«Un Hombre En Cristo»

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Hemos considerado al hombre en la creación, y al hombre como criatura caída. Consideremos ahora al hombre en Cristo. Ya hemos visto que el pecado entró en el mundo por la desobediencia del hombre, y que ha afectado a cada parte de nuestro ser. Debido a la entrada del pecado en este mundo, cada uno de nosotros tiene una naturaleza pecaminosa, caída. Hemos visto que el pecado toma incluso aquellas capacidades que hemos recibido de Dios y las usa en mal sentido. En la última sección hemos dicho que la respuesta a todo para el creyente se encuentra junto a la cruz. A fin de comprender esta declaración, debemos considerar la verdad que se expone en Romanos, capítulos 6, 7 y 8.
En el libro de Romanos hasta el versículo 12 del capítulo 5 tenemos el examen de la cuestión de los pecados. Queda establecida la culpabilidad absoluta de todo el mundo, y luego se presenta la obra acabada de Cristo como el único remedio. Luego, desde Romanos 5:12 hasta el fin del capítulo 8, se presenta ante nosotros la cuestión del pecado en su raíz y principio. Debemos ver con claridad el problema del pecado si queremos ver la respuesta escrituraria a la cuestión de la autoestima.
Es importante ver que cuando Dios nos salva, Él no perdona nuestra naturaleza pecaminosa y caída, y tampoco la quita. El Señor Jesús dijo a Nicodemo: «Os es necesario nacer de nuevo» (Juan 3:7). Cuando acudimos como pecadores culpables, Dios perdona nuestros pecados y nos da una nueva vida en Cristo. Ahora el creyente tiene dos naturalezas: una que es desesperadamente pecaminosa y que no puede agradar a Dios, y una nueva naturaleza que es verdaderamente vida en Cristo y no puede pecar. La presencia de estas dos naturalezas es causa de conflicto en nuestras vidas.
La vieja naturaleza de pecado nunca mejora a lo largo de toda nuestra vida. Está siempre con nosotros, y es igual de mala después que he sido salvo durante veinte años que como lo era antes de ser salvo. Dios quiere que yo exhiba mi nueva vida y su naturaleza en mi andar cristiano, pero, ¡cuántas veces intenta reafirmarse la vieja naturaleza! Por eso pecan los cristianos, y la ocupación en el yo y el orgullo son parte de esos pecados.
En Romanos 5 tenemos la verdad de que la sangre de Cristo ha quitado mis pecados. En Romanos 6 aprendemos la verdad adicional de que en la muerte de Cristo Dios vio la muerte de nuestro «viejo hombre». «Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado» (Romanos 6:6). Ahora, el mandamiento es: «Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Romanos 6:11). Antes de la muerte de Cristo, nunca se mandó a nadie que se considerase a sí mismo (es decir, el viejo hombre) como muerto. Más bien, había sido puesto bajo la ley hasta la venida de Cristo. «La ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo» (Gálatas 3:24). Ahora Cristo ha muerto y resucitado. El creyente, identificado con Cristo, puede decir que él también ha muerto al pecado, y con ello el pecado ya no tiene más dominio sobre él. Ahora Dios nos contempla no como pecadores caídos, sino como aquellos que tenemos nueva vida en Cristo. Debemos permitir que la nueva vida y naturaleza caractericen nuestro caminar cristiano, y debemos reconocer que hemos muerto al pecado.
El acto del bautismo nos expone esta nueva posición. Al pasar por el bautismo, el creyente confiesa su identificación con la muerte, sepultura y resurrección de Cristo. Ya no está identificado con un mundo pecaminoso que ha rechazado al Señor Jesús, sino que forma parte ahora de la familia de Dios. Ha muerto al pecado. Ya no ha de andar más en sus antiguos caminos de pecado; ha de andar ahora «en novedad de vida» (Romanos 6:5). El pecado en mí — mi naturaleza vieja y pecaminosa — ya no tiene más derechos sobre mí. «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17).
Este conflicto entre la naturalezas vieja y la nueva queda expuesto de una manera práctica en Romanos 7. Aquí tenemos al hombre verdaderamente renacido y gozando de una nueva vida, pero todavía no ha experimentado la liberación del pecado. Igual que en el caso de muchos de nosotros, el hombre en Romanos 7 descubrió que en tanto que tenía una nueva vida y quería hacer lo bueno, no tenía poder para ello. ¿Cuántos de nosotros hemos querido sinceramente vivir la vida cristiana, pero encontrando constantemente que pecábamos a pesar de nosotros mismos? ¿Cuántos de nosotros no hemos encontrado, en palabras de Romanos 7:15, que «lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago»?
¿Cuál es la razón de que somos incapaces de conseguir la victoria? Encontramos la respuesta en el versículo 18. Debemos llegar a la conclusión escrituraria de que «en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien». Tantas veces estamos dispuestos a admitir que hemos pecado, pero no estamos dispuestos a admitir que no hay nada en nosotros que tenga mérito alguno delante de Dios. No estamos dispuestos a reconocer que no hay absolutamente nada en nosotros en la carne que Dios pueda aceptar — todo ha quedado arruinado por el pecado — . Más aún, debemos llegar a la triste conclusión a la que llega el Apóstol en el versículo 24, cuando dice: «¡Miserable de mí!» No sólo es la vieja naturaleza incorregiblemente mala, sino que nuestra condición es increíblemente desgraciada. Es penoso reconocer esta realidad, pero es esencial, si queremos ser liberados del pecado. Es sólo cuando esto se hace realidad en nuestras almas que dejamos de tener ninguna confianza en nuestra vieja naturaleza de pecado y que nos volvemos a Cristo. Por eso dice la última parte del versículo 24 y el versículo 25: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.» La liberación viene no mediante la ocupación con nuestro yo y tratando de mejorarnos a nosotros mismos, sino mirando fuera de nosotros mismos, a Cristo. Entonces encontramos liberación inmediata, porque estamos ocupados con lo que Cristo es, y no con lo que nosotros somos.
A menudo retrocedemos horrorizados al darnos cuenta de lo verdaderamente terrible que es nuestra naturaleza pecaminosa. No queremos admitirlo, de modo que defendemos nuestra vieja naturaleza de pecado, o la excusamos, en lugar de admitir que es tan mala como parece. El camino a la liberación es admitir plenamente lo que Dios ya nos ha dicho en Su Palabra, que «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso» (Jeremías 17:9). Que nuestra naturaleza sea tan mala como Dios declara que es: Dios la ha condenado en la cruz, y en la muerte de Cristo he muerto al pecado. «Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne» (Romanos 8:3).
Romanos 8 nos presenta la bendita posición del creyente que ha sido liberado del pecado. No sólo son lavados mis pecados, sino que he sido liberado de la ley (o, del principio) del pecado y de la muerte. Ya no estoy ante Dios como un pecador arruinado, sino que estoy «en Cristo Jesús» (Romanos 8:1), no andando «conforme a la carne, sino conforme al Espíritu» (Romanos 8:4). En lugar de tratar de mejorar la naturaleza de pecado, sencillamente me aparto de ella, reconociendo que ante Dios estoy «en Cristo» y que tengo una nueva vida en Él.
Hace años había más gente que quemaba leña y carbón para calentar sus casas, y los deshollinadores eran muy numerosos. Como puede que sepáis, al quemar leña y carbón, se acumula en las chimeneas una sustancia que se llama creosota, y si no se limpia de manera periódica, finalmente el resultado es que la chimenea se enciende. Esos deshollinadores pasaban por las casas con regularidad y limpiaban chimeneas para ganarse la vida. A veces, las chimeneas eran lo suficientemente grandes como para que chicuelos y hombres entrasen en ellas para hacer la limpieza, y podemos imaginarnos cuánto se ensuciaban. Se quedaban cubiertos de hollín de la cabeza a los pies. Veías a esos hombres ir de casa en casa, todos ennegrecidos, con sus escobones y otros utensilios sobre el hombro.
Ahora, dejad que os haga una pregunta: «¿Cómo os ensuciaríais más: abrazando un deshollinador, o luchando con él a brazo partido?» Si reflexionáis un momento, estaréis de acuerdo en que no habría mucha diferencia: de una manera o de la otra os ensuciaríais sin remedio.
Si comparamos el deshollinador con nuestra vieja naturaleza pecaminosa, la aplicación se hace evidente. Al diablo no le preocupa si abrazamos el pecado o si estamos constantemente luchando con él, porque de una manera o de la otra quedamos contaminados. Lo que hemos de hacer es apartarnos del deshollinador, mantenernos bien lejos de él. Esto es lo que nos dice la Palabra de Dios que debemos hacer cuando nuestra naturaleza pecaminosa intenta actuar: sencillamente, debo apartarme de ella, y dejar que el Espíritu de Dios ponga a Cristo ante mí. Cada verdadero creyente tiene al Espíritu de Dios morando en él, y el Espíritu de Dios es el poder de la nueva vida. Volveremos a esto más adelante.