El Médico de la Jungla Ataca las Hechicerias

Table of Contents

1. 1: Mbuli, Un Paciente Más
2. 2: Percibiendo Un Hechizo
3. 3: Al Borde De La Tragedia
4. 4: Enfoque Quirúgico
5. 5: Problemas Del Trópico
6. 6: Hipo
7. 7: Cazando Para El Guiso
8. 8: Anteojos
9. 9: Drogas Peligrosas
10. 10: Transfusión De Sangre
11. 11: El Hechicero Atemorizado
12. 12: Día De Visitas
13. 13: Se Deshace El Hechizo

1: Mbuli, Un Paciente Más

—Saca la lengua —ordené.
El muchachito africano exhibió tímidamente la rosada punta de la lengua.
—Vamos, muéstrame la otra punta —le dije.
Yah, Bwana —dijo—, la tengo pegada.
—Muéstrame dónde —le respondí.
Una sonrisa hizo suavizar su rostro renegrido. Abrió la boca y la mostró en toda su extensión.
—Ah, ya sé exactamente qué medicina precisas.
El muchachito se llenó de alegría y salió sujetando un cartoncito que le daba derecho a tomar, tres veces por día, una cucharadita de una poción que con seguridad aquietaría lo que él llamaba “la intranquila serpiente de su interior”.
Yunji yaze (¡El próximo!) —llamé.
Entró una mujer africana vestida con una tela blanca, ajustada bajo las axilas.
Bwana, he venido por medicina —dijo— y te he traído un regalo.
Mostró una calabaza en la que llevaba medio litro de semilla de mijo. Daudi echó un poco en la palma de su mano y lo sopló.
Yah, mira los dudus (bichos) —dijo.
— ¡Jeh! —expresó la mujer moviendo la cabeza.
Jeya (sí) —dijo Daudi— ya lo sé. Tu marido te ha dicho. “No lleves del grano bueno. Lleva algo del año pasado. El bwana es un europeo y no notará la diferencia”.
La mujer parecía apurada por cambiar de tema.
Bwana, he caminado desde Makasuku—dijo.
— ¡Jeh! Un viaje de tres días—dijo Daudi.
Bwana, quiero tu ayuda. Hay un gran problema en mi casa.
Yah, pero ¿por qué vienes aquí? —le preguntó Daudi —. ¿No hay doctores cerca de tu casa?
La mujer miró para todos lados.
—Por supuesto, están nuestros waganga (hechiceros), pero les tengo miedo. ¿Sabes? Se trata de mi único hijo. Con los otros dos falló la medicina de los ojos y murieron.
Daudi hizo un gesto con la cabeza.
—Y por eso viniste con nosotros.
El tono de voz de mi enfermero africano había cambiado.
Alu, oí que el bwana tiene medicinas que curan los ojos y por eso traje a mi hijo.
— ¿Dónde está? —pregunté.
La mujer caminó por el corredor y dobló la esquina. La seguimos. Sentado a la sombra de un pozo estaba un muchachito.
Mbukwa (Buenos días) —le dije.
El chico tenía la mano sobre los ojos.
Mbukwa—contestó, sin levantar los ojos.
— ¿Itagwa yako gwe gwe nani? (¿Cómo te llamas?) —le pregunté en chigogo, el idioma del centro de Tanganica. Sin moverse, respondió:
—Malalangambuli.
Miré a Sechelela que me guiñaba los ojos.
—Te llamaré Mbuli para abreviar. Cuando crezcas y seas alto, te pondré la otra parte.
La madre sonrió. El chico retiró la mano y la movió hacia ella pero, por alguna razón, se encontró con la mía y entonces vi sus ojos, hinchados de tanto llorar e increíblemente inflamados.
— ¿Te duele? —le pregunté.
Retorció la boca y afirmó con la cabeza.
— ¿Tienes hambre?
Sacudió la cabeza y agregó:
—Bwana, el dolor es enemigo del hambre.
Ahora estábamos a la sombra. El que no hubiera resplandor le alentó para abrir los ojos.
—Mbuli, ¿te gustaría que te ayude? —le pregunté.
Sus impresionantes ojos se volvieron hacia mí.
Bwana, no me gusta el dolor —dijo.
Fuimos a la sala. Le puse gotas en los ojos. Parpadeó y sé sentó.
— ¿Eso es todo? —preguntó.
—Es solo la primera parte—respondí.
Mirando a Daudi le mostré la causa del mal, una úlcera en el mismo ojo. Trajeron un plato con loción, algodón, ungüento amarillo, gotas negras y un rollo de la tela adhesiva. Una enfermera africana le lavó los ojos, les puso gotas, esparció el ungüento por los párpados y luego cortó dos trozos de tela adhesiva, colocando uno sobre cada ceja.
—Mbuli, esto te evitará tener que andar poniéndote la mano sobre los ojos —le expliqué—. Si quieres ver algo puedes levantar la tela, pero si quieres evitar la luz te bastará dejarla caída.
Bwana, voy a seguir tus instrucciones —dijo.
Era un chiquillo muy simpático. Yo había esperado una lucha llena de alaridos y salir lleno de gotas y loción desde la cabeza a los pies, ya que a menudo necesitábamos de dos o tres enfermeras para dominar a algún paciente, pero Mbuli no se había resistido. Al contrario, me tomó solemnemente la mano y dijo:
—Gracias, Bwana. ¿Mis ojos estarán bien pronto?
—Tardará unas tres semanas, Mbuli, y cada día tengo que hacer lo que he hecho hoy. Puedes quedarte en nuestro hospital. También podemos dar de comer a tu madre.
— ¡Kah! Pero yo debo... —dijo la madre y se quedó callada.
Me di cuenta que Sechelela, nuestra jefa de enfermeras, la miraba extrañamente, pero no pensé más en ello y salieron rumbo a la sala.
Yunji yaze —llamé.
No pasó nada. Me puso en punta de pie, mientras miraba hacia el armario de las drogas, por sobre el cual se veía el recubierto de la puerta. Más arriba se veían trozos de barro coloreado en una pared blanqueada y, como resultado de una tormenta, un techo resquebrajado y ladrillos asoleados.
Se abrió la puerta de la sala y la enfermera africana asomó la cabeza.
—Informe, Bwana: diecisiete úlceras, doce ojos, cuatro oídos con inyecciones y el muchachito con la mordedura de hiena.
—Una linda colección —comenté—. No parece haber alguien más, y ya era tiempo. He examinado a ochenta y un personas esta mañana.
Al darme vuelta, vi dos grandes ojos asomándose por la ventana detrás de mí. Todo lo que podía ver era el extremo útil de una lanza que había aparecido en el lugar sin ruido alguno.
— ¿Bwana, jodi? (¿Se puede?) —dijo una voz profunda.
Karibu (Entra) —respondí.
Entró un africano que evidentemente había caminado una larga distancia. Su cabello estaba arreglado de acuerdo con la última moda, con barro rojo trabajado sobre su apretujado cabello motoso. Parecía acomodarse sobre sus orejas como un cráneo ajustado. Pasó al interior, puso su lanza y palo nudoso apoyándolos suavemente en un rincón y se sentó en cuclillas, después de descargar una estera de palmas en el centro del piso. Daudi la levantó y la examinó. Mi interés no estaba sólo en la estera, sino también en un animalejo del tamaño de la uña de mi pulgar, de color verdoso, que movía lentamente sus siniestras patas por el piso en dirección a donde yo estaba. Levanté un trozo de papel secante, lo ahuequé y con él eché al animal afuera.
Sobre mi hombro llamé en inglés.
—Compra todas las esteras que ha traído, Daudí, a treinta centavos cada una.
Daudi asintió.
Bwana, es el tío del niño del ojo enfermo. Se ha sorprendido de verle aquí.
—Mmm..., pon las esteras en el depósito, Daudi.
Vi a cuatro enfermeros que habían terminado la tarea matutina de dar las medicinas y llenar los frascos para la guardia. Les presente el insecto para que ellos lo observaran. Miraron e hicieron una mueca.
Ikutapa — dijeron a coro.
— ¿Qué es eso en inglés? —pregunté.
—Una garrapata, señor —me respondió uno de los muchachos de la mejor manera—. Pica muy feo, con mucho dolor, fiebre y todo lo demás.
—Bueno, bueno —repuse.
Mirando al primer muchacho, le dije:
—En el polvo allí, hazme un dibujo de lo que verías en el microscopio si te picara.
El muchacho alisó un poco la tierra, hizo una gran circunferencia con su pie y comenzó a dibujar.
Al segundo le dije:
—Tú me harás un cuadro de la temperatura tal como sería si le hubiera picado.
Al tercero le dije:
—Ahora prepárate para decirme qué tratamiento le darías.
Todos estuvieron ocupados por un momento.
De una pequeña cabaña de techo de paja, salió el tom tom de un gran tambor. Era lo que los lugareños llamaban sa tano, la quinta hora del día, que cuenta desde el amanecer. Desde las varias salas del hospital, salieron enfermeras y enfermeros africanos. Todos se acercaron a darme sus informes. El primer muchacho tenía una jeringa en su mano y un frasco con tapa de goma.
—Fíjate, Bwana—dijo, poniendo exactamente cinco gotas en la jeringa.
— ¿Para qué? —pregunté.
—Es del hombre con la pierna rota, Bwana, cuyo nombre es Mwalimu.
—Muy bien —dije.
Detrás de mí estaba un muchacho de mirada solemne, vestido con camisa y pantalones cortos, con un delantal blanco que indicaban que era el encargado de los análisis de enfermedades infecciosas. Trabajaba todo el día con microscopios, tubos de ensayo y cosas parecidas.
Bwana, aquí están los análisis de la lepra —dijo.
Con letra muy nítida, me mostró una lista de nombres. Junto a cuatro de ellos había una línea.
—Bueno, Kalebi ha logrado tres pruebas negativas, lo podemos considerar como libre de síntomas —expliqué—. ¿Qué se dice de ese chiquillo que vino por otra cosa y al que le descubrimos lepra?
Bwana, tiene mucha infección pero está aumentando de peso —dijo el enfermero—. Creo que andará bien.
—Espléndido, sigamos con el tratamiento.
Bwana, ¡qué día y qué noche! —dijo la enfermera que estaba detrás de mí—: Nueve bebés, nada fuera de lo común. Ya terminé todo sola y ahora me voy a dormir. Los bañé a todos, les puse aceite, les puse gotas en los ojos, todos están en sus camas, sus madres están bien y todo está tranquilo en la sala, y me imagino que seguirá tranquilo hasta que vuelva esta noche.
Meneó la cabeza, sonrió y se fue hacia su casa, con su propio bebé en la espalda y llevando de la mano a otro de tres años, que había pasado la noche en el hospital mientras su madre, una competente enfermera africana, había estado sumamente ocupada.
—Perdóneme, señor —dijo una voz serena. Entonces vi a otra muchacha africana, maestra de nuestra escuela de enfermeras. —¿Recuerda que usted debe dar una clase a las enfermeras a las once y media?
—Bueno, allí estaré, Yuditi.
Los tres muchachos que habían estado sumamente ocupados dibujando en el suelo dijeron:
—Ven y ve, Bwana.
El primero me mostró un dibujo de grandes círculos, de tamaño de la mano, con una serie de dibujos en el espiral central.
—Explícamelo —le dije.
Bwana, las cosas redondas son células sanguíneas y las otras los dudus que traen la fiebre de la garrapata.
El segundo muchacho dibujó una figura que no significaba nada a quien no estuviera en el tema. Una línea vaga e imprecisa cruzaba por entre unas siete u ocho pisadas. Se notaba que lo había medido con el pie desnudo. Más allá, aparecía una línea y se presentaba como una serie de picos montañosos. Esto seguía por unas cuatro o cinco pisadas y luego volvía a bajar.
Bwana, la temperatura sube por un tiempo, luego baja por un poco rato y después vuelve a subir y vuelve a bajar y luego sube y baja de nuevo.
—Eso es lo que llamamos una fiebre oscilante.
Mirando al tercer muchacho, le dije:
— ¿Qué pasaría si no hubiera tratamiento?
No había estado inactivo mientras sus compañeros dibujaban, porque de súbito hizo aparecer una pala y con una expresión de luto en la cara, comenzó a cavar una fosa. Todos se rieron.
—Y todo ese problema —comenté— por una pequeña garrapata del tamaño de la uña del pulgar, una garrapata que no hace ruido, que pica cuando uno duerme, una garrapata tan fácil de matar cuando se sabe donde está.
Aplasté con el talón al bicho acusado.
Bwana, estamos listas para la clase —se oyó una voz.
—Bueno, ya voy —contesté.
—Ah, Bwana —llamó Daudi—, hay cuatro operaciones de cataratas a las saa nane (dos de la tarde).

2: Percibiendo Un Hechizo

Con satisfacción tomé mi segunda taza de té. Había sido una tarde de éxitos y podía descansar.
Levanté la taza pensativo, y casi di un salto cuando de tras de mí se oyó la voz de Daudi.
Bwana, ¿puedes operar otra catarata?
— ¡Otra, Daudi! Ya hemos operado cinco y nos queda otra por operar en el hospital.
—No quedaba una hace un cuarto de hora, pero las cosas han cambiado.
— ¿Qué ha cambiado ahora?
—Ven y ve, Bwana.
En la sala de espera estaba sentada una mujer de aspecto triste que se puso de pie cuando me acerqué. Con ella estaba un chiquillo de unos ocho años que se quedó sentado.
Señalándome con la barbilla, dijo:
—Explícale que he venido para que auxilie a mi hijo.
Guiñando el ojo, Daudi me lo tradujo al inglés, con algunos comentarios que me hicieron sonreír. La voz de la mujer monótona y cansada explicó en chigogo, idioma que yo entendía, la típica historia de una vida sin ayuda médica. Esto es lo que Daudi me repitió:
—El chiquillo, Mwajuma (¿verdad que precisa un baño, Bwana?), estaba vivo y bien hasta que pasaron seis cosechas y entonces se encontró con que le iban apareciendo tinieblas.
Daudi escuchó por un momento, luego levantó la mano y dijo:
—Durante el último año, Bwana, ha estado ciego y el corazón de su madre ha estado muy triste. Ha visto a Eleazar el maestro. Lo tratamos hace seis meses. ¿Recuerdas, Bwana, que fue el día que encontré la víbora en el armario de las medicinas?
¡Bien que me acordaba!
—Bueno, Eleazar le dijo que si tú pudiste quitarle la catarata a él —prosiguió Daudi— a su juicio, también podrías quitar la del niño.
—Escucha, Daudi —interrumpí—, déjame hablarle en chigogo. Cree que no entiendo y quizá tendrá más confianza en nosotros si le hablo en su propio idioma.
Con mucha amabilidad la saludé y le pregunté por su casa y su familia. Entonces le dije:
—Mira, mi lengua todavía batalla para hablar chigogo, pero quiero ayudarte, así que cuéntame todo.
La mujer sonrió y se largó a contar su historia. Era una historia de dificultades vencidas. Había caminado sesenta kilómetros. Durante gran parte del trayecto había llevado sobre la espalda al chico de ocho años, que no era poco peso. Y había llevado su alimento en una canasta sobre la cabeza. Sólo cuando el camino era llano y amplio podía él caminar junto a ella. Cuando el sendero atravesaba los arbustos espinosos o cruzaba los lechos arenosos de los ríos, ella lo llevaba sobre la espalda. La primera tarde se detuvo en una aldea donde el maestro de la Sociedad Misionera le dio alimento y abrigo. Cuando el calor se hizo demasiado intenso descansó en la casa de otro maestro de la misión y luego salió otra vez, siempre atravesando las ardientes planicies de Tanganica. Y ahora al atardecer, había llegado.
Bwana, me he escapado —dijo la madre, patéticamente—. El padre del chico se niega a dejar que lo traiga. La abuela dice que está ciego por culpa mía. Toda nuestra familia está en contra de mí. Seguramente vendrán aquí mañana y nos obligarán a regresar. Mi esposo me golpeará y el pequeño Mwajuma seguirá ciego.
Sechelela y Daudi estaban escuchando atentamente. Vi la mirada de Daudi y dije:
—Te ayudaremos y nos aseguraremos de que estés segura aquí. Sechelela te traerá comida.
—Mamá, tengo hambre —dijo el chiquillo.
Luego se echó a llorar.
Daudi me estaba hablando suavemente al oído.
—Conozco bien este asunto, Bwana. El esposo es un hombre duro y además subjefe. Por supuesto que llegará mañana y entonces habrá problemas. Se llevará a esta pobre mujer y su hijo y todos sus planes y esperanzas se habrán perdido.
—No tengas miedo, Daudi. Le hablaremos y le mostraremos cómo son las cosas.
Bwana, no lo entiendes. Se lo llevará, sin importarle lo que puedas hacer. Hará un agujero en el cerco y los raptará de noche ¡y vaya si sufrirán!
— ¿Y qué podemos hacer, Daudi?
—Operar, Bwana, hoy mismo. Y mañana, le mostraré los cristalinos con las cataratas. Será el único camino. Cuando el padre llegue, empezaremos por mostrarle lo que le hemos sacado al chico y luego el resultado. Eso quizá lo conmueva.
—Pero, Daudi, el chico está cansado, no hemos preparado sus ojos y no podemos operar dos ojos el mismo día. Tu plan es absurdo.
—Escúchame, Bwana, se trata de una emergencia. No puedes tener las cosas como te gastarían que fuesen. Si no operas, el niño quedará ciego para siempre y probablemente morirá. Si lo haces, aunque luego vengan los problemas, podrás ayudar y mucho.
—Pero no puedo, Daudi, no puedo dejar ciego a ese muchachito, sólo porque el padre es testarudo. La operación es demasiado arriesgada.
Daudi era muy paciente.
Bwana, tú no eres africano y yo sí. Créeme que es mejor hacer las cosas como yo digo.
Encogí los hombros.
—Bueno. Le daremos una anestesia general porque es un trabajo bastante difícil.
Daudi corrió a hacer los preparativos mientras me colocaba de rodillas unos minutos, pidiendo la ayuda del Todopoderoso Dios, con quien todas las cosas son posibles.
Habían bañado a Mwajuma, lo habían vestido con un camisón blanco y estaba casi dormido. Era su primera experiencia de sábanas y mantas. En su propia casa, todo lo que tenía por cama era una piel de vaca en un rincón. La madre, a quien también habían bañado y vestido en ropa del hospital, le estaba hablando. Le hablaba con ternura y tranquilidad.
—No tengas miedo, querido mío. El bwana te ayudará. Los malos no te van a alcanzar.
—Pero, yo tengo mucha hambre.
—La comida vendrá después del sueño, querido—. El pequeño extendió el brazo hacia mí.
—Bwana, ¡tengo mucho hambre!
Sentí que alguien me tocaba y un pedacito de azúcar apareció en mi mano.
—Mwajuma, abre la boca bien grande —dije sonriendo.
Confiadamente lo hizo. Le metí un poquito del dulce. Cerró las mandíbulas y me sonrió. Los ojos sin vista mostraban con claridad casi impresionante la blancura de sus cataratas. Tenían la forma de un blanco de tiro sobre un fondo castaño oscuro.
En mi mano tenía un paquete de gasas y una pequeña botella. Dejé caer unas pocas gotas de su contenido.
Yah, ¡qué olor! –dijo el muchachito.
Se estiro y enseguida se quedó dormido. Su madre insistió en llevarlo ella misma a la sala de operaciones. Allí se quedó mientras operábamos, con Sechelela a su lado susurrándole palabras de aliento. La operación fue tan exitosa como yo hubiera podido esperar. Mientras Daudi colocaba al chiquillo en la camilla, nos detuvimos y oramos pidiendo que el niño pudiera recuperarse totalmente, que no se enfermara a raíz de la anestesia y que el padre y los parientes no nos crearan dificultades.
Cuidadosamente puse los cristalinos con las cataratas en un sobre.
A la tarde siguiente nos detuvimos un poco en la galería mientras hacíamos la recorrida por el hospital. De repente, Daudi se enderezó. Señaló con el mentón hacia una docena de hombres que estaban subiendo la colina hacia la puerta principal.
Bwana, lo hemos hecho justo a tiempo —murmuró—. Allí viene el padre.
Cuidadosamente arreglamos las cosas, de modo que yo estuviera en la sala de niños cuando ellos llegaran. La voz del padre era aguda y enojada y la larga fila de acompañantes tenía una mirada decididamente hostil.
—Hazlo reír, Bwana, entonces será fácil —murmuró Daudi.
Bwana, ¿dónde está mi esposa? —dijo abruptamente el subjefe.
Kah, ¿no se saluda a la gente en tu tierra? –le contesté.
Balbuceó confundido y dijo:
Mbukwenyi (Buenos días).
Mbukwa —respondí.
Bwana, ¿dónde?...
— ¿Zo wugono? (¿Cómo has dormido? ). —pregunté sonriendo.
— ¿Ale zo wugono gwe gwe? (¿Cómo has dormido tú?) —contestó—. Pero, Bwana, ¿dónde?...
— ¿Mukuliaci? —pregunté, siguiendo el ritual de la tribu. ¿Qué comiste?
Wugali du (Guiso solamente) —respondió—. Bwana, ¿dónde está?...
Za henyu (¿Qué se dice por tus tierras?) —pregunté sonriendo ampliamente.
Su expresión cambió y aparecieron sonrisas en los rostros de todo el grupo.
—Mira, conoce nuestras costumbres y nuestro idioma —dijo uno.
—Tu esposa y tu hijo están aquí, jefe, y mira.
Saqué un poco de algodón de mi bolsillo. Tomándolo en la mano hice un pase por el aire y usando una vieja treta escolar lo hice desaparecer. Quedaron boquiabiertos y yo me reí mientras sacaba del bolsillo el sobre con los cristalinos del niño.
Bwana, repite eso del algodón —dijo el subjefe.
Lo complací y mientras aún se reían le puse los cristalinos enfermos en la mano.
Miró mudo de confusión.
— ¡Se la has sacado!
—Sí. Ven conmigo para ver a tu hijo.
Lo llevé a la sala. La mujer retrocedió con la cabeza semidescubierta. Todo era silencio y tensión.
—Aquí está. Si no se le molesta mientras este quieto, le quitaré los vendajes y el podrá ver.
Hubo una dramática pausa mientras lo hacía. Le quité los algodones de los ojos. El muchachito, apoyádo en el brazo de su madre, miró alrededor y luego sonrió lentamente.
Yoh, puedo ver —dijo.
Todo el mundo empezó a hablar con excitación, a la manera africana y entonces el padre se me acercó.
Bwana, assante (gracias), pero has que tu medicina actúe rápidamente. ¿Quién me hará la comida mientras mi esposa está fuera de casa?
Me sonreí, prometiéndole:
—Vuelve mañana y hablaremos del tiempo que tu hijo necesita aquí en el hospital.
Tomó su nudoso bastón y su lanza y salió bajo el rocío.
Para la cena comí un pollo áspero que mi cocinero compró barato. (¡No fue una ganga!) Luego escribí una pila de cartas y antes de retirarme, miré por la ventana. La luna llena brillaba sobre la llanura de una manera fantasmal. Miré la silueta de los árboles de chirimoya y de los grandes baobabs. A través de la tela metálica a prueba de mosquitos, me quedé mirando un claro cerca de mi casa. Había echado algunos huesos de pollo allí y quería ver si alguna hiena se atrevía a tomarlos. La noche africana estaba llena de sonidos: los grillos, el rumor de los tambores, el rebuzno distante de los asnos. Un largo sendero se extendía frente a mi casa. Mientras observaba, vi dos figuras que caminaban por una angosta vereda a través del campo de mijo. Su silueta se recortaba en el cielo nocturno. Vagamente me pregunté quiénes serían los que viajaban, a esa hora de la noche, por una parte del país notoriamente infestada de leones.
Mi mente repasaba los últimos casos. Al pequeño muchachito de las cataratas le iría bien. Era un caso bastante satisfactorio. También estaba el pequeño Mbuli, un caso quizá no tan dramático, pero se trataba también de una afección ocular más lenta. Pero se curaría; sólo era cuestión de seguir con el tratamiento. Era un niño bastante atractivo. A la mañana, fui a la sala, pero su camilla estaba vacía. Los buscamos, pero ni Mbuli ni su madre aparecían por ninguna parte.
Kah, me lo imaginaba—dijo Sechelela—. La madre estaba asustada por las palabras de su pariente, el vendedor de esteras y se escapó durante la noche.
Entonces me acordé de aquellas dos siluetas que había visto a la luz de la luna. Sentí que una ola de ira me subía.
— ¿Qué pasa, Bwana? El rostro se te ha puesto rojo –dijo Sechelela.
—Sí, estoy muy enojado —dije.
—Pero, Bwana, no te enojes con la madre. Fue por causa del temor.
—Mi enojo no es con la madre ni con nadie en particular, sino porque han dado la espalda al único camino que posiblemente hubiera salvado la vista del chico.
Di un golpe sobre la mesa, que hizo dar un salto a la anciana enfermera africana.
—Ahora, escúchame, Sech: No voy a dejar que ese chico pierda la vista. Lo voy a alcanzar y lo voy a ayudar, aunque tenga que viajar por todo Tanganica. No puedo permitir que el chico sufra y quede ciego para toda la vida, sabiendo que unos días de curación lo pueden salvar.
Encogió los hombros. En ese momento, los tambores comenzaron a golpear y encontré a todo el personal, sentados quietos, listos para comenzar el día. Les conté la historia del pequeño Mbuli.
Yah, irán a un hechicero y él quedará ciego —dijo Daudi.
Recordé un versículo escrito hace más de dos mil quinientos años, que se aplicaba marcadamente a la situación.
—Escuchen lo que Dios dice sobre esto —dije— y no sigan ustedes el mismo camino erróneo que la madre de Mbuli tomó. Son las palabras de Dios, escuchen: “Me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua”. Y si a mí me da tristeza y me molesta porque esta gente nos ha dejado a nosotros para seguir por sus caminos, ¿qué sentirá Dios cuando hacemos lo mismo con él?
Bwana, ¿acaso Dios no va detrás de nosotros y nos regresa al camino? —preguntó Daudi.
—Eso, Daudi, es exactamente lo que propongo en este caso.
Tenían a más de cien personas para revisar y tratar aquel día y no fue hasta que brillaba el resplandeciente calor del mediodía africano que Daudi, Sansón y yo salimos en busca del chico y su madre. El padre del otro paciente de los ojos iba con nosotros en el coche. Al principio dudó un poco, pero conforme avanzábamos lentamente por la llanura, comenzó a conversar más y más.
—Bwana, este hombre dice que su esposa oyó que el vendedor de esteras amenazó a la madre de Mbuli —dijo Daudi.
Entonces entendí por qué, con ciego terror la mujer se había escapado, llevándose al chico.
El auto lanzó un remolino de polvo frente a un edificio cuadrado grande. Una nube de moscas se levantó del boma (cuadra para el ganado) del centro, que estaba rodeado por el edificio. Las mujeres estaban preparando maíz para la comida de mediodía, otras sacudían los rastrojos en canastas redondas y otras molían harina que pronto sería cocida en grande vasijas de barro sobre fuegos al aire libre. Los hombres estaban sentados alrededor esperando y charlando.
Cuando bajé del auto, algunos de ellos se levantaron y se me acercaron. Otros se quedaron sentados donde estaban. Había un aire general de hostilidad. Les di los buenos días en su idioma y estaba a punto de preguntar por los fugitivos, cuando un viejo salió por la puerta de una de las casas chatas, parpadeando al pasar de la humeante oscuridad del interior a la brillante luz solar. Cuando me vio, sonrió con toda su cara arrugada, levantó su taparrabos, un harapo despreciable, y se me acercó, saludándome calurosamente con la mano.
Yah, el bwana —exclamó—. Es un verdadero gozo verlo.
Y dando la vuelta para unirse al grupo de curiosos hombres, agregó:
—Nunca ha habido ningún hombre como el bwana para tratar las inflamaciones. Jiiih, me ha curado muy bien las que yo he tenido.
Siguió con una cuidadosa descripción de la cantidad, tamaño y, lo que era peor, la ubicación de sus forúnculos (abscesos).
—Vean, yo usaba un encantamiento alrededor del cuello y lo había pagado con una cabra, pero me seguían saliendo los granos detrás del cuello —decía mientras torcía su cabeza de una forma peligrosa para mostrar el cuello—, y debajo del brazo—, añadió, al tiempo que movía el sucio paño tejido que tenía sobre su hombro, mostrando una larga línea de cicatrices.
Daudi vio que no me estaba gustando y se rió a carcajadas.
—Pero, kumbe —dijo el viejo— éste era el padre de todas las inflamaciones.
Se levantó la tela de los riñones, la hizo a un lado y torció la cabeza en un esfuerzo por mirarse la columna vertebral.
—Cuidado, abuelo —dijo Sansón—, necesitarías el cuello de una jirafa para hacerlo bien.
Por primera vez, vi una sombra de sonrisa en el rostro de los presentes.
YAH, aquí está —dijo del viejo, señalando una cicatriz del tamaño de una moneda grande—. Todo el mundo me daba sus ideas. El muganga (hechicero) me dijo que había sido provocada por un hechizo. Yo no me podía sentar bien. Mira, me sentaba en el borde de un banquito y si me movía aun así de poco, iiihhh, ¡me mordía! Cuando me paraba, mi piel estaba tirante de nuevo y volvía a morderme. Yah, y si caminaba, ya-ya-ya-ya-ya, y cuando alguno me golpeaba, ¡ooooeeeiii!
Me puso una mano en el hombro.
— ¡Kumbe! Bwana, así es como fui contigo. Me diste unas pequeñas píldoras que hicieron desaparecer el dolor. Me dijiste que me fuera a la cama pero yo me negué. Dije que no podía quedarme en cama, pero entonces sacaste uno de esos tubos de goma de la rueda de tu auto y entonces, yah, me pude acostar cómodamente y entonces, Bwana —se pasó la mano por el cabello enrulado y sucio—, iihh, el frasco.
Daudi se sacudía de risa.
Jeh, ¿qué hizo el Bwana con el frasco? —preguntó alguien del auditorio.
Jongo, ¿qué hizo el Bwana con el frasco? —dijo el viejo—. ¡Vaya lo que hizo!
—Bueno, ¡vamos a ver! ¿Qué hizo? —repuso el otro.
— Era un frasco extraño, con un cuello largo. El Bwana puso medicina sobre mi ipu por varios días y después miró y dijo: “Está lista la cosecha” y entonces vino con su frasco.
El mupembamoto (subjefe) se había unido al grupo y escuchaba con todo interés.
—Pues, ¿qué te hizo el Bwana con el frasco? —preguntó.
Yah, lo llenó con agua caliente —dijo el viejo, disfrutando de la historia— y mientras me estaba preguntando qué iba a hacer con ella, vació el agua caliente y puso la boca del frasco sobre mi ipu.
Daudi con una sonrisa de oreja a oreja, dijo:
—Ahora les contaré el resto de la historia. Por un momento, usted se quedó allí y sonrío y luego intento levantarse y cuando empezó, dijo iiihh y entonces siguió diciendo ah-aha-yah y al final ak-k-k.
Iiihh, ¿acaso mi memoria no me dice todas esas cosas? —dijo el viejo—. Pero, entonces, pssss, todo estaba listo.
— ¿Qué pasó? —preguntó el subjefe.
—Pues ¿qué pasó? —dijo el viejo, levantando la voz—. Mira, este ipu ya no estaba más allí: el frasco me había sacado el problema. ¡El bwana sí que es un hombre sabio!
—Pero ¿por qué? —insistió el jefe—. ¿Por qué no arrancar el ipu?
Jeh —dijo Daudi— si tú...
—Un momento —ordené, y dirigiéndome al subjefe le dije: — ¿Puedes traerme un poco de agua?
Saqué del auto un poco de algodón. Lo metí en el agua y lo mantuve en alto. Algunas gotas comenzaron a caer.
—Aquí hay agua —dije—. Pero sólo sale en gotas.
De repente lo apreté. Toda una catarata cayó al suelo y los que se habían amontonado alrededor para no perderse nada, dieron un salto atrás, cuando les salpicó en la cara.
—Ya ven lo que pasa—dije—. Un ipu está lleno de vidudu (gérmenes). Si lo aprietan, los gérmenes se esparzan por todos lados. Vean— y levanté el brazo del viejo—. Él los apretó y mira lo que pasó.
—Ya ven ustedes —agregó Daudi— que el bwana sabe muy bien cómo tratar los ipus. También sabe una manera mejor para tratar los ojos y ésa es la razón por la que ha venido aquí hoy. Ayer llegó al hospital un chico con un mal en un ojo, pero resulta que durante la noche su madre desapareció con él.
Yah, está aquí ella... —dijo el viejo que se daba cuenta que ya no era el centro de la conversación.
Entonces miró alrededor y se detuvo.
—Amigos míos, ¿qué hay más valioso que un ojo? —pregunté.
Se sentía de nuevo un aire de hostilidad. Vi que un hombre se acercaba.
Bwana, soy el padre del chico —dijo.
—Bueno, ¿ qué provecho hay en tener un hijo ciego? —pregunté tranquilamente—. ¿Puede ayudarte a cuidar el ganado o cavar el jardín? ¿Puede ser el líder de tu clan si está ciego?
Bwana, está hechizado y se va morir.
— ¿Estarías de acuerdo en dejarlo venir al hospital con nosotros para que hagamos todo lo posible para quebrar el poder del hechizo?
Nema (me niego).
— ¿Té niegas? —dijo Daudi—. Bwana, se niega porque teme que tenga que pagar por el tratamiento del chico.
— ¿Es así? —pregunté al padre.
Magu (no lo sé) —dijo hoscamente.
—Yo alimentaré al niño en el hospital —dije—. Le daré las medicinas y cama y cuidaré de él y no habrá necesidad de pagar nada.
—Pero tú no eres pariente del chico —dijo el padre atónito.
Saqué de mi bolsillo un librito de tapas de cuero y lo palpé.
—Realmente, no lo soy, pero tengo órdenes de mi jefe. Aquí están sus palabras. Él dice: “Dejad a los niños venir a mí y no se los impidáis”. Dice que es para ellos y para los que son como ellos que él está preparando un Reino. Y acaso ¿no es más poderoso que los hechizos y el diablo? ¿Acaso no dijo: “No temas porque yo estoy contigo, no desmayes, porque yo soy tu Dios?” ¿Acaso quebrará su palabra un jefe?
—Pero yo sé que el niño se va a morir —dijo el padre.
—Bueno, si el niño se queda en casa morirá —intervino Daudi—. No tendrás ninguna alegría en eso, pero el bwana ve la oportunidad de que el chico viva si va al hospital. ¿No sería un camino sabio probarlo?
El viejo de los forúnculos intervino.
—Hazlo, hazlo. El bwana te ayudará.
Jeh, me niego —dijo el padre, girando sobre los talones.
Algunos se estaban abriendo camino entre la gente detrás de mí. Vi que era mi pasajero, el padre del otro chico de cuyos ojos yo había quitado las cataratas. Le repitieron toda la historia para su beneficio y entonces dijo en voz alta:
—Escuchen, hace una semana mi hijo estaba ciego. Pero el bwana puso medicina en sus ojos y con su pedacito de hierro hizo que el chico vea de nuevo.
Alu, deja que pruebe el bwana —dijo todo el grupo.
De muy mala gana, el padre consintió.
—Pero mi esposa se quedará conmigo —dijo—, la necesito para que me cultive el huerto.
Consentí de inmediato. Cinco minutos después aparecieron el niño y su madre. Habían estado escondidos detrás de un cesto de grano en una de las casas. La mujer estaba aterrorizada, pero le hablé amablemente.
—No tengas miedo. Vamos a cuidar del pequeño Mbuli como si lo estuvieras cuidando tú, y con la ayuda de Dios, sus ojos se recuperarán.
—Pero, Bwana, tú no entiendes —me dijo—. No puede vivir.
—Escucha y te diré por qué creo que vivirá. Una vez había tres hombres. El rey de su país tenía el corazón lleno de orgullo. Se hizo una estatua de sí mismo, toda de oro y ordenó que todo el mundo se inclinara delante de ella, pero los tres hombres que servían al mismo jefe, al mismo Dios que yo, se negaron. Dijeron que sólo adorarían a un Dios. “Muy bien”, dijo el rey, “los tiraremos en un horno”. “Bueno”, dijeron los tres, “nuestro Dios es poderoso para librarnos y él lo hará”. Y aunque el rey hizo encender el horno para que fuera siete veces más caliente, no murieron quemados, sino que salieron bien del horno de fuego. El mismo Dios al que ellos servían es el Dios que yo sirvo. Y yo oraré a él para que los ojos de Mbuli se pongan mejor y se salve su vida.
La mujer movió la cabeza asintiendo y me pregunté cuanto había comprendido. Sentamos al niño entre Daudi y Sansón dentro del auto. Dije adiós a los de la aldea, especialmente a mi viejo amigo de los forúnculos y regresamos al hospital.
Enseguida atendimos los ojos de Mbuli, que en sí era un proceso complicado. Sobre la córnea, la parte clara del ojo, se veía una úlcera blanca en la forma de una luna en creciente. Lo que requería eran unas gotas de anestesia para aliviar el dolor, y después un palito afilado, una gota de ácido fénico, y la experiencia suficiente para no dejar sin tratar ningún punto de la ulcera, y a la vez, sin ir demasiado profundo. Un milímetro de diferencia podía significar recuperar la vista o quedar ciego.
Mbuli era propenso a llorar y cerrar los ojos, de modo que puse unas gotas de cloroformo en una máscara y cuando estuvo inconsciente, me ocupé de la úlcera que, sin haber sido tratada, con seguridad le hubiera dejado ciego.
Me fui a casa contento. Con unos pocos centavos, su vista había sido salvada y yo había vencido el complot de los hechiceros. Pero al día siguiente, para mi gran sorpresa y profunda consternación, el muchachito tenía todos los síntomas de neumonía.

3: Al Borde De La Tragedia

— ¡Jongo! ¡Me pica, cómo me pica! —decía el viejo sentado en la sala donde estaban los pacientes externos. Vi que se rascaba a más no poder.
Kah, ¿quieres remedios? —le pregunté.
—He probado todos los remedios –murmuró—. Bwana, me pica, me pica.
—Y dime, ¿quién eres tú?
—Soy Mukombi y mi nieto es Mbuli que está aquí en cama.
Señaló con el mentón hacia la sala de niños. Movió el brazo y trató de alcanzar algún lugar decididamente vital entre sus hombros.
Bastó una mirada para hacer un diagnóstico y entonces hice señas a un enfermero.
— ¿Quieres probar nuestra medicina, Mukombi?
—Probaré cualquier cosa —dijo tristemente, sacudiendo la cabeza.
Llamé a Santiago, a quien le gustaba llamarse a sí mismo “la enfermera de la sala”.
—Llévalo al baño de los enfermos de sarna —le susurré.
Sonriendo, el africano lo llevó a una pequeña habitación de piso de cemento y trajo una lata de queroseno llena de agua. Lo seguí.
—Quítate la ropa y báñate muy cuidadosamente con agua caliente y con este jabón—le ordené.
El viejo tomó la pastilla de jabón y la olió. Sacudió la cabeza y dijo:
—No, me niego. Me niego a refregarme esto sobre el cuerpo. Huele mal.
Santiago lo miró con paciencia.
—Este jabón tiene medicina que te ayudará a curarte la picazón.
— ¡Jeh! ¿Pero no sabes que mi picazón requiere algo más que medicina? —bufó Mukombi. Quiso seguir esquivando el asunto con su interlocutor cristiano—. Se necesita un hechizo poderoso para quebrar el poder mágico, la magia negra. Estos europeos no entienden de magia. ¡Kah! El bwana no entiende que el chico que tiene aquí está con un hechizo y se va a morir. Mira lo que ya ocurrido.
El viejo se puso de pie, tomando su lanza.
— ¿No dimos al muganga una vaca para que él pudiera caminar por la casa y la previniera de los malos hechizos. ¿Y no ha usado fetiche en su cuello hasta que el bwana se lo cortó?
Escupió con disgusto contra mi ignorancia.
Ninga, pero en tu caso, tu problema no es un hechizo. Es un dudu.
Wacho, ¡jiihh! Soy lo bastante viejo como para ser tu padre. ¿Crees que no entiendo de esto? Conozco a un dudu cuando lo veo.
Kumbe, ¿lo conoces, no?
Lo llevó por la fuerza, tomándolo de un brazo y caminó con él hasta el dispensario donde Daudi estaba preparando una cubeta de jarabe para la tos.
—Daudi, este padre de nuestra tribu cree que ha sido hechizado y que por eso ahora todo le pica. Le dije que su problema está en un dudu y se ha reído de mí. ¿Quieres probarle que le he dicho la verdad?
Daudi se fue hasta un armario en el rincón y sacó de allí una aguda aguja y unas hilachas con yodo. Luego frotó cuidadosamente el brazo del viejo. Con su lente de relojero puesto en el ojo, el enfermero africano trabajó cuidadosamente sobre un área pequeña.
Kah, ¿qué es eso que te has puesto en el ojo? —dijo el abuelo—. Kah, eso es hechicería.
—Quédate tranquilo —le dijo Daudi—. Es sólo una ventana que hace parecer más grande las cosas chicas. Estoy cazando, cazando dudus.
El viejo quedó en silencio y observó con temor cuando la brillante aguja de acero hizo a un lado la capa exterior de su piel. El enfermero dejó escapar un gruñido de satisfacción. En la punta de la aguja había una minúscula gotita. La miró por su anteojo y luego sonrió. Tomando al hombre de la mano, lo llevó hasta el laboratorio de patología.
—Hoy te enseñare algo—dijo Daudi—que tú, un anciano sabio de nuestra tribu, nunca hubieras pensado posible.
Levantó la aguja y señaló lo que había en la punta.
—Mira, esto es muy pequeño.
Mukumbi hizo girar sus ojos de manera impresionante.
Yah, es demasiado pequeña para que la vean mis ojos.
Aaah —dijo Daudi—. ¿Pero ves este tendakuno? (tal era un nombre inventado para el microscopio).
Señaló con su mentón a uno de sus aparatos, bastante estropeado—. Esto hará que un cabello común sea grueso como tu dedo. Mira si pongo este pequeño dudu allí y se mira por la punta, lo verás grande como una hormiga.
El viejo retrocedió y se golpeó contra la puerta. Miraba hostilmente. No encontraba forma de escaparse.
— ¡Jiihh! Déjenme ir. Este es un lugar de mala matitu (magia negra).
—No, es un lugar donde hay sabiduría común —dijo Daudi—. No tengas miedo, abuelo. Mira aquí.
El viejo volvió a abrir los ojos despavorido, pero después de un rato lo venció la curiosidad. Miró por los extraños lentes, y con una exclamación de sorpresa dijo:
— ¿Qué? ¿Qué es eso con patas? Jiihh, nunca he visto un dudu como ese.
Miró a Daudi haciendo ruidos extraños.
—Me estás engañando. Ese bicho nunca estuvo en mi piel.
Daudi estaba preparado para la emergencia. Volvió a sacar su algodón iodado y su aguja y, sin comentarios, procedió a extraer otro minúsculo fragmento de sarna de su lugar.
—Mira, abuelo —dijo pacientemente— aquí hay otro. Lo has visto salir. Ahora mira cómo lo pongo sobre este vidrio. Ahora lo coloco debajo del microscopio. Mira, no lo muevo. Ahora fíjate de nuevo.
El viejo hizo lo que Daudi le indicaba. Abriendo la boca exclamó:
Jiih, mira, es más grande y más feo que el otro. ¡Kah! De veras que esto es cosa sabia. ¿Pero de dónde lo saqué?
—De la suciedad, sólo de la suciedad —dijo Santiago, que llegaba en ese momento—. Tú no lavas tus ropas. No te lavas el cuerpo. Tu esposa no barre la casa. A estos pequeños dudus les gusta tu casa así. De veras que es un terreno de caza feliz para los dudus de todas clases y tamaños.
—Creí que estaba hechizado y me ha costado una vaca tras otra para que me hicieran encantamientos y, mira, el problema era un dudu, un pequeño dudu.
—Ven y báñate —dijo Santiago.
Lo llevó hasta el cuartito de bañarse. Daudi y yo esperamos hasta que no pudieran oírnos y entonces dejamos escapar la risa. Fuimos al cuarto de baño. Santiago estaba parado sobre un cajón echando agua con una regadera sobre la cabeza del viejo, mientras un enfermero más joven lo estaba frotando vigorosamente con un jabón de ácido fénico y un cepillo de uñas que era demasiado viejo para usarse en la sala de operaciones. Ambos enfermeros cantaban a voz en cuello: “Nos veremos en el río”.
Pronto terminó el enjabonado y cepillado y el viejo se sentó a secarse en un rincón apartado bajo el brillante sol. Kefa salió del dispensario con una lata de salmón llena de ungüento de curioso color verdoso. Lo miré.
—Ese color es muy raro para nuestro ungüento sulfuroso, Kefa.
El enfermero se rió.
—No se nota sobre una piel negra, Bwana, y además está hecho con el aceite usado de tu coche. Así es muy barato, porque el aceite está muy caro.
Era sólo otra de nuestras artimañas para manejar un hospital de sesenta camas en la selva con el costo equivalente al de dos camas en nuestro país.
El hombre fue refregado de la cabeza a los pies. Protestó débilmente, pero Kefa hizo una descripción alarmante de dudus y el hombre se quedó en silencio. Por más de una hora estuvo sentado al sol, mientras su taparrabos era hervido, para sacarle los insectos y secado.
Jiiiih —dijo el viejo—, realmente hay sabiduría en este lugar.
—Sí, abuelo. La sabiduría viene cuando dejamos los caminos de la magia y tomamos los caminos de Dios –dijo Santiago.
— ¡Jongo! Eso es difícil de entender. Soy demasiado viejo.
Santiago sonrió y dijo:
—Abuelo, ¿eres demasiado viejo como para entender la enfermedad de tu piel? ¿Acaso tu enfermedad te evitó que sufrieras la picazón?
—No, claro que entiendo mi enfermedad. Jiih, ¡cómo pica!
—Bueno, el mensaje de Dios que te traemos —dijo Santiago— habla de una enfermedad, el pecado, que hace miserable a la vida, como la sarna, pero que además mata.
Kumbe —dijo el viejo.
—Sí, mata el cuerpo y el alma.
— ¿Pero no hay forma de evitarlo?
Santiago habló con más fervor:
—Sí, lo hay, pero el mal es tan grave que Jesucristo, el Hijo de Dios, murió para poder superarlo.
Jiih, eso es algo que no puedo entender.
—Pues bien, vuelve mañana para un nuevo lavado y ungüento —dijo Kefa—. La enfermedad no se cura en un día. Tampoco se mata a una serpiente con un solo golpe.
Volví al laboratorio. Daudi estaba preparando placas.
—Daudi, ¿cómo le va a Yona con su trabajo? —pregunté.
Bwana, es espléndido —me respondió el jefe de enfermeros—; ha aprendido muy rápidamente a dar inyecciones, revisa con mucho cuidado las jeringas y no se le ha trabado ninguna aguja desde que comenzó. Creo que podemos confiar en él y encargarle todas las inyecciones de la sala de hombres y la de niños.
—Bueno, y agrega a la lista de inyecciones el nombre de ese chico Mbuli, al que trajimos de vuelta ayer para el tratamiento ocular. De alguna manera, ha caído con neumonía.
—Yah, ¡neumonía! —dijo Daudi—. Bwana, ¿es que no dijo su gente que le habían hecho un hechizo contra su vida? —Sacudió la cabeza—. Bwana, esas no son palabras ociosas, son las palabras del demonio. A ti no te asustan porque tú eres un hombre blanco, pero, heh a mí sí me asustan y mi gente esta aterrorizada. Saben del poder de un hechizo para matar.
—Daudi, hay una sola cosa que hacer. Debemos confiar en Dios, y darle la mejor medicina. Comencemos por pedir a Dios que nos dé sabiduría y nos libre de cometer errores.
Nos arrodillamos en el dispensario. Cuando nos levantamos, di instrucciones a Daudi de cómo debía dársele la sulfapiridina a Mbuli.
—Una inyección cada mañana, Daudi —ordené—, sólo esa dosis.
Señalé el registro.
—Se lo diré a Yona, Bwana —dijo asintiendo.
Una hora después vi a Yona saliendo de la sala de niños con un plato esmaltado y en él estaban sus jeringas, sus agujas y aquella droga salvadora que nosotros llamábamos la matadora de la muerte en cosas como la neumonía, la meningitis y la malaria.
Aquella tarde, volví a examinar a Mbuli. Decididamente estaba peor. Su temperatura había subido, respiraba con dificultad y cuando respiraba hacía un ruido peculiar muy característico de la neumonía en los niños. Ordené otra inyección y me fui a casa muy preocupado por la vida del muchacho. La temperatura matutina era aún muy alta y por eso puse a Mbuli en la lista de enfermos graves. Aún entonces esperaba que reaccionaría rápidamente a la droga de sulfas que le habíamos dado, pensaba que su temperatura bajaría en algunas horas.
En la tranquilidad de la tarde volví a verlo. Sobre la planicie, el sol golpeaba el desierto implacablemente. Nadie se movía a aquella hora del día y sólo los insectos seguían activos. Me senté junto a la cama de Mbuli y le tome el pulso.
El chico se estaba muriendo. Su estado había empeorado. Puse el estetoscopio sobre su pesado pechito y me pregunté cómo era posible que aún no reaccionara a la medicina que le administramos.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por la madre de un niño que estaba en la cama vecina, cuyos ojos yo había operado. Si alguna vez tuve un buen paciente, era aquel chico y si alguna vez una madre había seguido las instrucciones, era aquélla.
Bwana, está muy enfermo —dijo.
—Está terriblemente enfermo —le repuse—. Está tan enfermo que temo que se muera.
Jongo ¡Y es el chico que fue hechizado! —dijo la mujer, arqueando las cejas.
—No sé qué hacer con este problema; se le están dando todas las medicinas con que se le podría ayudar pero algo no está bien. Pediré a Dios que me muestre el camino.
Bwana, en estos días yo también he aprendido a hablar a Dios —dijo.
Entonces nos arrodillamos los dos junto a la cama del chico y yo pedí al Dios todopoderoso que nos ayudara Enseguida oró también la mujer. Era simplemente la actitud de conversar con Dios. Unos momentos después, ella dijo:
Bwana, ¿cómo contestará Dios nuestra oración?
—No lo sé, pero ya verás que de alguna manera lo hará.
Bwana, las medicinas de este hospital son maravillosas. Hay inyecciones transparentes e inyecciones blancas y hay remedios para los ojos. Moví la cabeza diciendo que sí y me incliné para comprobar el pulso del chico.
De repente, ella dijo:
Bwana, ¿no ayudará a este chico una de las inyecciones blancas? Tiene el mismo mal que el chico en la cama de allá que se sanó.
—Pues, claro, le estamos dando las inyecciones blancas; ésa es la medicina que mejor resultados da.
—No, no se le están dando —dijo la mujer—; la medicina tiene el color de agua. Yo vi la jeringa.
— ¿Cómo? ¿Estás segura? Hizo señas que sí y entonces corrí y al encontrar a Daudi le dije:
—Llama a Yona.
Bwana, es su tarde libre —dijo Daudi.
Me pidió que lo dejara ir al almacén hindú, a quince kilómetros de aquí.
—Daudi, ¿acaso has notado que Yona tiene últimamente más dinero que de costumbre? —le pregunté—. ¿Se ha comprado ropa o animales?
— ¡Jongo! He oído que se ha comprado tres vacas —dijo Daudi, rascándose la cabeza.
— ¿Tienes alguna idea de dónde puede haber obtenido el dinero?
—No, todavía es un principiante como enfermero y su sueldo no es mucho, sólo doce chelines por mes, además de ropa y comida.
En ese momento llegó Sansón.
Bwana, ¿conoces a Yona? —preguntó.
—Sí, lo conozco —contesté.
—Se ha ido a comprar un par de pantalones cortos de terciopelo. Le dije que si los veías no te iba a gustar, pero dijo que los usaría cuando no estuvieras.
—Sansón, ¿has notado que Yona ha tenido más dinero que lo normal en los últimos tiempos?
Mi enfermero asintió.
—Parece tener bastante, Bwana. Pensé que podría haber recibido un regalo de los parientes.
Mientras hablaba, había estado ocupado con unas balanzas químicas, con un largo tubo de ensayo y una lámpara de gas. Medí cuidadosamente la medicina que había mezclado, cargué una jeringa y corrí a la sala donde estaba el muchachito. Unos minutos después, le di a Mbuli una de las inyecciones más grandes que jamás había dado a un chico de su tamaño.
Cuando salí, sentado en la galería, había un hombre con un par de pantalones de terciopelo rojo, como los que yo objetaba. Su camisa era verde esmeralda y sus medias eran de un rojo brillante.
—Vaya, el arco iris ha bajado a la tierra —dije a Daudi.
—Yah, y pronto va a estallar el trueno; escuchemos su historia.
El colorido joven, haciendo girar el blanco de sus ojos, dijo:
Bwana, tu remedio me ha traído mucho dolor.
—No te he dado ninguna medicina—le dije—. Me hubiera recordado de ti si hubieras venido al hospital antes.
Daudi hizo una mueca.
Jeh, me dieron inyecciones en el hospital —dijo el muchacho, restregándose a la altura del bolsillo del pantalón.
—Tráeme el libro de inyecciones —ordené a Daudi—. Y bueno, ¿cómo te llamas?
–Sulimani—contestó.
Miré a lo largo de la lista de los que habían recibido inyecciones. Su nombre no estaba.
—No, tu nombre no está aquí —dije—. No puedo darte remedios si no has estado en el hospital.
Bwana, no me dieron la inyección aquí —dijo Sulimani—; me la dieron en la casa de uno de los enfermeros. Dijo que tenía la mejor medicina, la que usas para ti mismo. Hasta ahora me ha dado seis y estoy dolorido.
— ¿Cuánto te cobró? —, pregunté inocentemente.
—Un chelín por vez, Bwana.
— ¿Se llamaba Yona?
El africano asintió.
—Allí lo tienes, Daudi. Todo el asunto está resuelto. Este desdichado Yona ha estado robando la medicina de nuestros chicos y hombres para dársela a la gente por su cuenta, para ganar dinero.
Me ocupé de Sulimani breve y efectivamente.
Yona volvió una hora después. Lo llamé a mi escritorio y entonces le presenté la situación. Lo negó con indignación, pero con cara de culpable, como si realmente lo fuese.
—Yona, no tengo otra alternativa en tu caso. El jefe se ocupará de ti. Él te dará el castigo que te mereces. He descubierto jeringas y medicina ocultas en tu casa. Sulimani me contó toda la historia que tu le hiciste y he visto al pequeño Mbuli, que se estaba muriendo porque tú escuchaste la voz del tentador.
El jefe se ocupó a fondo de Yona y fue despedido por seis meses. Ahora, el pequeño Mbuli mejoró rápidamente y tres días después estaba fuera de peligro. Sin embargo, esa no fue la historia que escuchó su familia. Una mañana, para mi sorpresa, oí una fuerte discusión en la sala de los niños.
—No, ustedes no pueden entrar —decía la voz de la enfermera—, ¡el bwana no permite que los amigos y parientes entren todos juntos! ¡A lo sumo dos por vez! Fui a ver qué ocurría y allí encontré al padre de Mbuli y a toda clase de parentela, incluyendo a su tío, el fabricante de esteras.
Yah, está hechizado —decía el padre—. Hemos oído, Bwana, que el chico se está muriendo.
Entré a la sala justo a tiempo para ver que una vieja, pariente, le estaba dando a Mbuli algo de una calabaza.
—Vengan y véanlo ustedes mismos —dije, mientras la vieja se escabullía de la sala.
Los ojos del niño aún estaban rojos y tenía tos, pero estaba lejos de la muerte.
—Allí está. ¿Qué piensan de él?
Jeh, eso no es lo que habíamos oído —dijeron.
—Bueno, ahora va mucho mejor y creo que todo irá bien. Pueden quedarse por un momento, pero no lo molesten.
Pronto vi a los parientes yéndose por camino, caminando en fila india. Era tarde cuando un mensajero vino corriendo a mi casa.
Bwana, Mbuli tiene convulsiones —dijo.
Mientras corría en el anochecer, recordé a la vieja africana que estuvo dando furtivamente al niño algo de una calabaza. Entré jadeante en la sala. El muchachito estaba teniendo una fuerte convulsión. Las convulsiones son siempre un cuadro horrible, pero aquello parecía mostrar un cuadro de intoxicación con estricnina. Puse todo en movimiento inmediatamente. Le dieron inyecciones y una cantidad de otras cosas, que no se necesitan detallar y que se pueden imaginar.
A media noche, el chico estaba otra vez fuera de peligro. Mi cocinera estaba llenando atentamente un termo de té. Daudi y yo tomamos una taza cada uno. Era poco antes de medianoche y una hiena aulló fuera del hospital.
—Bueno, Bwana. ¡Ahora lo veo! —dijo Daudi—. Si no te resulta un hechizo... ¡pues agrégale algo de veneno!
—Y además, Daudi, si tu personal no le da la inyección correcta, tu paciente se te muere. ¿Verdad que todo es muy complicado? Lo único que espero es que no le pase nada más al pequeño Mbuli.
¡Con eso demostraba que yo desconocía el futuro!

4: Enfoque Quirúgico

Habíamos colocado un biombo ante la cama del pequeño Mbuli. Durante varios días, su temperatura había oscilado peligrosamente y yo temía una complicación con la neumonía del muchachito.
Lo estaba atendiendo con una vía quirúrgica que implicaba anestesia local, desagradable y largas agujas y grandes jeringas. Tenía que sentarme y esperar hasta que actuara la anestesia.
Del otro lado del biombo, se oyeron voces. Lo moví del tal modo que Mbuli y yo pudiéramos ver sin ser vistos. Daudi, armado con unos cortaalambres oxidados y unas podaderas viejas y feas, estaba removiendo el yeso de una pierna quebrada.
— ¡Yoh! Jiih, hazlo con cuidado —protestaba el paciente—. ¡Casi me cortas!
Daudi bufó.
— ¿Que casi te cortó? ¡Quisiera oírte si te cortara de veras, Mfupi!
— ¡Jiiiiihh! ¡Me has cortado! —gritó el paciente.
Daudi retiró las tijeras.
Juh, no hay señal de sangre.
Mfupi espió por el corte del yeso, que mostraba su negra piel por debajo.
—Quizás entonces no eran más que los pelos que me estabas arrancando.
—Sí, quizá era eso. Es molesto, pero es necesario.
Con renovado vigor se puso a trabajar.
— ¡Yoh! Jiii. Pole, pole (con cuidado, con cuidado) —jadeaba el paciente.
Daudi se detuvo dos veces para frotarse las muñecas.
— ¡Yoh! ¡Este es un trabajo muy pesado! ¡Kah! Bwana lo sabía cuando me lo encargó. ¡Yoh! Estoy cansado.
Kumbe, ¿y yo no lo estoy? —dijo Mfupi—. ¿No he andado con eso en mi pierna por seis semanas?
— ¡Yoh! ¿Y fui yo quien te pidió que te tiraras en un pozo y te quebraras la pierna?—contestó Daudi—. ¿Acaso no tuve que dejar un partido de fútbol para venir a ayudar al bwana a que te curara? ¿No me hiciste pasar una noche despierto con el ruido que hiciste cuando las hormigas se te metieron en el yeso, porque te fuiste afuera contra nuestras instrucciones?
Miré a Mbuli y sonreí. Aunque él estaba también enfermo, se divertía con el diálogo. El incidente de las hormigas había sido particularmente divertido. Nuestro paciente era hijo de un hechicero y tenía dieciséis años, pero aparentemente no creía en los artes de su padre. Nos lo habían traído, y su primera quincena en el hospital había estado llena de incidentes. Se negó a ser bañado. Se negó a que le sacaran el barro del cabello. Ponía objeciones a todo lo que podría ser objetado y a una buena cantidad de otras cosas. Para él, las órdenes eran dadas sólo para ser desobedecidas.
Una mañana, durante las oraciones del personal, se había deslizado de la cama, con la ayuda de un bastón, y se había ido para afuera, donde se sentó cómodamente al sol. Al volver de las oraciones, nos intrigó verle en un prolongado baile sobre una pierna, emitiendo a la vez varios y diversos sonidos y algunas quejumbrosas palabras. Deducimos que su confortable asiento había sido también el lugar de descanso de una colección de hormigas rojas, que los del lugar llaman siafu (bichos de picadura potente). Si se trata de sacarlas, dejan la cabeza clavada y picando.
Este cuadro volvió a mi mente mientras escuchaba. Con un suspiro, Daudi sacó el yeso, dejando a la vista una pierna débil y delgada. Ahora me tocaba a mí revisar la pierna. Pasé los dedos por los huesos. Había una buena unión. Doblé de un lado y otro la rodilla. Mi paciente gruñía.
—No camines sobre esta pierna por tres días —ordené—. Con toda seguridad que apenas lo hagas, tendrás problemas. Puede quebrarse de nuevo. Dile a Santiago que le dé masajes con linimento y que le mueva la pierna de arriba hacía abajo de esta manera.
Esto lo dije haciendo una demostración, a la que Daudi hizo un gesto de asentamiento. Entonces me volví a la cama de Mbuli.
Pues bien, Daudi aprovechaba cualquier oportunidad para hablar de Dios a la gente de manera sencilla, usando como ejemplo cosas de la vida diaria. Comenzó a hablar.
—Tú haces lo que el bwana te ha dicho y no habrá problemas. Tu pierna estará fuerte de nuevo y caminarás cómodamente, sin dolores, y con tu hueso fuerte. Desobedece —levantó las manos— y ¡crack! El hueso vuelve a romperse. Iiiih, ¡qué agonía! Y quizá te quedes cojo para toda la vida.
Mfupi comenzó a temblar ante semejante posibilidad.
—Obedece al bwana y todo andará bien.
Mfupi asintió.
—Lo mismo pasa delante de Dios. El ha puesto diez leyes.
Una nueva voz intervino en la conversación.
—Las conozco. No las creo.
Era la voz de mi cocinero, cuyo nombre era Chidogowe, lo que quería decir “burrito”.
— ¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Daudi.
—Estoy visitando a Mfupi. ¿No sabes que es pariente mío? Te diré lo que pienso de esas diez leyes. No las creo para nada. No son sino diez cargas que los europeos han inventado para hacer duras las cosas.
Daudi bufó de nuevo.
— ¡Con razón te llaman “Burrito” y tus pensamientos están de acuerdo con tu nombre! Quiebra esas diez leyes, sea una, sean todas, y entonces tendrás que pagar la consecuencia.
— ¡Kah! Hablas como una vieja —dijo Chidogowe—. Mira, durante muchos meses me he estado comiendo buen parte de la comida del bwana. Él no lo sabe. No me he visto en ningún problema, aunque una de esas leyes dice: “No hurtarás”. No es más que una historia para asustarte, como cuando eras chico tu madre te decía que las hienas te robarían si te escapabas mientras ella cocinaba.
La conversación fue interrumpida por una tos seca de Mbuli. Le di una medicina, acomodé sus almohadas y sonreí. Se estaba divirtiendo en grande, fisgoneando conmigo.
Jmmm, ¿de modo qué has estado tomando de la comida del bwana, eh? —dijo Daudi—. Por su puesto que él no lo sabe, ¿no? ¿Y Timoteo, el cocinero, tampoco lo sabe?
—No, yo soy muy vivo —se rió Chidogowe.
Daudi sacudió la cabeza.
—No te preocupes. No puedes quebrar los mandamientos, ninguno de ellos, sin pagar en buena forma. ¿Acaso no dice la palabra de Dios: “Si siembras vientos, recogerás remolinos?”
Yoh, no lo creo —dijo el aprendiz de cocina.
El muchacho de la pierna quebrada escuchaba con mucho interés.
Jiih, yo desobedecí al bwana y por eso me picaron muchas hormigas. ¿Sabes? yo voy a obedecer al bwana ahora y creo que el Dios de bwana merece que se le obedezca también. ¿Notaste un cambio en la vida de Kefa? Dice que es porque ama a Dios y que, por lo tanto, le obedece.
Kah, ¡es un tonto! —dijo Chidogowe.
Una semana después, Chidogowe estaba sobre la camilla en mi consultorio.
Iiih, iiih, ¡qué dolor, Bwana! —decía—. ¡Qué dolor de estómago! Oooo, es como si me estuvieran clavando muchos palos—. Encogió las rodillas e hizo los sonidos característicos de un africano adolorido— Ooooo, kukukukukuku.
Hablando en inglés, miré a Daudi y dije:
—Dice que su dolor comenzó en el centro y debajo de las costillas, pero que se le ha movido hacia abajo.
Apreté suavemente sobre el lado derecho.
—No, Bwana, no lo hagas. Me duele, me duele.
—Es el apéndice. Es el primer caso que he visto en Tanganica y, fíjate, ha estado comiendo comida europea. Durante semanas, he notado que faltaba algo de aquí y de allá. Ayer se fueron dos salchichas y la semana pasada, seguro que se comió una lata de sardinas y la broma fue que lata estaba agujereada y las sardinas estaban muy malas.
Hablando en Chigogo, Daudi se dirigió al dolorido muchacho que estaba sobre la camilla y le dijo:
—Tú decías, Chidogowe, que no había peligro en quebrantar la ley de Dios. Ahora, fíjate, estás pagando por tu falta de sabiduría. Tienes un gran problema dentro tuyo y si no te lo sacamos, morirás.
—Bueno, ayúdame, Bwana. ¡Yoh! Estoy triste por haber robado tu comida; me arrepiento.
—Te perdonaré, viejo. Pero no te olvides de las cosas más importantes: tienes que pedirle perdón a Dios.
Dejé a Santiago, que tenía mucha capacidad, para que preparara al paciente para la operación y le ayudara en ese momento tan importante en su vida, cuando estaba descubriendo que el pecado no es cosa de broma.
Mbuli todavía estaba echado en su cama. Daudi me dio su cuadro clínico. Lo estudié con cuidado y tomé una decisión. Había temido esta complicación durante varios días. Ahora no había otro camino que la operación.
—Daudi, haz poner a Mbuli en una camilla, y tráelo a la sala de operaciones. Preferiría mucho más operar a Chidogowe que a este chiquillo. Chidogowe está en peligro, pero Mbuli está mucho peor; su vida pende de un hilo. Aquellos parientes que le dieron el potaje venenoso han provocado todas estas oscilaciones de la neumonía.
Chidogowe estaba listo. En la sala, hicimos la operación que es tan común en mi propia tierra, pero que era la primera que había hecho en nuestro hospital misionero en Tanganica. Daudi me alcanzó un par de tijeras.
Bwana, ¿fue por comida europea que le vino esto?
—Creo que debe ser así, Daudi, porque en su tribu donde sólo comen potajes, no parecen sufrir de esto. Y es mi cocinero... Dame esas pinzas, rápido... Y un trozo de catgut... No, es material fino... Bueno, ¿qué estaba diciendo? Ah, si, es mi cocinero y que comió comida europea y en poco tiempo le vino este mal que es muy común entre los europeos. Bueno, aquí estamos, éste es su apéndice. Míralo.
Yoh, es grande y grueso como mi dedo gordo y parece como si fuera a reventar, con sólo mirarlo.
—Espero que eso no ocurra.
Muy suavemente extraje la parte infecciosa, tomando especial cuidado de que no sangrara, y lo cosí.
— ¡Yoh! Es maravilloso con qué cuidado Dios nos hizo —dijo Daudi—. Cada estría de los músculos va en distinta dirección. ¿Con qué quieres que le cosa la piel, Bwana?
—Con crin de caballo.
Después de que Daudi le pusiera la última puntada, volví a la sala. Por fortuna, pude hacer la operación de Mbuli en pocos minutos. Me impulsaba una sensación de urgencia. Mientras usaba mis manos enguantadas, yo oraba con esa oración que no llega al plano de las palabras, pero que Dios reconoce y contesta.
Aun usando las viejas podaderas —naturalmente que bien esterilizados— en lugar del instrumento que era adecuado para aquella operación, nos fue posible quitar suavemente un par de centímetros de costilla y drenar el absceso que se había formado en su pecho. Colocamos el tubo de drenaje y vimos enseguida que el chiquillo estaba respondiendo muy bien aun en esa primera etapa.
Fue mejorando día a día. Cuando lo visitaba, noté un cambio en Chidogowe, mi caso de apendicitis, que estaba en la cama contigua. Estaba más pensativo y notaba la diferencia en su actitud al escuchar lo que Santiago le decía. Llegó el día cuando, a la mañana, armado con la bandeja, tijeras, pinzas, gasas y alcohol, procedí a sacarle las puntadas. El muchacho de la pierna rota estaba con una muleta. Se apoyaba en ella y parecía empeñado en alentar el procedimiento.
— ¡Yoh! Esto lastima —decía—. El dolor es tremendo. Chido. El bwana jala fuerte y es como un fuego cuando comienza a arder.
Chidogowe tembló.
—Sí, es como tener hormigas arañando debajo del yeso cuando se hace lo que está prohibido —comenté.
Chidogowe se rió y cuando lo hizo le arranqué las primeras puntadas.
Bwana, ¿cuándo vas a empezar? —dijo el pequeño cocinero.
—Ya terminé con la primera —le respondí.
Jiii, ese es buen tratamiento. Bwana, yo te robé, te mentí, pero mira que has sido bueno conmigo y me has salvado la vida y no me has dicho palabras fuertes. ¿Por qué?
—Porque Chidogowe, yo trato de vivir como vivió mi Maestro y créeme, no siempre es fácil.
El día siguiente era domingo y recién había comenzado a comer cuando apareció Daudi a la puerta.
Bwana, ha llegado un hombre. ¿Sabes? Su cabeza está abierta con un hacha. Su compañero estaba cortando la rama de un árbol cuando la hoja del hacha se escapó y, ¡jongo!, le cortó la cabeza hasta el hueso.
—Oh, tenía que pasar justo cuando iba a comer y sobre todo ahora que es una comida especial. Es el primer trozo de carne buena que hemos tenido en tres meses y este individuo tiene ahora la idea de ir a que le corten en la cabeza.
Daudi se rió.
— ¿Qué te parece que debemos hacer, Bwana? Explícamelo.
—Por lo pronto, Daudi, tendremos que abrir la sala de operaciones y prepararla como para una cirugía mayor, con anestesia y todo lo demás.
Daudi volvió a reír. Yo, sin embargo, no me sentía alegre.
—Tendremos que hervir todos los instrumentos. Las tijeras curvas las usaremos para cortar los bordes de la herida después que hayamos afeitado la cabeza. Debemos eliminar todo lo que quede suelto. Luego lavaremos la herida con desinfectante —Daudi asintió— y recién entonces la coceremos.
— ¿Con crin de caballo, Bwana?
—Sí, con crin. Luego cubriremos la herida con gasas y vendas, pero ¿por qué habría de venir ahora? Me imagino que se ha puesto cortezas y hojas masticadas sobre la herida y luego habrá discutido por una hora o dos con sus parientes y al fin ha venido al hospital justamente cuando yo menos listo estoy para ayudarle. Estoy cansado. Estoy con hambre. Además es domingo.
Daudi se rió.
—No veo motivo de risa, Daudi —dije enojado—. Estás allí perdiendo el tiempo. A esta hora ya debieras saber cómo preparar la sala de operaciones para algo como esto.
Bwana, vuelve a decirme cada paso de la operación —dijo guiñando los ojos—para que pueda tenerlas bien claras en la mente.
Gruñí y me pregunté si Job hubiera perdido su paciencia en circunstancias como ésas.
—Pues bien, aféitale la cabeza, lava la herida, quita los bordes que estén sueltos, frótalo con desinfectante, ponle un vendaje... y bueno, vete y hazlo ya.
Daudi sonreía de oreja a oreja.
Bwana, eso es lo que ya he hecho.
—¡¡Qué!!
—Que le he preparado la cabeza de la manera que tú acabas de decirme. No me he olvidado de nada. Mira, aquí está.
Hizo unas señales misteriosas y apareció un hombre con la cabeza envuelta en vendajes.
Mbukwa, Bwana —dijo respetuosamente.
Mbukwa —respondí.
—Mira, aquí está, Bwana —dijo Daudi.
—Pero, no deberías haberle dado la anestesia. Tú sabes que sólo yo puedo hacer eso.
Daudi me miró muy solemnemente.
— ¿Acaso crees que un hombre que se la pasa soñando mientras otros cortan árboles, merece una anestesia, Bwana?

5: Problemas Del Trópico

Se oyó un estruendo. Una piedra de gran tamaño zumbó a través de la puerta del dispensario y causó un gran destrozo a un frasco de preparado para la tos, casi vacío. Quedó vidrio quebrado por todo el piso. Sansón corrió a la puerta para entenderse con el agresor y apenas tuvo tiempo de agacharse cuando otra piedra zumbó sin éxito sobre su cabeza, para dejar una marca considerable en la pared de barro del otro lado del dispensario.
Lo que vio Sansón, hizo que lanzara todo su peso contra la puerta, la cerrara y le echara el cerrojo bien reforzado. En una fracción de segundo había visto a un joven africano, vestido solamente con un taparrabos, con una piedra en una mano y un panga —un tipo de cuchillo que usan en las cosechas, no muy distinto de un sable militar— levantado amenazadoramente en la otra. La acción de Sansón fue rápida al ver espuma en la boca del muchacho y una mirada salvaje en sus ojos.
— ¡Ya-yagwe! (¡Ayuda!) —clamó, mientras la hoja del cuchillo hendía la madera de la puerta.
Estaba en la sala a unos cientos de metros, haciendo lo que prometía ser la última atención a la operación de Mbuli y escuchando a su abuelo que ahora era como una parte del moblaje. Por milésima vez, estaba haciéndome un minucioso relato de todas sus enfermedades durante más o menos medio siglo de miseria.
Al oír el grito de Sansón, y luego el ruido de los golpes, dejé a un lado las pinzas y salí al patio a investigar. Desde donde yo estaba, el blanco dispensario parecía perfectamente normal. Las huertas de tomates al lado oriental eran un mérito de Santiago y noté que Elías, el carpintero, se había olvidado de llevarse la escalera, después de colocar una nueva viga, luego de una fiesta de la comunidad de las hormigas blancas. Entonces oí un “Paf” y el “oiiiiooo”, (¡socorro!) de Sansón y un extraño ruido, mezcla de carcajadas y gruñido. Caminé por el lado del dispensario a tiempo para ver al feroz asaltante de Sansón, con sus pies contra la puerta, haciendo grandes esfuerzos para arrancar su cuchillo que había clavado allí.
Por un par de segundos, me quedé mudo, asombrado por lo que ocurría. Rostros asustados se asomaron por el laboratorio de patología y por la ventana de la cocina. Dos muchachitos que estaban demasiado cerca del depósito de azúcar corrieron a la sala y desaparecieron debajo de la cama más conveniente. En ese momento, el cuchillo se soltó de la puerta. El enfurecido africano lanzó un alarido y se dirigió a mí. Le tiré mi estetoscopio y, encontrándome desarmado, corrí alrededor del dispensario. Vino detrás mío a toda velocidad y durante un rato nos atisbamos mutuamente por la pared.
—Cuidado, Bwana —se oyó una voz—. Está corriendo para el otro lado. Te tomará por la espalda.
Con un alarido, apareció a no más de tres metros, blandiendo su cuchillo. ¡Pocas veces me he movido más rápidamente! Al girar la esquina, de repente vi la escalera. La hice caer al correr. Oí un ruido detrás de mí, y la escalera cayó sobre las plantas de tomates. Desde la relativa seguridad de mi esquina, miré y vi a mi asaltante tambaleándose con ambas manos sobre la cara. Se había llevado la escalera por delante con la cabeza. A sus pies estaba el cuchillo. Hice un rápido movimiento, lo tomé y lo tiré sobre el cerco. Ahora las cosas estaban en una base bien diferente y aunque el joven era evidentemente peligroso, sentía que tenía la situación casi controlada.
De repente, se dio cuenta de que yo estaba parado delante de él. Con un grito, saltó sobre mí. Una vez más, la escalera cumplió su importante parte. Se enganchó un pie entre los escalones, tambaleó y cayó de narices. Aproveché la oportunidad para sentarme sobre su pecho y llamar a Sansón. Resultó interesante ver cómo todo el mundo, de pronto, se sentía valiente. Sansón le aferró las rodillas y junto con otros treinta que se habían agolpado, pero no demasiado cerca, pude verlo bien. Estaba literalmente cubierto con úlceras. Los extremos de la boca eran algo horrible de mirar. Me aclaré la garganta y en tono de conferenciante dije:
—Este es uno de los casos más típicos de una erupción que se llama frambesia. Es una enfermedad causada por un germen que, visto al microscopio, parece un trocito de cuerda enroscado. Estas úlceras y verrugas...
Daudi apareció con una jeringa lista.
—Morfina, señor —dijo.
—Gracias, Daudi —respondí inyectándola lo mejor que pude en la víctima que se estremecía y que casi arrojaba a Sansón de sus pies.
—Oh, Daudi, por favor llena una jeringa grande con NAB. Quiero inyectárselo en la vena.
Daudi asintió y desapareció. Miré a Sansón.
— ¿Por dónde iba en mi conferencia?
—Estabas diciendo, Bwana, que estas úlceras no sólo salen en la piel.
—Ah, sí. También aparecen en el interior del cuerpo, en los músculos —señalé una hinchazón nudosa en un muslo— y en los demás órganos del cuerpo. Todo el cuerpo queda involucrado, y por esa razón se está comportando tan alocadamente.
Todo el mundo asintió.
Bwana, lo llamamos mabwaje —dijo Sansón—. ¿Sabes que es muy difícil de tratar? Creemos que se debe a los que echan hechizos. Mira, a veces todos los de una casa lo tienen y mucho de ellos mueren.
Sobre la pierna del muchacho había tres úlceras, grandes como la palma de una mano. Había otras en su espalda, un poco más pequeñas. Cambiando un poco de posición, de modo que no pudiera agarrarme las manos, dije:
—Escuchen. Dentro de un mes, después de cuatro inyecciones y varios frascos de medicina, este muchacho estará completamente bien y sólo tendrá trazos muy leves de las úlceras e inflamaciones.
Sansón se rió con incredulidad.
Yah, Bwana, eso es difícil de creer.
Movió su mano en un gesto despreciativo, dando así al paciente la oportunidad de liberar su pierna. Sansón recibió un puntapié fuerte y bien ubicado que hizo más interesantes las cosas por cuatro o cinco minutos. Luego, mientras el otro estaba tirado allí, en la refulgente luz solar, bien aferrado por una docena de hombres forzudos, le di su primera inyección. Daudi limpió el brazo y lentamente se le introdujo en la sangre la solución amarilla de arsénico. Murmuró horriblemente y me escupió. La esposa de Daudi le echó consideradamente una tela vieja sobre la cara. En ese momento termine de vaciar la jeringa.
La morfina le estaba haciendo efecto. Llevamos al muchacho a una pequeña habitación y lo dejamos sobre una estera africana. Al poco rato, estaba dormido. Un número considerable de personas, al enterarse de lo ocurrido, había llegado para ver todo con sus propios ojos. Dándome vuelta les dije:
—Esta enfermedad es muy peligrosa y los gérmenes van de uno a otro muy fácilmente. Es necesario que todos los que fueron tocados por este muchacho o que lo tocaron a él se bañen muy cuidadosamente y se froten con medicina.
Les alcancé un pote de ungüento.
Nuestras abluciones y frotamientos fueron observados con el mayor interés y numerosos comentarios.
Entonces murmuré a Daudi:
— ¡Qué oportunidad! Mira, les contaré una parte de la historia. Luego tú tomas te haces cargo, y les hablas de la Palabra de vida.
Daudi me miró y sonrió.
Bwana, hay muchos que no tocarían a un hombre infeccioso. ¿Por qué lo has hecho?
—Daudi, si podemos ayudarle a conocer al señor Jesucristo liberándole de su loca enfermedad, pues bien, vale la pena el riesgo.
De pie bajo un granado, miré al grupo.
—Una vez hubo un hombre como nuestro amigo, cuyo nombre era “Muchos demonios”. Pues bien, era un hombre tan fuerte que podía romper las cadenas como uno rompe un hilo. Nadie se atrevía a acercarse al lugar donde vivía, hasta que un día Jesucristo, el Hijo de Dios, pasó por allí. Apareció “Muchos demonios” y Jesús se enfrentó con el terrible sujeto.
—Seguramente Jesús era muy valiente —dijo el abuelo de Mbuli, apoyándose en su bastón.
—Y poderoso —apuntó otro.
—Claro que lo era. También tenía poder suficiente como para liberar al hombre de la enfermedad de su mente. Fíjense ustedes, un minuto era peligroso y furioso y al siguiente era normal.
El tío de Mbuli, que había estado rondando por varios días, dijo en fuerte voz.
—No lo creo. Es una mentira.
Yo le respondí:
—Si este muchacho se sana, ¿Lo creerás?
Jiii, ¡sanarse! Jaaaa!
Entonces intervino Daudi.
—Sí, usted puede reírse —dijo—. Todos sabemos qué vida lleva. Oye, tú también tienes tremendos problemas en tu alma que necesitan ser curados.
Mirando el grupo, agregó:
—Escuchen, ese hombre “Muchos demonios” fue sanado por el Hijo de Dios y tenía sólo un deseo: seguirle y trabajar para él. ¿Saben? Jesús ha hecho lo mismo para muchos de nosotros. Ha quitado de nuestras vidas la culpa del pecado. También ha quitado el castigo de nuestros pecados y, porque él fue crucificado, estamos en paz con Dios. Ustedes se acordarán de esas cosas cuando vean a este nuevo paciente que se mejora día por día.
Y por cierto que se mejoró y dramáticamente. El ambiente siguió estando tenso por un día o dos por las locuras del hombre, pero luego desapareció su insanía. Mbuli, que estaba reponiéndose magníficamente, se interesó mucho en el caso. Al principio, había estado algo asustado. Los alaridos de nuestro nuevo paciente eran alarmantes, pero cuando se tranquilizaba Mbuli traía un informe diario de las úlceras cubiertas de vendajes.
Bwana, la que tiene en la espalda era de este tamaño —abrió la boca de una manera inmensa para alguien tan pequeño— y ahora es así.
Apretó los labios hasta el tamaño de una moneda.
La mejoría continuó. Le dimos la segunda inyección. Desaparecieron las inflamaciones, y las úlceras quedaron limpias. Tenía muchísimos vendajes y esto le dio a Daudi la oportunidad para dar a los enfermeros practicantes varias clases sobre cómo se aplican los vendajes. Al fin del mes de tratamiento, teníamos a un muchacho totalmente normal con una colección de feas cicatrices como único recuerdo de su alocada enfermedad.
Él y Mbuli, que ahora estaba levantado, convaleciente, estaban sentados en el sol mirando a Daudi que preparaba las inyecciones, cuando llegué yo. El de las úlceras, se me acercó y me mostró las cicatrices. Lo miré en el rostro. La furia y locura habían desaparecido; en su lugar había una sonrisa inteligente. Ciertamente que era una nueva versión de los hechos del Nuevo Testamento.
— ¡Kah! Mira, soy una persona nueva —dijo el muchacho.
—Por supuesto —dijo Santiago—. ¿No dice la Biblia que tenemos que nacer de nuevo si queremos vivir realmente? Tú has visto lo que pasa con tu propio cuerpo. Ahora puedes ver ocurrir lo mismo con tu mitima (alma).
—Quisiera quedarme aquí con el bwana y aprender.
—No, quiero que vayas a tu tierra y a tus amigos —le dije—, de la misma manera que “Muchos demonios” hizo en la Biblia.
—Pero, ¿quién me enseñará de Jesús, Bwana? Yo quiero saber de él.
—Yo te enseñaré —dijo una nueva voz.
Miré a Tadayo, uno de nuestros maestros, salidos de la selva.
—Yo te enseñaré y juntos podremos mostrar cómo Dios da una vida que vale la pena.
Se oyeron ruidos como de forcejeo y apareció Daudi, casi arrastrando al tío incrédulo de Mbuli, que protestaba violentamente.
—No quiero verlo.
—Sí, lo vas a ver —dijo Daudi, jadeando—. Hace un mes dijiste que no podría sanarse. Dijiste que Jesús no pudo haber curado a “Muchos demonios”. Y tú...
Se detuvo para recobrar el aliento. El otro muchacho se acercó y se levantó la camisa.
—Mira, mis úlceras se han ido. Fíjate, estoy curado.
El escéptico tragó saliva.
—No es la misma persona —gruñó.
Hubo una explosión de carcajadas.
—Sí, soy yo —dijo el muchacho— pero tienes razón, realmente soy una nueva persona. Mis úlceras han desaparecido. Mi mente está clara y mi enfermedad se fue.
— ¡Kah! Eso es obra de los demonios —dijo el viejo.
—No, es la obra de Dios —respondió Daudi.

6: Hipo

Bwana, sólo nos quedan dos cajas de vendas. No nos alcanzarán para más de dos meses con los ulcerosos y leprosos.
Casi no podía oír lo que decía porque tenía el estetoscopio en los oídos, auscultando el pecho de Mbuli.
—Ah, sí, que hay pocas vendas...
—Sí, Bwana.
—Bueno, atenderé eso cuando termine de revisar a estos chicos. Respira hondo —ordené.
Mbuli obedeció con presteza. Se podía ver su cara feliz en el espejo opuesto. Ahora sus ojos casi habían vuelto a la normalidad, y ya él sabía cómo usar el ungüento para curarlos.
—Date vuelta, Mbuli. Lo hizo con precisión casi militar. Le ausculté los lugares que corrían peligro semanas atrás, pero todo estaba normal. Le di una palmada en la cabeza:
—Bueno, viejito, no pasará mucho tiempo antes de que te puedas volver a tu casa.
Mbuli sonrió.
—Gracias, Bwana.
—Déjanos ahora, Mbuli, y haremos los arreglos para tu viaje.
Lo miré escabullirse y luego me fijé en la gente que estaba esperando en la galería. No había nadie para atender, de modo que me fui al depósito de ropa. Sentado en la máquina de coser, estaba Yohanna, el rengo Yohanna, que había perdido la mitad de sus “medios de locomoción” como resultado de las “atenciones” de un cocodrilo. Allí estaba en su máquina, pedaleando vigorosamente con su único pie, transformado las ordinarias sábanas del hospital, de tal modo que el medio quedase en los bordes. Abrí la ventana en la esperanza de que la brisa hiciera algo para renovar el insoportable calor tropical.
Bwana, aquí hay cuatro sábanas en las que he puesto el costado por el medio—dijo Yohanna—, entonces han sido remendadas muchas veces y me parece que ahora no sirven más que para vendas.
—Magnífico, magnífico —dije—. Necesitamos vendas. Córtalas en tiras de cinco centímetros de ancho, y mandaré alguna de las muchachas de la escuela misionera para que las enrollen y las podamos usar como vendas en la clínica de ulcerosos.
Abrí la puerta del armario para verificar las existencias y había llegado hasta veinticuatro en la cuenta cuando oí un “hic”.
Me detuve, me di vuelta, pero sólo vi a Yohanna trabajando diligentemente en su máquina. Pensé que había oído mal, y puse la tercer docena de vendas en su lugar cuando un “hic” volvió a interrumpirme.
—Yohanna, ¿andas mal del estómago? —pregunté.
Con destreza Yohanna hizo girar la rueda con la polea de su máquina y me miró con aire de interrogación.
—Perdón, Bwana...
—Yohanna, ¿Andas...? —comencé.
— ¡Hic! —volvió a oír de nuevo de algún lugar muy cercano
— ¡Eso! ¿Lo has oído? —exclamé.
Como si fuera una respuesta, se oyó un nuevo “hic” desde afuera de la ventana. Yohanna disfrutaba del momento.
Yo yuli yunji mono yena zinhwikwi (Hay alguien con hipo).
Sonreí mientras el desagradable sonido volvía a pasar por la ventana.
—Quizá sea uno de los muchachitos que ha comido demasiado guiso, Yohanna.
Volví a mi cuenta de vendas. Pero encontré que me era difícil contar porque cada medio minuto, más o menos, se oía un persistente “hic”. La cosa llegó a un punto cuando, asomado a la ventana para satisfacer mi curiosidad, golpeé sin querer los vendajes cuidadosamente apilados, que se vinieron abajo como una catarata.
¡Kah! —exclamé disgustado.
— ¡Hic! —me contestaron de afuera.
Yohanna se reía a más no poder.
—Ve y fíjate quién es, Bwana. Yo recojo todo. Sentado en la sombra, había un hombre de mediana edad, que parecía como si su piel hubiera sido estirada sobre los huesos.
Mbukwa. (Buenos días) —dije.
Abrió la boca para saludarme, pero antes de que pudiera emitir una palabra, todas sus huesudas formas se sacudieron con un violento “hic”.
Yoh, Bwana, dijo por fin—, ¡mira cómo grita mi estómago! Yoh, hic, —se apretó las manos contra su flácido diafragma— mira, he estado quejándome día y noche por muchos días. Yo, hic...
Me miraba implorante. El espectáculo era gracioso pero procuré contener la risa. Llegó Daudi y le guiñe un ojo. Éste meneó la cabeza y no dijo nada.
—Cuéntame tu historia —le dije con energía al hombre— para que pueda ayudarte, para que pueda darte el remedio que haga callar la voz de tu estómago— y mirando a Daudi, agregué en inglés—. Dime, Daudi, ¿qué es lo que produce el hipo?
Bwana, no lo sé con seguridad, pero pienso que es el estómago.
—Por cierto que no: te has equivocado —le dije riendo—. Es un espasmo, una especie de retorcijón de los grandes músculos del diafragma con los que uno respira. Aparece algo que lo irrita. Puede ser el hígado, puede ser el estómago. Pronto descubriremos cuál es.
El hombre con hipo me miraba con curiosidad.
Bwana, estás diciendo palabras que no entiendo —dijo—. He venido buscando ayuda. ¡Qué deseos tengo de que mi interior se calle! Me resulta muy difícil dormir, porque aun cuando me quedo quieto y el sueño va viniendo despacito, de pronto... hic —abrió las manos dramáticamente—. Y ya ves lo que pasa, bwana. No tengo ganas de comer. Me duelen las piernas. ¡Yoh! Cómo me muerde el estómago y mi abdomen está lleno de serpientes inquietas, que se silban una a la otra y se pelean con violencia. Han ido pasando los días y las noches. No puedo descansar...hic...
—Ve al edificio de los pacientes externos —dijo Daudi— el bwana te examinará.
Lo mandé al laboratorio, donde Daudi coleccionó diversas muestras y se puso a trabajar con el microscopio. Cuando se echó sobre la camilla delante mío, le golpeé cuidadosamente las costillas y ausculté su corazón. Lo hacía con mucho cuidado, porque con seguridad su corazón estaría resentido. Estaba totalmente concentrado para descubrir alguno de esos débiles sonidos que fácilmente significan peligro cuando mis oídos fueron sacudidos por un “hic” del paciente. Pocas veces he oído un hipo tan fuerte. Mi paciente se divirtió grandemente por la expresión de susto de mi rostro. Se rió con todas sus ganas, aunque su diversión se interrumpía con el hipo. Cuando se reía, noté algo extraño. Justo debajo de las costillas tenía una inflamación que no era nada normal. Lo palpé con el mayor cuidado. Era imprecisa y sin forma. Cuando empujé la piel con la mano, lanzó gruñidos y quejas. Tenía todos los síntomas de una apendicitis, pero a la vez también todos los de una úlcera gástrica y no me podía decir cuál hasta que vino Daudi y me alcanzó un trozo de papel. En él había escrito con muy buena letra: “Hip-oh”. Me reí.
— ¡No, Daudi, no es “hip-oh”! Es “hipo”.
Yoh! ¿Por qué es un nombre tan raro?
La información que había logrado con el microscopio aclaraba todo el asunto. Nuestro paciente tenía disentería amebiana. Daudi estaba entusiasmado.
Bwana, se los puede ver nadando por todas partes.
Por supuesto tuve que ir a mirar. Cuando cruzaba la puerta, oí a mi paciente, lanzando un ruido que parecía un tiro de gracia. En el microscopio podía verse una buena muestra de criaturas que parecían gotas de petróleo. Se movían entusiasmante, esgrimiendo curiosas patas y recogiéndolas con la misma velocidad. Asentí y llamé a Sansón.
—Quiero un frasco de inyecciones de emetina. Emetina, Daudi —dije a modo de explicación— es la mejor medicina para matar a estos pequeños dudus. Se saca de una planta llamada ipecacuana.
Al oírlo, Daudi hizo girar sus ojos y dijo:
—Ip... ip... —y entonces con una sonrisa—: hic
—No, ipecacuana. Deletréalo.
—I-P-E-C...
Me reí esperando que no me pidiera lo mismo. Pronto nuestro paciente acomodado en la cama, Sansón llegó con su inyección, y se la puso. Esta fue seguida por dosis tras dosis de medicina. Pero sin resultado. El hombre hipaba, hipaba, hipaba. Su estado era cada vez peor. Por eso me decidí por un tratamiento enérgico.
­­—Amigo mío, tienes algo serio dentro tuyo —le dije—. Allí hay algo escondido que, si no lo sacamos, te producirá una vida desdichada.
El pobre individuo sacudió la cabeza.
—Realmente bwana, me va a matar, va hacerme morir. Bwana, sácamelo. Sólo tú, sólo tú puedes hacerlo.
Miró amargamente al paciente de la cama contigua.
Bwana, él me ha estado dando remedios durante muchos meses. “Él” es el muganga (hechicero). Él y mis parientes han fracasado —me tomó por el brazo—. Bwana sólo tú me puedes ayudar.
Murmuré algunas instrucciones a Daudi y pronto volvió con un complejo frasco con un tapón del que salían tubos de goma. Todo el mundo en la sala estaba interesado, pero un susurro de desaprobación se hizo oír apenas colocamos un biombo alrededor de la cama. Cuando estaba conectando los diversos tubos, tuve conciencia del ojo de Mbuli espiando por una rajadura y de su susurro explicando al resto de la sala lo que yo estaba haciendo.
—Está bombeando en un frasco —dijo en voz baja.
Abrí una llave y se oyó el silbido del aire al pasar.
— ¿Qué está haciendo? —dijo una voz grave.
—Está moviendo todo de aquí para allá —susurró Mbuli. Luego se hizo el silencio, interrumpido por un alarido.
— ¡Yoooh! Ha metido una aguja dentro; se ha...
Daudi se puso en acción y movió el biombo. El “informante” se detuvo de repente y oímos los pasos de pies desnudos que se alejaban.
Mi paciente estaba agarrado a los costados de la cama y hacía sus “hics” espasmódicos. Hubo un tirón en el tubo de goma y un chorro de fluido corrió al frasco. El hechicero de la otra cama se sentó con la boca abierta y los ojos despavoridos.
¡Yoh! —masculló.
Jiiih —dijo Daudi—, ¿un absceso? ¡En el hígado!
Miré ansiosamente a mi enfermo; pero él se mostraba radiante.
Yoh, Bwana, algo pasa. Jiii, eso ha hecho callar a mi estómago. Puedo sentir que las serpientes han dejado de pelear.
—Mi amigo, —le expliqué—, hemos quitado de tu cuerpo lo que lo irritaba.
—De veras, Bwana, sí que lo has hecho.
— ¿Querías que el bwana te lo hiciera? —preguntó Daudi.
¡Yoh! —dijo el paciente—. ¡Claro que sí!
—Sí, así me sentía yo cuando pedí a Jesús que me sacara el pecado de la vida —dijo Daudi— y mira, cuando él lo hizo me sentí como tú: aliviado. Pero eso fue sólo el comienzo. Él me ha hecho más fuerte y me ha ayudado de la misma manera que el bwana te ayudará a ti a ponerte fuerte.
¡Yoh! —dijo el enfermo.
Pensé que era un momento poco propicio para predicar, pero Daudi conocía las reacciones africanas mucho mejor que yo.
Una semana después, ya le habíamos dado seis inyecciones. Mi paciente estaba sentado en la cama, comiendo todo lo que se le ponía al alcance.
¡Yoh! Necesito dos cosas, Bwana —me dijo—: alimento para mi alma y alimento para mi cuerpo.
Tomó otra porción del guisado y con la boca casi llena, dijo:
Bwana, Santiago nos cuenta de Jesús todos los días. Nos explica con imagenes y ahora me está enseñando a leer para que yo pueda saber más de Dios. ¿Sabes? Desde ahora voy a servirle. Hace una semana, estaba casi muerto y ahora estoy vivo y feliz.
—Hic —hizo Daudi, detrás de él.
Mi enfermo hizo una mueca.
Yoh. Bwana, se burlan de mí, pero, mira, yo estoy contento porque son mis amigos y me han enseñado la palabra de Dios.
Sentí que me tocaban el brazo.
Bwana, he recibido noticias de que mi abuelo vendrá a buscar ventanas nuevas para sus ojos —oí decir a Mbuli, con una mirada contenta.
Levanté las cejas.
—Quiere decir anteojos, Bwana —dijo Daudi, sonriente.
Moví la cabeza, indicando que había entendido.
Bwana, ¿yo puedo...? —preguntó Mbuli.
—Sí viejito, puedes si...
— ¿Si qué, Bwana?
—Si no ocurre nada anormal, Mbuli.

7: Cazando Para El Guiso

Acabábamos de recibir nuestra droga y todos estábamos entusiasmados. Buena parte de nuestra existencia de medicinas había llegado al momento crítico y era motivo para alegrarse —y mucho— al ver los frascos llenos otra vez. Estábamos acomodando latas y frascos en el dispensario.
Yoh, qué bueno es tener existencia de drogas para seis meses —dijo Sansón.
—Ten cuidado, que te conozco —le dije—. Cuando tenemos mucho, todo está bien. La das por aquí, la das por allá y cuando los frascos ya están por la mitad, entonces...
Sansón asintió.
—Pero, Bwana, cuando tenemos existencia de drogas para un año, ¿por qué resulta que no dura un año? Generalmente, casi se han acabado a los ocho meses y entonces tenemos que racionarlas.
Daudi sonrió. Lo de racionar no era cosa nueva en Tanganica. Levantó el frasco de las aspirinas.
— ¡Este vale diez chelines! ¡Mil dolores de cabeza por diez chelines! ¡Yoh! Mucha de mi gente estará agradecida a la persona que mandó el dinero.
Estaba a punto de hablar para apoyar lo que acababa de decir cuando se abrió totalmente la puerta y Mbuli entró como una bala.
— ¡Yoh, Bwana! ¡Rápido, tu escopeta!
Estaba demasiado agitado como para hacerse entender y enseguida me imaginé leones, perros salvajes, serpientes venenosas y leopardos, todos en una trampa.
¡Yoh! ¡Rápido!, ¡Bwana! —decía el muchachito—. Hay seis antílopes pastando en el maizal que está junto a tu huerta. Puedes arrastrarte detrás de unas rocas y estarás tan cerca que no podrás errar.
Sansón y Daudi sonrieron. Corrí a casa para tomar mi vieja escopeta y una caja de cartuchos. Era la única arma de fuego que teníamos. Distaba mucho de ser eficiente. En una ocasión memorable, había visto una bandada de aves de vivos colores —por lo menos un centenar— y conociendo las posibilidades de aquel calibre 22, había apuntado al extremo más a la izquierda de las aves y había matado a una bien a la derecha de la bandada.
Daudi tenía un cuchillo de caza y Sansón un gran garrote.
¡Kah! Quizá tu pequeña bala asuste tanto a los animales que se queden quietos el tiempo suficiente como para que los mate con mi cuchillo —dijo Daudi.
Yoh, déjenme alguno bueno para que le dé con mi garrote y yo también traiga carne para el hospital —agregó Sansón.
Mbuli saltaba impaciente de aquí para allá. Quería hacer todo por partida doble, pero no podía. Sonriendo a los dos enfermeros por sobre su cabeza, dije:
— ¿Por qué no echan a los antílopes? Les están devorando la comida.
Mbuli retorció la nariz despreciativamente.
— ¿Echarlos, Bwana? Son carne buena. Hay más alimento en un antílope que en un balde de maíz. Vamos, Bwana, tírales pronto. Pueden irse.
Yo estaba limpiando el caño de mi pobre escopeta.
—Vamos, Bwana —Mbuli saltaba de pura ansiedad—. Queremos una fiesta de carne y mucha salsa y trozos de asado.
Estaba corriendo al revés, tratando de alentarme para que me apurara. La raíz de un baobab que brotaba de repente le hizo tropezar. Sus pies apuntaron al cielo y lanzó un alarido de sorpresa.
—Tranquilo, ¡por favor quédate tranquilo! —le dijo Daudi—. ¿Quieres espantar tu festín?
—No le hagas ilusionarse, Daudi. Tenemos muy pocas posibilidades de matarlos con esta escopeta. Hay que apuntar unos veinte centímetros más arriba y treinta al costado y nunca me acuerdo para cuál.
Sansón lanzó una risita.
Estábamos cerca de la huerta. Agazapándonos, seguimos el curso de un río seco. Afortunadamente el viento soplaba en dirección contraria. Detrás de mí oí un grito ahogado. Daudi se había arrodillado sobre un espino y estaba tratando de sacarse de la rodilla una espina de un par de centímetros. Me hizo una mueca
—Es mi primera sangre, Bwana. Ahora te toca a ti.
Hicimos una curva por el río y vimos frente nuestro unas formaciones graníticas. Tan silenciosamente como podíamos —y eso significaba arrastrarnos sobre espinos agudos como bayonetas— llegamos al punto más ventajoso y desde allí vimos a cuatro grandes antílopes, devorando con entusiasmo las mazorcas del maizal. Suspiré, apuntando cuidadosamente al mayor, que estaba a unos cincuenta metros.
Kah, está demasiado lejos —dijo Sansón.
Daudi había sacado su cuchillo y se había puesto en actitud de atleta listo para la carrera. Apunté diez centímetros por encima y treinta a la izquierda del hombro del animal y disparé. Al estampido del arma, los animales se dieron vuelta, pero no se movieron. Hubo un golpecito deprimente cuando la bala golpeó una piedra más allá de ellos.
Mbuli se tragó su desilusión con sus manos apretujadas de nerviosidad.
Volví a cargar silenciosamente. Al no ver nada, los antílopes habían vuelto a pastar y esta vez apunté treinta centímetros a la derecha. Volví a apretar el gatillo. Al ser alcanzado por la bala, el animal cayó. Daudi saltó para matarlo, pero antes de que llegara a medio camino, se había levantado y galopaba hacia las colinas.
Kah, se nos ha ido —dijo Sansón—. Debíamos haber esperado hasta que la herida hiciera su efecto. Ahora, mira, hemos provocado dolor al animal y sólo tenemos un campo vacío.
Sin embargo, Daudi estaba más allá de donde pudiera oírnos siguiendo con afán al animal. Mbuli iba con él y Sansón y yo seguíamos en la retaguardia.
Yoh, no hay nada que hacer, Bwana —dijo Sansón—, mientras atravesábamos un angosto sendero bordeado de cactus. Las piedras se deslizaban ruidosamente mientras trepábamos.
Al llegar a la parte más alta de la colina, nos detuvimos y miramos la llanura circundante. Veinte metros más allá había un conejo tranquilamente sentado, casi invisible contra el gris de la piedra. Levanté mi escopeta y esta vez mis cálculos fueron más exitosos y luego seguimos nuestro camino, mientras Sansón llevaba el pequeño animal.
—Bueno, Bwana, si no tenemos asado, por lo menos tendremos sopa.
Más allá, a casi un kilómetro más lejos, pudimos ver a Daudi persiguiendo al antílope herido. Se arrastraba por la cicatriz erosionando de la tierra, hacia el animal que se había detenido jadeante detrás de una roca.
Kah, si por lo menos tuvieras un rifle que no fuera de juguete —dijo Sansón.
— ¡No hay peligro! —me reí—. La licencia de caza cuesta veinticinco guineas. ¡Ni en cien años, Sansón!
—Pero Bwana, piensa en la carne que podrías conseguir para el hospital.
Yoh, piensa en el tiempo que tengo libre para salir de cacería. Sabes bien que en cualquier momento llega alguien, y dice: “Bwana, te necesitamos en el hospital”, o “Bwana, hay un hombre con la pierna rota” o “Bwana, ¡más bebés!”
Sansón se río.
—Pero, Bwana, ¿no has sacado una licencia para cazar con cerbatana?
—Diez chelines por año, Sansón, y sólo tengo licencia para cazar cuando los animales están destrozando la huerta.
—Ooooh, ¡mira, mira a Daudi!
Había llegado a unos cinco metros del animal, pero éste había saltado alejándose y se acercaba al lugar en que estábamos nosotros. Nos agachamos. Cuando llegó a unos treinta metros, se quedó quieto, mirando directamente en nuestra dirección. Cuidadosamente, volví a apuntar, pero antes de que pudiera apretar el gatillo, ¡cayó muerto!
¡Yoh! ¡Jiii! —exclamó Sansón—. ¡Debe haberse asustado de nosotros!
—Bueno, con susto o sin susto, allí está nuestra comida.
Jadeando por la carrera, llegó Daudi.
¡Yoh! Bwana, ¿dónde está? Jiii! ¡Después de todo!
Señalé al animal en el suelo.
—Pero... ¿cómo?.. ¿qué?...
—Nada más que vino hasta aquí, vio de repente a Sansón y se desmayó.
¡Yoh! —replicó Daudi—. ¡Lo creo!
Mbuli llegó tambaleando sobre por detrás de una piedra. Sansón sonriente, le alcanzó el conejo de la roca. Nos sentamos mientras Daudi recuperaba el aliento y volví a mirar el campo. Era el mejor maizal que había visto. Se lo señalé a Sansón y le pregunté qué significaba un pequeño cuadrado verde oscuro en el mismo centro del maizal. Daudi lo miraba con mucha intensidad.
¡Kah! Eso no puede verse desde la llanura sino sólo desde aquí —dijo.
Miró a Sansón y ambos asintieron como entendiéndose.
—Es nhonde.
—Voy a echar una mirada. Creo que sé qué ese nhonde.
—Pero, Bwana —dijo Sansón— no puedes dejar nuestra carne aquí. Las hienas se la llevarán.
Pues bien, el antílope pesaba fácilmente más de cincuenta kilos.
— ¿Y qué? ¿Qué hay con eso? —dijo Daudi con una mueca—. El Bwana le tiró, yo lo corrí. ¡Tú lo llevas a casa!
Sansón hizo otra mueca, se colocó al animal sobre los hombros y caminamos a través del campo.
Bwana, el nhonde es una droga muy poderosa— dijo Daudi—. Los que lo aspira tienen sueños raros. Su sabiduría desaparece. Se portan como monos y son un peligro para todos.
Cuando llegamos al sembrado, un gentío vino a ver el resultado de nuestra cacería. Pero me di cuenta que nos mantenían lejos de aquella huerta.
Mientras caminábamos rumbo a casa al atardecer, turnándonos para llevar el antílope que para entonces iba colgado de un palo, Daudi dijo:
Bwana, era una buena huerta y un alimento para los ojos, con su altura pareja y derecha y las buenas mazorcas llenas de grano, pero en el medio podredumbre y muerte, bien escondida: aquella parcela de la droga mortal, que sólo se ve cuando se llega arriba.
—Sí, la parábola es clara —dijo Sansón, cambiándose el palo de un hombro al otro—. Dios, desde su ventajoso punto de vista ve la podredumbre de los hombres que nosotros creemos buenos y lo que importa es lo que ve Dios.
Aquella tarde nos sentamos alrededor del antílope que se asaba, y a la luz del fuego, Daudi contó la historia del buen grano y la droga peligrosa.
Sentado en un banquito de tres patas, le escuché una vez más:
—Lo que importa es lo que Dios ve, y Dios dice que no se puede pecar y no sufrir las consecuencias.
Casi todos los que participaban de aquel festín iban a tener ese punto aclarado de forma dramática en tres días.

8: Anteojos

Desde mi tierra me habían mandado anteojos en desuso. Los había con armazón de oro, con armazón de cuerno, sin armazón, bifocales, pincenez, en forma de media luna, en forma de luna entera y a la última moda neoyorquina, de mil y una formas, colores y grados de reparación y destrucción. Era una colección sorprendente, pero a la vez muy útil el que ahora formaba nuestro Departamento de Anteojos.
A cada estuche se le ponía una indicación del tipo de anteojos que tenía dentro y para descorazonar a los que querían anteojos sólo por el gusto de cambiar de aspecto, le colocábamos un precio de cuatro chelines por par de anteojos y cincuenta centavos adicionales por el estuche. Sobre la pared estaba la clásica cartilla. La línea superior tenía las letras X B de gran tamaño y debajo de ella estaban las H P E B. En letras más pequeñas estaban E L C Z T G y aún más chicas, L P B F D E Z y una larga fila de letritas muy chicas.
Había una serie de otras cartillas en su propio idioma de varias clases y tamaños, pero el orgullo de nuestro hospital era una gran caja de lentes, que había mandado como obsequio una dama que había recuperado la vista gracias a la ciencia médica. Sintió que debía expresar su gratitud de manera práctica y por cierto que no hubiera podido encontrar una manera mejor que la de ayudar a recuperar la vista a nuestros amigos africanos.
Aguardándome pacientemente había un grupo, tres de ellos maestros, que trabajaban en nuestras escuelas misioneras en el monte. Uno de ellos tenía una marca que indicaba una antigua operación de cataratas y estaba esperando los gruesos lentes que le permitirían leer de nuevo, luego de años de ceguera. Me apretó fuertemente la mano.
Kah, Bwana, ¿hay alguna persona más afortunada que yo? ¡Puedo leer páginas impresas en sistema braille con la punta de mis dedos y ahora puedo también leer la página impresa con mis ojos! Mira, a la noche cuando no tenga aceite para mi lámpara, usaré mis dedos.
Miró a sus compañeros de espera.
¡Yoh! Hay algunas ventajas en quedarse ciego. ¡Cuando uno vuelve a ver aprecia mucho más sus ojos!
Se rió mientras le acomodaba los anteojos en su cara. Tomó un Nuevo Testamento, dio vuelta a las páginas y leyó: “Una cosa sé, que antes era ciego y ahora veo”. Se sacó el par de anteojos, sopló sobre ellos y los limpió con los faldones de su camisa, que usaba fuera de los pantalones. Volvió a colocárselos sobre la nariz, puso cuidadosamente la caja en una bolsita de cretona floreada, se cubrió con su arruinado sombrero de fieltro y salió proyectando total felicidad.
Bwana, he traído una cabra para mostrar mi gratitud por lo que me has hecho
–dijo, dándose vuelta hacia mí—. ¿Cuándo desearías que la maten? Es una vieja costumbre que el donante participe en el asado de la cabra.
Llamé a un jovencito del personal e hice arreglos para una sikuku (festín) aquella tarde.
Mi próximo paciente se sentó y miró la cartilla con su extraña serie de letras. Se detuvo en la tercera línea. Le pusimos un armazón sobre la nariz y probamos varios lentes.
— ¿Van mejor o peor? — iba preguntando yo.
En poco rato encontramos los lentes adecuados. Fui al armario y descubrí que el único par que quedaba era un primoroso juego de pincenez con una cadena de oro. Traté de adaptárselo a su nariz grande, con el resultado más divertido. Se quedaban en su lugar por sólo apenas un ratito. Los apretaba en vano, mientras la pequeña cadena de oro cumplía admirablemente su función. Yo le dije:
—Ven más adelante, a ver si entonces tengo otro par para darte.
Pero él no estaba desilusionado de ninguna manera y repuso:
—Mira, Bwana, cuando tenga que leer me los voy a sostener con la mano—. Y se fue perfectamente feliz.
El tercer hombre no fue tan afortunado. No fue difícil diagnosticar su mal ni decirle el tipo que requería, pero sí fue difícil decirle que lamentablemente no teníamos más anteojos como para él, pero que esperaba tenerlos en seis meses. Movió tristemente la cabeza.
—Entonces, Bwana, tendré que seguir dependiendo de mi nieto, que ha asistido a la escuela de la misión. Él me va a leer. Pero es muy joven y se divierte mucho jugando al fútbol. Bwana, ¿me guardarás un par, verdad?
Se lo prometí.
Mi cuarto cliente no me era desconocido. Era nada menos que el abuelo de Mbuli. Me mostró cómo ya no tenía picazón, pero luego se lanzó a una larga explicación de cuánto necesitaba un par de anteojos. Preferiría de “esos con patas rayadas como leopardo y con las ventanas envueltas en piel amarilla”.
Miré a Daudi que hacía una mueca de diversión. Le respondí, pero sin captar lo que quería decirme. Cubriendo con cuidado uno de los ojos del paciente, le pedí que leyera la cartilla. La miró como lo haría un corto de vista, trató de sacar la mano con que le cubría el ojo izquierdo y dijo:
—No puedo leer nada.
Entonces probé con el otro ojo y él volvió a mirar de la misma forma.
Yoh, no puedo leer nada —dijo disgustado, sacudiendo la cabeza.
—La línea de arriba —le insistí—. Bueno, eso es fácil, está por el fin del alfabeto.
Ujuh, no la pudo leer —fue otra vez su respuesta.
Entonces se me ocurrió que estaba pasando algo anormal. Daudi se retorcía de la risa. Había tres moscas caminando por el marco de la ventana y entonces hice que mi paciente mirara hacia allá. Pues bien, esas moscas estaban mucho más lejos y eran más difíciles de ver que las pequeñas letras impresas, pero cuando yo le pregunté qué era lo que se trepaba por la ventana, él contestó “tres moscas” sin dudar para nada, y agregó:
—Yo sé cómo son las moscas, pero esas cositas raras en el papel...
Sacudió la cabeza. Daudi estalló de risa y dijo:
Bwana, claro que no puede leer las letras, ¡porque nunca aprendió a leer!
El abuelo quedó de lo más satisfecho cuando le regalé un armazón sin lentes, totalmente inútil, todo pegoteado con pedazos viejos de tela adhesiva.
Bwana, voy a la aldea del padre de Mbuli —dijo— ¿Lo dejarías venir conmigo?
Yo no veía razón por la que el muchacho no pudiera ir. Ahora estaba perfectamente bien, sus ojos estaban curados y una cicatriz abajo del omóplato era cuanto quedaba de su neumonía.
Mbuli me apretó y sacudió la mano con las suyas con efusividad.
Assante (gracias), Bwana —me dijo y con los ojos que le bailaban se alejó con el viejo Mukombi.
Sin mucho entusiasmo, volví a examinar ojos. Me había encariñado con el muchachito. Aguardándome con impaciencia había un anciano de aspecto poco común, vestido con un raído saco color kaki y una larga túnica blanca, que parecía un camisón, que llaman khanzu. Me trajo un par de anteojos a los que según él, les faltaba fuerza.
—Mira, Bwana, se les ha gastado la fuerza en los dos últimos años y quiero un par más joven.
Lo senté enfrente de la cartilla y le puse uno “más fuerte”.
— ¿Qué letras ves arriba de todo?
—X B, Bwana.
— ¿Y en la línea siguiente?
—P Z T, Bwana.
— ¿Y qué palabra hay debajo de todo?
Movió inquieto la cabeza, después de estudiarla un poco.
— ¿Qué? ¿No puedes verlas? —le pregunté.
La observó detenidamente por un rato más y entonces dijo lenta y deliberadamente:
Bwana, sí puedo verla.
—Bueno, ¿entonces por qué no la dices?
—No es verla lo que me resulta difícil. Es una palabra muy difícil de pronunciar, porque debe ser una palabra inglesa. Por lo menos, seguro que no es en chigogo, nuestro idioma.
Daudi estalló de risa, porque la línea decía “L P B F D E Z”.
Cinco minutos después, plenamente satisfecho con sus anteojos “más jóvenes”, el anciano se retiró.
Acababa de guardar todo, cuando apareció otro hombre. Le expliqué que tenía que irme a hacer otro trabajo, pero me preguntó:
— ¿Te irás, Bwana, aunque yo he caminado muchos kilómetros hoy y necesito mucho tu ayuda?
Realmente la necesitaba. Parecía que de cerca veía bien, pero a la distancia todo era borroso. Una vez más, extraje todos mis lentes y encontré los adecuados.
Daudi estaba muy impresionado con ese caso. Pude verlo poniendo sus dedos en varias porciones del Nuevo Testamento.
— ¿Qué estás haciendo, Daudi?
Bwana, estoy pensando en mi plática de esta tarde para los hombres y mujeres internados. Aquí hay un hombre en gran peligro. Puede ver bien las cosas a la altura de su nariz y por debajo de ella. Si tiene un bicho, lo va a descubrir antes de que le pique.
“¡Es un pensamiento consolador!”, me dije.
—Pero cuando camina por la selva, su vida está en peligro—continuó Daudi—. Puede haber un león a cien metros en el sendero, pero él seguirá caminando tranquilamente y, piensa, ¿qué le ocurrirá? —Los gestos de Daudi expresaron claramente lo que era de imaginar que ocurriría—. Piensa que todo anda bien, pero sus ojos son pobres. ¿No es como el hombre que piensa sólo en el estómago y deja a Dios fuera de sus cálculos? No piensa en el futuro. Se siente bien y está ciego a los peligros y dificultades que le rodean...
Estaba en la sala, haciendo un vendaje aquella tarde cuando Daudi fue a dar su plática. Y por cierto que fue una presentación vital y poderosa. Cuando dejó la sala de mujeres, para hablar en la de los hombres, oí a dos mujeres que hablaban de lo qué había dicho el enfermero:
Kah, nunca me preocupé de pensar en Dios hasta que llegué hasta aquí.

9: Drogas Peligrosas

Todo lo que quedaba de nuestro festín de unos días antes era un montón de huesos y un chico muy enfermo que, según yo creía, se había tomado muchas libertades con el asado. Después supe que él y otro muchacho que recién habían llegado del monte, habían escondido tres días debajo de la cama lo que ellos consideraban las mejores porciones. ¡Y no hay que olvidar que Tanganica está en los trópicos, apenas al sur del ecuador!
Cuando creyó que su trozo de carne estaba maduro, lo cocinó y lo comió en secreto, pero, para diversión de todos, su secreto duró menos de lo que él pensaba. Estaba echado en cama quejándose y con sus manos cubriendo su estomago.
¡Yoh! La paga de la gula es la gastritis —dijo Daudi—. Lo peor del caso, Bwana, es que no le gusta el aceite castor... de modo que le di sal inglesa, mucha sal inglesa.
El desdichado muchacho miró hacia arriba y se quejó.
— ¿Te parece que le ayudará un emplasto de mostaza? —preguntó Daudi con crueldad.
—Un poco de bondad, Daudi —le dije con cierta energía—, ya ha aprendido su lección.
Desde el rincón donde estaba echado el joven glotón se oyó un sonido volcánico que agregó fuerza a mi argumento.
Santiago se me acercó.
—Hay un hombre muy enfermo, cerca de donde mataste los antílopes el otro día. Bwana, dice que está muy quemado.
Daudi levantó las cejas.
¡Kah! Santiago, ¿crees que es nhonde?
Santiago asintió.
— ¡Por supuesto! Desde hace tiempo se sabe que la gente de esa aldea mezcla nhonde con su tabaco.
Yo había descubierto que “nhonde” es la palabra chigoga para la marihuana, un narcótico muy potente.
— ¿Lo traerán aquí, Daudi?
—Sí, Bwana, pero van esperar hasta la noche. Tienen mucho temor de los hechizos y piensan que trasladar a una persona de día es invitar a sus enemigos para que lo ataquen con hechizos hasta matarlo, y por eso esperarán hasta la noche.
—Pero, para esa hora, el hombre estará muerto.
Santiago se encogió de hombros.
Bwana, eso no le importa mucho. Tienen más temor de los hechizos que de la muerte.
—Entonces vayamos y traigámoslo en el auto viejo —dije—. Quizá salvemos su vida y le podamos hablar de algo más satisfactorio que saborear esa basura que perturba la inteligencia y hace soñar cosas raras que no tienen sentido.
—Jeringas, morfina, ácido tánico (dos tubos de eso), y vendas esterilizadas, Daudi. Kefa, un colchón, algunas mantas y una almohada. Aquí están las llaves del auto, Sansón.
Cinco minutos después estábamos listos.
Seguimos por el camino todo el trayecto que pudimos, y luego nos lanzamos a pie cruzando las llanuras. Una y otra vez fue necesario apisonar los lados de lecho de algún río seco, pero antes del mediodía habíamos llegado a destino. Echado en la sombra, cubierto con una sucia tela, estaba el enfermo. Las moscas volaban a su alrededor y no había nadie a la vista. Daudi señaló con el mentón hacia la colina donde, una semana antes, habíamos visto la parcela de verde oscuro creciendo en el centro del maizal.
—Están escondidos allá, Bwana.
—Si, y naturalmente que si se esconden es porque sus mentes no están tranquilas —dijo Sansón.
Me abrí paso por entre el maizal hasta un lugar que ahora era suelo raso. Todo rastro de lo que había crecido allí, había desaparecido.
Jiii, se puede arrancar la planta, pero no sus efectos —dijo Daudi—. Mira, realmente la planta es como el pecado. Puedes hacer todo lo que quieras para destruirlo. Pero no se pueden evitar sus efectos. Bien dice la Biblia que “el alma que pecare, esa morirá”.
—Sí, Daudi, y también dice bien que Jesús es el único remedio.
Desde la colina, se oyó una voz enojada y vi a Sansón llevando del brazo no muy amablemente a un viejo que reconocí como el principal de la aldea. Hubiera sido contrario a todas las reglas de aquella tribu si hubiéramos tocado al enfermo antes de que estuvieran presentes sus parientes. Me pareció que Sansón había hecho ya su obra sobre el viejo réprobo que había cultivado la marihuana, porque ahora estaba dispuesto a todo.
—Sí, Bwana, llévalo al hospital y trátalo. Mira, sufre de ndege dege (lo que literalmente significa “ondulaciones”).
Daudi levantó la tela. No dijimos ni una palabra por la impresión de ver el cuerpo inerte del tío de Mbuli, con una tosca clavija de madera en la nariz. Daudi comentó:
—El nhonde no tiene piedad. Arruina la vida y crea un hábito que lleva a la muerte.
Yo me había inclinado sobre el hombre. Estaba tan profundamente bajo los efectos de la droga, que una extensa quemadura de su espalda no parecía causarle dolor alguno.
—Tráeme la tintura roja y el ácido tánico —ordené.
Daudi obedeció prontamente y a los pocos minutos la herida estaba vendada. Para esa hora, había llegado una serie de gentes asustadas. Daudi aprovechó la oportunidad para contarles la antigua historia del Hijo de Dios que fue crucificado para librarnos del castigo de nuestros pecados y que volvió a la vida al tercer día para ser un Dios viviente y un Amigo para aquellos que le siguen.
—Pero ¿qué es el pecado? —preguntó un hombre más atrevido que los otros.
Con un gesto expresivo, Daudi señaló la parcela del huerto donde había crecido el nhonde y luego señaló al hombre que había hecho la pregunta.
—El pecado es hacer lo que ustedes saben que está mal. No se puede pecar y evitar las consecuencias.
Daudi señaló la figura inerte envuelta en mantas sobre el colchoncillo que habíamos traído.
—Miren, él ha pecado por su propia voluntad y ¿qué ha pasado? Se cayó al fuego, su vida está en peligro y sufrirá mucho cuando recobre el conocimiento.
Dejándolos para que pensaran en todo esto, pusimos al enfermo en el auto y estábamos a punto de salir cuando el jefe dijo:
— ¿Y van a dejar al niño?
— ¿Qué niño? —pregunté.
Por toda respuesta, me señaló con el mentón al extremo más alejado de la choza de barro, iluminado sólo en los lugares en que el barro había caído de la pared y la luz se filtraba. Abriéndome camino a través de calabazas, cacharros, una gallina y una cantidad de cajas de mimbre para granos, llegué a un punto oscuro y maloliente. Encendí un fósforo. La escena era indescriptible por la suciedad y el desorden. Sobre el piso barroso, con insectos caminándole encima, vi el cuerpo de Mbuli.
El fósforo se apagó. A tientas, llegué a su lado y le tomé el pulso. En su muñeca no se sentía nada, pero una débil palpitación en la región del corazón mostraba que estaba apenas, realmente apenas vivo.
De alguna parte, Daudi consiguió un farol. En un minuto, envolvimos en una manta al muchachito y lo llevamos cuidadosamente a la luz. Entonces comenzamos un viaje de pesadilla. Me senté en la parte trasera entre mis pacientes. El viejo coche saltaba salvajemente mientras recorríamos caminos aún por cubrir y lechos de ríos secos.
Estábamos a la vista del hospital cuando me di cuenta que habíamos llegado demasiado tarde. El tío de Mbuli estaba muerto. No era momento de sentirme derrotado porque estaba dispuesto a luchar hasta el fin por la vida del chico. En cuanto pudimos, lo pusimos en su antigua cama y yo mandé buscar a sus familiares. Sólo una transfusión de sangre podría salvarlo. Mientras que esperaba con impaciencia que aparecieran, escuché la historia de lo sucedido.
Parece que nuestro pequeño paciente había ido muy feliz con Mukombi, su abuelo. Pero se habían detenido a celebrar en casa de su tío. Habían hecho parte de los festejos con un trozo del antílope que yo había matado y “envuelto cuidadosamente”, como el que fue escondido en el hospital. Comer de esa carne había producido una aguda intoxicación y a Mbuli, que “de alguna manera estaba hechizado”, simplemente dejaron para que muriese. El abuelo, embriagado de cerveza, había creído que el muchachito se había ido por sus medios a su casa y el tío se divirtió con la marihuana. Tres días de disentería aguda habían llevado a Mbuli hasta el umbral de la muerte otra vez.

10: Transfusión De Sangre

—Daudi, si le damos medio litro de sangre, quizás lo salvaremos. Reúne a todos los parientes que puedas mientras yo preparo las cosas; no tardaré en estar listo.
Reuní un trozo de vidrio de ventana roto, un lápiz de grasa, un calentador y varios tubos de vidrio de diversos tamaños. Sansón encendió el calentador y yo hice una demostración de aficionado, de cómo soplar el vidrio para obtener una selección de aparejos pequeños, curvados y en forma de botella, para ser usados en recoger sangre para la transfusión. Después de pintar dos o tres quemaduras algo dolorosas con ácido pícrico, dibujé una media docena de círculos sobre el trozo de vidrio y me dirigí a Sansón.
—Llama a los familiares. Tráelos de uno a uno que les probaré la sangre.
Mi primera víctima era el anciano abuelo, naturalmente nervioso y aprehensivo a raíz de su negligencia. Se sentó sobre un tanque de petróleo, totalmente boquiabierto. Me parecía oír los latidos de su corazón. Tomé su grueso pulgar, lo lavé con agua oxigenada y le clavé profundamente una aguda aguja bayoneta.
Jiiii, yaaaa, Oooo —gritaba el anciano.
¡Yah! ¡Tú, un anciano de la tribu, que mataste con las manos un león, tú saltas cuando te dan un pinchazo! —dijo Sansón.
—No fue el pinchazo —dijo avergonzado el paciente—, sino lo que yo me imaginaba que dolería el pinchazo.
Me observó con algún interés, mientras yo recogía la sangre en el tubo que acababa de fabricar.
¡Jiii, yah! ¡Qué sabiduría! –decía mientras veía correr la gota a la pequeña botella.
Puse al tubo el número 1 y tomé otro con una solución, le agregué algo de sangre y también le puse un rótulo con un 1. El anciano salió apresuradamente por la puerta.
—Llama al próximo, quienquiera que sea, Daudi —ordené cuando se hubo ido.
Por la puerta oí esta conversación en reprimido susurro:
— ¿Qué te hizo? ¿Era brujería?
El abuelo de Mbuli sacudió la cabeza.
—No es nada de eso. Sólo un pinchazo y las botellitas más graciosas que he visto. Realmente estos europeos hacen cosas raras.
— ¿Estaba preparando medicinas?
—Creo que sí. Pregúntenle.
Después de eso, entró el interrogador. Era un individuo de aspecto extraño, con las orejas llenas de adornos y una serie de encantamientos, que en su mayoría eran los órganos internos de un pollo envueltos en una piel de cabra y atados con un trozo de hilo sisal fino.
Repetí mi procedimiento anterior. El hombre estaba demasiado asustado como para moverse o emitir sonido alguno, y salió casi como un rayo cuando se lo indiqué.
La víctima número tres era una muchacha de rostro alegre, con un bebé en la espalda. Se sentó, extendió el pulgar y puso mucho interés en lo que pasaba. Cumplí otra vez con la rutina y mientras recogía la sangre gota a gota, me dijo:
— ¿Es cierto, Bwana, que sacas mi sangre y que la pones en una botella y luego en las venas de mi pariente?
—Sí, así es. Pero la sangre de todos no es igual y si no se da a una persona la sangre adecuada, bueno, su sangre se pone apelotonada, como un guiso mal cocinado. Por eso estoy probando la tuya para estar seguro de que servirá para el pequeño Mbuli y salvará su vida.
Asintió con la cabeza.
—Entiendo, Bwana. Ya ves, fui un tiempo a la escuela para niñas de la misión y aprendí esas cosas en la clase de higiene. Mira, es cosa buena aprender en la escuela las palabras de sabiduría que permiten entender. La hechicería hace que todo parezca perverso, pero la sabiduría arroja luz sobre todo.
Llené mi último tubo.
— ¿Te gustaría observar y ver cómo hago todo esto?
—Sí, Bwana, me gustaría mucho —dijo, acomodando al bebé más arriba en su espalda.
Tomé dos tubos. Uno tenía un fluido amarillo claro, el suero del que habían sido separadas las células sanguíneas. De mis varios tubos, puse allí una gota, mezclando la del paciente con la de sus familiares que estaban dispuestos a dar sangre y salvarle la vida. Sacudimos de aquí para allá la primera muestra del donante Número 1. La solución rosa naranja se transformó súbitamente y tomó el aspecto de granitos de pimienta disueltos en agua. Se lo mostré a la muchacha.
—Ya ves, la sangre del viejo no sirve
Miró por el lente de aumento en la prueba.
Yah, esto es algo nuevo —dijo.
La prueba siguiente dio el mismo resultado. Una vez más aparecieron las partículas como granos de pimienta.
—Tampoco es buena.
Tomé otra placa. Ahora mezclé su propia sangre con la del enfermo. Sacudí el trozo de vidrio de aquí para allá y la examiné con interés, pero esta vez no aparecieron las partículas como pimienta.
—Aquí ves. Tu sangre es justamente la buena y por eso tú puedes salvar la vida de tu pariente.
La muchacha sonrió.
— ¿Duele, Bwana?
—Un poco —aclaré—. Puedes sentirte con algo de sueño y un poco mareada por unos minutos, pero nada más.
Bwana, me alegra poder hacerlo —me dijo mirándome—. Cuando estaba en la escuela, aprendí del Señor Jesús y de todo lo que él hizo por mí y me alegrará ayudar a otros como él me ayudó a mí. Mira, mis parientes son muy duros para entender y quizás de esta manera yo pueda explicarles sobre Dios cuando ayude a Mbuli con mi propia sangre.
Pasó a la sala y mientras yo preparaba varias agujas, frascos y botellas, Daudi apareció en la puerta.
Bwana, tiene el pulso muy débil. No puedo tomárselo bien.
Fui a ver a nuestro amiguito. Estaba totalmente agotado. Con una mirada ansiosa, murmuró:
Bwana, tengo miedo.
—Voy a volver, Mbuli, con un regalo que hará que las cosas cambien totalmente.
Tan rápido como fue posible, extrajimos la sangre de la muchacha. Con satisfacción, observé cómo pasaba al frasco. Todo el proceso se desarrolló sin inconvenientes, aunque el aparato era improvisado. Trozos de tubo de goma, una aguja que era para otro fin y una botella para escabeche eran las partes principales. Lentamente, la sangre se deslizó hasta que llegó a la marca de lápiz de grasa que había en la botella.
—Medio litro —mascullé, quitando cuidadosamente la aguja y cubriendo el pinchazo del brazo de la muchacha con un cuadrito de tela adhesiva.
—Bwana, ¿puedo ver cuando se la das a Mbuli? —dijo—. Después de todo, es mi sangre.
—Sí, ven —dije sonriente—. Puedes quedarte en la cama contigua.
En la sala estaban Daudi e Hilda. El brazo de mi enfermo estaba listo. Tenía puesto un torniquete y toallas esterilizadas en posición. Me lavé las manos en una lata de queroseno partida por el medio y busqué la vena.
— ¡Escuchen todos! Quiero que oremos antes de hacer la transfusión.
Inclinaron la cabeza y yo pedí a Dios que aquella transfusión pudiera hacerse con éxito, para dar fuerzas a Mbuli y él tuviera nueva vida. Cuidadosamente introduje la aguja y para mi grato alivio logré colocarla en la vena en el primer intento.
Yah, ¡vale la pena orar! —dijo Daudi.
Él se daba cuenta de la enorme dificultad de colocar la aguja que usábamos —la única disponible— en la vena de un paciente desvanecido. Lentamente, el fluido salvador estaba entrando en la vena.
— ¿No le hubiera hecho el mismo bien alguna otra cosa? —preguntó Daudi.
—No tanto. Sal y agua dan buen resultado. Una mezcla de varias sales, azúcares y goma es mejor aún, pero lo mejor es la sangre completa.
Reinó el silencio mientras observaban el persistente goteo que desaparecía en la vena. Mbuli abrió los ojos. Sintió enseguida los efectos de la transfusión. El cambio era dramático. Miré a la muchacha que le había dado la sangre. Tenía en el rostro una expresión que me intrigaba. Al descubrir mi mirada, levantó la suya.
—Estaba pensando, Bwana, que para mí fue cosa muy sencilla dar algo de sangre para salvar su vida, pero que ha sido algo mucho más grande lo que hizo Jesús.
—Sí, es difícil de entender para nuestra manera común de entender las cosas —dijo Daudi—. Pero, ¿sabes?, es más fácil entenderlo cuando vemos estas cosas que pasan en el hospital. Entendemos mejor lo que le costó a Jesús.
—Tienes razón, a Jesús le costó la vida darnos a nosotros vida eterna —dijo la muchacha. Nuestro paciente abrió los ojos y dijo:
—Tengo sed.
Daudi le dio un trago de té azucarado. Mientras le retiraban la taza, Mbuli dijo:
—Me siento más fuerte ahora. Esa medicina me ha ayudado.
—No es medicina: es la sangre de tu pariente.
—Oh, ¿y por qué me le ha dado?
La miramos. Sin dudar, ella respondió:
—Después de lo que Jesús hizo por mí, me ha dado una gran alegría hacer algo para él, para ayudarte.
Eso me trajo a mente el versículo que había aprendido en las rodillas de mi madre: “Por cuanto lo hiciste a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis”.
—Soy una pobre mujer —continuaba la muchacha—. Mi marido tiene pocas vacas y menos cabras, pero por lo menos estoy sana y puedo dar sangre.
Su bebé se puso a llorar.
Bwana, debo irme a alimentar a mi hijito.
Lo tomó de la espalda. Ciertamente era un niño magnífico. Admiré sus dos dientes delanteros. Orgullosamente sonrió.
—Le estoy dando ahora algo de avena liviana y le gusta mucho. Estoy siguiendo la norma: “Nada sino leche hasta que salgan los dientes”.
Volvió a sonreír y salió de la sala. Las últimas gotas del fluido salieron de la botella de escabeche. Vendé el brazo del paciente para que Hilda lo pusiera cómodo.
Bwana, ¿me podrían bajar los pies de la cama ahora? Mira, no puedo ver por la ventana.
—Todavía no. Mañana —le dije sonriendo.
A la mañana siguiente, se notaba un gran cambio. Mbuli tenía el pulso fuerte, con un ritmo razonable, y él estaba hambriento, lo que era un signo de mejoría. Hice unas notas en su historia clínica.
Bwana, estoy empezando a entender sobre Jesús —dijo Mbuli—. Bwana, él me ama.
—Sí, Mbuli, te ama, y desea que tú también le ames.

11: El Hechicero Atemorizado

Reuní al personal. La enfermera principal y yo habíamos estado pensando seriamente varios días y al fin estábamos en condiciones de poner en marcha un plan en el que habíamos soñado por largo tiempo. Daudi estaba sentado en una banqueta de tres patas. Sechelela, con su bisnieta a la espalda, estaba en un banco, junto a Yuditi, la maestra, mientras Kefa y Sansón compartían un tanque de petróleo como asiento. La enfermera estaba en mi sillón de escritorio y yo me quedé de pie para hablar al grupo.
—Desde hace mucho hemos estado haciendo averiguaciones y parece que algunos de los jefes están impidiendo que la gente venga al hospital porque los hechiceros les dan vacas para que lo hagan.
—Es cierto, Bwana —dijo Daudi, confirmándolo con la cabeza.
—Bueno, vamos a hacer una exhibición especial para los jefes —dije—. Los invitaremos a venir. Traeremos al bwana comisionado provincial (un alto oficial del gobierno) y le mostraremos nuestro trabajo, nuestros microscopios, la forma en que administramos nuestras medicinas. Las alumnas de la escuela de enfermeras les harán demostraciones de curaciones. Daudi les dará una conferencia sobre dudus y les mostrará los insectos y microbios por los lentes de aumento de los microscopios. Traeremos a personas que han estado enfermas y que ahora se han recuperado. Miren, tengo fotos de algunas de ellas cuando vinieron aquí y ellos podrán ver la diferencia. Les mostraremos el laboratorio y cómo se preparan las medicinas.
Hubo un movimiento general de cabezas diciendo que sí.
Bwana, es una buena idea —dijo Kefa—. Mira, así podrán opinar por sí mismos sobre el valor de nuestro trabajo.
—Yo también pienso que es una buena idea, y todos debemos hacer nuestra parte —dijo Sansón.
—Sí, yo reuniré a los niños para que vengan a la clínica —dijo Yuditi— y le pediremos a los jefes que traigan a sus mujeres e hijos y, bueno, ellos verán la diferencia entre sus hijos y los que han venido a la clínica.
Pero Sechelela sacudió la cabeza.
Bwana, no les demos demasiado para pensar a la vez. Primero hagámoslos reír y entonces escucharán y recordarán.
—Y así podremos dar un buen golpe a la hechicería mostrando al pequeño Mbuli en el momento adecuado —comenté.
Miré Sechelela.
—Sí, eso es sabio, pero, ¿cómo lo haremos? —dijo.
— ¿Qué opinan? —pregunté al personal.
Bwana, es buena idea —dijo Daudi—. A la gente de nuestra tribu le gustan los cuentos, especialmente los cuentos de animales. ¿No podríamos hacer una representación sobre esta historia que yo leí el otro día?
Todos se rieron en la habitación.
—Vamos, Daudi, cuéntanos cuál es esa última historia.
Se sentó cómodamente, se apoyó contra la pared, estiró los pies y dijo:
—El piojo le dijo a la cucaracha...
Yo miré a la enfermera y ella se sonrió:
—Daudi, ¡espero que sea una buena historia!
Él se rio y continuo:
—El piojo le dijo a la cucaracha: “El hombre es mi más antiguo enemigo y la mujer es mi más antigua enemiga y yo sé cómo tratarlos a los dos. Sé cómo esconderme y sé cómo correr. Me gustan las ropas sucias con arrugas y los vestidos mugrientos; me gustan los pantalones viejos y me gustan todas las cosas roñosas. Me encantan las personas que usan esas prendas, aunque me odien y me persigan. Mientras yo tenga piernas y la sabiduría de mis antepasados, me escaparé de la furia de esa gente, porque yo y mis hijitos estaremos bien escondidos en su ropa. Pero aborrezco a la mujer que pone agua en un cacharro, y el cacharro lo pone sobre el fuego para lavar la ropa y la ropa de su familia, y la pone a hervir en el cacharro. Mi amigo, cuando pienso en esas cosas, me muero. Cuando veo cierta clase de mujeres: aseadas, ordenadas, pulcras, sin una mancha encima, con el cuerpo como el de un recién nacido, bueno, yo sé cómo vive esa mujer y su familia. ‘Allí tienen a su gran enemiga’ le digo a mi familia. ‘Escapen de una mujer así si no quieren morirse de hambre o vivir en los troncos y pescados muertos. Porque una mujer así, no tiene bondad. No piensa sino en sus hijos. Los herviría a ustedes como si fueran granos de arroz’.
“‘Piensas demasiado en tus problemas’, respondió la cucaracha. ‘Yo conozco a esa mujer. Siempre anda con una escoba. Veo sus ojos que me persiguen cuando mi trabajo me obliga a cruzar por el piso. Mis hijos y yo ya no viajamos más de día. Tenemos que hacer nuestro viaje de noche. No puedo ni decirte cuántas docenas de hijos he perdido cuando ella ha visto a mi familia corriendo y los ha barrido y arrojado al fuego. Los he perdido para siempre, sin tener siquiera un cadáver para enterrar y llorar. Pero, ya que tú eres tan inteligente, dime ¿por qué tienes que morir? En el pasado, tú siempre estabas diciendo con orgullo que el Hombre, el gran cazador, podía matar al elefante, al león, al jabalí salvaje, a la víbora escondida y al pájaro veloz, pero que tú y tus hijos se escaparían de él para siempre’.
“‘¡Ah, los viejos tiempos!’, exclamó el piojo. ‘Me haces llorar. ¿Quién hervía una ropa en aquellos viejos tiempos? Nadie. En ese entonces yo decía a mis hijos: ‘Ahora la mujer va al río y se lavará el cuerpo y la ropa en el río. Por supuesto, eso no es nada agradable, pero es una de las molestias de esta vida. Quédense quietos, agárrense bien, no se suelten y todo andará perfectamente’. ¡Pero ahora! No puedo ver un lindo cacharro sin ponerme a temblar. Me imagino enseguida que es donde lavan las mujeres. Sí, cualquier cacharro grande puede ser para lavar... Cuando lo ponen en el fuego y el agua hierve en el cacharro y agregan la ropa recién lavada en el agua del río y ahí hierve, mientras esa mujer mala prepara las nueces para la comida, bueno, ¿a dónde van a parar mis hijos? Soy el último que queda de mi familia en esta casa’”.
—Bravo, Daudi —dije—. Es un cuento divertido. Kefa puede representar al piojo.
Sansón lanzó una fuerte carcajada y dijo:
¡Yoh! Jiih. ¡Kefa haciendo de piojo!
— ¡Y Sansón puede hacer de cucaracha! —agregué yo.
Jongo, ¡muy adecuado! —dijo Kefa.
Esto hizo reír a todos.
—Mira, Bwana, eso es lo que queremos. Los jefes se reirán, pero después dirán a sus esposas: “¿Vas a cuidar de mis ropas? ¿Vas a hervir mi kanzu? Estoy cansado de rascarme”.
—Después de eso —dijo Daudi— démosle té con mucha azúcar. Entonces, verás que escucharán nuestras palabras. Podremos tomar a algunos de ellos y mostrarles los dudus, y a otros cómo se higieniza.
—No —dije—. Ustedes tienen un proverbio que dice: “Nada se gana con mucho, mucho apurón”. Vean, vamos a dedicarle a los jefes un tiempo muy especial, que durará tres días. Mataremos varias vacas. Preparemos comida para que ellos escuchen sobre Dios cuando sus mentes y cuerpos estén descansados.
Nuestra conferencia fue interrumpida bruscamente cuando apareció un hombre alto, de aspecto furtivo, que traia una lanza.
¿Jodi? (¿Se puede?) —preguntó en la puerta.
Karibu (Entra) —le respondí.
Se abalanzó adentro y después de muy breves saludos, dijo:
Bwana, ¿alguna vez has tenido dolor de muelas?
—Sí, a menudo. ¿Por qué?
¡Kah! Desde hace muchos días he tenido dolor en mi boca. Late y late.
Con la expresión más indiferente que pudo lograr, Daudi me habló en inglés:
Bwana, este hombre es un hechicero. En realidad es el que le hizo tanto mal a los ojos de Mbuli. Preparemos para él algunas de nuestras demostraciones.
Asentí y me dirigí al hombre del dolor de muelas, que dijo llamarse Mhonya. Le expliqué:
—Has llegado al hospital, justo a tiempo como para ver cómo aquí las cosas son muy diferentes cuando se comparan con lo que hace un muganga (hechicero).
Se acarició con suavidad la mandíbula y dijo:
—Pero, Bwana, me duele la cara.
Yah —dijo Daudi—, ¡bien dolorida debe estar si algún brujo ha trabajado en ella!
Kefa y Sansón se deslizaron afuera, mientras Daudi representaba un terrible cuadro de los esfuerzos de un hechicero, que hacían poner cada vez más incómodo a nuestro paciente.
Tayari (listo), Bwana —oímos decir a Sansón.
Afuera vimos un espectáculo interesante. Kefa, vestido con una sábana raída y disfrazado de hechicero, estaba mascullando entre dientes, y jugando con una curiosa colección de armas: la punta de un rastrillo, una cuchilla rústica y un trozo de hierro, que afilaba alegremente sobre un trozo de arenisca. La cara de Sansón demostraba que sufría. Se aferraba la mandíbula y gruñía de una manera muy realista. Al verlo, el brujo también gruñó y no precisamente de simpatía.
De repente, Kefa se volvió e indicó a Sansón que se sentara en un banquito. Le puso los brazos sujetos a los costados, mientras avanzaba con su trozo de rastrillo en posición de alerta. El auditorio de pacientes, personal y muchachitos, estaba en puntas de pie.
¡Yah! ¡Yaaa gwe! ¡Yaa gwe! —chillaba Sansón.
Sin apresurarse, Kefa continuó con su demostración. En verdad, de la hinchazón de Sansón parecía brotar sangre pero en realidad venía de un algodón empapado en tinta roja. El hilillo que le salía de la boca entretenía al público y los quejidos de Sansón eran cada vez más salvajes a medida que Kefa sacaba pedacitos de hueso de los lugares más inimaginables de la boca de la víctima.
Las lágrimas me corrían por la cara de la risa, y la enfermera tosía sin parar por la misma razón. ¡La cara de Mhonya era de lo más graciosa! De repente apareció Daudi con un par de relucientes pinzas de dentista, un frasco de anestesia local y todos los implementos necesarios para un dentista en la selva.
Me enjuagué las manos en media lata de queroseno transformada en cubeta, me coloqué bien el gorrito, le puse inyecciones a Mhonya en la boca, y se la hice enjuagar por lo menos durante cinco minutos. Sansón le tomó por los brazos y Daudi por la cabeza y ¡listo!: ¡arranqué el diente! Miró el diente y luego me miró a mí, mientras se recorría la boca con la lengua.
¡Yah! Eso es magia —dijo—. No hubo dolor.
¡Jiii! —dijo Sansón, haciendo girar los ojos— ¡pero a mí sí que me dolió que me lo sacaran!
El público aplaudió con entusiasmo.
—Y ahora dime, ¿cuál es la mejor medicina? ¿la tuya o la del hospital cristiano? –preguntó Daudi.
Asombrado, el hechicero sacudió la cabeza.
—Mira, debes venir cuando hagamos nuestra fiesta para los jefes —dije— para ver cómo los caminos de Dios son mucho mejor que los caminos de la hechicería.
—Sí, seguir a Dios es tener vida, vida eterna —intervino Daudi—. Seguir los caminos de la hechicería, de los pensamientos propios, implica dolor y muerte.
Sentado y serio, con las piernas cruzadas, en la galería estaba el pequeño Mbuli. Me acerqué a él.
—Bueno, amiguito, ¿has visto el show? —le pregunté.
Movió la cabeza diciendo que sí. Hubo un momento de silencio. Luego el pequeño suspiró, comenzó a hablar, pero se detuvo y se fue apresuradamente hacia adentro. Era difícil adivinar lo que la hechicería significaba para aquel niño africano.

12: Día De Visitas

— ¡Oh, Sech, por favor, dame otra bolsa de hisopos!
La anciana enfermera africana sonrió ampliamente. No había podido entender sino la palabra “hisopos”, las que me alcanzó rápidamente.
Yo me sentía demasiado cansado para usar un idioma que no fuera el inglés. Lavé los ojos del bebé y le puse gotas. Era el quinto infante que había traído al mundo desde las diez de la noche. Eché una ojeada al desvencijado despertador. Era ya la 1:20 de la mañana, y ese día iba a ser el primer y más crítico día del espectáculo que habíamos preparado para los jefes.
Cuando la enfermera ayudante me quitó el delantal y la máscara, recorrí mentalmente el complicado programa que habíamos planeado para el día que comenzaba, programa que yo confiaba captaría el interés y ganaría la confianza de los jefes en un radio de ciento cincuenta kilómetros del hospital.
Caminé cruzando los maizales, demasiado ocupado con mis pensamientos, como para hacer otra cosa que ver a una pareja de hienas con las que me crucé y que parecían ensayar un dúo. Al llegar a mi cuarto, me arrodillé junto a la cama y le pedí a Dios que aquél fuera un día festivo en la vida del pueblo de aquella gran tribu del África central.
Cuidadosamente acomodé el mosquitero y encendí mi linterna eléctrica, iluminando los diversos rincones en busca de cualquier zumbante mosquito portador del paludismo. Encontré uno tratando de esconderse de mi vista. Noté con interés que levantaba las patas traseras. Era un anopheles. Esto aumentó mi entusiasmo cuando mire su cuerpo aplastado en mi mano.
Caí en un sueño perturbado, en el que los bebés recién nacidos parecían crecerles alas de mosquitos y luego se transformaban en un grupo de jefes enojados. Al amanecer, distaba de sentirme descansado. Estaba bostezando a mis anchas cuando mi cocinero me alcanzó una carta. Estaba escrita en lápiz sobre un trozo triangular de papel.
—La trajo un muchachito, Bwana —dijo el cocinero— y creo que será la precurosa de problemas.
—Entonces vé y prepárame una taza de té, Tim. Una taza grande, ancha, profunda, llena de té.
Leí la nota con dificultad: “Estimado Bwana: Mi hijito se cayó de un baobab mientras estaba buscando miel y se ha roto el hueso de la pierna. Se lo vamos a llevar al hospital”.
He descubierto que es mucho mejor orar que regañar, de modo que pedí a mi Padre celestial que este nuevo problema fuese una ayuda positiva más que una interrupción en el programa tan importante que teníamos ante nosotros aquel día.
A eso de las diez, todo andaba como sobre ruedas. Las muchachas de la escuela de enfermeras estaban listas para hacer su papel temprano a la tarde. Timoteo tenía dos latas de kerosén sobre la estufa y un gran recipiente de azúcar listo para el té matutino de los jefes. Estaba cocinando bollos, que, según decía, alegrarían sus estómagos y calmarían sus mentes. Yo que tenía experiencia en el arte culinario de Timoteo, me preguntaba si realmente sería así.
Y entonces vi un automóvil del gobierno que venía velozmente dando saltos por el camino hacia nuestro puesto medico. Pronto me encontré apretando la mano del comisionado provincial, un inglés de gran comprensión de los problemas africanos. Su trabajo para el mejoramiento de las condiciones sociales ha sido monumental.
Le describí brevemente el programa y le mencioné que teníamos que hacer una operación de urgencia en medio del día.
—Doctor, haga esa operación delante de todos los jefes —me dijo—. Sus demostraciones y sus dramatizaciones serán mucho más efectivas si lo ven a usted haciendo de veras el trabajo.
Fuimos hasta un edificio de techo de paja con paredes de barro. El subjefe local, vestido en un kanzu impecablemente blanco y largo como un camisón, me presentó a algunos colegas que habían llegado la noche anterior. El comisionado conversó con ellos, demostrando un conocimiento extenso de los problemas locales. Mirando por la ventana, vi a Mazengo, el jefe supremo, rodeado de asistentes completamente vestidos, otros parcialmente vestidos y otros casi desnudos, que venía camino arriba por la colina hacia el hospital. Sentados bajo los árboles estaba un grupo de muchachitos, entre ellos mi amigo Mbuli, quien se veía muy bien.
Después de muchos saludos y preguntas sobre la salud, las cosechas, los hijos y las esposas, en ese mismo orden, nos sentamos para la tarea del día. Servimos el té y los bollos y toda la sala resonó con los entusiastas sonidos de la forma africana de beber. El comisionado provincial me miró, sus párpados se movieron muy cuidadosamente e hizo un sonido con su taza de té que provocó una mirada de aprobación de todos los jefes.
Aún quedaban intactos una docena de bollos cuando Daudi apareció en la puerta.
Bwana, ha llegado el chico de la pierna. Es una fractura simple, de tibia y peroné en el tercio inferior. ¿Qué hacemos con él?
Me dirigí al público:
—Grandes jefes y padres de la tribu, mis planes han sido interrumpidos por un muchachito que ayer se cayó de un árbol boabab. Lo han traído y tiene la pierna quebrada. Sugiero que yo les muestre cómo resolvemos un problema así en el hospital.
Oí un murmullo entre los presentes. Murmuré a Daudi:
—Apúrate y tráeme yeso, lo usual para una fractura.
Daudi asintió y desapareció. Mazengo se levantó de un salto.
—Mira, Bwana, nos alegrará verte trabajando.
Swanu (bien) —repuse—. Y desde ya les quiero decir que todo el hospital está abierto para que ustedes lo visiten. No hay nada oculto. Todo está para que ustedes lo vean. Pregunten lo que quieran. Les mostraremos cómo se hacen las cosas, porque quiero hacerles ver que nuestra sabiduría vale la pena.
Daudi apareció en la puerta con una bandeja, con un plato de agua caliente, una cantidad de vendas enyesadas, un platillo con azúcar, un trozo de un tubo viejo de motor y una navaja. Detrás de él, entraron dos enfermeros con la camilla plegadiza de la sala de operaciones. La armaron en un abrir y cerrar de ojos ante la murmuración admirada de los jefes. Levantamos cuidadosamente al muchacho y lo acostamos en la camilla. Una enfermera lo cubrió con una sábana. Otra me dio un delantal blanco. Recorrí con los dedos una pierna, palpándole los huesos, donde a pesar de la hinchazón, la fractura era evidente. Del bolsillito trasero de mi pantalón, saqué un estetoscopio. Ausculté el pecho del chico, era obvio que andaba bien. Me dirigí a los jefes y en su idioma les dije:
— ¿Alguno de ustedes, oh grandes, ha sufrido una fractura?
Un anciano alto, canoso, de las últimas filas dijo:
—Sí, Bwana. Y es un dolor muy grande. Durante muchos días uno se queda acostado, quejándose y después... pues... el miembro nunca queda igual que antes.
Mostró un brazo deformado.
El muchachito empezó a llorar sobre la mesa, le palmeé la mano y le dije a todos:
—Ahora eso ya no pasa. Observen, y les mostraré nuestro camino de sabiduría. Quitaré el dolor, trabajaré la pierna, le colocaré el yeso alrededor de la piel, hasta que el hueso de adentro se una y se ponga fuerte de nuevo.
Me enjuagué las manos y llené una gran jeringa con una ampolla especial de forma de botella. Daudi pintó con yodo el brazo del muchacho. Cuidadosamente le puse la inyección.
— ¡Cuenta! —le ordené al niño.
Cuando llegó a ocho, cabeceó, bostezó y se quedó dormido.
¡Kah! ¡Se ha muerto! —dijo el jefe.
—No la medicina lo ha hecho dormir, pero está respirando —expliqué—. Su corazón palpita. Trabajemos con él ahora que no puede sentir dolores.
Alcanzando la jeringa a Daudi, tomé fuertemente la pierna del chico. Sansón la tenía por sobre la rodilla. Colgué la venda de mi hombro y luego alrededor de la pierna y manipulé los huesos para colocarlos en su lugar.
Kefa estaba humedeciendo las vendas enyesadas. Las coloqué de la manera habitual y mientras aún estaban mojadas, las dejé para que se secaran, bajo la vigilancia de Kefa. Daudi había dejado de inyectar anestesia y yo me volví a los jefes. Ellos observaban fijamente. Del montón tomé una masa blancuzca de yeso.
—Miren, ustedes ven que esto es como un potaje blanco —les dije—, pero fíjense ahora.
Les fui poniendo algo en la mano a cada uno. Lo observaron con interés durante cinco minutos hasta que se endureció.
—Doctor, sépalo —dijo el comisionado provincial—; esto es un espectáculo impresionante. Nunca he visto algo así en mi vida.
—Pero, señor —le repliqué—, es simple rutina de hospital.
—Lo será para ustedes —me contestó—, pero no para nosotros. No podría haber preparado algo mejor para despertar interés.
Y entonces pensé en mi oración de la noche anterior, uno tras otro estaban hablando con entusiasmo y mostrando el yeso que tenían en la mano. Oí a un pequeño grupo comentar:
—Esta tierra europea tiene cosas muy raras. En un minuto, ésta blanda y dura en el siguiente. Vean, ciertamente ésta es una sabiduría que nuestro pueblo nunca ha tenido.
Otro grupo decía:
¡Kah! Pero este material es peligroso: si no se sabe cómo usarlo puede hacer mal.
Por mi parte, estaba contento de que el yeso se había endurecido bien y que la pierna estaba en posición. Suavemente toqué el hombro del muchacho, abrió los ojos. El jefe indicó que todos hicieran silencio.
—Miren, dejen que el muchacho cuente su historia —dije.
Nuestro pequeño paciente parpadeó somnolientamente. Con lentitud, sus pensamientos fueron tomando forma. Entonces dijo de repente:
¡Yoh! ¡Se me ha ido el dolor! ¡Bwana, se ha ido el dolor!
Le señalé la pierna.
—Sí, mira, tienes ahora una media fuerte que te hará sanar la pierna y antes de mucho estarás trepándote otra vez a los baobabs.
Los jefes reían divertidos
—Vengan —dije—. Vean esto. Tóquenlo.
Se amontonaron y uno de ellos dijo:
Bwana, ¿cómo puedes saber si no está muy apretado?
Señalé los dedos del pie que sobresalían.
–Si el color que se ve debajo de la ventana de su uña cambia de rosa a azul, entonces sabemos que está muy apretado. Si los dedos se hinchan o ponen muy fríos, cortaríamos el yeso con este cuchillo.
Les mostré el trozo de goma que corría a lo largo del yeso.
—Y si el cuchillo se desliza, no cortaríamos al muchacho sino sólo esto.
¡Yah! ¡Piensa en todo! –dijo Mazengo.
Hubo sonrisas entre el personal.
—Miren, nuestro trabajo es hacer las cosas adecuadamente y con el menor dolor posible. Ese es el camino de la sabiduría y la forma de salvar vidas.
Entonces habló el anciano pastor africano:
—Este hospital no es sólo un lugar de sabiduría humana. Aquí seguimos también la sabiduría de Dios. Ninguno de ustedes construiría la casa en la arena junto al lecho del río.
Hubo un movimiento de cabeza de parte de todos.
¡Kah! —dijo Mazengo—. Cuando vinieran las lluvias, se llevarían la casa. Cuando vinieran los vientos, sacarían la tierra del suelo debajo de la casa y se caería.
—Exactamente. Ese es un cuadro que Jesús hizo —dijo el anciano pastor—. Dijo que debemos seguir el camino de la sabiduría y edificar sobre la tierra firme. Hacemos eso en nuestra vida común y, bueno, la Misión con sus hospitales y sus escuelas nos trae el mensaje de que debemos edificar nuestras vidas y no sólo nuestras casas sobre un fundamento firme. Y Dios dice que hay un solo fundamento y que ese fundamento es su Hijo. Él vive. Él es el que guía al bwana. Es a él a quien oramos. Es el que ha cambiado la vida de muchos en las aldeas de cada uno de ustedes. Piensen en esas cosas, oh señores, mientras ven el trabajo del bwana y del hospital.
Dos de los subjefes visitantes estaban conversando en voz baja. Pude escuchar algunas palabras.
Kah, ¿será todo eso verdad o serán sólo palabras?
En aquel momento, entraba por el portón Mbuli, jugando con la pelota de fútbol del hospital. Eran treinta kilos de prueba sólida, a mi entender, pero todavía no quería atraer la atención sobre él.
Moviéndome a la esquina de la amplia y sombreada galería, me paré sobre un banquito de tres patas.
—Vengan —los invité— y tendremos los discursos y la shauri (discusión).
El comisionado pronunció un oportuno discurso. Mazengo respondió y luego un jefe tras otro dirigió la palabra con entusiasmo. La demostración de esa mañana había sido una apertura muy exitosa para el espectáculo que habíamos preparado para los jefes.

13: Se Deshace El Hechizo

Ya más avanzada la tarde, vino a verme un grupo de jefes.
—Mira, Bwana, nos damos cuenta que tú tienes el camino de la sabiduría —dijo uno—. Explícanos para que podamos entender que no es magia lo que causa mucho de nuestros problemas.
— ¡Muy bien! Vengan que les mostraré algunas cosas oportunas en nuestro laboratorio —les contesté—. Se las mostraré y ustedes las comprobarán con sus propios ojos.
Preparamos dos microscopios. Cortando una pulgada de piolín la coloqué sobre una placa, lo enfoqué y pedí a dos de ellos que miraran. Desde ese momento tuvimos toda su atención. Los otros hacían cola con ansiedad para dar una ojeada.
Kumbe —dijo uno—, es tan grande como mi brazo.
Kah, me gustaría ver un trozo de tela —dijo otro.
Expresé mi deseo de satisfacerlo. Rasgué una tira de una venda y la coloqué debajo del microscopio. El jefe principal abrió muy grandes los ojos y miró.
Yoh, parece un trozo de bati (hierro forjado) —dijo uno.
Con creciente interés, inspeccionaron con el microscopio otros objetos de uso diario: un poco de polvo, la cabeza de una mosca, algunos granos de sal de fruta y luego les dije:
— ¿Recuerdan a Mbuli, el muchachito que vino aquí hechizado? Vengan y les mostraré la causa de su mal.
Tomé una placa del armario. Teníamos en ella una preparación hecha en el momento cumbre de su enfermedad. Enfoqué el microspio y les mostré los gérmenes de la neumonía.
— ¡Aquí está! Este dudu fue el que le causó todo su mal —dije.
Hubo andanadas de “¡Yoh! ¡Kumbe! ¡Jongo!”, a medida que iban mirando por el lente.
Kah, parecen dos porotos (frijoles) mirándose uno al otro —dijo uno.
Kweli, y tienen alrededor el mismo ibululu (patio) —agregó otro.
Heh —dijo el jefe— ¡éstas son palabras de sabiduría! El bwana nos ha mostrado cuál es la causa de la enfermedad. Yo siempre había pensado que era el resultado de un hechizo. ¿Acaso no llamamos ihoma (enfermedad que apuñala) a la neumonía?
Daudi hizo a un lado los microscopios.
Wawaja (Grandes), yo creía en la magia —dijo—, hasta que trabajé aquí y vi las cosas que hacen el daño, hasta que las vi con mis propios ojos.
En ese momento hice entrar a Mbuli. Se produjo uno de esos silencios que parece que se pueden palpar.
— ¿Lo conocen? —pregunté.
Silencio.
— ¿Estuvo hechizado? –seguí preguntando.
Se hizo un silencio incómodo.
—Dinos, Bwana —dijo el jefe de la aldea de Mbuli—, ¿es que tenía ihoma (neumonía) como nos mostraste?
Heya (sí), pero ¿quién fue la anciana que puso miti (remedios caseros) en su wubaga (cereales) cuando parecía que iba mejor?
Profundo silencio y un nerviosismo electrizante en el aire.
— ¡Si la magia pierde su poder, démosle un poco de ayuda! ¿No? –pregunté tranquilamente.
Los rostros que estaban delante de mí parecían de estatuas.
—Mis amigos, eso no resulta —dije—. Ya lo ven, Mbuli está vivo y más fuerte de lo que haya estado jamás. El demonio ha estado trabajando y ha tenido ayudantes entre ustedes, pero mi Bwana, mi Maestro, el Señor Jesucristo, es más fuerte que el demonio.
—Aquí está Mbuli —agregué poniendo mi mano sobre el hombro del chico— que es una prueba. ¿No es mejor que cambien de maestro, oh padres de la tribu?
Desde afuera se oyó el sonar de un tambor. Era la señal de que el té estaba listo. Con eso, se alivió la tensión. Los jefes se sentaron en círculo bebiendo ruidosamente de sus tazas y discutiendo las cosas en general.
Kumbe, nuestros pensamientos tienen de qué alimentarse hoy —dijo el jefe principal.
Les di las manos a todos y les deseé cawalamusa (buenas tardes).
Se pararon en pequeños grupos y se fueron, en fila india, por los serpenteantes senderos entre el erguido maizal. Nuestro espectáculo para los jefes había terminado.
Daudi estaba detrás de mí.
— ¿Quieres ser nuestro huésped esta noche, Bwana, y comer wugali con nosotros?
Le agradecí y una hora más tarde me encontraba sentado frente a un fuego comiendo un potaje de mijo. Compartí con el personal africano un tazón de aquel alimento ordinario, seco y nada apetitoso. Cada uno tomaba alternativamente, un poco con la mano, lo modelaba en forma de pelota de golf, le clavaba los pulgares y después lo rociaba con algunos porotos (frijoles) hervidos y sazonados, que sacaba de un pequeño pote de arcilla.
Acaparé la mayor parte de la conversación, porque descubrí que de esa manera, podía comer menos de aquella comida que no sólo me era muy satisfactoria, sino que además me resultaba pesada para aquella parte en que mis pantalones cortos salían al encuentro de mi camisa. Inevitablemente, una comida africana producía dentro de mí, una serie de sonidos que difícilmente hubieran sido considerados buena etiqueta en una cena europea, pero que para los africanos era sólo una expresión de estar satisfecho. ¡No dudo que habrán pensado que en esta ocasión yo estaba bien satisfecho!
Al fin terminó la comida. Daudi me echó agua en las manos para limpiarlas. Nos sentamos juntos, alrededor del fuego pequeño y pronto se nos acercó otra media docena de personas del hospital. Uno de ellos era el pequeño Mbuli. Junto a él estaba Mukombi. Éste se sentó con la mano sosteniéndole el mentón.
¡Yoh! Me alegro que el espectáculo haya acabado —dijo Sansón—; fue demasiado trabajo.
—Por cierto, pero ahora debe haber un millar de fuegos por toda la región donde estarán comentando acerca del hospital y toda su obra —dijo Daudi.
Kefa levantó repentinamente la mano, la mantuvo en esa posición y luego se golpeó la pierna desnuda, con fuerza y puntería. Después levantó los restos de un mosquito.
—Era un anopheles —dijo—. Vi sus patas flotando en el aire.
Daudi atizó el fuego y dijo:
—¿A quién preferirían tener en su kaya (casa): a izuguni (el mosquito) o a simba (el león)?
El viejo que tenía la mano en el mentón escupió desdeñosamente en el fuego.
Yoh, el dudu es un gran peligro. —dijo— Voy a sacar mucho provecho de todo lo que he observado estos días.
Daudi meneó la cabeza.
— ¿Entonces no prefieres tener el mosquito?
El viejo volvió a escupir. Creía que no era necesario responder. Era algo obvio.
Daudi se inclinó en su banquillo. La fogata hacía alargar su sombra sobre la blanqueada pared del dispensario. Mbuli se acurrucó entre su abuelo y yo, con su carita refulgente. Levantando la mano como para pedir silencio, Daudi comenzó su cuento.
—Escuchen, una vez había un cazador. Era un hombre muy hábil con ipinde (la flecha). Sujeto a su pierna con un trozo de cuero de cebra, tenía su cuchillo. Sobre la espalda llevaba el carcaj y cruzaba la selva tan silencioso como una sombra. Miró por el costado de un baobab y allí delante de él vio a un leopardo, descansado en el sol. Escogió su mejor y más pulida flecha, estiró el arco y avanzó lentamente alrededor del árbol. ¡Ping! La flecha salió volando. ¡Plop! sonó al dar en el blanco. El cazador se escondió. Miró cuidadosamente un momento después y vio a la gran fiera muerta, atravesada en el corazón. Sacó su cuchillo y despellejó diestramente al leopardo. En el momento en que iba a levantar la piel, vio algo que se movía en un trozo de luz solar. Saltó hacia atrás, y...
Bwana —oímos que decía una voz—, el muchacho de la pierna quebrada tiene mucha tos. ¿Qué hacemos?
—Dale jarabe para la tos, el de color café —y agregué, mirando a Daudi—: ¿Qué era, Daudi?
—Era un pequeño leopardo, Bwana. Sólo una pelotita peluda de cuero. De modo que el cazador tomó su hacha.
—Oh, Daudi, ¿lo mató? —dije—. ¡Pobrecito!
Una gran sonrisa iluminó el rostro de mi amigo africano.
—No, Bwana, no lo mató, sino que tomó su hacha y cortó una ramita fina de un árbol. Usándola como si fuera una soga, la ató al animalito y se fue, con la piel del leopardo colgando de la cola, por sobre un hombro, y sobre el otro, el leopardito sostenido por la soga. Hubo alegría cuando llegó a su casa, y todo el mundo se quedó mirando cuando el cazador estaqueó la piel de su caza en el sol para que se secara. Los chicos tomaron al animalito y lo dejaron que compartiera su guiso. Se reían cuando se revolcaba en el suelo. Lo pellizcaban y él jugaba muy divertido. Una tarde vino el jefe, vio a la fierecilla y levantó un palo. Pero el cazador le dijo: “No lo lastimes, jefe, que es muy pequeño; divertirá a mis hijos”. “Pero”, dijo el jefe, “¿no te das cuenta que los leopardos chicos se transforman en leopardos grandes y que los leopardos grandes matan?”. Pero el cazador se rió: “¡Es una cosa tan chiquita! ¡No puede hacer daño!”
“Muy bien, yo ya te he advertido”, dijo el jefe.
—El leopardito creció día tras día. Día tras día, venía y se sentaba con los chicos y se alimentaba con su comida. A la tarde más avena, siempre avena, nada más que avena, ¡pero crecía! Le salieron uñas en las zarpas, sus dientes se hicieron muy largos y agudos, su piel dejó de ser flácida y pronto le aparecieron las manchas. Pero siempre, día tras día, comía avena. Y crecía y crecía. Hasta que un día cuando el jefe fue a visitar la aldea, iba doblando la esquina de una casa, cuando allí se le presentó un leopardo joven. Levantó la lanza e iba a arrojarla, cuando los chicos se amontonaron a su alrededor, diciendo: “¡No lastimes a nuestro leopardo! Mira, es bueno; no lastimará a nadie; mira qué ojos buenos tiene”. “Sí, pero los leopardos tienen dientes y uñas para matar”, dijo el jefe, “tienen sed de sangre”. “¡Yoh! ¡Pero éste no come más que avena!” “Escuchen mis palabras de sabiduría y advertencia: los leopardos chicos se transforman en leopardos grandes y los leopardos grandes matan”.
—Los chicos no le hicieron caso y el leopardo siguió comiendo avena y creciendo y creciendo, más y más grande cada vez. Sus mandíbulas eran largas y agudas, sus dientes eran como dagas, pero sus ojos eran tiernos. Y creció tanto que tres chicos podían andar sobre su espalda. Les gustaba tirarle de las orejas, colgársele de la larga y peluda cola, hacerle cosquillas debajo del mentón. Había comido siempre avena. Tenía ojos tiernos. Pero entonces vino un aviso del jefe: “Ese leopardo ha crecido. Es un peligro. Debe ser muerto. Si no lo matan ustedes, él los matará a ustedes”. Pero se rieron y dieron al leopardo una ración doble de avena.
—Y llegó el día cuando el niño menor estaba jugueteando con el leopardo. Y por casualidad una de sus uñas rasgó la carne de la pierna. El niño gritó de dolor. El leopardo lo miró con ternura en los ojos y lamió la sangrienta herida. De repente, una mirada penetrante apareció en sus ojos. Una sacudida recorrió todo su cuerpo. Con una zarpa, desmayó al niño sacándolo del paso y entró a la casa donde el cazador estaba fabricando flechas nuevas. “Sal de aquí”, gritó el hombre, dando un golpecito al leopardo sobre la cabeza, como era su costumbre. Pero con un rugido, el animal saltó. Hubo una dura lucha por un momento y luego el cazador cayó muerto. El pequeño leopardo se había transformado en un gran leopardo y había matado a un hombre.
Daudi hizo una pausa.
—Vean ustedes —agregó—, hay peligro en las cosas pequeñas.
—Pero, ¿los parientes del cazador no mataron al leopardo? —preguntó Mbuli, echándose ansiosamente hacia delante.
¡Yoh! Llamaron al jefe y él vino, y peleó con el leopardo y quedó seriamente herido al matarlo. Y sus palabras de sabiduría encontraron eco en muchas fogatas del país. Tengan cuidado, porque los pequeños leopardos se transforman en leopardos grandes y los leopardos grandes matan.
Daudi miró a los enfermeros.
— ¿Cuál era el nombre del leopardo? —preguntó.
Jiiii, ¿el nombre del leopardo? —dijo Kefa—. ¿Cómo voy a saberlo?...
Todos se quedaron a la expectativa, y de repente el viejo, que se sostenía el mentón con la mano dijo:
—Yo sé la respuesta: su nombre es “pecado”.
Daudi asintió.
— ¡Sí! ¿Acaso el pecado no empieza con las cosas pequeñas? Pequeñas mentiras, pequeños hurtos, pequeños pensamientos malos y, entonces, bueno, crecen despacio y suavemente hasta que tienen un poder que no se puede dominar. Y sólo el Jefe, el Señor Jesús, el Hijo de Dios, puede quebrar el poder del pecado.
Bwana —volvimos a oír que decía alguien desde la sala—, el hombre del paludismo está mal otra vez. Tiene temblores.
Fui hasta la sala y tomé un frasco con una solución para ojos. Estaba cubierta con un pedazo viejo de goma, sujetado con un alambre.
Llené mi jeringa con su contenido y le di una inyección. La medicina era una respuesta cierta para la enfermedad. Cuando volví al grupo de fogón, dije:
—Vean, acabo de inyectar una medicina a un hombre que está muy enfermo. Fue picado por un pequeño mosquito y si no tuviéramos la respuesta para su mal, se moriría.
El viejo asintió.
—Ahora entiendo. El pecado trae la muerte y hay un solo camino de quebrar su poder. He visto eso una y otra vez mientras oigo la Palabra de Dios aquí.
Bwana, entiendo eso de Jesús —me dijo Mbuli, tocándome la mejilla con el dedo.
Le puse la mano en el hombro.
—El próximo paso es seguirlo, viejito.
Silenciosamente movió la cabeza diciendo que sí.
Observamos el fuego. Del leño espinoso salían pequeñas llamaradas azules. Yo estaba ensimismado en mis pensamientos. Me cruzaba por la mente un cuadro tras otro de la lucha por la vida de mi amiguito. La voz del viejo interrumpió mis pensamientos.
Mbeka (ciertamente) el niño Mbuli ha salido de entre los muertos.
Asentí.
—Mañana tú y él podrán volver a casa.
Me levanté para irme, di las buenas noches a todo el mundo y seguí a Daudi, que me iluminaba el camino con su farol. En el portón nos detuvimos. Nos dimos un apretón de manos.
—De veras, Bwana, la Palabra de Dios trae mucha luz a los hombres —dijo Daudi, mirando al grupo que seguía alrededor del fuego—. Quita todas las tinieblas.
Por la ventana se veía la silueta de un hombre sosteniendo un frasco de medicina. Sonriendo, Daudi señaló con el mentón.
—Y, Bwana, de veras que la medicina es un ejemplo muy útil para mostrarles el camino a Dios.