Las vestiduras para honra y hermosura

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Véase Éxodo 28:1-43
El capítulo 28 trata de las vestiduras, y el 29 de los sacrificios. Las primeras están en más inmediata relación con las necesidades del pueblo, y los últimos con los derechos de Dios. Las vestiduras son y representan las diversas funciones y atributos del sacerdocio. El "ephod" era el vestido sacerdotal por excelencia, y estando inseparablemente unido a las dos hombreras y al racional, nos enseña que la fuerza de los hombros del sacerdote y el afecto de su corazón estaban enteramente consagrados a los intereses espirituales de aquellos a quienes representaba, y a favor de los cuales llevaba el ephod. Estas cosas, tipificadas en Aarón, son realizadas en Cristo: su fuerza omnipotente y su amor infinito nos pertenecen eternamente, indiscutiblemente. El hombro que sostiene el universo, sostiene asimismo al miembro más débil y oscuro de la congregación redimida a precio de sangre. El corazón de Jesús está lleno de un afecto invariable, y de un amor infatigable y eterno para el miembro menos considerado de la asamblea.
Los nombres de las doce tribus, grabados sobre piedras preciosas, eran llevados a la vez sobre los hombros y el corazón del sumo sacerdote (vvss. 9-12; 15-29). La excelencia particular de una piedra preciosa se manifiesta en que cuanto más intensa es la luz que recibe, tanto mejor se muestra su brillo esplendente. La luz no puede disminuir jamás el fulgor de una piedra preciosa; antes, al contrario, aumenta y perfecciona su lustre. Las doce tribus, tanto la una como la otra, la mayor como la más pequeña, eran llevadas continuamente delante de Jehová sobre el corazón y los hombros de Aarón. Todas, y cada una de ellas en particular, eran mantenidas en la presencia de Dios en este resplandor perfecto de hermosura inalterable, que era propio de la posición en la cual la perfecta gracia de Dios las había colocado. El pueblo era representado delante de Dios por el sumo sacerdote, y cuales fuesen sus flaquezas, errores o fatigas, su nombre resplandecía sobre el "racional" con fulgor inmarcesible. Jehová le había dado este lugar; y ¿quién podía arrancarle de allí? o ¿cuál otro hubiera podido ponerles en tal sitio sino Él? ¿Quién hubiera podido penetrar en el lugar santo para arrebatar de sobre el corazón de Aarón el nombre de una sola de las tribus de Israel? ¿Quién hubiera podido empañar el brillo de que esos nombres estaban rodeados allí, en el lugar donde Dios los había colocado? Estaban fuera del alcance de todo enemigo; más allá de toda influencia del mal.
¡Cuán animador es para los hijos de Dios que son probados, tentados, acometidos y humillados, pensar que el mismo Dios les ve sobre el corazón de Jesús! Ante los ojos de Dios, ellos brillan continuamente con el resplandor supremo de Cristo, revestidos de hermosura divina. El mundo no puede verlos así, pero Dios los ve de esta manera, y en esto consiste toda la diferencia. Los hombres, al considerar a los hijos de Dios, no ven más que sus imperfecciones y defectos, porque son incapaces de ver otra cosa; de suerte que su juicio resulta siempre falso y parcial. No pueden ver las joyas deslumbrantes donde están grabados, por el amor eterno, los nombres de los redimidos de Dios. Es cierto que los cristianos debieran ser cuidadosos en no dar ninguna ocasión al mundo para hablar mal de ellos; que deberían procurar "perseverando en bien hacer," hacer "callar la ignorancia de los hombres vanos" (Romanos 2:7; 1ª Pedro 2:15). Si por el poder del Espíritu Santo, comprendieran la hermosura con la cual ellos brillan sin cesar ante los ojos de Dios, realizarían ciertamente los caracteres de tal privilegio en toda su conducta; su modo de andar sería santo, puro, digno de Dios, y la luz que irradiaría de ellos sería visible a los ojos de los hombres. Cuanto más comprendamos, por la fe, todo lo que somos en Cristo, más profunda, real y práctica será la obra interior en nosotros, y mayor y más completa la manifestación del efecto moral de esta obra en nosotros.
Mas ¡alabado sea Dios! no tenemos nada que ver con los hombres para ser juzgados, sino con Dios mismo; y en su misericordia, Él nos muestra a nuestro gran Sacerdote llevando nuestro juicio sobre su corazón delante de Jehová continuamente (v. 30). Esta seguridad da una paz profunda y sólida, una paz que nada puede quebrantar. Nosotros podemos tener que confesar nuestras faltas y defectos, condoliéndonos de ellos; nuestra vista puede estar oscurecida de tal manera por las lágrimas de un verdadero arrepentimiento, que no esté en estado de ver el brillo de las piedras preciosas donde están grabados nuestros nombres; sin embargo, nuestros nombres están allí. Dios los ve y esto es suficiente. Él es glorificado por su brillo, brillo que no viene de nosotros mismos, sino del esplendor con que Dios mismo nos ha revestido. Nosotros no éramos sino impureza, tinieblas y deformidad; Dios nos ha dado la luz, la pureza y la hermosura; ¡a Él sean la alabanza y la gloria por los siglos de los siglos!
El "cinto" es el símbolo bien conocido del servicio; y Cristo es el Siervo perfecto, el Siervo de los consejos y del afecto de Dios, y de las necesidades profundas y variadas de su pueblo. Cristo se ciñó a sí mismo para su obra con una decisión y abnegación tal, que nada podía desanimarle; y cuando la fe ve al Hijo de Dios así ceñido, juzga que ninguna dificultad es demasiado grande para Él. Nosotros vemos en el tipo que nos ocupa, que todas las virtudes y todas las glorias de Cristo, tanto en su naturaleza divina, como en su naturaleza humana, entran plenamente en su carácter de siervo. "Y el artificio de su cinto que está sobre él, será de su misma obra, de lo mismo; de oro, cárdeno, y púrpura, y carmesí, y lino torcido" (v. 8). Esto debe satisfacer todas las necesidades del alma y los más ardientes deseos del corazón. Cristo no es solamente la víctima inmolada en el altar de metal, sino también el Sumo Sacerdote ceñido sobre la casa de Dios. El apóstol, pues, puede decir con toda verdad: "Lleguémonos. . . mantengamos. . .considerémonos los unos a los otros" (Hebreos 10:19-24).
"Y pondrás en el racional del juicio Urim y Thummim" (luces y perfecciones), "para que estén sobre el corazón de Aarón cuando entrare delante de Jehová: y llevará siempre Aarón el juicio de los hijos de Israel sobre su corazón delante de Jehová" (v. 30). Por diferentes pasajes de la Escritura sabemos que los "Urim" estaban en relación con las comunicaciones divinas referentes a las diversas cuestiones que se suscitaban en los detalles de la historia de Israel. Así, por ejemplo, en el nombramiento de Josué se nos dice: "Y él estará delante de Eleazar el sacerdote, y a él preguntará por el juicio del Urim delante de Jehová" (Números 27:21). "Y a Levi dijo: Tu Thummim y tu Urim, con tu buen varón—ellos enseñarán tus juicios a Jacob, y tu ley a Israel" (Deuteronomio 33:8-10). "Y consultó Saúl a Jehová; pero Jehová no le respondió, ni por sueños, ni por Urim, ni por profetas" (1ª Samuel 28:6). "Y el gobernador les dijo que no comiesen de las cosas más santas, hasta que hubiese sacerdote con Urim y Thummim" (Esdras 2:63). Por estos pasajes sabemos que el sumo sacerdote no sólo llevaba el juicio de la congregación delante de Jehová, sino que comunicaba también el juicio de Jehová a la congregación. ¡Preciosas y solemnes funciones! Y asimismo es, aunque con una perfección divina, con nuestro "gran Pontífice que penetró los cielos" (Hebreos 4:14). Él lleva continuamente el juicio de su pueblo sobre su corazón, y por el Espíritu Santo nos comunica el consejo de Dios respecto a los menores detalles de nuestra vida diaria. Nosotros, pues, no tenemos necesidad de sueños ni de visiones: con tal que andemos según el Espíritu, disfrutaremos de toda la seguridad que puede dar el perfecto "Urim" puesto sobre el corazón de nuestro gran Pontífice.
"Harás el manto del efod todo de jacinto....Y abajo en sus orillas harás granadas de jacinto, y púrpura, y carmesí, por sus bordes alrededor; y entre ellas campanillas de oro alrededor: una campanilla de oro y una granada, campanilla de oro y granada, por las orillas del manto alrededor. Y estará sobre Aarón cuando ministrare; y oiráse su sonido cuando él entrare en el santuario delante de Jehová y cuando saliere, porque no muera" (vvss. 31-35). El manto de jacinto (azul) del efod es emblema del carácter enteramente celeste de nuestro gran Pontífice. Él ha penetrado los cielos más allá del alcance de toda visión humana; mas por el poder del Espíritu Santo hay un testimonio rendido a la verdad de que Él vive en la presencia de Dios; y no solamente un testimonio, sino también fruto. "Una campanilla de oro y una granada, campanilla de oro y granada." Tal es el orden que se nos presenta lleno de hermosura. Un testimonio fiel a la gran verdad de que Jesús está siempre vivo para interceder por nosotros, estará inseparablemente unido a un servicio fructífero. ¡Que Dios nos conceda tener una inteligencia más profunda de estos preciosos y santos misterios!
"Harás además una plancha de oro fino, y grabarás en ella grabadura de sello, SANTIDAD A JEHOVÁ. Y la pondrás con un cordón de jacinto, y estará sobre la mitra; por el frente anterior de la mitra estará. Y estará sobre la frente de Aarón: y llevará Aarón el pecado de las cosas santas, que los hijos de Israel hubieren consagrado en todas sus santas ofrendas; y sobre su frente estará continuamente para que hayan gracia delante de Jehová" (vvss. 36-38). He aquí una verdad importante para el alma. La plancha de oro sobre la frente de Aarón era el tipo de la santidad esencial del Señor Jesús. "Y sobre su frente estará continuamente para que hayan gracia delante de Jehová." ¡Qué reposo para el corazón en medio de las fluctuaciones de nuestra experiencia! Nuestro gran Pontífice está "continuamente" delante de Dios por nosotros. Somos representados por Él, y hechos aceptos en Él. La santidad nos pertenece. Cuanto más profundamente conozcamos nuestra indignidad y flaqueza personal, tanto más experimentaremos esta verdad humillante, que en nosotros no mora el bien, y más fervientemente bendeciremos al Dios de toda gracia por esta verdad consoladora: "y sobre su frente estará continuamente para que hayan gracia delante de Jehová."
Si aconteciera que mi lector se hallase frecuentemente tentado y fatigado con dudas y temores, con altos y bajos en su estado espiritual, con tendencia continua a mirar dentro de sí mismo a su pobre corazón frío, inconstante y rebelde, no tiene más que apoyarse de todo su corazón sobre esta preciosa verdad, a saber: que ese gran Sumo Pontífice le representa delante del trono de Dios; sólo tiene que fijar su mirada en la plancha de oro, y leer sobre ella la medida de su aceptación eterna cerca de Dios. ¡Que el Espíritu Santo le haga gustar la dulzura y poder de esta divina y celestial doctrina!
"Y para los hijos de Aarón harás túnicas; también les harás cintos, y les formarás chapeos (tiaras) para honra y hermosura....Y les harás pañetes de lino para cubrir la carne vergonzosa...y estarán sobre Aarón y sobre sus hijos cuando entraren en el tabernáculo del testimonio, o cuando se llegaren al altar para servir en el santuario, porque no lleven pecado, y mueran" (vvss. 40-43). Aquí, Aarón y sus hijos representan en figura a Cristo y a la Iglesia, en la potencia de una sola justicia divina y eterna. Las vestiduras sacerdotales de Aarón son la expresión de las cualidades intrínsecas, esenciales, personales y eternas de Cristo; mientras que las "túnicas" y los "chapeos" (tiaras) de los hijos de Aarón representan las gracias de que está revestida la Iglesia, en virtud de su asociación con el Jefe soberano de la familia sacerdotal.
Todo lo que acaba de pasar ante nuestros ojos nos muestra con que cuidado misericordioso Jehová proveía a las necesidades de su pueblo, permitiendo que los suyos pudieran ver al que se preparaba para intervenir en favor suyo, y a representarles delante de Él, revestido de todas las vestiduras que respondían directamente a la condición del pueblo, tal como Dios la conocía. Nada de lo que el corazón podía desear, o de lo que podía tener necesidad, había sido olvidado. El pueblo de Israel, considerando a Aarón de arriba a abajo, podía ver que todo estaba completo en él. Desde la tiara santa que cubría su frente, hasta las campanillas y granadas que bordeaban su manto, todas las cosas eran como debían ser, porque todo estaba conforme al modelo mostrado en el monte, todo era según la estimación que Jehová hacía de las necesidades de su pueblo, y según sus propias exigencias.
Mas aún hay un punto relacionado con las vestiduras de Aarón, que reclama la atención del lector: es la manera con que el oro es introducido en la confección de estos vestidos. Este asunto se halla desarrollado en el capítulo 39, pero la interpretación puede estar en su lugar aquí. "Y extendieron las planchas de oro, y cortaron hilos para tejerlos entre el jacinto, y entre la púrpura, y entre el carmesí, y entre el lino, con delicada obra" (39:3). Ya hemos hecho notar que "el jacinto, la púrpura, la escarlata, y el lino fino" representan los caracteres diversos de la humanidad de Cristo, y que el oro representa su naturaleza divina. Los hilos de oro estaban entretejidos entre los otros materiales tan exquisitamente, de manera a estar inseparablemente unidos con estos últimos, y a ser, sin embargo, perfectamente distintos. La aplicación de esta admirable imagen al carácter del Señor Jesús está llena de interés. En diferentes escenas presentadas por los relatos de los Evangelios, es fácil discernir a la vez el carácter distintivo y la misteriosa unión de la humanidad y de la deidad.
Por ejemplo, considerad a Cristo en el mar de Galilea "durmiendo sobre un cabezal" (Marcos 4:38); ¡preciosa manifestación de su humanidad! Mas un momento después aparece con toda la grandeza y majestad de la divinidad; y como gobernador supremo del universo, calma el viento e impone silencio a la mar. No se nota aquí ningún esfuerzo, ni precipitación, ni preparación previa. El reposo en la humanidad no es más natural que la actividad en la naturaleza divina. Cristo está tan completamente en su elemento en la una como en la otra. Vedle aun cuando los que cobraban las dracmas interpelan a Pedro. Como Dios fuerte, soberano, poseedor del "mundo y su plenitud, " pone su mano sobre los tesoros del océano, y dice: "Todo lo que hay debajo del cielo es mío" (Salmo 50:12; y 24:1; Job 41:1111Who hath prevented me, that I should repay him? whatsoever is under the whole heaven is mine. (Job 41:11)); y después de haber declarado que es "suya también la mar, pues Él la hizo" (Salmo 95:5), cambia de lenguaje, y manifestando su perfecta humanidad se asocia a su pobre servidor con estas afectuosas palabras: "Tómalo, y dáselo por mí y por ti" (Mateo 17:27). Palabras llenas de gracia, aquí sobre todo, ante el milagro que manifestaba de una manera tan completa la divinidad de Aquél que así se asociaba, en su infinita condescendencia, con un pobre y flaco gusano de la tierra. Más aun, ante la tumba de Lázaro (Juan 11), Jesús se conmueve y llora; emoción y lágrimas que provienen de las profundidades de una humanidad perfecta, de ese corazón perfectamente humano que sentía, como ningún otro corazón podía sentir, lo que es hallarse en medio de una escena donde el pecado ha producido tan terribles frutos. Mas luego, como siendo la "Resurrección y la Vida, " como Aquél que tiene en su mano todopoderosa "las llaves del infierno y de la muerte" (Apocalipsis 1:18), exclama: " ¡Lázaro, ven fuera!"; y a la voz de Jesús, la muerte y el sepulcro abren sus puertas y dejan salir su cautivo.
Otras escenas del Evangelio se presentarán al espíritu del lector, como ilustraciones de esta unión de los hilos de oro con "el jacinto, la púrpura, la escarlata, y el lino fino retorcido," es decir, de esta unión de la deidad con la humanidad en la Persona misteriosa del Hijo de Dios. Nada hay de nuevo en este pensamiento, frecuentemente señalado por los que han estudiado con algún cuidado los escritos del Antiguo Testamento. Sin embargo, siempre es provechoso para nuestras almas cuando éstas son dirigidas hacia el Señor Jesús, como Aquél que es verdaderamente hombre. El Espíritu Santo ha unido juntamente la deidad y la humanidad por medio de una "delicada obra," y las presenta al espíritu renovado del creyente para que las goce y admire.