A Ud. nada le queda por hacer: ¡Consumado es!

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No muchos años ha, en una población de la Alemania del Norte, vivía un joven que había sido criado en el catolicismo y que, a pesar de ello, no creía ni en ésta, ni en otra religión cualquiera. Había de hecho rechazado todo pensamiento en Dios y tan abiertamente estaba encenegado en el pecado, que los impíos y depravados de la villa le señalaban a la gente como el que en el vicio lo superaba a todos. Sin embargo ¡cuán maravillosos son los designios de Dios! Como el que mató al gigante con su propia espada, así Dios se valió de la extrema impiedad de ese joven para despertar en él el anhelo inicial por la salvación. Alarmado por su propia maldad, ese joven se decía a sí mismo: “Yo soy peor que cualquier hombre a mi alrededor. Si es verdad que los impíos vayan al infierno y que sólo los buenos van al cielo, a donde yo estoy yendo es claro. Si haya un hombre para siempre perdido, ese hombre lo soy.”
Noche y día esa idea le turbaba la mente. La paz le había abandonado, y aún en el pecado no encontraba más deleite.
“Si sólo fuese posible de ser salvado,” pensaba constantemente. Pero ¿qué hacer? Le habían hablado de penitencias y oraciones y de monasterios donde los monjes pasaban sus días ejecutando obras que, según se suponía, debían de expiar el pecado. Sentía que ninguna faena fuere demasiado difícil para él, ninguna tortura demasiado severa, si sólo pudiera tener otra vez a lo menos un rayo de esperanza en el perdón. Sin embargo, antes de dar ese primer paso, deseaba saber en qué monasterio del mundo las reglas eran las más rígida y las penitencias las más rigurosas. Aún cuando tal monasterio se hallase en la extremidad del mundo, allá andaría y pasaría el resto de su vida en penitencias y oraciones. Finalmente, después de mucha indagación, aprendió que el monasterio donde la regla era la más austera se hallaba a unos dos mil kilómetros de su población nativa. No tenía el dinero necesario para pagar sus gastos de viaje, de modo que decidió ir a pie y pedir limosnas el camino entero. Eso, pensaba, sería sólo empezar sus penitencias y sería quizás un primer paso hacia el cielo.
Larga y fatigosa fue la peregrinación de nuestro viajero por tierras extranjeras y bajo un sol cuyo calor iba cada día en aumento. Al avistar a lo lejos por primera vez el antiguo edificio en que esperaba alcanzar la paz del alma (que poco le importaba el cuerpo . . .) el joven alemán se sintió casi agotado. Llegado a la entrada principal, llamó, y después de lo que le pareció un rato bastante largo, un monje canoso y achacoso de vejez, caminando con dificultad, le abrió lentamente la puerta.
“¿Qué quiere Ud.?” preguntó el anciano.
“Quiero ser salvado,” contestó el alemán, “He creído que aquí podría hallar la salvación.” El viejo monje le invitó a entrar y le condujo a un cuarto en que ambos estuvieron a solas. “Dígame ahora lo que le preocupa,” dijo el anciano.
“Yo soy un gran pecador,” empezó el alemán. “Mi vida ha sido más nefanda de lo que yo pueda decirle. Me parece imposible que yo pueda ser salvado; sin embargo, estoy dispuesto a hacer cuanto pueda. Me someteré a cualquier penitencia. De nada me quejaré, si sólo pueda ser recibido en su orden monástica. Cuanto más penoso el trabajo y severas las mortificaciones, tanto mejor será para mí. Ud. tiene sólo que decirme lo que debo hacer, y sea lo que fuere, lo haré.”
¿Jamás has pensado, querido lector, en lo que significa el sentirse tan gran pecador como él? . . . A saber que estás caminando hasta el único lugar decretado para un pecador impenitente, eso es el lago de fuego eterno... A saber que agradable cambio serían cada faena, cada sufrimiento y mortificación si por ellos se pudiese al menos alcanzar el rayo más débil de esperanza de librarse de la desesperación eterna. De ser Ud. todavía sin Cristo, Ud. estaría (que lo sepa o no) en esa vía obscura que sólo a un paradero conduce, un paradero horroroso. Pero si en Su misericordia Dios le ha despertado de modo que Ud. se haga cargo del peligro y de lo desesperado de su posición, entonces Ud. se halla en estado de acoger como voz de Dios las palabras admirables dirigidas por el viejo monje al tremendo pecador.
“Si Ud. me ordena ejecutar la penitencia más áspera, estoy dispuesto a hacerla,” había dicho el alemán, y el anciano le contestó: “Si Ud. está dispuesto a hacer cuanto yo le diga, Ud. debe regresar directamente a casa, ya que la obra necesaria ha sido enteramente hecha antes de su llegada a este lugar, de modo que a Ud. nada le quede por hacer. Otro, en lugar de Ud., ha hecho la obra, la cual está cumplida.”
“¿Está cumplida?”
“Sí, está cumplida. ¿Ignora Ud. que Dios envió a Su propio Hijo para ser Salvador del mundo? ¿No vino Él? ¿No cumplió Él la obra que el Padre Le dio a hacer? ¿No dijo Él en la cruz: ‘Consumado es’? Se había encargado Jesús de sufrir toda la pena exigida por el pecado, y la sufrió, y Dios fue satisfecho por la obra de Su Hijo. Y ¿sabe Ud. donde Jesús está ahora?”
“Está en el cielo,” prosiguió el anciano. “Pero ¿por qué está allí? ¿Por qué Jesús está en la gloria? Porque ha cumplido la obra. De otro modo no podría estar allí. Todavía aquí estaría Jesús, ya que se había encargado de llevar a cabo toda la obra y de no regresar al Padre sin tenerla del todo cumplida. Yo miro hacia arriba, y veo a Jesús en el cielo, y digo: Él está allí, porque ha cumplido toda la obra, y nada más queda por hacer. Está allí porque Dios está satisfecho con la obra cumplida por Su Hijo. ¡Oh! querido amigo. ¿Por qué procuraría Ud. o yo hacer esa obra que sólo el Hijo de Dios podía llevar a cabo y cumplir? De haber sido dejada a nuestro cuidado esa obra, nunca jamás la hubiésemos podido cumplir. Por algo Cristo murió en la cruz. De ejecutar nosotros todas las penitencias ya hechas o todavía por hacer, hubiera sido todo en vano. Tales supuestas expiaciones, más bien de ser enteramente inútiles, son pecados horribles a los ojos de Dios. Con someterse a tales ayunos y maceraciones, Ud. (en vez de alcanzar algo) sólo añadiría otro pecado grave a su pecaminosa vida. Sería lo mismo que decir: Cristo no ha hecho bastante. Sería derramar menosprecio sobre la obra bendecida y perfecta del Hijo de Dios, y tratar temerariamente de agregar algo a lo ya por Él cumplido. ¡Sí! Con proceder de este modo se insulta a Cristo y se hace a Dios mentiroso. A no ser yo tan avanzado de años que a penas puedo caminar hasta la puerta principal del monasterio, no quedaría aquí ni siquiera un día más. Pero lo único que me queda es esperar hasta que venga el Señor a buscarme. En cuanto a Ud., puede Ud. marcharse, agradeciendo a Dios por haber Su Hijo hecho todo en lugar de Ud., y por llevar el castigo de sus pecados, cosa por Él cumplida en el pasado para siempre. Y acuérdese siempre que Cristo está en el cielo”.
¡Qué noticias sorprendentes para el mísero y agobiado pecador! ¿Las creyó él? Sí, las creyó, y después de una breve parada en el monasterio, durante la cual aprendió de los labios del viejo monje todavía más sobre el bendito Evangelio, regresó a su patria para anunciar allí a los pecadores perdidos como él las noticias de aquel amor y de aquella gracia que por vez primera había oído en el lejano monasterio.
¡Ojalá alcance la voz del viejo monje el corazón de algún acongojado pecador! ¡Ojalá traigan las “buenas noticias de la gloria en Cristo” paz y alegría a muchos sin tener que andar unos dos mil kilómetros para oírlas y que pueden recibir el mensaje de gracia a ellos dirigido hoy!
“Pues de gracia habéis sido salvados por la fe, y esto no os viene de vosotros, es don de Dios; no viene de las obras, para que nadie se gloríe:” Efesios 2:8, 9. N.C. “Mas el que no trabaja, sino que cree en el que justifica al impío, la fe le es computada por justicia.” Romanos 4:5. N.C.