiente onda!—Arturo dijo.
La onda llegó. Se chocó contra los tablones, y el contrafuerte se tambaleó. El director se erigió en sorpresa de susto. Eso significaba peligro, ¡y gran peligro!
Corrió hacia un grupo de hombres en el abrigo del sotavento de las casas, y gritó:—¡El contrafuerte se va a caer! Necesita apoyo de inmediato. ¡Vayan a traer postes y sacos de arena!
Algunos hombres se pusieron a correr por los apoyos necesarios.
Pero el mar no le espera al hombre. Otra ola enorme llegó ondulando para adentro. El contrafuerte tambaleó más que antes. Arturo y Leandro se corrieron de él, por miedo de que cayera y los aplastara.
Pero el director no se corrió. Él brincó hacia el contrafuerte flojo, y llamó a los otros:—¡Vénganse, hombres! No tenemos postes ni sacos de arena, ¡pero ustedes y yo estamos aquí!
¿Qué quería decir él? ¿Será que esperaba que los hombres se pararan allí y detuvieran las ondas del océano?
Sí, esto es lo que quería decir. Apretó sus propios hombros anchos en el contrafuerte, y rápidamente señaló que otros tomaran sus lugares a su lado, detrás del contrafuerte y detrás de los tablones. Era la presión contra los tablones lo que causaba que el contrafuerte se aflojara.
Todos los hombres allí tomaron sus lugares en la fila. El panadero, el ministro, el doctor, algunos pescadores, el carnicero y dos trabajadores del muelle, pues había treinta hombres, parados en fila con las espaldas pegadas al contrafuerte y a los tablones.
Pero esto no era suficiente. El espacio no estaba llenado. Arturo y Leandro estaban mirando, deseosos de ayudar; pero el director había llamado a los hombres, y no a los muchachos.
El director los vio.—¡Véngase, Arturo! ¡Véngase, Leandro!
Brincaron para tomar sus lugares. Arturo se apretó entre el panadero flaco y el carnicero gordo. Leandro halló un lugar entre el ministro y un trabajador del muelle. Allí estuvieron de pie, listos para detener las ondas con la espalda.
"Torre fuerte es el nombre de Jehová;
a Él correrá el justo, y será levantado."
Proverbios 18:10
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Capítulo 4: ¡Listos, Muchachos!

Por algunos momentos los hombres parados en la fila detrás de la barricada no tenían nada que hacer. Parecía que el mar estaba descansando. Pero el director de la escuela, quien era suficientemente alto para ver encima de la barricada, estaba vigilando.
—¡Aquí viene una!—gritó—. ¡Listos, muchachos!
¡Estaban listos! Treinta y dos espaldas estaban apretadas con todas sus fuerzas contra la barricada y el contrafuerte. El golpe del choque de la onda les empujó para adelante un poco, pero sólo por un momento.
La gran cortina de agua, que les había ahuyentado antes de esto, ahora se arqueó encima de ellos y salpicó para abajo sobre ellos. Arturo tuvo que esforzarse para respirar. ¡Si tan sólo él fuera alto, como el director! Pero el agua pasó, y él pudo respirar otra vez. Se sacudió como un perro, y echó un vistazo a Leandro. Vio que él había recibido un baño semejante. El honrado ministro resopló. El panadero estornudó. El gordo cuidador del hotel estaba jadeando. El anciano doctor estaba tratando de quitar el agua salada del mar y el sudor de la frente con un pañuelo del cual estaba goteando agua.
—¡Listos, muchachos!—el director gritó otra vez.
Toda su incomodidad fue olvidada inmediatamente. Las espaldas se encorvaron para recibir otro golpe, y después del golpe llegó otro baño frío como hielo. Otra vez Arturo se esforzó para respirar. Pero habían logrado detener el mar una vez más.
Mientras esperaban la siguiente onda, Arturo empezó a tiritar de frío. Leandro también estaba temblando. El anciano doctor empezó a toser.
—¡Listos, muchachos!—El llamamiento llegó por tercera vez.
Las espaldas se agacharon para detener otra onda violenta, y ésta fue seguida de otro riego frío. Llegó a ser regular, el golpe de la onda que empujaba la barricada contra sus espaldas, y luego la salpicadura del agua; los recibían, vez tras vez, mientras las olas entraban ondulando.
Llegó ayuda, pero no eran los sacos de arena ni los postes, sino más personas. Cuarenta y cinco hombres, apretados como sardinas en lata, llenaron la abertura. Sus hombros dolían por causa de los golpes, pero no les importaba. Temblaban del frío, pues el agua fría goteaba de su ropa. Pero esto no les importaba tampoco. La tos del anciano doctor se hacía de mal en peor, pero él no se daba por vencido. El gordo carnicero no podía dejar de jadear, pero se mantenía en su lugar.
Mientras tanto, el mar parecía cobrar toda su fuerza. Cada onda hacía que los tablones crujieran y se doblaran a pesar de las cuarenta y cinco espaldas; el contrafuerte se tambaleaba y de nuevo parecía listo para caer cada vez. Y todavía los sacos de arena y los postes no habían venido.
La gente empezó a venir de todos lugares, mujeres y muchachas tanto como hombres y muchachos.
—¡Necesitamos más ayuda!—el director llamó—. ¡Amontónense contra nosotros!
Los hombres se apiñaron de cerca, apretando sus hombros contra los pechos de los demás. Hicieron una fila doble.
Pero aun así la fuerza del océano parecía estar ganando.
Las mujeres y las muchachas se habían quedado en el abrigo de las casas cercanas, y el director llamó a ellas:—¡Necesitamos más!
Entonces vinieron, y pronto el muro vivo estaba de cuatro personas de grueso. Ciento cincuenta espaldas estaban apretadas contra la barricada en esta batalla contra el mar.
—¡Listos, muchachos!
Él les llamó muchachos a todos, al ministro, al anciano doctor, al gordo carnicero, al flaco panadero, a la pequeña Mili que cuidaba la tienda de ropa en la esquina y a la honrada señora de Sánderes. Ninguno se ofendió. Todos obedecieron, y empujaron con todas sus fuerzas.
Arturo se encontró aplanado por el gordo carnicero, y Leandro aprendió que la pequeña Mili podía empujar con fuerza asombrosa, a pesar de lo vieja y pequeña que era. El agua sumergía a todas las mujeres también. Pero nadie se preocupaba por eso. Cuando el riego se había terminado, enjugaban sus rostros con sus mangas mojadas, y se preparaban para el siguiente llamado de "¡Listos!"
Arturo ya no tenía frío. Él estaba sudando por todo el esfuerzo.
Así que detuvieron la furia de las olas, diez olas, veinte, tal vez cincuenta. Pero la marea estaba subiendo y las olas estaban aumentando en fuerza. Cada golpe contra la barricada era más pesado que el golpe anterior.
Por fin el anciano doctor tuvo que rendirse. El gordo carnicero fue a sentarse en las gradas más cercanas para recobrar su aliento. El ministro seguía trabajando, pero su fuerza se había ido. Arturo estaba comprimido tanto, que no podía hacer nada. Leandro tenía algo de alivio, porque la pequeña Mili se estaba cansando. Los trabajadores del muelle y los pescadores mantenían su lugar, pero su fuerza estaba disminuyendo también. Únicamente el director era incansable. Su llamado de "¡Listos, muchachos!" sonaba tan claro como siempre. Pero no había mucha acción. Los tablones estaban cediendo. El contrafuerte titubeaba de manera peligrosa. Y los refuerzos todavía no habían llegado. ¿Tendría el mar la victoria después de todo? ¿Había sido en vano todo el esfuerzo?
El director miró alrededor con ansiedad por ayuda nueva, pero no hubo nada. La fuerza de la gente se había acabado. Y una nueva ola, bastante poderosa, estaba entrando.
—¡Listos, muchachos!—él gritó.
Sus ayudantes agobiados, entumecidos y gastados, doblaron sus espaldas a la tarea otra vez. El choque de la ola les arrojó para adelante.
Regresaron tambaleándose para la siguiente onda. Apenas sostuvieron la barricada contra su tremenda fuerza.
Y entonces, de entre el agua hirviente y agitada, un casco oscuro se lanzó a la vista. Por un momento ninguno sabía qué era. Se dirigió para abajo justamente al otro lado de la barricada, y pensaron que seguramente ya todo estaba perdido. El muro de gente nunca podría aguantar la fuerza de la presión de este monstruo. Les iba a aplastar si trataban.
¡Pero para el asombro de todos, la cosa ni se empujó contra la barricada! En vez de esto, se asentó justamente adelante de ella. Algo parecía mantenerla allí cruzada. Y en vez de golpearse contra los tablones, llegó a ser una protección para ellos. ¡Quebró la fuerza de las ondas que entraban!
Y entonces Arturo divisó qué era; era una nave. Esa nave había estado anclada en el muelle, ¡y fue aflojada de su amarre por la alta agua! Las ondas la habían llevado encima del muelle, y ahora estaba atrapada de alguna manera en la abertura, donde servía como rompeolas.
Esto le dio al muro humano una oportunidad de recobrar su aliento. Arturo se arrastró desde su lugar detrás del gordo carnicero. Leandro se frotó el estómago, que había sufrido de la presión del hombro de la pequeña Mili.
Apenas habían empezado a sentir alivio, cuando aparecieron hombres con sacos de arena y postes. Éstos fueron amontonados para hacer una presa fuerte. El muro humano había hecho su deber y había servido su propósito. Ya no era necesario.
—¡Gracias, muchachos! ¡Gracias, muchachos!—el director les dijo a todos ellos.
Él tenía una palabra especial para Arturo y Leandro.—¡Ustedes hicieron una parte excelente en el trabajo esta noche, muchachos!
Ambos muchachos murmuraron algo. No sabían qué decir, pero la alabanza les hizo sentirse bien.
—Ahora, corran a la casa, y pónganse ropa seca—el director agregó—. No queremos que ustedes se enfermen.
Corrieron, a pesar del peso de su ropa empapada. La tempestad les empujó en su camino.
La madre Cozinse estaba casi enferma de ansiedad, y comenzó a regañarlos tan pronto como entraron:
—¿Dónde se quedaron por tanto tiempo? ¡Y qué mojados se miran!
Pero cuando ella se fijó en cómo ellos tiritaban, ella rápidamente les ayudó a poner ropa caliente y seca. Trajo algunas de las ropas de Leandro y se las ofreció a Arturo. Él estaba tan cansado, que permitió que la madre de Leandro le ayudara con cosas que su propia madre no había hecho para él por varios años.
Arturo estaba cansado y asustado. Sí, asustado. Mientras él estaba de pie allí como parte del muro vivo que había detenido el océano, él no había pensado en el peligro, y casi no había sentido el frío. Sencillamente había puesto el hombro a la tarea cada vez que el director llamaba "¡Listos, muchachos!" Había plantado el pie firmemente y empujado con toda su fuerza. Había parado su respiración cuando el agua caía sobre él. Se había sacudido como un perro cuando pasaba, y se había preparado a sí mismo para el siguiente golpe.
Pero ahora él comenzó a darse cuenta de lo que habían hecho. Eran las poderosas ondas del mar las que habían detenido. ¿Qué si la barricada se hubiese quebrantado? ¿Qué si toda esa agua había entrado? Habría llevado a toda esa gente. ¿Y entonces? Él tembló por el pensamiento.
El padre Cozinse había estado viniendo y saliendo durante toda la noche. Había viajado para acá y para allá a lo largo del dique, entre Colinsplat y Wisequerque, y siempre regresaba para entregar su informe por teléfono. Ahora estaba de vuelta otra vez.
—¿Cómo están las cosas?—Mamá preguntó tan pronto como él entró. Su tono de voz estaba preocupado. La última vez él había dicho que las condiciones estaban críticas.
Pero esta vez él estaba animado.—Creo que vamos a pasarlo bien—dijo—. El punto más alto de la marea ha pasado, y los diques todavía están firmes.
Entonces notó a los muchachos acurrucados cerca del fuego.—¡Qué bueno—dijo—. Veo que nuestros valientes muchachos están en la casa.
Hubo alabanza en su voz, y los muchachos lo miraron humildemente.
—Yo hablé con el director de la escuela—él siguió hablando—. Él me lo dijo todo.
—¿Qué le dijo?—Mamá preguntó. La historia confusa que los muchachos habían dado de prisa al entrar en la casa no había tenido mucho sentido.
—¡Pues, nuestros muchachos fueron los primeros para ver que el contrafuerte estaba flojo! Ellos le arrastraron al director allí para probárselo a él, y después lo ayudaron a detener el mar con sus espaldas.
—¡Detuvieron el mar con sus espaldas! ¿Qué quiere decir?—preguntó la señora de Cozinse.
—Sí, con sus espaldas—el señor Cozinse declaró—. Tal cosa nunca ha sucedido antes. El mar fue detenido por los hombres. Nuestros muchachos, con la ayuda de otros, salvaron a nuestra aldea de la inundación.
—¿Ustedes los muchachos lo hicieron?—la señora de Cozinse exclamó. Y agregó con pena—, ¡Y yo los regañé!
—Esa nave—Leandro empezó a decir, porque sentía que estaban recibiendo demasiado crédito—. Esa nave lo hizo. Si la nave no hubiera llegado en ese preciso momento, y quedado allí, nunca habríamos podido detener la barricada.
—Es verdad—el señor Cozinse dijo en acuerdo—Realmente fue un milagro que la nave flotó para adentro en ese momento y fue atrapada en ese preciso lugar. Pero si ustedes los muchachos y hombres no hubieran formado un muro vivo para detener el mar mucho tiempo antes que eso, la barricada se habría quebrado antes que la nave llegara. Fue el muro vivo de hombres y muchachos que salvó el Norte de Bevelanda.
—¿La isla entera?—Arturo dijo con el aliento entrecortado.
—¡Por supuesto! Los diques están firmes. Esa barricada era la única parte débil. Si ésa se hubiera derrumbado, el Norte de Bevelanda se habría inundado enteramente. Ustedes salvaron nuestra isla.
Los muchachos no pudieron menos que sonreír. ¿Quién habría imaginado que lo que hicieron era tan importante? Habían sentido que el contrafuerte estaba tambaleándose, y habían advertido al director. ¿Quién no habría hecho eso? Y entonces habían corrido para ayudarlo cuando él los llamó. Habían obedecido cuando él gritaba la orden: "¡Listos, muchachos!" Por supuesto habían hecho lo mejor que podían. Sabían que no podían dejar que la barricada se quebrara. Pero no habían tenido la idea de que estaban evitando una tragedia tan grande.
¡Habían salvado la isla entera, el señor Cozinse dijo! No solamente la barricada, y la calle de la Entrada, y la aldea, ¡sino la isla entera! Arturo empezó a sentirse sobremanera alegre en vez de asustado. Pensó en su padre y madre, en sus hermanos y hermanas, y preguntó:—¿Ha entrado el agua en Kortagene o en algún lugar cerca de los Prados Agradables?
—No—el señor Cozinse le aseguró—. Los diques aguantaron aquí, donde tenían que recibir la plena fuerza del viento y de las olas. Seguramente los diques que están al otro lado de la isla aguantaron también. Tú has salvado a tu padre y madre, y a tus hermanos y hermanas, esta noche.
El domingo por la mañana amaneció despacio. Era una mañana muy extraña para un domingo. Ordinariamente, las calles de la aldea están vacías los domingos hasta que toquen las campanas de la iglesia. Entonces la gente aparece, caminando silenciosamente a la iglesia. Pero en esta mañana de domingo las calles estaban llenas de ruido con el taconeo de zapatos de madera, con los golpes de martillos donde estaban reforzando el dique, y con las voces de hombres ocupados en llevar muebles de las casas donde las ventanas habían sido quebradas por el viento y el agua.
El señor Cozinse estaba deseoso de ver el dique por la luz del día, y llevó a los muchachos consigo. Las olas habían cortado zanjas en la cuesta pendiente, y era más difícil para subir allí que en el día anterior. Al llegar a la cresta, encontraron que el dique era más bajo y más angosto que lo normal; porque el mar estaba alto en extremo. ¡Qué maravilla que el dique había guardado fuera el poderoso mar!
¡Gracias a Dios por esta maravilla!
Los muchachos volvieron la cabeza para mirar los campos del Norte de Bevelanda, campos morados y fértiles, listos para la semilla que pronto se tenía que sembrar. Podrían ver las aldeas, Wisequerque a la derecha, y Kortagene al sur, y Colinsplat delante de ellos. Arturo hasta podía divisar el techo ancho de paja sobre el almacén en los Prados Agradables, en la distancia. Qué gozo saber que todo estaba seguro. Mamá no habría tenido que preocuparse en nada.
¿Pero qué era aquella cosa reluciente allí? Parecía como agua, ¿pero cómo podría haber agua en la isla? Arturo llamó la atención de Leandro allá.
—No puede ser agua—Leandro dijo.
—Pero se mira como agua—Arturo insistió.
Leandro volvió a su padre.—Arturo piensa que ve agua cerca de Kortagene. No puede ser, ¿verdad que no?
—No. Eso es imposible—el señor Cozinse contestó, y continuaba mirando por encima del mar.
Arturo no quería contradecir al señor Cozinse, pero todavía pensaba que se miraba como agua. El barro no puede brillar y destellar de esa manera, pensaba él.
—¿Puede ser el Arroyo Arenoso lo que veo, señor Cozinse?—él preguntó.
—Pues, no—dijo el señor Cozinse—. El Arroyo Arenoso está más allá del Dique del Sur. Tú no puedes ver al otro lado del dique desde aquí.
—Entonces hay agua en la isla—Arturo dijo con certeza.
El señor Cozinse no había mirado. Él estaba seguro que no podía haber agua allí. Cuando por fin volvió la mirada hacia Kortagene, apenas pudo creer los ojos. Había un destello que ciertamente se miraba como agua. ¿Pero cómo podía ser agua? El Dique del Norte había resistido la furia de la tempestad; su única parte débil había sido guardada por las espaldas de hombres valientes. Seguramente el Dique del Sur, donde el viento y el mar no habían golpeado ni con la mitad de la furia, tenía que haber resistido la tempestad fácilmente. El Arroyo Arenoso, la franja de agua entre el Norte de Bevelanda y el Sur de Bevelanda, no es un brazo peligroso del mar. Pero aquel destello...
—¡Vamos, muchachos!
El señor Cozinse iba adelante, y los tres dieron vueltas al descender por el dique. Corrieron por todo el camino a la casa de los Cozinse. Jadeando, el señor Cozinse agarró el teléfono e hizo una llamada.
No hubo respuesta de Kortagene.
"Porque todo aquel que invocare el nombre del
Señor, será salvo." Romanos 10:13
"Y en ningún otro hay salvación; porque no hay
otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres,
en que podamos ser salvos." Hechos 4:12
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Capítulo 5: Viene El Agua

¡Escuchen los balidos de aquellas ovejas, y los aullidos de ese perro! Carina una vez había escuchado a ovejas que balían de esa manera, cuando ella visitó el matadero. Y los perros gritan así cuando están las-timados o asustados. Allí está Mamá, pálida y tensa, pero sonriendo con la paz interior, igual como parecía cuando le dijo adiós a Arturo. ¡Cómo brama el viento! ¡Y agua; la finca entera está inundada! El agua se está rezumando debajo de las puertas. Está entrando más rápido, y subiendo más alto. El perro se ha subido al techo y está gimiendo con voz lastimera. Los niños han subido al segundo piso, y están acurrucados en un rincón, pero no pueden escaparse del agua. Mamá, ¿dónde está? ¡Se ha ido!
—¡Mamá, Mamá!—gritó Carina.
Carina se despertó entonces, y se encontró en la cama, pues había sido nada más un sueño.
Pero la tempestad todavía estaba rugiendo afuera. El perro realmente estaba aullando, y las ovejas estaban baliendo. La almohada de Carina estaba mojada de sudor.
Carina se incorporó en la cama y miró hacia la ventana. Ella había levantado la tablilla antes de acostarse, pero no entraba nada de luz por la ventana. Todavía era de noche, y completamente oscuro. Entonces, ¿por qué estaba aullando el perro? ¿Y por qué estaban baliendo las ovejas? Algo tenía que estar mal. ¿Estaba acercándose el agua, después de todo?
Carina bajó silenciosamente de la cama y abrió la ventana. El viento se precipitó para dentro y silbó alrededor de los oídos de ella. Pero no pudo ver nada en la oscuridad; no había ninguna señal de agua. Solamente se oían los aullidos del perro, en medio del bramido del viento. Ella nunca había escuchado el perro hacer tanta bulla antes; algo tenía que estar mal.
Silenciosamente Carina dio prisa al cuarto de Mamá. Mamá se despertó inmediatamente y le dijo a Papá:—Juno está ladrando.
Papá salió de la cama en un instante. Se vistió y salió a ver qué estaba mal.
Carina miró a través de la ventana. El brillante rayo de la lámpara de Papá iba a través del patio, señalando la caja del perro, el cobertizo de carretones, y el almacén.
Papá regresó un poco malhumorado. No había señal de ladrones; no había nada mal. El perro estaba callado ahora.
—¿Y no hay agua?—Carina preguntó.
Papá perdió su paciencia entonces.—¡Tú y tu agua! ¡Supongo que soñaste con ella!
Carina no pudo negar esto.
—Saca estas ideas insensatas de la cabeza, y duérmete—Papá mandó austeramente—. Y por favor déjanos dormir.
Carina regresó avergonzada a la cama. Se metió debajo de las frazadas y con ellas se cubrió los oídos. Ella no quería escuchar nada. Quería dormir. Pero no pudo dejar de temblar.
Y el sueño no venía. El bramido del viento penetraba por las frazadas gruesas, y pronto Juno empezó a aullar otra vez. Las ovejas seguían baliendo, y ella pensaba que oía el torrente de agua también. Papá había dicho que todo era imaginación e insensatez; ella no pudo atreverse a levantarse otra vez, ni a llamarlos. Por fin el miedo dentro de ella aumentó tanto, que tuvo que meter la cara en su almohada para esconder sus sollozos.
Entonces, de pronto, hubo una luz en el cuarto. Papá estaba de pie al lado de su cama.
—Carina—él dijo suavemente.
Con una sacudida ella empujó la frazada a un lado. Se enjugó los ojos con la manga de su ropa de cama. Papá acarició sus mejillas mojadas y su cabello.—Mi hijita—dijo tiernamente—, tuviste razón. Viene el agua.
Carina se puso erecta. ¡Entonces era cierto, después de todo!
—No tienes que tener miedo—Papá siguió calmadamente—. Nuestra casa es fuerte y firme. No estamos en peligro. Pero yo tengo que ir a cuidar de los caballos, y tú tienes que ayudar a llevar los muebles al segundo piso.
—¿Está el agua en la casa ya?—Carina preguntó.
—Todavía no, pero tenemos que tomar precauciones. No hay necesidad de apurarte mucho.
Carina brincó de la cama y se vistió de prisa. Salió fuera de la casa. No había agua alrededor de la casa, pero por allí se podía oír claramente un torrente de agua, en medio del bramido del viento. Venía desde la dirección del dique de Toren, y era como trueno continuo.
Papá se había ido al almacén, y Mamá ya había empezado a mover los muebles al segundo piso. Carina ayudó. Los otros niños ayudaron también. Formaron una fila a lo largo del pasillo y por las gradas para arriba, y pasaban las cosas de una persona a otra—sillas, ollas y sartenes, la alfombra del pasillo, ropa, la alfombra de la sala, cubrecamas.
Guillermo gritó alegremente:—Dámelo! ¡Yo puedo llevarlo!
Trena exclamó:—Vamos a hacer un cuarto bonito en el desván. ¡Será como jugar a casa!
Chico dijo:—Si el agua viene, todos estaremos en una isla, como la historia del marinero que se naufragó. Yo seré el marinero, y tú serás mi caballo—le dijo a José.
—¿Y qué seremos nosotras?—Trena y Marta preguntaron juntas.
—Ustedes serán habitantes de la isla—dijo Chico.
Carina cogió algo de su ánimo. Después de todo, no había peligro especial, y esta emoción en medio de la noche era divertida.
Papá entró desde el almacén, y Dorotea llamó desde el segundo piso:—Estamos haciendo un cuarto bonito aquí. ¡Venga a verlo, Papá!
—Será Papá uno de los habitantes de la isla también?—Marta preguntó.
—Papá será capitán de la nave que rescata al marinero de la isla—Chico decidió—. ¿Es buena idea, verdad, Papá?
Pero Papá no estaba escuchando la plática de los niños. Él se miraba serio.—El agua está subiendo rápido—le dijo a Mamá—. No lo entiendo. Durante los pocos minutos en que yo estuve en el almacén, subió tres pies. No puedo imaginar de dónde viene tan rápido.
Carina, quien estaba lista para subir las gradas con los brazos llenos de ropa, se quedó inmóvil.—¿Entonces hay peligro, después de todo?—ella preguntó.
—No sé—Papá contestó despacio—. No podremos ver qué sucede hasta que amanezca el alba.
Carina corrió para arriba con su carga. Los niños se juntaron alrededor de ella, encerrándola en un círculo y empezaron a cantar un pequeño cántico.
Un minuto antes, ella había jugado juntamente con ellos. Pero ahora ella mandó ásperamente:—Dejen su insensatez. Dentro de poco todos nos vamos a ahogar.—Ella estaba asida de temor otra vez. El agua estaba subiendo, y Papá no lo podía explicar.
Los niños la miraron a ella en sorpresa, y luego miraron unos a otros. Esto fue el fin de su diversión.
Cuando Carina bajó al primer piso otra vez, Papá estaba sentado a la mesa, bebiendo el café caliente que Mamá le había traído.
—¿Dónde están las ovejas?—Carina oyó que Mamá preguntó.
—Se ahogaron—Papá contestó.
Carina se detuvo como que estuviera clavada al suelo. Esos balidos horribles, fue la última vez que ella los oyó.
—Y los cerdos están perdidos todos también—Papá agregó.
—¿Y los caballos?—Carina preguntó.
—Yo los solté. Están en el almacén, y pueden subirse sobre el montón de heno. Creo que estarán bien.
Carina fue a llevar otra brazada de ropa. El agua estaba entrando a chorros debajo de la puerta, y salpicaba debajo de sus pies. Cuando ella regresó otra vez para abajo, el agua ya alcanzaba los tobillos.
Con la ayuda de Papá, llevaron las piezas más grandes para arriba, como la mesa y el armario. Carina llevaba sus botas, pero antes que la última pieza fuera llevada para arriba, el agua corrió en las botas desde arriba. Sus pies tenían frío como hielo. Los escalofríos corrían para arriba y para abajo en la columna. No era solamente el frío que causaba los tiritones, sino el miedo de lo que venía.
Mamá le trajo calcetas y zapatos secos. Todos estaban a salvo, por un rato a lo menos. Nadie podía saber por cuánto tiempo. Afuera en la negra oscuridad, la tempestad estaba bramando y el agua estaba subiendo constantemente. Aun Papá no podía decir por cuánto tiempo estarían a salvo aquí, ni a qué altura llegaría el agua.
Todos se acurrucaron en un rincón, donde los muebles habían sido arreglados en la forma de un cuarto. Estaban secos, pero con frío. Con sus frazadas alrededor de los hombros, parecían como colonizadores sentados alrededor de un fuego. Pero les faltaba el fuego para darles luz y calor. No había estufa. Y la pequeña lámpara de aceite que Mamá había traído no podía ahuyentar ni la mitad de la oscuridad del desván grande y ancho.
Los niños habían olvidado toda su diversión. Escuchaban el bramido del viento y la salpicadura del agua. La pequeña Leana escondió la cara en el regazo de Mamá y sollozó suavemente. Trena y Marta se apoyaron contra las rodillas de Mamá. Chico y José y Guillermo estaban sentados cerca de Papá. Dorotea se apretó contra Carina.
Carina tembló.
—¿Tienes frío, Carina?—Papá preguntó.
Carina meneó la cabeza. No era por eso. Con calcetas secas y dos frazadas gruesas, ella realmente no tenía frío.—Tengo miedo—ella dijo suavemente.
Papá miró alrededor.—¿Vino la Biblia para arriba con las otras cosas?—preguntó.
—Sí, Papá—dijo Guillermo, y brincó para traer la Biblia grande y antigua de pasta de cuero grueso.
Papá encontró la página de Salmo 57.
—"Ten misericordia de mí, oh Dios, ten misericordia de mí; Porque en ti ha confiado mi alma, y en la sombra de tus alas me ampararé hasta que pasen los quebrantos. Clamaré al Dios Altísimo, al Dios que me favorece. Él enviará desde los cielos, y me salvará..."
Carina escuchó reverente y pensativamente. ¿Real-mente estaban ellos protegidos bajo las alas de Dios, allí en el desván, con el viento violento que bramaba por entre las grietas y el agua que iba agitándose dentro de la casa? ¿Les iba a proteger hasta que pasara este quebranto? ¿Les enviaría ayuda de los cielos para salvarlos?
Papá siguió leyendo:—"Pronto está mi corazón, oh Dios, mi corazón está dispuesto; cantaré...salmos".
—"Porque grande es hasta los cielos tu misericordia, y hasta las nubes tu verdad".
Carina se preguntaba si el corazón de Papá realmente estaba puesto en Dios, y con descanso. El agua estaba subiendo. Ella podía oír las olas que golpeaban contra la casa. Los caballos estaban relinchando con ansiedad.
Papá terminó de leer el salmo y cerró la Biblia. Juntó las manos para una oración.
—Oh Dios, Señor del viento y del mar, ayúdanos a encontrar refugio en Ti hasta que esta calamidad haya pasado.
El corazón de Carina hacía la misma petición. Dios es todopoderoso. Él puede salvar. ¿Pero lo hará?
—Líbranos, oh Señor—Papá continuó—. Segura-mente, Tu fidelidad llega hasta las nubes y Tu bondad es tan alta como los cielos. Al saber esto, descansamos en Ti.
Carina mantenía inclinada la cabeza. Ella sabía que Dios es fiel, y que Dios es amor. Ella deseaba confiar en Él.
—Concede, oh Señor nuestro Dios—Papá siguió orando—, que podamos confiar en Ti aun si la situación resulta diferente de lo que nosotros esperamos; si Tú nos llevas en la violencia del agua, entonces tráenos en misericordia a nuestro hogar celestial, a la casa de nuestro Padre, por amor de Jesucristo.
Las manos de Carina estaban apretadas juntas y sus ojos estaban bien cerrados. ¿Qué si Dios iba a permitir que esto sucediera? ¿Estaba ella dispuesta? A ella le gustaba mucho correr y jugar; le gustaba mucho la escuela, aunque a veces ella se quejaba de sus trabajos. Ella amaba a sus hermanos a y sus hermanas, a su padre y a su madre, especialmente a Mamá. ¿Cómo podría ella aguantar el pensamiento de dejarlos?
Pero ella sabía que amaba al Señor Jesús también. A veces ella sentía que Él estaba muy cerca, cuando se arrodillaba para orar en la noche. Era casi como que Él pusiera Su mano sobre la cabeza de ella. Entonces ella sabía que le pertenecía a Él. Pero había otros momentos diferentes, también. Y ella no estaba completamente segura de que quisiera ir, si Él la llevaba ahora. ¡La noche era tan oscura, y el agua tan fría!
Carina miró a Papá. Sus ojos estaban abiertos, pero sus manos todavía estaban juntadas. La luz de la pequeña lámpara brillaba sobre su rostro, que parecía calmado, aunque serio. Papá confiaba en Dios, a pesar de que la muerte golpeaba contra la casa.
Mamá estaba sentada al otro lado de la lámpara. Sus mejillas estaban pálidas. Ella miró para abajo a la pequeña Leana, y a José, y a Guillermo, y a todos los demás pequeños. Una lágrima estaba en su mejilla. Corrió abajo hasta el labio. Pero había una mirada tranquila de paz en los ojos.
Ayer ella le había dicho a Arturo:—Si no nos encontramos otra vez, quiero que sepas que todo está bien con Mamá.—Ella debía de haber sentido el peligro ya. Pero ella no tenía miedo. Ella estaría lista si Jesús la llevara.
Mamá y Papá tenían la paz del corazón por el cual Papá había orado. Carina no la tenía todavía.
Carina se levantó y fue al otro extremo del gran desván. Allí, detrás del montón de cajas de papas, estaba una ventana. Ella anduvo a tientas a través de la oscuridad hacia el cuadro de luz gris. Pero había pocas cosas para ver afuera. En la luz tenue ella podía ver pintas de espuma sobre el agua oscura, y las copas de los árboles que estaban cerca de la casa. Ella tembló otra vez.
Era difícil creer que Dios estaba cerca en una situación como ésta, y que Él protegería hasta que el peligro pasara.
"He aquí que no se ha acortado la mano de
Jehová para salvar, ni se ha agravado
Su oído para oír." Isaías 59:1
"Porque no hay diferencia... pues el mismo
que es Señor de todos, es rico para con
todos los que le invocan." Romanos 10:12_

Capítulo 6: Carina Sale a Nadar

El día amaneció por fin. Carina se paró delante de la ventana otra vez, con Papá a su lado.
¡Qué escena tan extraña! Ayer había tierras aradas y prados verdes. Ahora todo era mar, un mar violento, como el mar que la había hecho temblar cuando estaba de pie sobre el dique ayer. Era aún peor que eso, por causa de lo que estaba en él. La casa grande del vecino Justo se miraba como el arca de Noé en el diluvio. Las casas más pequeñas tenían nada más sus techos sobre el agua. ¡Y los árboles! La copa del álamo era como un ramillete frondoso. Las ramitas más altas del sauce se estaban meciendo encima del agua como cañas.
El señor De Leuw estaba mirando hacia el sur, donde el perfil negro del dique estaba quebrado por un trozo de blanco. Este color de blanco era espuma. Allí el dique se había quebrado, y aquel color de blanco era la espuma del agua que se derramaba en la zona baja.
¿Quién habría pensado que esto sucedería? El peligro había parecido venir desde el norte, si bien había peligro. Era el dique del norte que tenía que aguantar los golpes terribles de las olas y del viento; era la furia del Mar del Norte la que la gente temía. Los diques del sur estaban a sotavento de la tempestad, y el Arroyo Arenoso era nada más un brazo insignificante del mar. Pero de todos modos allí se había quebrado el dique.
La boca de Papá estaba puesta en una línea recta. Sabiendo lo que había pasado, entendía por qué el agua subía tan rápidamente en la noche, y sabía que era probable que iba a continuar subiendo.
—¿Qué es esto?—Carina preguntó mientras algo venía flotando hacia ellos. La corriente lo llevaba cerca de la casa.
—Es una jaula para gallinas—Papá contestó.
Otras cosas pasaban de cerca flotando: un tanque para grano, algunas tablas, y una silla, otra silla, un gabinete para lino...
—Papá, ¿de dónde vinieron estos muebles? ¿No estaban dentro de alguna casa?—Carina preguntó ansiosamente.
—Sí, estaban dentro de alguna casa—Papá dijo—Temo que alguna casa fue llevada por el agua.
Esto era un pensamiento espantoso.—¿Supone que nuestra casa será llevada?
—Nuestra casa es fuerte y firme—Papá contestó de manera consoladora—. Pero tengo que tomar precauciones de todos modos.
Él se fue, y Carina se quedó ante la ventana sola. Ella miraba mientras que más escombros pasaban flotando. La corriente llevaba otras cosas cerca de la ventana del desván: una mesa, otro gabinete para lino, otra mesa, algunas sillas. Había mucho más que lo que habría podido salir de una sola casa. Varias casas debían de haber caído.
¿Qué era ese sonido? ¿Un bebé que lloraba? Tal vez era su imaginación. O tal vez era el viento.
Carina escuchó cuidadosamente. No, no era su imaginación. Era un bebé que lloraba. No podía ser Leana, porque ella estaba en su cama al otro extremo del gran desván.
Sacando la cabeza por la ventana, Carina escuchó otra vez. Ahora los lloros parecían más recios. Estaban mezclados con los rugidos del viento, pero ciertamente era el llanto de un bebé. ¿Cómo podía haber un bebé allí afuera en el agua?
Había un sillón con brazos que balanceaba sobre el agua. El lloro parecía venir de esa dirección. El asiento del sillón y un brazo tapizado estaban en alto encima del agua, y algo blanco estaba acostado en el asiento.
Carina salió por la ventana al canal ancho alrededor del techo. Caminaba a lo largo de él hasta que podía ver mejor. Esa cosa blanca era frazadas, ¡y había un bebé envuelto en ellas!
Carina se apuró adelante en el canal, con esperanza de agarrar el sillón cuando llegara cerca. Flotó más cerca, y ella estiró un brazo tanto que podía. Pero no pudo alcanzarlo. Pasaba balanceando.
Ella lo siguió, corriendo a lo largo del canal, esperando que se acercara. Pero se quedó fuera de su alcance, y por fin flotó más y más lejos.
—¡Papá!—Carina gritó.
Pero Papá había ido al almacén; él no la podía oír.
—¡Mamá!
Mamá no podía oírla tampoco. Ella estaba con los pequeños al otro extremo del desván.
—¡Si tan sólo Arturo estuviera aquí!—Carina pensó. Pero Arturo estaba ausente. Todo dependía de Carina. Y hubo solamente una manera para salvar al bebé. Ella tendría que nadar para él. Carina podía nadar. Ella era la mejor de su clase en la práctica de nadar.
El agua estaba turbada, y Carina estaba segura de que estaría fría como hielo. Ella vaciló. Pero el sillón estaba flotando más lejos. Ella tenía que decidir pronto.
Se metió en el agua con una salpicadura. El agua fría penetró en su frente como un cuchillo. La hizo entumecerse, de manera que casi se olvidó de nadar. Pero ella recordó a tiempo, y empezó a hacer movimientos de natación con los brazos y las piernas.
Se adelantó rápido; el nadar era fácil y ella se olvidó del frío. Ella alcanzó el sillón y lo agarró por el brazo. Entonces ella podía ver claramente al bebé, una pequeña nariz que se asomaba de la frazada, y ojos azules que la miraban con sorpresa. Asustado por la vista de ella, el bebé empezó a llorar de nuevo.
Agarrando firmemente el sillón, Carina dio vuelta para nadar de regreso a la casa. Pero no era fácil. Ella había salido junto con la corriente. Ahora tenía que luchar contra la corriente, y arrastrar el pesado sillón detrás de ella o empujarlo adelante. Ella luchó, pero no pudo adelantarse. Un temor agudo le penetró. Ella se dio cuenta de que no podía nadar de regreso a la casa. Ella era arrastrada juntamente con el sillón hacia las aguas anchas de la zona inundada. ¡Si tan solamente pudiera alcanzar uno de los árboles antes de flotar al mar violento!
Nadando con la corriente, ella logró dirigir el sillón hacia el árbol más cerca. Ella lo empujó entre las ramas. Luego ella se subió a sí misma sobre una rama, y empezó a llamar por ayuda.
—¡Papá! ¡Mamá!—ella gritó—. ¡Socorro! ¡Socorro!
Pero nadie llegó. Ninguno la escuchó. Papá estaba trabajando en el almacén; Mamá estaba ocupada con los niños al otro extremo del desván. La ventana por la cual ella había salido estaba fuera de la vista, alrededor de la esquina de la casa. Ella sólo podía ver la esquina del canal desde el cual ella había brincado al agua.
Sus ropas mojadas se pegaban a ella. Tembló de frío, y sus manos se entumecieron. Ella apenas podía moverse las manos para agarrarse de la rama. Trató de llamar otra vez, pero su garganta parecía cerrada, y su voz estaba ronca.
El bebé en el sillón no tenía frío ni miedo. Quedaba metido en el sillón, igual como Moisés una vez había sido metido en su canasta. Empezó a hacer gorgoritos y a sonreír. Por un momento Carina olvidó su miseria. Sonrió hacia el pequeñito y habló a él. Entonces los puños pequeños se soltaron desde debajo de las frazadas y empezaron a agitarse en el aire. El niño no tenía ningún sentimiento de peligro.
¡La confianza de un niño pequeño! Carina recordó que nuestra confianza en Dios debe ser así. Ella deseaba poder confiar en Él de la misma manera, aun ahora. ¡Pero ella tenía frío, y los dientes, ¡cómo castañeteaban! Casi no había sensación en el brazo que estaba agarrado de la rama. Su pierna derecha, pellizcada entre dos ramas, parecía helada. ¿Podía ser que Dios la estaba protegiendo con Sus alas? Él no había llegado para rescatarla. Pero con todo Papá había leído de la Biblia que Sus misericordias son tan altas como los cielos. Él podía rescatarla por medio del agua, si Él no la rescataba del agua. Él lleva a Sus hijos a la gloria. Y allí, ¡una luz está brillando encima del agua espantosa y gris! ¿Es la luz del cielo, tal vez?
La luz se hacía más brillante, y parecía que ella oía un dulce canto. Se extendieron brazos hacia ella. Sentía que estaba meciendo. La silla todavía estaba allí, con el bebé. Pero entonces parecía desvanecer.
"Ten misericordia de mí, oh Dios, ten
misericordia de mí; Porque en ti ha
confiado mi alma, Y en la sombra de
tus alas me ampararé Hasta que pasen
los quebrantos." Salmos 57:1
"Al que espera en Jehová, le rodea
la misericordia." Salmos 32:10

Capítulo 7: Una Barca Y Una Balsa

El señor Cozinse corrió, y Arturo apenas podía mantenerse al paso con él. En pocos momentos había arrancado un camión, y estaban de camino hacia el puerto. Allí diez hombres ayudaron a levantar una barca al camión, y el camión salió zumbando.
Un dique corre a través del centro de la isla del Norte de Bevelanda. Arturo se había preguntado muchas veces qué sería el propósito de este dique. Usualmente hay tierra en los dos lados. Pero cuando el camión se acercó al dique en aquella mañana del domingo, Arturo vio un mar violento y tempestuoso al otro lado. El dique del centro guardó seco la mitad de la isla mientras que la otra mitad estaba inundada.
La barca fue arrojada al agua. Cuatro hombres tomaron los remos. El señor Cozinse tomó el timón. Arturo se paró en la proa, como vigilante.
Las olas se agitaban altas, y la corriente era fuerte. Además de esto, no había manera de saber qué podría estar justamente debajo de la superficie del agua, sea montones de heno, copas de árboles o techos de almacenes. Arturo conocía bien la vecindad; sus ojos miraban cuidadosamente mientras la barca se precipitaba para adelante.
Una cosa amarilla que les pasaba flotando era una paca de paja. Luego una carreta pasó balanceando, con su pesada rueda debajo del agua y sus cabos extendiéndose arriba del agua. Remaron alrededor de un huerto de árboles frutales. Los objetos blancos que allí flotaban eran cubrecamas. Otros muebles de casa pasaban flotando: mesas, sillas, gabinetes.
Arturo sintió que su garganta se apretaba mientras pensaba en las casas quebradas de las cuales estas cosas habían venido. ¿Qué de las personas que habían vivido en estas casas? ¿Y qué de su propia casa? Pero él podía ver el techo de su casa en los Prados Agradables en la distancia.
¿Qué era aquella cosa que balanceaba sobre las olas? Parecía como una balsa con algo blanco encima. A veces las olas corrían completamente encima de ella.
—¡Miren!—Arturo llamó a los hombres, y la señaló.
El señor Cozinse ya la había visto, y estaba guiando la barca hacia ella. En cuanto estuvieran suficientemente de cerca, Arturo alcanzó un palo largo con un gancho en su extremo, y la arrastró hacia ellos. Era una puerta, y una mujer estaba amarrada a ella con lazos. Ella quedaba acostada sobre la cara, y no se movía. Arturo se sentía tenso y blanco mientras que los hombres desataban a la mujer y la levantaban a bordo. Él no podía aguantar mirarla.
—Alcánzame esa tela, Arturo—dijo uno de los hombres.
Arturo le entregó la tela, y echó un vistazo a la mujer. Su cara estaba blanca y sus ojos estaban cerrados. Arturo quitó la mirada mientras los hombres cubrían a la mujer con la tela.
Siguieron remando, y pronto Arturo vio que solamente el techo de su casa estaba encima del agua. Hasta los aleros estaban cubiertos, y el piso del desván seguramente quedaba bajo agua. No había ninguna seña de vida.
Remaron alrededor de la esquina de la casa. La ventana del desván estaba cerrada. El agua alcanzaba hasta la tabla debajo de la ventana. Arturo casi no se atrevió a abrirla.
Pero la abrió. Y por un momento vio solamente agua adentro, con las cajas de madera que flotaban para acá y para allá. ¡Seguramente no podía haber ninguna persona viva allí!
—¡Papá! ¡Mamá!—él llamó con voz temblorosa.
—¡Arturo! ¡Mi hijo! ¿Estás allí?—Era la voz de Papá, que contestaba desde el otro extremo del desván, sonando de sorpresa y alivio.
El señor Cozinse entró por la ventana. Arturo siguió. El agua tenía dos pies de profundidad sobre el piso del desván. Salpicaron por en medio de ella, en sus botas grandes. Papá, quien llevaba botas grandes también, se acercó a encontrarlos, y los guió de regreso al rincón donde estaba Mamá sentada arriba en las vigas con los niños acurrucados alrededor de ella. No estaban solos. Otras algunas personas estaban allí; las vigas estaban atestadas.
—Recibimos estas personas cuando vinieron flotando para acá en puertas y balsas—Papá dijo—. Sus casas están destruidas. Nosotros habíamos esperado que el agua no llegara a nuestro desván. Estoy alegre de que hayan venido.
El señor Cozinse metió un labio en los dientes, pensando. En su barca cabría ocho a lo más, y había más de veinte que esperaban allí. ¿A quiénes debía llevar, y a quiénes debía dejar atrás?
El señor De Leuw lo decidió por él.—Tomen a estas otras personas primero—él dijo—. No hay que dejarlos sentados aquí en su ropa mojada.
—¡Pero usted y Mamá!—Arturo exclamó.
—Seremos los siguientes—Papá dijo—. ¿Va a regresar, señor Cozinse?
El señor Cozinse asintió con la cabeza. No había tiempo para hablar.—Sólo déjese caer—él dijo a una mujer joven en la viga más cercana.
Ella obedeció, y el señor Cozinse la cogió. La llevó a la ventana, donde los remeros estaban listos para recibirla. Cuatro personas más ancianas y algunos niños fueron puestos en la barca, y los hombres se fueron remando.
Era más fácil remar junto con la corriente, y pronto llegaron al dique, donde un bus esperaba para llevar a los pasajeros a un lugar seguro.
Otros hombres entraron en la barca para reemplazar a los remeros cansados, y el señor Cozinse sugirió que Arturo también debía quedarse atrás. Pero los ojos de Arturo rogaban el permiso de irse con ellos, y el señor Cozinse no dijo más.
Llegaron otra vez al desván, y Papá estaba esperando para ayudar a levantar un colchón de las vigas. Estaba apoyado por algunas tablas, y Arturo se asustó cuando vio a Carina acostada en él. Sus mejillas estaban calientes por la fiebre, y sus manos estaban frías y húmedas.
—Ella es una muchacha valiente—Papá dijo suavemente—. Ella salvó la vida de este bebé.—Levantó una esquina de la frazada para mostrarle el pequeño bulto a Arturo.
—Yo no le salvé la vida—Carina contradijo en una voz débil—. Yo no pude.
—Lo hiciste—Papá insistió tiernamente. Y mientras que los hombres asentaban a Carina en la barca, él le dijo a Arturo cómo la había encontrado en las ramas del árbol de álamo, entorpecida y desmayada, con el sillón a su lado y el bebé amarrado en él.
Se fueron con la segunda carga, dejando únicamente a Papá y Mamá con Guillermo y Dorotea y Trena.
—Vamos a volver de prisa—el señor Cozinse prometió.
El señor De Leuw miró la barca mientras podía verla desde la ventana del desván. Cuando estaba fuera de la vista detrás del techo del almacén, caminó por el agua entre las cajas de madera flotantes hasta el otro extremo del desván, donde Mamá De Leuw todavía estaba sentada sobre la viga.
La tempestad había calmado un poco, pero las olas todavía golpeaban contra la casa. Los niños estaban acostados sobre la madera que había servido para apoyar el colchón de Carina. Estaban medio dormidos. Mamá también había cerrado los ojos. Papá se subió al lado de ella y apoyó la cabeza en las manos. ¡Qué tan pronto les había llegado la calamidad! Él había esperado salvar a sus caballos, después que sus ovejas y cerdos estaban perdidos. Los había oído que relinchaban ansiosamente por un rato, pero ahora todo estaba silencioso en el almacén. Todo estaba perdido.
Pero de todos modos él sabía que no debía lamentar. Todavía había mucho de que estar agradecido. Su familia estaba a salvo. Había habido momentos de preocupación, primero a causa de Arturo, expuesto al peligro grave de la tempestad en Colinsplat, donde el viento y las olas golpeaban contra el dique con toda su furia, y luego a causa de Carina. Al regresar del almacén en la pequeña balsa que había hecho por medio de clavar dos puertas juntas, había encontrado a Mamá completamente perturbada. Carina había desaparecido. No había señal de ella, y la ventana del desván estaba abierta. Se habían parado juntos ante la ventana, mirando fijamente el agua violenta y preguntándose qué cosa se habría apoderado de la muchacha para hacerla salir por la ventana.
Cuando Mamá sugirió que él saliera para caminar en el canal y mirar alrededor, había parecido una cosa insensata para hacer. Pero había salido, y había visto a Carina en el árbol. Se había apresurado, entonces, para amarrar la balsa con un lazo largo, para poder tirarse de regreso. Carina estaba inconsciente cuando él la había levantado del árbol y acostado en la balsa. Él había encontrado al bebé amarrado en el sillón, y la había colocado al lado de ella. Ellas estaban a salvo en Colinsplat ahora. Y Arturo estaba a salvo. Él tenía mucho de que estar agradecido. De hecho, él podía sentirse honrado por medio de sus dos hijos más grandes por su parte en el trabajo de rescate, por jóvenes que fueran.
—¿Escuchas eso?—Mamá preguntó suavemente.
—¿Escucho qué?
—Ese sonido crujiente. ¡Tengo tanto miedo de que la casa se caiga!
Eran las vigas del piso que crujían, bajo la presión del agua. Pero Papá no pensaba que había mucho peligro de que se cayeran.—La casa es firme—él dijo.
Pero tembló de temor casi antes de que las palabras salieran de su boca, porque sintió un temblor en la viga en que estaba sentado. El sonido crujiente era horrible, pero esto era peor. La gente a quienes ellos habían salvado habían contado de derrumbamientos repentinos. Una casa que en un momento parecía estable, se caía al agua un segundo más tarde. Y la única advertencia era un pequeño temblor como el que sentía ahora mismo.
Se bajó al piso.—Brinca sobre mis hombros, Doroteo—dijo.
Ella obedeció, y él la llevaba a la ventana. La colocó sobre una pequeña torre de cajas, y regresó por Trena. Guillermo fue el próximo, y Mamá los siguió, caminando entre el agua. Papá construyó un pequeño trono de cajas de madera para cada uno, y se sentaron cerca de la ventana, todavía protegidos del viento frío, pero cerca de la balsa en la cual tal vez tendrían que escapar. Estaba amarrada a los aleros justamente fuera de la ventana.
La corriente estaba fuerte todavía, y el crujido de las vigas se hacía peor. De vez en cuando había una salpicadura como de una piedra que caía en el agua, pues sin duda algunas piezas de la pared estaban cayendo. La casa ciertamente se estaba quebrando. La apariencia repentina de un hoyo en el techo fue una advertencia final.
—Tenemos que ir—Papá dijo.
Guillermo fue el primero para salir, pero su peso empujó la orilla de la balsa debajo del agua, y él regresó para adentro.
—Acuéstate en el estómago—Papá dijo—. Es la única manera en que podemos mantenernos a flote.
Guillermo se acostó. Dorotea se acostó junto a él, y luego Trena anduvo gateando encima de él para acostarse al otro lado. Papá había usado una puerta ancha para hacer la balsa, así que había bastante lugar para todos. Pero con su carga de cinco personas, la balsa apenas podía mantenerse sobre el agua.
Papá se agarró del canal, esperando que pudieran quedarse en esta posición algo protegida hasta que regresara la barca. Pero más y más de la pared estaba haciéndose pedazos, y el techo empezó a torcerse. Papá sabía que si la casa se derrumbara de repente, ellos serían jalados para abajo en el agua. Sabía que tenía que soltarse.
Afortunadamente, la corriente les llevaba en la dirección desde la cual vendría la barca de rescate. Cuando flotaron más allá de la esquina de la casa, el viento les agarró. Cuando la primera ola helada corrió encima de la balsa y empapó su ropa, Dorotea gritó de miedo. Trena empezó a sollozar, y se apretó más cerca de Mamá.
Flotaron más adelante, entre las copas de los árboles que rodeaban la casa y para afuera al mar ancho. El señor De Leuw levantó la cabeza para mirar alrededor deseosamente. La barca no se veía, pero seguramente tendría que llegar pronto.
Entonces de repente se entumeció de miedo, porque la corriente empezó a cambiarse. Antes, había fluido para el norte, hacia el dique. Pero ya estaban flotando hacia el oeste, más lejos del camino de la barca de rescate. Y él estaba completamente incapaz de dirigir el rumbo de la pequeña embarcación; no había timón.
Papá se levantó sobre las manos para mirar alrededor, esperando ver la barca y hacerle una señal. Pero su movimiento empujó la balsa debajo del agua, y las dos niñas chillaron de miedo. Si él no se mantuviera quieto, seguramente habría un accidente.
Así que flotaron para adelante, junto con varios objetos vagabundos, como gallinas muertas, pacas de paja, madera flotante y útiles de casa. La corriente no era rápida. Tal vez iban a flotar de esta manera todo el día, y por fin ser arrojados por las olas en la orilla en alguna parte. Pero para entonces ni uno de ellos estaría vivo. Nadie podría sobrevivir tal clase de exposición al frío y el ser lavados por las olas por un día entero. Si iba a haber un rescate, tenía que ser por medio de la barca del señor Cozinse. De esto Papá estaba seguro.
Después de un rato él decidió probar de nuevo. Se arrastró hacia el centro de la balsa, y una vez más se levantó sobre las manos. Al mirar fijamente en la dirección de la cual tenía que venir la barca, vio las ráfagas de los remos. Subían y bajaban como las alas de un cisne. Pero la barca estaba lejos, e iba hacia la casa. Seguramente les pasaría de largo a menos que él pudiera de alguna manera señalar a los hombres.
El señor De Leuw agitó sus brazos. La barca siguió constantemente por su camino. Se quitó la gorra y la meneó violentamente. Era inútil; estaban demasiado lejos para ver sus señales a menos que él pudiera pararse recto en la balsa.
Era una cosa peligrosa para hacer, pero Papá se arrastró despacio a los pies. La pequeña balsa meció violentamente y se hundió profundo en el agua. El señor De Leuw se quitó el abrigo, lo levantó en alto encima de la cabeza, y dejó que el viento lo agitara como una bandera.
"Palabra fiel y digna de ser recibida por todos:
que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a
los pecadores, de los cuales yo soy el primero."
1 Timoteo 1:15
"En quien tenemos redención por su sangre,
el perdón de pecados según las riquezas de
su gracia." Efesios 1:7
"¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos
una salvación tan grande?" Hebreos 2:3
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Capítulo 8: Todos a Salvo Por Fin

Arturo estaba de pie en la proa de la barca. Éste era su tercer viaje, y su último. Con Papá y Mamá y los tres pequeñitos a salvo, su tarea estaría terminada. Pensó también en sus experiencias durante la noche, como había ayudado a salvar Colinsplat de la inundación, y exhaló un gran suspiro de satisfacción. Él estaba cansado, tan cansado que parecían danzar estrellas violentamente delante de sus ojos. Pero esto no le importaba. Cuando este viaje fuera terminado, él iba a descansar; descansaría sobre sus laureles, como la gente dice.
Estaban acercándose al gran techo moreno del almacén, que todavía quedaba bien encima del agua. Las copas de los álamos chasqueaban en el agua. Arturo pensó en Carina. Fue una cosa muy valiente para hacer, ¡nadar en esta agua violenta para rescatar a un bebé en un sillón! Él sentía que era más que cualquier cosa que él mismo había hecho. El doctor en el dique había dicho que ella estaría bien; y también el bebé.
Entonces de repente él se dio cuenta de que la casa debía estar dentro de la vista, y él no la podía ver. Será que ellos habían perdido su rumbo, y estaba la casa detrás del almacén? O, ¡no, él no pudo aguantar el pensamiento que le vino! Otras casas se habían derrumbado, pero la de ellos era más firme que la mayoría. ¡Tenía que estar detrás del almacén!
Miró fijamente hasta que le dolían los ojos, y sus labios empezaron a sangrar por causa de sus dientes que los mordían. Si la casa se ha desaparecido, ¿dónde están Mamá, y Papá, y Trena, y Dorotea, y Guillermo?
El señor Cozinse habló:—Arturo, tú tienes ojos agudos. ¿Qué es aquella cosa allá?
Arturo miró en la dirección del brazo extendido del señor Cozinse. Vio a un hombre que parecía estar de pie sobre las olas. El pensamiento de como Pedro anduvo sobre el agua entró en la mente de Arturo. Pero este hombre estaba agitando un abrigo negro.
—Debe de ser una señal para ayuda—dijo el señor Cozinse, y viró el timón.
Arturo quería gritar:—¡Qué de Papá y Mamá!—Pero no lo dijo. Después de todo, este hombre estaba en gran peligro. Papá y Mamá estarían a salvo en el desván; la casa ciertamente tenía que estar allí, fuera de la vista detrás del almacén.
—¡Vamos, muchachos!—el señor Cozinse dijo—. Todos juntos ahora...uno...dos...
¿Pero qué había sido del hombre? No se veía nada sino las crestas blancas de las ondas. ¿Se había ahogado él, con el socorro tan cerca?
Entonces Arturo lo vio otra vez. Estaba acostado ahora, y debía de estar encima de una balsa. Otra persona estaba acostada a su lado. Había dos adultos y tres niños. Las olas corrían sobre ellos vez tras vez, casi escondiendo la balsa de la vista.
Pero cuando el hombre se levantó sobre las manos para verlos, Arturo exclamó:—Papá!
Los remeros dieron duro, y el señor Cozinse guió la barca alrededor de la balsa. El gancho de Arturo arrastró la pequeña embarcación más cerca. Allá esta-ban acostados su padre, su madre, sus hermanitas y Guillermo, medio debajo del agua.
Papá levantó a Trena en la barca, y luego Dorotea. Arturo ayudó a Guillermo a entrarse.
—Ahora, Mamá—Papá dijo.
Mamá se levantó despacio sobre la balsa tambaleante. Estaba entorpecida de frío, y desmayada. Pero cuando le vio a Arturo, su cara se alumbró.
—¡Mi hijo!—ella dijo—. ¡Entonces Dios ha concedido que nos viéramos una vez más! Una sonrisa tierna movía sus labios blancos. Ella levantó una mano como de saludo.
—Ven, Mamá—Papá le dijo tiernamente con urgencia.
—Sí, voy—Mamá dijo. Hizo un paso tambaleante. Pero su pie deslizó, y la balsa se ladeó debajo de ella. Cayó, y se resbaló al agua. La balsa emergió arriba de su cabeza.
Todo sucedió en un instante, y Arturo brincó al agua un momento después. Se zambulló abajo, agarró el hombro de Mamá y empujó la cabeza de ella arriba del agua. Los hombres hicieron lo demás. Colgado a la orilla de la barca, Papá levantó a Mamá; otros la arrastraron para adentro. Otra mano subió a Arturo de regreso a la barca.
Los remeros extendieron frazadas sobre Mamá. Entonces el señor Cozinse mandó otra vez:—Todos juntos...uno...dos... Se precipitaron adelante por el agua hacia el dique.
Arturo se acostó también debajo de la frazada. El señor Cozinse insistió en que debía acostarse allí. Y él estaba contento. Todos estaban a salvo por fin, y él mismo había rescatado a Mamá. Él era igual que Carina, después de todo.
Mamá estaba muy pálida. Pero Arturo se acordó de la mujer que habían sacado del agua en la mañana. El doctor había dicho que ella estaría bien. Había dicho lo mismo acerca de Carina.—Métanla en la cama con bastantes frazadas calientes y botellas de agua caliente, y estará bien—él había dicho. Pronto iban a meter a Mamá también en la cama.
Cuando la barca tocó el dique, los hombres estaban esperando para ayudar. Sacaron a Trena y a Dorotea y a Guillermo primero. Iban a ayudar a Arturo, pero él brincó afuera y se paró listo para ayudar a Mamá.
Los hombres la levantaron, con la frazada y todo. Arturo vio su cara pálida y sus ojos cerrados. Sus labios casi estaban sonriendo; y aunque ella no dijo palabra, Arturo pensaba que la oía decir:—¡Mi hijo!—Igual que había dicho en la balsa, e igual que ella había dicho ayer, ¿será que solamente fue ayer cuando ella le había dicho adiós a él? Entonces ella había tenido miedo de que no se encontraran otra vez. Pero este temor no salió cierto. Se encontraron otra vez, y todos iban a viajar juntos en el bus a Colinsplat.
En la casa de Leandro, Arturo se bañó con agua caliente y se vistió en ropa seca. Entonces se sentó en una silla cómoda cerca del fuego. Los demás habían sido llevados al hospital.
Los ojos de Arturo se cerraron. Él estaba cansado, pero muy feliz. ¡Había tantas cosas de que estar agradecidos! ¡Papá, Mamá, los hermanos y las hermanas, estaban todos a salvo!
—¡Arturo!
Arturo abrió los ojos. Papá estaba allá, vestido en algunas de las ropas del señor Cozinse.
—Es maravilloso, ¿verdad, Papá?—Arturo exclamó—. ¡Todos estamos sanos y salvos!
—Sí, todos estamos a salvo—Papá dijo.
Arturo le miró a Papá con curiosidad. Su cara y su tono de voz eran tan solemnes.
—Todos estamos a salvo, ¿verdad que sí?—él preguntó ansiosamente.
Papá asintió con la cabeza.—Sí, Arturo, todos estamos a salvo—dijo.
Pero las palabras eran difíciles para decir, y Papá estaba parpadeando los ojos húmedos. Arturo nunca le había visto con tal mirada.
—¿Entonces qué está mal, Papá?—él preguntó ansiosamente—. ¿Es Carina?
Papá meneó la cabeza.—Carina está mejorándose bien. Ella pronto estará buena. Pero Mamá...
Las palabras le taparon la garganta, y se detuvo.
Arturo sintió que su propia garganta se apretaba con temor repentino.—¿Está muy enferma Mamá?—él susurró.
Papá asintió con la cabeza.—Mamá se ha ido—él dijo.
—¡Pero usted dijo que todos estamos a salvo!—Arturo exclamó.
—Lo estamos, Arturo—Papá contestó suavemente—. Todos fuimos salvados. Pero, Mamá fue salvada en una manera diferente.
Entonces Arturo entendió lo que Papá quería decir. Pensó otra vez en lo que ella había dicho, solamente ayer:—Si no nos vemos otra vez, quiero que sepas, mi hijo, que todo está bien con Mamá. Jesús ha hecho bien todas las cosas.
Arturo recordó la sonrisa, y la mirada de paz, que había visto en el rostro de ella cuando la levantaron de la barca. Sí, ella estaba a salvo. Pero no fue Carina quien la había rescatado. Y no fue Arturo, aunque él se había zambullido al agua para sacarla. Fue el Señor Jesús quien la había salvado. Él la sacó de la inundación y al paraíso, donde ella nunca tendrá que temer otra inundación; porque no hay mar allí, y no hay frío, ni hambre, ni tristeza ni lágrimas. Ella está a salvo con el Señor, para siempre.
"Con todo yo también sé que les irá bien
a los que a Dios temen." Eclesiastés 8:12
"El que cree en el Hijo tiene vida eterna."
Juan 3:36
"Bien lo ha hecho todo." Marcos 7:37
"De cierto, de cierto os digo: El que oye
mi palabra, y cree al que me envió, tiene
vida eterna; y no vendrá a condenación,
mas ha pasado de muerte a vida." Juan 5:24
"Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo."
Juan 14:3
Se puede encontrar otras promesas preciosas de Dios por medio de leer las siguientes Escrituras:
Juan 10:9
Salmos 34:6
Hechos 16:31
Romanos 10:9
Hechos 15:11
Apocalipsis 21:4
Salmos 18:16
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