Capítulo 14: Ninguno puede servir a dos señores;o, Cómo hallé al Señor

 •  29 min. read  •  grade level: 11
Listen from:
Stg. 2:19; Mateo 6:24
EN esta nuestra última reunión os contaré, amigos míos, cómo, por la infinita gracia de Dios, aprendí a conocer al Señor Jesucristo como mi Salvador. Esta noche tengo treinta y siete años. Quizás alguien dirá: "Parece algo mayor que esto." Hace treinta y siete años que era como alguno de vosotros—un muerto en vida. ¡Joven! ¡No has empezado a vivir a no ser que te hayas convertido! Si no has nacido de Dios, no has empezado a vivir; estás todavía muerto en tus pecados. Yo estuve muerto por muchos años. Sé que algunos de vosotros pensáis que un hombre no puede convertirse en una sola noche. Este es un gran error; se precisa solamente un momento para pasar de la muerte a la vida. Se necesita solamente un momento para pasar por la puerta; y así lo encontré yo en mi caso.
Durante veinte años, creo, fui el joven más totalmente mundano que hubierais podido hallar. No hay ninguna persona en este auditorio que se hallara más profundamente inmerso que yo lo estuve en el mundo, en sus placeres, su pecado, y sus atractivos, ni tampoco un esclavo tan entregado al diablo como el que os está hablando esta noche. Y a pesar de ello Dios me salvó en una sola hora. Por ello, me gusta cantar:
"Jesús me buscó cuando extraño,
Erraba del redil de Dios;
Él para rescatarme del daño,
Su preciosa sangre vertió."
Doy gracias a Dios que tuve una madre piadosa—una madre que oraba. Quizás tú tengas una, y se haya ido al cielo. La mía, ha ido allí, gracias a Dios, y la volveré a ver. ¿Te encontrarás con la tuya, si ella ha ido allí? Es una gran cosa que un hombre tenga una madre que ora, y sé que la mía oraba mucho por mí. Pero durante veinte años no supe nada de la gracia de Dios, ¡nada en absoluto!
Mi primera impresión espiritual fue cuando era un niño en edad escolar. Tuve un hermano que fue a la guerra de Crimea en 1855. Estaba pasando por donde yo estaba en la escuela, y tenía que haber ido a verlo al tren, pero perdí el tren. Estaba mucho más interesado en otras cosas, puedo decir. Había ido a comprar unos artículos para un partido de criquet, y pasé demasiado tiempo en ello, y perdí el tren. Lo sentí mucho, recuerdo, llegar uno o dos minutos tarde, y me vino el pensamiento a la mente: Quizás no volvamos a vernos nunca más, quizás le maten. Creía que él era cristiano, y sabía que yo no lo era, y el pensamiento de que quizás no volviéramos a encontrarnos nunca más hizo tal impresión en mi mente que me llevó a hacer lo que entonces consideré muy meritorio. Me puse a leer la Biblia, para tratar de contrapesar mis pecados. Recuerdo bien que elegí Isaías, como siendo la parte más difícil de la Biblia, y por ello, en mi opinión, la cosa más meritoria que podía hacer. Pero cuando llegué al final, estaba igual que cuando había empezado—un pecador perdido, en mis pecados.
La vida escolar pasó, y entré en una oficina de la ciudad en la que vivía. Pretendía entonces ser abogado; y, aunque la universidad atraía mi atención en las horas de trabajo, mi corazón estaba mucho más en el mundo, en todo lo que le concernía a sus goces, que en cualquier otra cosa. No había un baile, ni un concierto, ni una regata, ni un partido de criquet, en suma, ningún entretenimiento mundano, dentro de treinta kilómetros de donde yo estaba, en el que no se me encontrase, si podía ir. Solamente quiero que veáis dónde me encontraba cuando Cristo me halló.
Pero Dios me habló de nuevo, cuando tenía alrededor de diecinueve años. Un joven cristiano ferviente—¡Ah, es una gran cosa el ser osado por Cristo! —vino a ver a mi padre, desde lejos. Cuando salía, mi padre me dijo: "Acompáñalo a la verja." Salí por el camino con él, y ya en la verja se volvió tranquilamente hacia mí, y me dije: "Bueno. Walter, ¿eres cristiano?" "¡No!" "Entonces, ¿no sería mejor que te volvieras al Señor?" Me enojé mucho con él por hablar conmigo de esta forma, y cerré la verja rápidamente. ¡Ah! Estaba de camino al infierno, y mi ira mostró lo profundo que era mi odio hacia Cristo y hacia Sus siervos. A pesar de todo, me impresionó su fidelidad, y si había algún joven al que tuviera respeto era a él, porque nadie más se había atrevido a hablarme de aquella manera. ¡Dios tenía Su mirada puesta sobre mí, bendito sea Su Nombre!
Era diciembre de 1860, y se dispuso que yo fuera a la capital, para seguir allí mis estudios de leyes. Por ello dejé mi hogar provinciano el 4 de aquel mes, dejando tras mí una buena cantidad de compromisos para la semana de Navidad. Pero antes de partir, el movimiento nacional de voluntarios acababa de surgir, y yo me lancé, en cuerpo y alma, a la organización del cuerpo local de artillería. Queríamos una banda, y el dinero no se encontraba fácilmente, por lo que pensamos en hacer un concierto para recaudar fondos. Recuerdo cuán tremendamente me lancé de corazón a organizar aquel concierto, y yo debía cantar las canciones cómicas, que en aquellos tiempos me eran admirablemente apropiadas. Tuvimos un concierto, que fue un gran éxito, por lo que programamos otro para Navidad, porque mucha gente no había podido conseguir localidades para el primero. Dispusimos un nuevo programa, y recuerdo muy bien que el director me dijo: "Si vas a la capital, no vas a volver." "Te juro," le respondí, "que volveré para cantar."
"Recuerda que no podemos sustituirte con nadie." "No temas," le contesté. "Vendré, porque tengo media docena de compromisos de lo más encantadores para la semana de Navidad, y tengo que cumplir con todos."
Llegué a la metrópoli el 4 de diciembre, y no tengo duda alguna de que Dios utilizó este viaje como un eslabón en una cadena de bendición, porque en realidad abandonaba mi hogar por primera vez, y por ello sentí que estaba tomando un paso serio en la vida. Algunos de vosotros, amigos, habéis dejado el hogar, y sabéis lo que se siente. En la casa de huéspedes, donde me alojé al principio en la ciudad, había un joven, Tomás, que provenía del mismo departamento que yo, y naturalmente nos sentimos unidos por un lazo al descubrir que veníamos de ciudades a quince kilómetros de distancia una de otra y que nuestros padres se conocían. Él iba a estudiar ingeniería, y yo leyes, pero pronto estuvimos de acuerdo en vivir juntos.
El domingo nos quedamos en cama, como algunos de vosotros hacéis, hasta bien dentro del mediodía, creyendo que, si íbamos a la iglesia por la tarde, sería suficiente por lo que a la religión respectaba. El domingo es un día terrible para el hombre inconverso. Había recibido una carta de mi querida madre, apremiándome a que fuera a oír el evangelio, y mi amigo Tomás me preguntó, ¿Adónde vas a ir? ¿Qué te parece si vamos a oír a Richard Weaver? He leído en el diario que va a predicar esta noche." Accedí, y alrededor de las cinco nos encaminamos al sitio designado.
Nunca olvidaré aquella escena. La calle estaba llena de gente desde la puerta. Dios estaba obrando maravillosamente en aquellos días, y las almas eran salvadas a centenares y a millares; y creo que el hombre al que fuimos a oír fue el instrumento de despertar a miles de almas a su verdadera condición delante de Dios, y de llevarlas al conocimiento de Cristo y a la salvación. Cuando se abrieron las puertas, una inundación de gente se derramó hacia adentro. Quedé separado de mi camarada. Él fue llevado hacia la platea, mientras que yo me vi arrastrado hacia el anfiteatro, y me vi metido en un palco. El teatro estaba lleno a rebosar, y aquel humilde minero predicó el bendito evangelio de la gracia de Dios a 3.500 almas. Mi memoria retendrá siempre algunas de las cosas que oí aquella noche de él, como cuando, en el repleto escenario, leyó Marcos 5:25-34, y después nos contó la sencilla historia de la mujer con flujo de sangre, y cómo toda su enfermedad y angustia quedaron sanadas, cuando sencillamente tocó el borde del manto de Jesús. Vi con toda claridad que la salvación era mediante el sencillo toque de la fe; pero, veis, Él era un hombre común, yo pensé, mientras que yo era un caballero, yo no podía ser convertido por un hombre del común. Tal era la soberbia de mi pobre corazón pecador. Amigo mío, ten cuidado que no seas condenado por tu soberbia. Ten cuidado que no seas condenado porque no quieras ser salvado a la manera de Dios. Pero Dios tenía Su mirada puesta sobre mí aquella noche, y quedé impresionado.
Al finalizar se dijo que si alguien estaba deseoso podría ir a la platea. Fui a la platea, no porque estuviera ansioso, sino porque, en cierta manera, pensé que mi amigo podría estar ansioso, y que podría hallarlo allí. No habían pasado tres minutos antes de que un joven se me acercara y me dijera: "Señor, ¿es usted cristiano?" "No, no lo soy," contesté. "¿No quisiera serlo?" "No lo sé," le dije. "Oh, mejor sea cristiano. Es muy fácil. Yo llegué a serlo el domingo pasado. Fui al auditorio Exeter, y allí fui convertido por la predicación de este mismo orador." Pronto empezó, aquel joven. Apenas estaba convertido cuando ya empezó a contarles a otros acerca de ello, y yo espero que vosotros, los jóvenes que habéis sido convertidos, no tardaréis mucho para empezar a contárselo a otros también. Él se inició bien, como veis.
Después supe quién era, y que era un sastre. Después me dijo: "¿Quiere orar?" y yo le respondí: "Nunca podría orar." Él me dijo entonces: "Yo oraré por usted," y se puso de rodillas en el teatro, y oró fervientemente a Dios que me bendijera y salvara. Gracias a Dios que Él dio respuesta a la oración de aquel joven; aunque yo era muy cobarde entonces para ponerme de rodillas. Después tuve que ponerme de rodillas—y sabe tú de cierto que tendrás que arrodillarte—pero yo era demasiado soberbio para doblar mis rodillas entonces. Tomás—había estado en la platea, me vio, y vino hacia mí. En aquel momento otro joven, muy ferviente y de apariencia inteligente, se acercó, y uniéndose a la conversación, me dijo unas palabras. Me levanté entonces para irme, y un desconocido preguntó: "¿Hacia dónde van, caballeros?" "Hacia tal parte." "Nuestro camino es el mismo, ya que vivo allí, y si me permiten, les acompañaré." Accedimos a ello, y fuera del salón se volvió y nos preguntó: "Me permiten la pregunta: ¿son cristianos?" "No." "¿Y no quisieran ser cristianos?" preguntó en seguida. Yo dije que sí, porque empezaba a pensar que valía la pena ser cristiano. "Entonces," dijo él, "ustedes deben de tomarlo en serio." "Espero que será así," le dije, "pero ¿qué tengo que hacer para ser cristiano?" "Si en verdad tiene el deseo serio de ser cristiano, y en realidad quiere serlo, tiene que dejar el mundo." ¡Dejar el mundo! ¡Ah, cómo me aferré al mundo en el mismo momento en que sugirió tal cosa! Pero, fervoroso como era, él no tenía un conocimiento claro del evangelio. Y entonces me vinieron a la memoria todos los compromisos de la semana de Navidad, y el pensamiento más poderoso en mi mente fue: ¿Cómo puedo dejarlos de lado?
Bien, andamos los cinco kilómetros a nuestra residencia, y cuando ya estábamos cerca de nuestro alojamiento dije: "¿entrará a tomar una taza de café?" Entró, y antes de irse preguntó: "¿Puedo leer un poco con ustedes?" "Ciertamente," le dijimos, y a continuación leyó un pasaje de las Escrituras, y oró con nosotros. Era un joven simpático, y después vino a ser un gran amigo.
Cuando se había ido, mi compañero y yo nos quedamos sentados quedamente a cada lado del fuego del hogar, sumidos en nuestros pensamientos. Repentinamente, recuerdo que dije, "Tomás, creo que, si tú y yo vamos a vivir juntos, si queremos la bendición de Dios, mejor que tengamos una lectura familiar." "Vaya, Wolston," me contestó, "esto es precisamente lo que tenía yo en mi mente, pero no quería decirlo. Compraremos mañana un libro, y empezaremos." "Nada de libros," dije yo; "si alguien tiene que orar a Dios, debería orar por sí mismo. No creo en libros, excepto la Biblia. Si vamos a orar, vamos a orar por nosotros mismos." Entonces Tomás respondió, "¿Cómo vamos a empezar?" "Uno de nosotros que lea, y el otro que ore." le dije yo. "Yo leeré mañana, y tú orarás." Estuvo de acuerdo y, por la mañana siguiente, cuando bajamos, leí el primer capítulo de Mateo, y mi amigo oró. Creí que lo había hecho espléndidamente. El día siguiente era mi turno; él leyó la Biblia, y yo tenía que orar. Nunca lo olvidaré cuando me tocó orar, Tenía mi corazón en la boca, pero estaba en un ansia verdadera. Quería ser salvado, y él también quería serlo. Ojalá que tuvieras tú la misma actitud. Si estás ansioso por ser salvo, lo serás.
Aquella semana fue notable, porque orábamos fervientemente por la mañana, y también en privado. Vino sobre nuestras almas un profundo sentimiento de nuestros pecados. También clamamos a Dios por nuestros parientes. "Dios, salva a nuestros parientes", era frecuentemente nuestra oración, porque teníamos tal conciencia de nuestros pecados que, aunque orábamos, teníamos el temor de que éramos demasiado malos, demasiado perversos, demasiado pecadores para ser salvados. Esta impresión quedó profundizada por el hecho de que, aunque leíamos y orábamos intensamente por las mañanas, me avergonzaría de decir dónde se nos encontraba por las tardes. Veníamos del campo, y teníamos necesidad de ver la vida de la capital, por lo que sus salones de fiestas y otros sitios abominables nos tentaban por la noche, porque el diablo tiene trampas infernales de todo tipo en abundancia para los jóvenes allí, y solamente Dios nos libró de quedar atrapados aquella semana. Así pasó la semana, y vino el siguiente domingo. Mi madre me había rogado, antes de salir de casa, y de nuevo por carta, que fuera a oír a su amigo, el Sr. Miller, un escocés bien conocido, que predicaba el evangelio; y dispuesto a esto, salimos el siguiente domingo por la mañana, pero, ya de camino, recordamos que la reunión de la mañana era para el partimiento del pan, y adoración del Señor, y que esto no era para nosotros, que lo que nosotros necesitábamos era el evangelio, y que teníamos que esperar para ello hasta la noche.
Así, esperamos hasta la noche, y salimos otra vez, pero ¡cómo tuvimos que buscar para encontrar el lugar! Era una noche neblinosa, húmeda, oscura y fría y seguimos y seguimos andando hasta que al final—no puedo dejar de pensar en que el diablo sabía lo que iba a pasar, Tomás dijo: "No voy a dar un paso más." Yo le dije, "Si tú quieres puedes regresar a casa, pero yo voy a encontrar este lugar, aunque tenga que andar hasta la medianoche." Estaba en William Street, en el norte de la capital, el lugar que estábamos buscando, y precisamente en el momento en que Tomás dijo que no iba a seguir habíamos llegado allí, pero no podíamos ver el nombre por la niebla. "¿Es aquí William Street, donde predica el Sr. Miller?" "Sí," dijo una voz, "pero no predica esta noche. Se ha ido de viaje. Pero el Sr. Charles Stanley está predicando." Aquel nombre despertó viejas memorias. Cuando yo era un niño de diez años, aquel caballero vino a pasar uno o dos días a casa de mi padre. Deseaba ir para algún negocio, y mi padre me dijo que le llevara, cosa que hice. Cuando llegamos a casa, se metió la mano en el bolsillo, y me dio un cortaplumas con mango de nácar, de cuatro hojas. "Toma esto, chico," me dijo, y estuve muy orgulloso de aquel regalo. Habían pasado diez años, pero el nombre de Charles Stanley me recordó el regalo. "Este es el hombre que me dio un cortaplumas," me dije a mí mismo; "entremos a escucharle."
El lugar estaba abarrotado de gente; y estuvimos de pie en el pasillo. El predicador estaba hablando muy sencillamente de la historia de Salomón construyendo el templo. Piedras, de trescientas toneladas de peso, se labraban para construir el templo. Nos contó de dónde venían, de una cueva debajo de Jerusalén, y de cómo eran cortadas de la cantera, y después sacadas, y utilizadas en la construcción del templo. Entonces señaló que Dios estaba construyendo un templo espiritual; que el mundo era la cantera, y que los pecadores eran las piedras. No obstante, se hallaban tan profundamente encajadas en la cantera, que se precisaba de una acción muy enérgica para sacarlas. A menudo se precisaba de problemas, angustias y tristezas para quebrantar un hombre y sacarlo del mundo. También, sus pecados lo tenían sujeto y al serle presentados, poco a poco se iba poniendo ansioso. Así como Hiram labraba la parte superior y los lados de sus piedras, así actuaba el Espíritu Santo con los pecadores, para darle forma con que recibieran el evangelio. ¿Pero cómo se ponían en sus sitios estas piedras de trescientas toneladas de peso? Nunca olvidaré lo que nos mostró aquel predicador en cuanto a esto. Supongamos que Hiram hubiera ido a las piedras y les hubiera dicho: "Vosotras, grandes piedras, quiero que salgáis de esta cantera. Subid por la escalera, que solamente tiene diez peldaños, y poneos en el templo." ¿Cómo podrían moverse estas piedras? No tenían vida. La aplicación era fácil. La escalera era la ley, los diez mandamientos. ¿Podía acaso guardarlos? ¿Podía yo llegar al templo de Dios, ahora, y a la gloria eterna a partir de entonces, guardándolos? Vi que no podía. Empecé a sentirme convencido. Empecé a sentirme verdaderamente ansioso. Desearía que tú también te sintieras ansioso. Mi frente se nubló. La mente de todo hombre se nubla cuando se pone serio acerca de su alma. Yo estuve serio aquella noche, y os diré por qué. Era un pecador totalmente despierto. Vi mi pecado. Vi mi culpabilidad. Vi la santidad de Dios. Sabía que, si había alguien sobre la tierra que se había ganado en justicia ser echado al infierno, yo era éste. No negaré que estaba profundamente serio.
A continuación, el predicador nos contó que, así como Hiram trajo poleas y palancas y levantó sus grandes piedras de la cantera, poniéndolas en el templo sin que se oyera el sonido de martillo ni de cincel, así Dios estaba construyendo Su templo, compuesto de pecadores salvos por gracia, mediante la redención de Jesucristo. Nos mostró que el Hijo de Dios había hecho la obra por nosotros, y que Su Espíritu obraba en nosotros; que la sangre de la expiación había sido derramada, y que las demandas de Dios habían sido todas ellas satisfechas en la cruz por el Salvador. Jesús había muerto para que el pecador pudiera vivir. La sangre de Cristo había sido derramada a fin de que los pecados del pecador pudieran ser lavados y limpiados. Empecé entonces a pensar: ¿puede esto ser para mí? Porque estaba profundamente convencido de pecado.
La reunión se cerró. Entonces el predicador dijo, "Con mucho agrado atenderé a cualquiera que esté ansioso, en la habitación de al lado." Volviéndome a mi camarada, le dije: "¿Qué vas a hacer tú?" Nunca olvidaré la respuesta de Tomás "Me voy a casa, a encontrarme allí con Dios." ¿Qué había sucedido? Que él también era un pecador convicto. "Bien," le dije, "Puedes ir a casa; yo me quedo para hablar con el orador." Pasé por la parte trasera de los edificios a un pequeño vestuario, y allí tuve una corta conversación con el querido Sr. Stanley. A continuación, me presentó una dama cristiana, la esposa del hombre al que había ido a escuchar en principio. Ella me dijo que había estado esperando verme, ya que había oído que estaba yo en Londres a través de mi tía. Entonces me dijo: "¿Eres cristiano?" "No," contesté. "Y ¿no quisieras serlo?" preguntó en seguida. "Mucho me gustaría, pero no sé cómo llegar a serlo." Entonces ella dijo, volviéndose a su hija: "Busca a Tomás." Y ella salió en busca de su hermano. Era un hombre rubio que, me había dado cuenta, había estado ocupado antes acomodando a las personas en los asientos, y repartiendo himnarios. También estaba activo después de la reunión.
Después de ser presentados, dijo: "Me alegra conocerle. Oímos de su tía que usted estaba aquí, y ahora nos alegrará verle en nuestra casa, siempre que pueda venir." Le agradecí la cortesía, y después me dijo, dirigiéndose a mí, "¿Puedo preguntarle si es usted cristiano?" "No, no lo soy, y no puedo profesar ser lo que no soy." "¿No quiere ser cristiano?" "Si, me gustaría mucho ser cristiano." "Y, ¿cómo va usted a ser un cristiano?" "Supongo que creyendo en el Señor Jesucristo." "Sí, no hay otro camino", dijo él. "¿Cree usted en Él?" "Naturalmente," le respondí. "Todos creemos en Él." "¿Qué es lo que cree?" me preguntó a continuación. Nunca en mi vida me vi tan confundido como por aquella pregunta, y después de una corta pausa, le respondí, "Creo que Jesucristo vino al mundo a salvar pecadores." "Muy cierto, y ¿es usted un pecador?" "Oh, sí, sé que soy un pecador." "¿Y vino Él a salvarle a usted?" "Espero que sí." "¿Espera usted que sí? ¿Y le ha salvado o no?" "¿Oh, no!" "¿Por qué no?" "Porque no me siento salvo," le dije.
Mi amigo pensó por un momento, y después dijo: "¿Usted quiere ser salvo, pero no se siente salvo?" "Exactamente," le respondí, "no me siento salvo." Entonces dijo: "No tiene que sentirse salvo: todo lo que tiene que hacer es creer lo que el Señor le dice. ¿Cree usted que Él es capaz de salvarle?" "Sí." "¿Y que está dispuesto a salvarle?" "Sí." "Y, ¿está usted dispuesto a ser salvo?" "Con todo mi corazón," le repliqué: "Daría el mundo entero, si lo tuviera, por conocer que soy salvo, pero ¿cómo puedo saberlo si no me siento salvo? Ciertamente no esperará que crea algo que no siento." "Ciertamente que espero esto; espero que crea usted esto, porque Dios lo dice, que aquel que cree en Su querido Hijo es perdonado, y salvo." "Bien," contesté yo, "Yo sí creo." "¿Qué cree?" "Creo que Él es capaz, y dispuesto a salvarme" "¿Y que usted está salvo?" "No, no lo siento." "Ah," amigo mío, "Ya veo dónde está"; y me citó aquel notable versículo, en la Epístola de Santiago, que dice así: "Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan" (Stg. 2:19). Entonces añadió: "Aquí es donde está usted."
¡Ah! amigos míos, ¡nunca olvidaré el efecto que este versículo de la Palabra de Dios tuvo sobre mí. Fue el medio de mi salvación eterna, aunque en él no haya nada de evangelio. "Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan." Fue una revelación de Dios: fue luz para mi alma. Vi la compañía en que me hallaba, y no me avergüenzo de confesarlo, hui. ¡Hui! Vi que era el compañero de los demonios. Simplemente tenía la fe tradicional del cristianismo; creía que había un Dios; los demonios también lo creían. Ellos temblaban; yo estaba temblando. Ellos no eran salvos; yo no era salvo. Estaba en el mismo terreno que los demonios condenados al infierno. La fe de ellos no les había salvado; la mía, siendo la misma que la de ellos, no podía salvarme. Me sentí abrumado. Confieso que la Palabra de Dios me quebrantó en pedazos; y temblé aun más. No me avergüenza decirlo, mis rodillas chocaban una contra la otra. Me vi a mí mismo como Dios sabía que yo era, un hombre yendo al infierno en sus pecados, y con una fe condicional que no serviría de nada.
Me sentí totalmente abrumado, y como el carcelero que se vio despertado en la prisión de Filipos, clamé: "¿Qué debo hacer para ser salvo?" Mi interlocutor vio el efecto de la Escritura sobre mí, y contestó: "Alto, hay una diferencia entre los demonios y tú. Ellos ya están más allá de la misericordia, tú estás todavía sobre el terreno en el que la misericordia te encontrara, si tomas a Dios en Su palabra." "Con agrado le tomaré, si puedo conseguirla. ¿Qué tengo que hacer?" "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo." "¡Qué! ¿Solamente creer?" "Sí, cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo." "Pero," dije yo, "no lo siento." "Hombre," contestó él, "no te preocupes de tus sentimientos; arroja tus sentimientos por encima de la borda como cosas inútiles, como tirarías un abrigo viejo. Si confías en tus sentimientos, te despertarás en el infierno un día, y entonces aprenderás de qué valen los sentimientos. No se te dice que sientas, se te dice que creas en el Señor Jesucristo. Tienes que aceptar a Dios en lo que Él dice."
Estaba a punto de creer el evangelio cuando un viejo conocido se me acercó, y me habló al oído. Su voz era muy audible, y lo que me dijo era tan enfático que por entonces perdí toda conciencia de las voces terrenas, y de mi alrededor. Lo que me estaba diciendo era: "¡Alto! no te des prisa. No te decidas esta noche; sabes que tienes que cumplir una serie de compromisos en tu pueblo. Sabes que tienes que cantar en el concierto; ya has alquilado el piano. Tienes tus nuevas canciones cómicas, y las has estado practicando por un tiempo; además, le has jurado al director que irías y cantarías. Si te haces cristiano no podrás cantar estas canciones. Además, estás invitado a la fiesta y baile de Fulano de tal. Estás totalmente comprometido para la semana de Navidad. Déjalo por un par de semanas, que pasen las navidades, cumple todos tus compromisos como un caballero, y vuelve después a la capital, y entonces te haces cristiano." Y a continuación envolvió su diabólico consejo con este fragmento de las Escrituras: "Ninguno puede servir a dos señores" (Mt. 6:24).
Esta última palabra lo decidió todo para mí. Le dije a mi viejo dueño, al diablo: "Cierto, nadie puede servir a dos señores; has sido un mal señor, y no te serviré ya más; Cristo para mí desde ahora." Y allí fui salvado ¡gracias a Dios! en aquel mismo sitio. El mismo pasaje con que Satanás me quería atar fue la Escritura que rompió mis cadenas y me libertó. Tan pronto como dije, "No te serviré ya más," volví a estar consciente de que mi amigo del cabello rubio me estaba hablando. "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo" volvió a sonar en mis oídos. El reloj estaba dando las diez, y nuestra conversación había sido larga, y ahora le pregunté, "¿Tan solo tengo que creer que Jesús murió por mí en la cruz, llevando mis pecados, y que si creo en Él soy salvo?" "Así es," dijo él. "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo." Me detuve por un momento. ¡Podía creer en Él, aun sin sentir nada! "Señor, creo," brotó de mis labios, y fui allí salvado. Y de la misma manera tú puedes serlo en el sitio en que te hallas, si quieres creer en Él.
Si, allí y entonces adquirí el conocimiento de que estaba perdonado; encontré al bendito Salvador que había vencido a la muerte por mí. Él llenó mi corazón de paz y de gozo en el mismo momento, y hemos sido amigos entrañables por treinta y siete años; y estoy anhelando estar eternamente con Él. ¿Oh, no vendrás tú conmigo? ¿No quieres acompañarme? Él es un buen Señor; te lo recomiendo. Pero tienes que hacer como hice yo; tuve que creer antes de sentir.
Me fui a casa aquella noche tan feliz como se pueda ser sobre la tierra. Estaba perdonado, salvado, emancipado, sacado de las tinieblas a la luz, traído de la distancia a la proximidad. Lo conocía y lo había disfrutado. Mi alma empezó a clamar de gozo bajo el sentimiento del favor del Señor y del amor del Señor; porque había recibido la conciencia de que mi Salvador había hecho expiación por mis pecados, y que los había lavado en Su sangre.
Cuando llegué a casa, ahí estaba Tomás, pobre chico, llorando como si su corazón fuera a quebrarse. "Bueno, Tomás," le pregunté, "cómo va ahora." Me miró, y dijo, "Hombre, veo por tu cara como va contigo." "Sí," le dije, "Gracias a Dios que soy salvo, y sé que estoy salvado." "Pero ¿cómo lo conseguiste?" me preguntó. ¡Oh, que trabajo tan fácil me era ahora contárselo, y también que tarea tan agradable! Estuvimos sentados hasta las tres de la madrugada del lunes, leyendo, orando, y alabando, y aunque Tomás no halló a Jesús aquella noche, lo halló al día siguiente. Nunca lo podré olvidar.
Me habían pedido que fuera a una reunión de oración aquella tarde, y fui. Mis queridos hermanos en Cristo, id a una reunión de oración; reuníos con cristianos. Fue una gran cosa para mí que me hallé entre cristianos para empezar. Recuerdo aquella noche en la reunión de oración, se había dado a conocer que yo había sido salvado justo la noche anterior, y vinieron muchos cristianos y me dieron un saludo cordial en nombre de Jesucristo, lo cual me alegró sobremanera. Cuando llegué a casa a las once, Tomás me saludó con una sonrisa y un caluroso apretón de manos. Todo estaba bien. Él había hallado al Señor, él solo, justo antes de que yo entrara. ¡Gracias a Dios! solamente pude decir. Dios nos había salvado a los dos. Dos camaradas, ahora dos hermanos en el Señor, que nos había salvado a ambos.
Bien, diréis, ¿Cuál fue la siguiente cosa que hizo? No mencioné mi conversión en la oficina el lunes, porque pensé que no fuera excitación porque me encontraba algo conmovido. Ojalá que vosotros fuerais movidos de la misma manera, y poseer el mismo gozo que yo poseía. El martes, mi jefe, un abogado a quien tenía que transferir mis artículos, me envió a Lincoln's Inn, con un mensaje para otro abogado. Cuando llegué, él no estaba allí, y me dijo su empleado que no iba a estar allí hasta una hora más tarde. Mi recado me obligaba a esperar, por lo que le pedí que me prestara pluma, papel y tinta, y allí en aquel viejo y húmedo lugar de Londres le escribí al director del concierto, el hombre al que había jurado fielmente que estaría allí para cantar, y le relaté lo que me había sucedido. Le conté la historia, tan brevemente como pude, que Dios me había encontrado a mí, un pecador con rumbo al infierno, y que me había salvado, y me había bendecido; y, le dije que si iba allá para cantar tendría que ser para cantar del amor de Cristo. Si no podía cantar de Cristo, no podría cantar nada. Mi canción había cambiado, y se me tenía que permitir cantar acerca de Cristo, si estaba allí. Me temía que, si hacía esto que le estropearía el concierto, por lo que le sugerí que sería mejor que me excusara. Le di todo lo que sabía del evangelio, y al final de la carta escribí: "Por favor, lea esta carta a todos los organizadores." ¿Lo hizo? No. Era uno de estos profesantes cristianos que van con la corriente del mundo, y que por ello son una deshonra para el nombre de Cristo, y una piedra de tropiezo en el camino de muchos jóvenes. El que reconoce a Cristo tiene que romper con el mundo para ser de verdad un testigo de Él.
Él no leyó la carta a mis compañeros de canto, como yo deseaba, pero como no aparecí por el concierto, reveló lo suficiente de su contenido como para dejar entender a la gente que me "había vuelto religioso," y les dio a entender que la razón de que no me hallara allí era que me había vuelto mal de la cabeza. Mis queridos amigos, os desearía que tuvierais la misma enfermedad. No me había vuelto mal de la cabeza, sino que me había puesto bien del corazón aquella noche. Alguna gente cree que estoy un poco loco. Deseo que tuvierais la misma locura. Si crees que me estoy haciendo un necio por causa de Cristo—hombre impío—te lo encontrarás el día de mañana, que cometiste el gran error de reírte de mí cuando yo, y las otras personas de las que te has reído, estemos con Cristo en la gloria. ¿Dónde estarás tú entonces? ¿Dónde vas a pasar la eternidad?
Deja que te asegure esto, que la vida del cristiano es la más feliz, porque es la más santa. He pasado treinta y siete años convertido, y descubro cada año que mi parte es mejor y mejor. Cristo es más amado, y el evangelio es cada día más dulce. Si quieres tener una vida feliz, tienes que encontrarte del lado de Cristo. Decídete ahora por Él. Confía en el Salvador, y empieza desde esta noche a andar con Él. Pero si empiezas a andar con Él, lo siguiente que sucederá es que saldrás a hablar del Señor. La gente me dice con frecuencia: ¿Qué es lo que le hizo lanzarse a predicar? Bueno, nunca intenté ser un predicador. Todo lo que puedo decir es que, siendo lleno del gozo del Señor, no lo he podido contener. Tengo que decírselo a otra gente; y esta es la razón por la que predico; este es el secreto. La conversión es como la escarlatina: es contagiosa. Si te conviertes, les hablas a otros del gozo que acabas de hallar, y otros resultan convertidos.
Tú, mi querido joven amigo, que te has decidido por Cristo, mantente firme por Él. No te digo: "Sígueme," sino que te digo: "Sigue a Cristo." Busca servir al Señor, y ponte, desde esta misma hora, totalmente bajo Él.
Y a ti, mi querido amigo, si no te has decidido por el Señor, decídete esta noche. Si no eres un cristiano, ¡pueda el sencillo relato de mi conversión llevarte a la decisión, y ponerte en el camino de buscar de servir al Señor! Él va a volver, y pronto Le veremos cara a cara. Que cada uno de nosotros pueda oír Su voz: "Se fiel hasta la muerte, y Yo te daré la corona de la vida" (Ap. 2:10).
FIN