Capítulo 1: Un Sábado Tempestuoso

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—¡Vamos a ver quién gana la carrera para arriba!
Era Carina quien dijo esto. Ella no esperó una respuesta, sino que se puso a correr hacia el dique. Su hermano Arturo y un amigo de él, Leandro, siguieron de cerca detrás de ella.
No corrieron mucha distancia. El dique del Norte de Bevelanda es pendiente y resbaloso. Los trepadores se arrastraron para arriba hacia la cresta por medio de agarrarse de matas de grama alta, y tuvieron que meter los dedos en el lodo para adelantarse donde no había grama.
A medio camino hacia la cresta, Arturo casi la alcanzó a Carina, pero se deslizó el pie. Leandro estaba de cerca detrás de él, y los dos muchachos deslizaron para abajo por una parte del camino. Así que Carina, tan enérgica como un varón, llegó primero a la cresta.
—¡Gané!—gritó ella, enderezándose.
Pero un soplo violento de aire arrebató la palabra de su boca y casi la tumbó a Carina. Rápidamente ella se agachó otra vez al lado del dique. Fueron los dos muchachos, después de todo, quienes primero se pararon en la cresta.
Carina se paró despacio después de ellos, protegida del viento detrás de ellos. Pero cuando ella miró para abajo al bravo mar al otro lado del dique, y oyó el viento chillón y las olas tronantes, no pudo menos que temblar. Las ondas bramaban y se chocaban contra el dique con una fuerza terrible. Arrojaron salpicaduras de espuma blanca muy alto en el aire.
Generalmente, el mar que se veía desde el dique era gris, si el día era nublado como ahora. En un día de sol, había muchas veces algunos pequeños penachos de espuma como de plumas que destellaban sobre olas pequeñas y verdes. Pero hoy era un mar hirviente que se agitaba constantemente; pedazos de espuma se lanzaban para arriba en la cara de los muchachos, y el viento era tan fuerte, que tuvieron que apoyarse contra el mismo viento para evitar ser tumbados. Aun Arturo y Leandro jadeaban para respirar, y el ruido era ensordecedor.
—¡Vamos!—Arturo hizo señal con el brazo, porque no pudo oír su propia voz.
Mientras se apuraban para abajo por el lado del muro del dique, el bramido de las olas era amortiguado. Pero todavía resonaba en sus oídos. Los había ensordecido, y había en los oídos un ruido como el chasquido de velas en el viento.
—¡Fue hermoso, de todos modos!—declaró Arturo.
—¡Magnífico!—dijo Leandro. Pero Carina no dijo nada.
—¿Cómo te gustó, Carina?—preguntó Arturo.
Carina usualmente estaba lista con la lengua, pero ella tardó en contestar. Estaba ocupada ensuciando su pañuelo sin que las manos se limpiaran mucho.—¡Yo pienso que era terrible!—dijo ella por fin, con un tiritón.
Arturo se encogió de hombros.—¿Qué es tan terrible del mar? Es magnífico. Es tremendo. Pero no es terrible. No hay por qué temblar.
Encontraron sus libros de la escuela donde los habían dejado, en la protección de un arbusto, y empezaron a caminar de regreso a la aldea. Arturo y Leandro hablaban mientras andaban. Carina estaba silenciosa. A cada rato temblaba.
—¿Te agarró el frío?—Arturo le preguntó.
Ella negó con la cabeza.—No es por eso—dijo.
—Entonces, ¿qué?
—Bueno, ¿no tienen ustedes nada de miedo?—ella preguntó.
—¡Miedo!—ambos muchachos exclamaron a la vez—. ¿Miedo de qué?
—¡Pero qué si el dique se quebrantara!
Los muchachos se rieron. Carina estaba mostrando que era muchacha, después de todo, a pesar de que trataba de actuarse como muchacho.—¡El dique no puede quebrantarse!—Leandro declaró.
—Los diques antes se quebraban—Carina protestó.
—Pero eso era antes que fueran grandes y fuertes—los muchachos contestaron juntos—.¡Míralo!—agregó Leandro.
Carina echó un vistazo al muro al lado de que estaban caminando. Verdaderamente era alto y grueso y fuerte. Pero venían pedazos de espuma volando por encima de la cresta con cada ola que se chocaba contra él, y Carina dijo:—Es alto en este lado, pero en el otro lado está toda esa agua. Cuando uno se para encima, no parece haber ningún dique.
—Bueno, hay uno de todos modos—Leandro dijo con una risa—. Y es un dique bueno y fuerte.
Arturo agregó:—¡Que vengan las ondas cuánto quieran!—Él se rió también.
Carina trató de reírse con ellos acerca de sus temores. Pero no pudo dejar de temblar completamente.
Tan pronto como estuvieron en la aldea, en la protección de las casas, ella se sintió un poco más tranquila. Los golpes de las olas no estaban tan cerca ni tan recios, y ella ya no podía ver esos chorros de espuma y agua que volaban encima del dique.
Arturo y Carina recogieron sus bicicletas en la escuela.
—Nos vemos esta tarde—Arturo le dijo a Leandro mientras se preparaban para irse.
—Voy a llegar allá a las tres y media—Leandro prometió.
Con el viento detrás de ellos, casi no tenían que dar a los pedales. El aire les empujaba rápido por el pequeño camino entre los campos. Pero cuando doblaron la esquina, y el viento estaba en contra de ellos, era diferente. Antes que hubiesen ido tres metros, tuvieron que darse por vencidos y caminar. El aire sencillamente les soplaba a un lado del camino. Aun andar era casi imposible. Carina logró dar algunos pasos mientras se mantenía protegida detrás de Arturo. Pero cuando él se avanzó más lejos, ella no pudo respirar. Tuvo que detenerse y dar la espalda al viento.
—¡Espérame!—ella llamó, pero Arturo no la oyó. El viento llevó su voz a un lado, y Arturo estaba agachándose contra el aire, luchando para abrirse paso entre la tempestad.
Carina trató de seguirlo. Una ráfaga feroz de viento sopló lluvia helada y granizo en la cara. Tuvo que dar la espalda al aire otra vez. Por mucho que se esforzara, no pudo poner su cara hacia el aire. El viento siempre le quitaba su aliento, de modo que era demasiado difícil respirar. ¡Si tan solamente Arturo la esperase! Ella no podía hacerle oír. Los sollozos empezaron a ahogar la garganta mientras se mantenía allí con el viento y la lluvia que golpeaban violenta-mente contra su espalda.
De repente Arturo estaba a su lado.—¡Vamos, Carina! ¿Qué tienes? ¿De qué estás llorando?
—¡No estoy llorando! ¡Y ahorita voy! ¡Solamente no vayas tan rápido!—Ella enjugó la cara con su manga mojada del abrigo. Ella no quería llorar, y no quiso decir que estaba terriblemente asustada. Apretó los dientes.
Arturo colocó las dos bicicletas al lado del camino, debajo de los arbustos. Allí las podrían encontrar el lunes por la mañana. La única cosa importante ahora era llegar seguros a la casa.
Arturo le dijo a Carina que pusiera las manos en los hombros de él y caminara detrás de él, como muchas veces hacían cuando patinaban sobre el hielo durante el invierno. Así que se pusieron de camino. Pero el viaje a la casa parecía no tener fin. El viento rugiente tiraba de su ropa, y la lluvia y el granizo los golpeaban sin misericordia. Estaban completamente cansados y casi no podían adelantarse.
—¡Tintín!
—La bocina de un carro que sonaba de cerca detrás de ellos hizo que Arturo se brincara a un lado, arrastrando a Carina consigo. Pero el carro se detuvo. La puerta se abrió de prisa, y una voz de muchacho llamó:—¡Entren!
Era Leandro, con su padre. Leandro le había dicho a su padre que Carina y Arturo estaban en camino para la casa con sus bicicletas, y el señor Cozinse había exclamado:—¡No pueden montar sus bicicletas en esta clase de tiempo! Nunca llegarán. Vamos a recogerlos en cuanto yo pueda salir.
Había tenido algunos asuntos que atender primero, pero llegaron en el carro justamente a tiempo. Carina y Arturo entraron con suspiros agradecidos. La puerta cerró de golpe, dejando fuera la tempestad. En poco tiempo la distancia larga a la finca fue recorrida. Se estacionaron al lado de la puerta de la cocina.
Carina fue la primera persona para salir del carro. El viento le quitó la gorra de la cabeza y sopló su cabello alrededor de su rostro. Mamá estaba esperando en la puerta, y Carina corrió dentro de los brazos de ella. Escondió el rostro en el hombro de Mamá y dejó venir las lágrimas que habían querido vertirse. Ella había sido espantada, terriblemente espantada, por la tempestad, pero más que todo por el mar que parecía listo para botar el dique para abajo.
Arturo siguió a Carina a la puerta, y el señor Cozinse empezó a retroceder con el carro. Pero el padre de Arturo llamó:—¿Por qué no se quedan? Vamos juntos a la reunión esta tarde.
—No hemos almorzado—el señor Cozinse protestó.
—Almuercen con nosotros—dijo el señor De Leuw, y la madre de Arturo agregó una invitación cordial:
—Hay bastantes arvejas grises y cerdo, con gachas de suero de leche para el postre. ¡Nunca podremos comerlo todo sin la ayuda de ustedes!
—Bueno—el señor Cozinse contestó con una sonrisa—, yo le dije a mi esposa que si no volviera de una vez, ella podría suponer que yo estoy comiendo en los Prados Agradables, y que vamos a seguir viajando hasta Kortagene desde aquí.
Así que había trece personas alrededor de la mesa al mediodía en vez de once, es decir, tres grandes y diez pequeños. Pero a Carina y Arturo y Leandro casi no se podía llamarles pequeños. Casi estaban crecidos en comparación con Leana, quien todavía estaba sentada a la mesa en una silla alta. Chico y José eran niños pequeños. Marta y Trena no eran mucho más grandes. Y entonces Guillermo y Dorotea eran de tamaño mediano.
Durante el almuerzo, los mayores hablaban de la tempestad. Cuando el señor Cozinse mencionó la furia del mar, la madre De Leuw dijo:—¿Aguantará bien el dique, piensa usted?
Carina prestó atención. Ésta era la misma pregunta que dominaba la mente de ella. ¿Qué dirían Papá y el señor Cozinse?
—El dique es alto y fuerte. El mar no puede pasar por encima de él ni por en medio de él—contestó el señor Cozinse.
Arturo tocó suavemente el pie de Carina debajo de la mesa, y los ojos de él decían:—¿No te lo dije?
Pero la madre De Leuw no estaba completamente satisfecha.—El Norte de Bevelanda ha sido inundado muchas veces.
El señor Cozinse lo sabía bien. Él era administrador de aquella zona de tierra baja. Conocía la historia de la isla en detalle. El Norte de Bevelanda había sido destruido dos veces. En el tiempo de Lutero se quedó debajo del agua por varios años, porque los hombres estaban demasiado ocupados en pelearse entre sí, que no tenían tiempo para pelear contra el mar. Más tarde fue reclamada, poco a poco, una zona tras otra. Dos siglos de trabajo por fin la restauró a lo que era antes. Ahora era más grande que nunca.
—Pero ha sido inundado muchas veces después de eso—la madre De Leuw persistió. Era evidente que ella no podía vencer su ansiedad por completo.
—Y siempre salió por encima otra vez—el señor Cozinse dijo con un tono animador—. Es conforme al lema de Zelanda, como usted sabe: "luchar y levantarse de nuevo".
—Puede suceder otra vez, entonces—dijo Mamá.
—Es posible, por supuesto. Yo no digo que no puede suceder. Pero el hecho de que los diques antes se tumbaban, no es suficiente razón por temer que suceda otra vez. Los diques nunca han estado tan sólidos y tan fuertes como están ahora.
Arturo echó una mirada hacia Carina otra vez. Sus ojos preguntaron:—¿Oíste eso?—Si el señor Cozinse tenía tanta confianza, ciertamente no había razón de preocuparse.
La tempestad seguía rugiendo. Las ventanas traqueteaban, y las tablillas se sacudían. Pero no había razón de temer.
"Huir de la ira venidera." Lucas 3:7
"Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo,
tú y tu casa." Hechos 16:31