Imagínate por un momento un niñito a quien su padre le ha invitado para que se suba a una cama alta. De modo que el pequeño primero se agarra tan fuerte como puede de su camiseta y empieza a impulsarse; pero luego de poco termina frustrado y entonces intenta alzarse de sus cordones. Al ver que no puede lograrlo poco a poco empieza a desesperarse, pero es algo terco y por eso no pide ayuda de nadie. Al final, desesperado grita pidiendo ayuda y en seguida su papi lo sube a la cama. ¿Estuvo mal que se le haya dicho que se suba a la cama? ¡No! Simplemente el niño no tuvo la fuerza para hacerlo y ciertamente necesitó que le ayuden para poder lograrlo. Esta es una analogía para ilustrar los versículos que vamos a meditar.
“El pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso” (Romanos 7:13). La ley es buena y justa, como la instrucción que se le dio al niño; pero lastimosamente el ser humano no tiene en sí mismo poder para cumplirla, ya que ella simplemente exige cierta conducta, mas no nos concede la fuerza necesaria para obedecerla. Es en el momento en que el hombre sabe el mandamiento de Dios, cuando queda al descubierto su deseo de desobediencia: el pecado abunda. Es nuestra tendencia pecaminosa la que quiere botar la basura sobre un letrero que dice: “Prohibido botar basura”. Ciertamente, sin la prohibición no sabríamos cuánto deseamos desobedecer.
En Romanos 7:14-24 encontramos la descripción de una persona que quiere hacer la voluntad de Dios, pero simplemente no puede; así que su frustración aumenta hasta llegar a la desesperación, cual la del niño que intentó subirse a la cama apoyándose en su camiseta, como leemos en Romanos 7:18: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo”. Alguien que ha nacido de nuevo tiene el deseo de cumplir la voluntad de Dios, mas no el poder para hacerlo por sí mismo. Tal vez todos hemos deseado no pecar por codicia. Y como sabemos, este deseo de no pecar proviene de Dios y es parte integral de la nueva vida que hemos recibido; pero aun así caemos una y otra vez. Un inconverso simplemente puede decir: “Nadie es perfecto” o “No soy Jesús”; mas quien ya tiene una nueva vida no se conformará con eso. Sin embargo, por más que intente obedecer a Dios siempre llegará a la misma conclusión: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí” (Romanos 7:21). ¡Qué horrible es querer hacer mucho y no poder hacer nada!
“¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:24-25). El niño intentó subirse a la cama pero no pudo; sin embargo, en el instante en que se rindió y pidió la ayuda de su padre, recibió lo que tanto anhelaba. En el versículo citado notamos que debemos pedir ser librados. Además, vale notar que en los versículos anteriores muchas veces se menciona las palabras “yo” y “mí”, lo cual indica que la persona está muy centrada en sí misma y en su capacidad para hacer el bien. Hay que reconocer que mientras estemos centrados en nosotros mismos continuaremos frustrados al ver que seguimos pecando; pero cuando nos rendimos y acudimos a Dios, entonces Él nos libra. En el siguiente capítulo descubriremos que el Espíritu Santo nos ayuda a enfocar nuestra mirada en Cristo y nos da el poder para no pecar. El punto clave para nuestras almas es que nuestro Señor Jesucristo es quien nos libra del poder del pecado, pues en nosotros mismos no hay poder.