12: Día De Visitas

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— ¡Oh, Sech, por favor, dame otra bolsa de hisopos!
La anciana enfermera africana sonrió ampliamente. No había podido entender sino la palabra “hisopos”, las que me alcanzó rápidamente.
Yo me sentía demasiado cansado para usar un idioma que no fuera el inglés. Lavé los ojos del bebé y le puse gotas. Era el quinto infante que había traído al mundo desde las diez de la noche. Eché una ojeada al desvencijado despertador. Era ya la 1:20 de la mañana, y ese día iba a ser el primer y más crítico día del espectáculo que habíamos preparado para los jefes.
Cuando la enfermera ayudante me quitó el delantal y la máscara, recorrí mentalmente el complicado programa que habíamos planeado para el día que comenzaba, programa que yo confiaba captaría el interés y ganaría la confianza de los jefes en un radio de ciento cincuenta kilómetros del hospital.
Caminé cruzando los maizales, demasiado ocupado con mis pensamientos, como para hacer otra cosa que ver a una pareja de hienas con las que me crucé y que parecían ensayar un dúo. Al llegar a mi cuarto, me arrodillé junto a la cama y le pedí a Dios que aquél fuera un día festivo en la vida del pueblo de aquella gran tribu del África central.
Cuidadosamente acomodé el mosquitero y encendí mi linterna eléctrica, iluminando los diversos rincones en busca de cualquier zumbante mosquito portador del paludismo. Encontré uno tratando de esconderse de mi vista. Noté con interés que levantaba las patas traseras. Era un anopheles. Esto aumentó mi entusiasmo cuando mire su cuerpo aplastado en mi mano.
Caí en un sueño perturbado, en el que los bebés recién nacidos parecían crecerles alas de mosquitos y luego se transformaban en un grupo de jefes enojados. Al amanecer, distaba de sentirme descansado. Estaba bostezando a mis anchas cuando mi cocinero me alcanzó una carta. Estaba escrita en lápiz sobre un trozo triangular de papel.
—La trajo un muchachito, Bwana —dijo el cocinero— y creo que será la precurosa de problemas.
—Entonces vé y prepárame una taza de té, Tim. Una taza grande, ancha, profunda, llena de té.
Leí la nota con dificultad: “Estimado Bwana: Mi hijito se cayó de un baobab mientras estaba buscando miel y se ha roto el hueso de la pierna. Se lo vamos a llevar al hospital”.
He descubierto que es mucho mejor orar que regañar, de modo que pedí a mi Padre celestial que este nuevo problema fuese una ayuda positiva más que una interrupción en el programa tan importante que teníamos ante nosotros aquel día.
A eso de las diez, todo andaba como sobre ruedas. Las muchachas de la escuela de enfermeras estaban listas para hacer su papel temprano a la tarde. Timoteo tenía dos latas de kerosén sobre la estufa y un gran recipiente de azúcar listo para el té matutino de los jefes. Estaba cocinando bollos, que, según decía, alegrarían sus estómagos y calmarían sus mentes. Yo que tenía experiencia en el arte culinario de Timoteo, me preguntaba si realmente sería así.
Y entonces vi un automóvil del gobierno que venía velozmente dando saltos por el camino hacia nuestro puesto medico. Pronto me encontré apretando la mano del comisionado provincial, un inglés de gran comprensión de los problemas africanos. Su trabajo para el mejoramiento de las condiciones sociales ha sido monumental.
Le describí brevemente el programa y le mencioné que teníamos que hacer una operación de urgencia en medio del día.
—Doctor, haga esa operación delante de todos los jefes —me dijo—. Sus demostraciones y sus dramatizaciones serán mucho más efectivas si lo ven a usted haciendo de veras el trabajo.
Fuimos hasta un edificio de techo de paja con paredes de barro. El subjefe local, vestido en un kanzu impecablemente blanco y largo como un camisón, me presentó a algunos colegas que habían llegado la noche anterior. El comisionado conversó con ellos, demostrando un conocimiento extenso de los problemas locales. Mirando por la ventana, vi a Mazengo, el jefe supremo, rodeado de asistentes completamente vestidos, otros parcialmente vestidos y otros casi desnudos, que venía camino arriba por la colina hacia el hospital. Sentados bajo los árboles estaba un grupo de muchachitos, entre ellos mi amigo Mbuli, quien se veía muy bien.
Después de muchos saludos y preguntas sobre la salud, las cosechas, los hijos y las esposas, en ese mismo orden, nos sentamos para la tarea del día. Servimos el té y los bollos y toda la sala resonó con los entusiastas sonidos de la forma africana de beber. El comisionado provincial me miró, sus párpados se movieron muy cuidadosamente e hizo un sonido con su taza de té que provocó una mirada de aprobación de todos los jefes.
Aún quedaban intactos una docena de bollos cuando Daudi apareció en la puerta.
Bwana, ha llegado el chico de la pierna. Es una fractura simple, de tibia y peroné en el tercio inferior. ¿Qué hacemos con él?
Me dirigí al público:
—Grandes jefes y padres de la tribu, mis planes han sido interrumpidos por un muchachito que ayer se cayó de un árbol boabab. Lo han traído y tiene la pierna quebrada. Sugiero que yo les muestre cómo resolvemos un problema así en el hospital.
Oí un murmullo entre los presentes. Murmuré a Daudi:
—Apúrate y tráeme yeso, lo usual para una fractura.
Daudi asintió y desapareció. Mazengo se levantó de un salto.
—Mira, Bwana, nos alegrará verte trabajando.
Swanu (bien) —repuse—. Y desde ya les quiero decir que todo el hospital está abierto para que ustedes lo visiten. No hay nada oculto. Todo está para que ustedes lo vean. Pregunten lo que quieran. Les mostraremos cómo se hacen las cosas, porque quiero hacerles ver que nuestra sabiduría vale la pena.
Daudi apareció en la puerta con una bandeja, con un plato de agua caliente, una cantidad de vendas enyesadas, un platillo con azúcar, un trozo de un tubo viejo de motor y una navaja. Detrás de él, entraron dos enfermeros con la camilla plegadiza de la sala de operaciones. La armaron en un abrir y cerrar de ojos ante la murmuración admirada de los jefes. Levantamos cuidadosamente al muchacho y lo acostamos en la camilla. Una enfermera lo cubrió con una sábana. Otra me dio un delantal blanco. Recorrí con los dedos una pierna, palpándole los huesos, donde a pesar de la hinchazón, la fractura era evidente. Del bolsillito trasero de mi pantalón, saqué un estetoscopio. Ausculté el pecho del chico, era obvio que andaba bien. Me dirigí a los jefes y en su idioma les dije:
— ¿Alguno de ustedes, oh grandes, ha sufrido una fractura?
Un anciano alto, canoso, de las últimas filas dijo:
—Sí, Bwana. Y es un dolor muy grande. Durante muchos días uno se queda acostado, quejándose y después... pues... el miembro nunca queda igual que antes.
Mostró un brazo deformado.
El muchachito empezó a llorar sobre la mesa, le palmeé la mano y le dije a todos:
—Ahora eso ya no pasa. Observen, y les mostraré nuestro camino de sabiduría. Quitaré el dolor, trabajaré la pierna, le colocaré el yeso alrededor de la piel, hasta que el hueso de adentro se una y se ponga fuerte de nuevo.
Me enjuagué las manos y llené una gran jeringa con una ampolla especial de forma de botella. Daudi pintó con yodo el brazo del muchacho. Cuidadosamente le puse la inyección.
— ¡Cuenta! —le ordené al niño.
Cuando llegó a ocho, cabeceó, bostezó y se quedó dormido.
¡Kah! ¡Se ha muerto! —dijo el jefe.
—No la medicina lo ha hecho dormir, pero está respirando —expliqué—. Su corazón palpita. Trabajemos con él ahora que no puede sentir dolores.
Alcanzando la jeringa a Daudi, tomé fuertemente la pierna del chico. Sansón la tenía por sobre la rodilla. Colgué la venda de mi hombro y luego alrededor de la pierna y manipulé los huesos para colocarlos en su lugar.
Kefa estaba humedeciendo las vendas enyesadas. Las coloqué de la manera habitual y mientras aún estaban mojadas, las dejé para que se secaran, bajo la vigilancia de Kefa. Daudi había dejado de inyectar anestesia y yo me volví a los jefes. Ellos observaban fijamente. Del montón tomé una masa blancuzca de yeso.
—Miren, ustedes ven que esto es como un potaje blanco —les dije—, pero fíjense ahora.
Les fui poniendo algo en la mano a cada uno. Lo observaron con interés durante cinco minutos hasta que se endureció.
—Doctor, sépalo —dijo el comisionado provincial—; esto es un espectáculo impresionante. Nunca he visto algo así en mi vida.
—Pero, señor —le repliqué—, es simple rutina de hospital.
—Lo será para ustedes —me contestó—, pero no para nosotros. No podría haber preparado algo mejor para despertar interés.
Y entonces pensé en mi oración de la noche anterior, uno tras otro estaban hablando con entusiasmo y mostrando el yeso que tenían en la mano. Oí a un pequeño grupo comentar:
—Esta tierra europea tiene cosas muy raras. En un minuto, ésta blanda y dura en el siguiente. Vean, ciertamente ésta es una sabiduría que nuestro pueblo nunca ha tenido.
Otro grupo decía:
¡Kah! Pero este material es peligroso: si no se sabe cómo usarlo puede hacer mal.
Por mi parte, estaba contento de que el yeso se había endurecido bien y que la pierna estaba en posición. Suavemente toqué el hombro del muchacho, abrió los ojos. El jefe indicó que todos hicieran silencio.
—Miren, dejen que el muchacho cuente su historia —dije.
Nuestro pequeño paciente parpadeó somnolientamente. Con lentitud, sus pensamientos fueron tomando forma. Entonces dijo de repente:
¡Yoh! ¡Se me ha ido el dolor! ¡Bwana, se ha ido el dolor!
Le señalé la pierna.
—Sí, mira, tienes ahora una media fuerte que te hará sanar la pierna y antes de mucho estarás trepándote otra vez a los baobabs.
Los jefes reían divertidos
—Vengan —dije—. Vean esto. Tóquenlo.
Se amontonaron y uno de ellos dijo:
Bwana, ¿cómo puedes saber si no está muy apretado?
Señalé los dedos del pie que sobresalían.
–Si el color que se ve debajo de la ventana de su uña cambia de rosa a azul, entonces sabemos que está muy apretado. Si los dedos se hinchan o ponen muy fríos, cortaríamos el yeso con este cuchillo.
Les mostré el trozo de goma que corría a lo largo del yeso.
—Y si el cuchillo se desliza, no cortaríamos al muchacho sino sólo esto.
¡Yah! ¡Piensa en todo! –dijo Mazengo.
Hubo sonrisas entre el personal.
—Miren, nuestro trabajo es hacer las cosas adecuadamente y con el menor dolor posible. Ese es el camino de la sabiduría y la forma de salvar vidas.
Entonces habló el anciano pastor africano:
—Este hospital no es sólo un lugar de sabiduría humana. Aquí seguimos también la sabiduría de Dios. Ninguno de ustedes construiría la casa en la arena junto al lecho del río.
Hubo un movimiento de cabeza de parte de todos.
¡Kah! —dijo Mazengo—. Cuando vinieran las lluvias, se llevarían la casa. Cuando vinieran los vientos, sacarían la tierra del suelo debajo de la casa y se caería.
—Exactamente. Ese es un cuadro que Jesús hizo —dijo el anciano pastor—. Dijo que debemos seguir el camino de la sabiduría y edificar sobre la tierra firme. Hacemos eso en nuestra vida común y, bueno, la Misión con sus hospitales y sus escuelas nos trae el mensaje de que debemos edificar nuestras vidas y no sólo nuestras casas sobre un fundamento firme. Y Dios dice que hay un solo fundamento y que ese fundamento es su Hijo. Él vive. Él es el que guía al bwana. Es a él a quien oramos. Es el que ha cambiado la vida de muchos en las aldeas de cada uno de ustedes. Piensen en esas cosas, oh señores, mientras ven el trabajo del bwana y del hospital.
Dos de los subjefes visitantes estaban conversando en voz baja. Pude escuchar algunas palabras.
Kah, ¿será todo eso verdad o serán sólo palabras?
En aquel momento, entraba por el portón Mbuli, jugando con la pelota de fútbol del hospital. Eran treinta kilos de prueba sólida, a mi entender, pero todavía no quería atraer la atención sobre él.
Moviéndome a la esquina de la amplia y sombreada galería, me paré sobre un banquito de tres patas.
—Vengan —los invité— y tendremos los discursos y la shauri (discusión).
El comisionado pronunció un oportuno discurso. Mazengo respondió y luego un jefe tras otro dirigió la palabra con entusiasmo. La demostración de esa mañana había sido una apertura muy exitosa para el espectáculo que habíamos preparado para los jefes.