Capítulo 3: La Alarma

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Arturo durmió hasta que un sonido extraño lo despertó. Era la tempestad, por supuesto. El ruido de ella parecía aun peor que al anochecer. Y hubo otro sonido. Arturo aguzó los oídos para escuchar. ¿Eran voces arrebatadas y llevadas por el aire? ¿Y el taconeo de zapatos de madera en la calle? ¿Podría ser la mañana? Si era de mañana, tenía que ser el domingo, y la gente no estaría caminando en sus zapatos de madera.
Encendió la luz. El pequeño reloj le dijo que era una hora después de la medianoche. Leandro estaba profundamente dormido.
Arturo decidió que sólo había imaginado las voces y el taconeo de los zapatos de madera. La gente no anda por las calles a esa hora de la noche. Apagó la luz y se escondió bajo las frazadas para que la tempestad no le molestara.
Pero el siguiente momento él oyó pasos que bajaban por las gradas y por el pasillo hacia la puerta delantera. La puerta cerró de golpe. Arturo brincó de la cama y empujó la cortina de la ventana a un lado. La luz de la calle le mostró al señor Cozinse, vestido de un abrigo largo de goma y con botas, que estaba dando pasos largos hacia el puerto.
—¡El dique! El pensamiento del peligro posible le hizo recordar a Mamá. Arturo la recordó otra vez como se había mirado cuando decía adiós: pálida, parpadeando con algunas lágrimas, abrazándole de cerca.—Si no nos vemos otra vez...
Arturo fue al lado de Leandro y sacudió su hombro.—¡Despiértate!
Leandro dio vuelta de manera soñolienta. Él había tenido un poco de preocupación al anochecer, pero ahora sólo tenía sueño.
—Tu padre acaba de salir, y pienso que debe de haber peligro.
—Papá es miembro de la vigilia del dique—Leandro murmuró—. Él siempre sale para inspeccionarlo cuando hay marea alta.—Sus ojos se cerraron, y sus respiros profundos le dieron a saber a Arturo que ya estaba de nuevo en la tierra de los sueños.
Arturo se fue silenciosamente a la cama. Sus pies estaban fríos y él estaba temblando. Pero la cama estaba caliente. Pronto estaba durmiendo otra vez.
—¡Tin...tín!...¡Tin...tín!—Ahora, ¿qué era eso? Arturo se incorporó de repente.
—¡Tin...tín!
Era el toque de campanas. El viento quebraba el sonido, de manera que sonaba recio por un momento y casi se callaba el siguiente momento. ¿Eran las campanas de la iglesia del domingo por la mañana? No había señal del alba. ¡Qué noche más extraña! El tintineo de las campanas en medio del bramido del viento y de las ondas hizo que Arturo se estremeciera.
Encendió la luz otra vez. Eran las dos de la mañana. Esto aclaró el asunto: las campanas no eran de la iglesia; eran una alarma.
Brincó de la cama otra vez, y empujó la cortina a un lado una vez más. En cada casa a lo largo de la calle él veía luces. Las puertas estaban abiertas; los hombres estaban corriendo en la calle, corriendo hacia el puerto, llamando unos a otros mientras iban de prisa.
El sonido del cerrojo detrás de él le hizo dar vuelta. Allí estaba la madre de Leandro completamente vestida.—Muchachos, tienen que levantarse—dijo ella.
—¿Hay peligro?—Arturo preguntó rápidamente.
Leandro, asustado desde un sueño profundo, se incorporó.—Se quebró el dique?—quería saber.
—No, no—su madre dijo—. El dique está bien. Papá acaba de regresar de una inspección. Pero el agua está alta, y es bueno estar preparados.
Cuando los muchachos bajaron por las gradas, encontraron a las hermanas de Leandro allí, vestidas como de día. El señor Cozinse había salido. Arturo se fijó en una caja fuerte sobre la mesa, y adivinó que contenía las cosas de valor de la familia, listas en caso de que tuvieran que huir. Tembló, y otra vez recordó a su madre como él la había visto la vez pasada. "Si no nos encontramos otra vez, Arturo..."
Los zapatos taconeaban por la calle. Las voces llamaban para allá y para acá con excitación. Más hombres se estaban apurando hacia el puerto.
Leandro quería ir con ellos. Arturo también quería ir. No podían estar contentos con quedarse adentro.
La madre Cozinse dio su permiso, con tal que prometieran no subir por el dique. Prometieron no ir más lejos que el puerto, y regresar pronto a la casa si algo serio sucediera.
Corrieron a la esquina, a la calle de la Entrada. Los dos lados de la calle de la Entrada estaban bordeados de árboles viejos y nudosos como dos filas de soldados. Éstos se mantenían firmes e inmovibles en medio de la bulla del viento y de la lluvia, mientras que Leandro y Arturo se esforzaban para subir la cuesta, agachándose en contra de la tempestad.
La ciudad de Colinsplat está más alta que las zonas de la isla. Está a siete pies arriba del nivel normal del mar. El dique que la separa del mar tiene siete pies más de alto. La calle de la Entrada conduce por medio de una abertura en el dique, al puerto y al muelle. Pero los muchachos pronto supieron que no podían llegar al puerto. La calle estaba tapada con una barricada. Habían colocado tablones pesados a través de toda la anchura de la calle, cerrando la abertura en el dique, y los hombres estaban levantando otro tablón a su lugar para hacer más alta la barricada.
—Esos son tablones de inundación—Leandro explicó. Él los había visto puestos en su lugar antes, cuando los atalayas del dique estaban practicando sus deberes—. Nunca he visto que los usaban por necesidad antes—dijo—. ¡El agua debe de estar terriblemente alta! Mi padre dice que no los han usado desde el año 1916.
Arturo miró la barricada con curiosidad. En cada extremo, los tablones estaban puestos en los canales de las formas de concreto del dique. En el centro eran apoyados por una columna firme, un contrafuerte. Este apoyo extra en medio de la calle era necesario a causa de la largura de los tablones; en caso de agua alta, la presión de las ondas del mar tal vez estaría más que lo que podrían aguantar.
Los muchachos querían ver encima de la barricada, pero cuando se arriesgaron a dejar la protección de las casas cercanas, la tempestad los sorprendió en su furia. El viento les arrebataba el aliento y arrojaba agua en sus caras. Arturo pensaba que era un rocío de lluvia, pero entonces sintió el sabor de sal en los labios. ¡Era agua del océano!
Pero, ¿cómo podía haber agua del océano allí, tan lejos del puerto y del muelle? Miraron otra vez, ¡y no se podía ver ningún muelle! ¡El puerto entero había sido cubierto! Sólo había mar, olas violentas y espuma volante, que brillaban bajo las luces del puerto cuyos postes ya estaban metidos en el agua profunda. Las naves que antes estaban junto al muelle ya estaban flotando encima de las altas ondas y chocándose contra los postes que se extendían encima del agua.
Las olas habían entrado hasta la barricada, y estaban golpeándola. No eran tan fuertes como las que los muchachos habían visto junto al dique ayer, porque eran algo quebrantadas por los muelles y el puerto. Pero llegaban ondulando contra la barricada con bastante fuerza.
Arturo y Leandro estaban de pie de cerca detrás de la barricada. Era una vista magnífica aquella agua violenta y la espuma que giraba en la luz rosada de las linternas que quedaban encima de las olas.
—¡Cuidado, muchachos!
Brincaron a un lado justamente a tiempo. Una ola grande se chocó contra la barricada; una cortina de agua se arqueó muy alto encima de ella y luego se cayó a la calle. Fluyó a la distancia, dejando atrás pedazos de espuma reluciente.
Cada ola que seguía hacía lo mismo. Golpeó la barricada, y luego se arqueó encima de ella y envió un río de agua que fluía para abajo por la calle de la Entrada.
Esa cantidad pequeña de agua no era causa de alarma. Mientras que los diques permanecieran firmes, no había peligro. Los diques eran fuertes, y el contrafuerte que apoyaba los tablones de inundación estaba bien construido.
—¡Cuidado!—se oyó el grito otra vez.
Leandro y Arturo se agacharon detrás del contra-fuerte. La ola grande pasó por encima de los tablones, y su cresta bajó salpicando en la calle, pero Leandro y Arturo estaban seguramente protegidos detrás del contrafuerte.
—¿Me empujaste?—Arturo preguntó.
—No—dijo Leandro—. Yo también sentí un empujón. Era el contrafuerte.
¿El contrafuerte? ¿Cómo podría una columna de piedra empujar contra una persona?
Otra onda llegó ondulando para adentro, y los muchachos se agacharon detrás del contrafuerte otra vez. De nuevo sintieron el empujón.
De repente Arturo se dio cuenta de lo que estaba pasando. ¡El contrafuerte estaba tambaleándose! ¡Su fundamento de concreto debía de estar rajado! Si esa columna se cayera, toda la barricada iba a quebrarse, ¡y el mar iba a vertirse por en medio de la abertura! La aldea sería inundada, ¡y tal vez la isla entera! Leandro se puso de acuerdo. Si el contrafuerte se cayera, y la barricada con él, los resultados serían terribles.
Arturo llamó a un hombre de cerca.—¡Mire, señor! ¡El contrafuerte se va a caer!
El hombre se rió.—¡Locura! Un contrafuerte firme como ese no se cae. Son los tablones lo que necesitamos vigilar. Probablemente tendremos que conseguir algunos sacos de arena para apoyarlos después de un rato. Pero el contrafuerte es bastante fuerte.
Otra ola más grande se chocó contra la barricada. Otra vez Arturo y Leandro sintieron que el contra-fuerte se rendía. No había duda de ello. Si no se hacía algo, ciertamente se caería. Pero los hombres no quisieron hacer caso.
Entonces Arturo miró a un hombre grande y alto que subía por la calle, y cuando la lámpara de la calle brilló sobre él, Arturo lo reconoció como el director de la escuela.
Corrió de prisa al hombre.—¡Señor!—exclamó. Luego, tartamudeando con excitación, le dijo lo que ellos habían descubierto. Leandro estaba a su lado, agregando su palabra de acuerdo.
—Pero eso sería difícil—dijo el director—. Ese contrafuerte está muy bien construido.
—¡Entonces vaya a ver!—dijo Arturo. Se agarró de una manga del abrigo del director, y Leandro agarró la otra manga. Lo jalaron hacia el contrafuerte. El que no quiere creer, tiene que sentir.
—¡Ahora sienta cómo mueve cuando venga la siguiente onda!—Arturo dijo.
La onda llegó. Se chocó contra los tablones, y el contrafuerte se tambaleó. El director se erigió en sorpresa de susto. Eso significaba peligro, ¡y gran peligro!
Corrió hacia un grupo de hombres en el abrigo del sotavento de las casas, y gritó:—¡El contrafuerte se va a caer! Necesita apoyo de inmediato. ¡Vayan a traer postes y sacos de arena!
Algunos hombres se pusieron a correr por los apoyos necesarios.
Pero el mar no le espera al hombre. Otra ola enorme llegó ondulando para adentro. El contrafuerte tambaleó más que antes. Arturo y Leandro se corrieron de él, por miedo de que cayera y los aplastara.
Pero el director no se corrió. Él brincó hacia el contrafuerte flojo, y llamó a los otros:—¡Vénganse, hombres! No tenemos postes ni sacos de arena, ¡pero ustedes y yo estamos aquí!
¿Qué quería decir él? ¿Será que esperaba que los hombres se pararan allí y detuvieran las ondas del océano?
Sí, esto es lo que quería decir. Apretó sus propios hombros anchos en el contrafuerte, y rápidamente señaló que otros tomaran sus lugares a su lado, detrás del contrafuerte y detrás de los tablones. Era la presión contra los tablones lo que causaba que el contrafuerte se aflojara.
Todos los hombres allí tomaron sus lugares en la fila. El panadero, el ministro, el doctor, algunos pescadores, el carnicero y dos trabajadores del muelle, pues había treinta hombres, parados en fila con las espaldas pegadas al contrafuerte y a los tablones.
Pero esto no era suficiente. El espacio no estaba llenado. Arturo y Leandro estaban mirando, deseosos de ayudar; pero el director había llamado a los hombres, y no a los muchachos.
El director los vio.—¡Véngase, Arturo! ¡Véngase, Leandro!
Brincaron para tomar sus lugares. Arturo se apretó entre el panadero flaco y el carnicero gordo. Leandro halló un lugar entre el ministro y un trabajador del muelle. Allí estuvieron de pie, listos para detener las ondas con la espalda.
"Torre fuerte es el nombre de Jehová;
a Él correrá el justo, y será levantado."
Proverbios 18:10
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