Los tres capítulos finales del Evangelio de Marcos son un relato detallado de los últimos días de la vida del Señor (Marcos 14:1).
Capítulo 14:1-9.— Faltaban “dos días” para la Pascua y los principales sacerdotes y los escribas hacían planes para dar muerte al Señor. Mientras tanto, el Señor estaba en Betania, en “casa de Simón el leproso”, disfrutando de una cena que María y Marta habían preparado en Su honor. Era una bella escena de amor, afecto y gratitud. Si los discípulos hubieran estado escuchando las enseñanzas del Señor acerca de Su muerte, habrían sabido que esta iba a ser la última vez que estarían juntos con el Señor de esta manera, como una compañía de creyentes, y eso habría hecho que esta ocasión fuera mucho más preciosa para ellos.
Sin embargo, la feliz escena se echó a perder por la codicia de Judas, que criticó a María por derramar “un frasco de alabastro de perfume ... de nardo puro”, que era “muy costoso”, sobre la “cabeza” del Señor (versículo 3, LBLA). El apóstol Juan dice que también ungió Sus “pies” (Juan 12:3). La manera de criticar de Judas se extendió a los demás, tanto que “la reprendían”. María lo hizo por amor y aprecio al Señor, pero Judas no sentía amor ni aprecio por Él y no entendía por qué había que hacer algo así. Dijo que se podría haber aprovechado mejor vendiendo el ungüento y dando el dinero a los pobres (versículos 4-5). Juan dice que a él tampoco le importaban los pobres realmente, sino que quería robar de la bolsa de dinero que tenían, porque era un “ladrón” (Juan 12:4-6).
Cuando el Señor lo vio, defendió a María, y afirmó: “buena obra Me ha hecho”. Dijo que la oportunidad de ayudar a los pobres estaría siempre presente, pero que Él estaba de regreso al cielo, y ésta sería la última oportunidad que tenían para mostrarle su aprecio de una manera como esta (versículos 6-7). No está claro si María comprendió que el Señor estaba a punto de hacer expiación en la cruz por medio de Su muerte; no obstante, Él le dio todo el crédito por su acto de devoción, diciendo: “Esta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado á ungir Mi cuerpo para la sepultura” (versículo 8). Y añadió: “Donde quiera que fuere predicado este evangelio en todo el mundo, también esto que ha hecho ésta, será dicho para memoria de ella” (versículo 9). Es poco probable que el Señor quisiera decir que siempre que se predique el Evangelio, se debería mencionar el acto de devoción de María, sino más bien, que el efecto del poder de la gracia recibida en el creyente le hará responder en amor y devoción como se vio en María. Por tanto, el Evangelio recibido no solo se ocupa de nuestros pecados, sino que también nos convierte en devotos seguidores de Cristo.
La traición
Capítulo 14:10-11.— El amor y la devoción de esta mujer contrastan con el odio malicioso de los líderes religiosos judíos, que buscaban la manera de matar al Señor Jesús. Cumplieron su deseo cuando Judas se les acercó con la oferta de entregarlo en sus manos. Hizo un pacto con ellos por “dinero”. Mateo nos dice que la suma era de “treinta piezas de plata” (Mateo 26:15). Este era el precio de un esclavo muerto, que es lo que el Señor iba a ser en breve (Éxodo 21:32; Zacarías 11:12). La traición está predicha en las Escrituras (Salmo 41:9; 55:13-14). Judas regresó entonces al grupo de discípulos, y desde entonces “buscaba oportunidad cómo le entregaría”.
La cena pascual y la institución de la Cena del Señor
Capítulo 14:12-25.— Fue durante el último día de vida del Señor, “el primer día de los panes sin levadura”, que los discípulos le preguntaron: “¿Dónde quieres que vayamos á disponer para que comas la pascua?” (versículo 12). Su pregunta muestra que ellos entendían que la cena no se comería en cualquier lugar; la fiesta debería celebrarse en el lugar que el Señor escogiera. Sus gustos y disgustos no tenían nada que ver en esto. Así que la adoración colectiva (congregacional) no debe realizarse en un lugar y de una manera que se adapte a nuestras propias preferencias, sino de una manera y en un lugar que esté de acuerdo con los principios de la Palabra de Dios. Así fue en el judaísmo (Deuteronomio 12:13-14), y así debe ser también en el cristianismo; la Cena del Señor debe comerse a la Mesa del Señor (1 Corintios 10:15-21; 11:20). A pesar de esto, muchos obreros cristianos dicen con frecuencia a sus audiencias: “Vayan a la iglesia que prefieran”. Esto, en efecto, dispersa al pueblo de Dios en lugar de reunirlo (Mateo 18:20).
El Señor proporcionó a los discípulos un detalle importante que los guiaría al lugar indicado. Les dijo que cuando llegaran a la ciudad, “un hombre que lleva un cántaro de agua” saldría a encontrarse con ellos, y que él los guiaría hasta allí (versículo 13). Este hombre anónimo, como en muchos casos en la Escritura, representa al Espíritu Santo usando principios del agua de la Palabra de Dios para guiar a los discípulos al lugar (Efesios 5:26). Puesto que el Señor instituiría la nueva cena cristiana allí (versículos 22-25), este ejercicio de encontrar el lugar donde el Señor quería que comieran la cena puede aplicarse a cristianos que están siendo guiados por el Espíritu al lugar donde han de partir pan teniendo al Señor en medio de ellos. Mateo 18:20 y Lucas 22:8-13 también se refieren al lugar ordenado por el Señor, aunque cada pasaje aborda el tema desde una perspectiva diferente. Mateo enfatiza la soberanía de Dios; los creyentes “están ... congregados” por el poder del Espíritu Santo en el lugar ordenado por el Señor. Tanto en Lucas 22:8-13 como en 1 Corintios 11:17-20, las palabras “cuando os juntáis”, enfatizan la responsabilidad del hombre; los discípulos debían ir y encontrar el lugar siguiendo al hombre que llevaba el agua. Ambos pasajes tienen las palabras “donde” y “allí”.
Una vez conducidos al lugar, Pedro y Juan tenían que decirle al “señor” de la casa: “El Maestro dice: ‘¿Dónde está Mi habitación en la que pueda comer la Pascua con Mis discípulos?’ Y él os mostrará un gran aposento alto, amueblado y preparado [listo]; haced los preparativos para nosotros allí” (versículos 14-15, LBLA). El hombre con el cántaro de agua, así como el señor de la casa, ambos ilustran la obra del Espíritu Santo —pese a que Su obra es llevada a cabo bajo dos roles distintos—. El hombre con el cántaro de agua representa al Espíritu como nuestro Guía a toda la verdad (Juan 16:13), mientras que el señor de la casa representa al Espíritu como nuestro Director en la adoración y el ministerio (Filipenses 3:3; 1 Corintios 12:4-11).
Se trataba de un “gran” aposento alto en el que cabían muchas personas (Hechos 1:13-15). En el contexto cristiano, esto señala el hecho de que partimos pan sobre el terreno del “un cuerpo”, del cual forman parte todos los creyentes sobre la faz de la tierra (Romanos 12:5; 1 Corintios 10:17; Efesios 4:4). Era un “aposento alto”. Esto señala el hecho de que debemos estar partiendo pan en separación del mundo (1 Corintios 5:8). Ellos tuvieron que subir las escaleras de la separación para llegar a la habitación. La habitación también estaba “amueblada”. Esto indica que ya no tuvieron que añadir al lugar cosa alguna de hechura suya. La cristiandad generalmente no ha entendido esto. La mayoría de los grupos eclesiásticos celebran la Cena del Señor como miembros de una cierta afiliación eclesiástica, lo que los coloca sobre un terreno demasiado estrecho. Por ejemplo, el hecho mismo de pertenecer a una denominación y partir pan como tal, necesariamente lo separa a uno, en la práctica, del resto del cuerpo de Cristo. Además, la mayoría de los grupos eclesiásticos no son cuidadosos en lo que respecta al tipo de personas que se les permite que participen de la cena. Muchos dejan que los inconversos y las personas que son solo profesantes también participen. Aún más, la mayoría de los grupos eclesiásticos le han añadido a la cena muchos rituales y procedimientos inventados por los hombres, al punto que ya casi no refleja el modelo sencillo que el Señor instituyó. Vemos a partir de estos versículos que todo lo relacionado con la cena provenía del Señor. Él ordenó que se preparara. Él decidió el lugar donde debían comerla, y también decidió el tiempo y la manera en que todo debía hacerse. Todo fue ordenado y arreglado de acuerdo a Su elección. Una vez “preparado” el lugar, Marcos dice: “Y llegada la tarde, fué con los doce” y “se sentaron á la mesa” y comieron (versículos 17-18a). Probablemente no se dieron cuenta hasta más tarde, cuando descendió el Espíritu, que la muerte del Señor sería el cumplimiento de lo que el Cordero pascual representaba. El apóstol Pablo confirmó esto, cuando dijo: “Nuestra pascua, que es Cristo, fué sacrificada por nosotros” (1 Corintios 5:7). Algo parecido escribió el apóstol Pedro también (1 Pedro 1:18-20).
Mientras comían, el Señor anunció a los discípulos que uno de ellos le traicionaría. Al decir esto, el Señor estaba profundamente “conmovido en el espíritu”. Claramente, no era fácil para Él hacer esto (Juan 13:21). Al decir “uno de vosotros ... ” (versículo 18), el Señor involucró las conciencias de los doce apóstoles, a pesar que solo uno de ellos era culpable. Esto demuestra que es un ejercicio saludable examinar nuestros corazones y juzgarnos a nosotros mismos en lo relacionado con comer de la Cena del Señor (1 Corintios 11:28). Los discípulos, al oír el anuncio del Señor, “comenzaron á entristecerse”, y entonces “cada uno por sí” le preguntaba: “¿Seré yo?” (versículo 19). Había una tradición que tenían los judíos en la Pascua: en un momento determinado, el invitado de mayor honor recibía un bocado de alimento llamado “el pan mojado” (Juan 13:26). El Señor dijo: “Es uno de los doce que moja conmigo en el plato” (versículo 20), y entonces lanzó una solemne advertencia: “¡Ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! bueno le fuera á aquel hombre si nunca hubiera nacido” (versículo 21).
Mientras comían la Cena Pascual, el Señor instituyó una nueva cena: “la Cena del Señor” (1 Corintios 11:20). No se le llamó así hasta que el Apóstol Pablo, por inspiración divina, le dio ese nombre. Esta nueva cena fue instituida en relación con el cristianismo, el cual estaba por alborear en los caminos de Dios. Marcos dice: “Tomó Jesús pan, y bendiciendo, partió y les dió, y dijo: Tomad, esto es Mi cuerpo. Y tomando el vaso, habiendo hecho gracias, les dió: y bebieron de él todos. Y les dice: Esto es Mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada” (versículos 22-24). R. K. Campbell dijo: “Cuando el Señor dijo: ‘Esto es Mi cuerpo’ y ‘Esto es Mi sangre’, usó una figura retórica, como lo hacía a menudo, igual que nosotros cuando mostramos una imagen de un ser querido, diciendo: ‘Esta es mi madre’, etcétera. Con ello queremos decir que la imagen es una semejanza de nuestro ser querido, una representación, y las palabras no implican ningún pensamiento de literalidad. Sin embargo, muchos se han esforzado en utilizar la misma expresión de nuestro Señor —‘Esto es Mi cuerpo’— e insisten en que los emblemas de la Cena del Señor se convierten, en el instante que el sacerdote o ministro habla, literalmente en Su cuerpo y Su sangre para el participante” (The Church of the Living God [La Iglesia del Dios vivo], páginas 122-123).
El propósito de la Cena del Señor es impedir que nuestros corazones se alejen de Él y de los demás. Y cuando recordamos con amor lo que Él sufrió por nosotros como nuestro bendito Sustituto, es normal que respondamos con genuino afecto, alabanza y adoración. A menudo se ha dicho que cuando nos reunimos para partir el pan, no nos reunimos exactamente para adorar. El Señor no dijo: “Haced esto en adoración a Mí”. Nos reunimos para recordarle, como Él pidió: “Haced esto en memoria de Mí” (1 Corintios 11:24), y al recordarle, nuestros corazones se llenan de alabanza y adoración. Ésta es una respuesta espontánea de nuestros corazones, no una orden del Señor.
Cuando el Señor dijo: “Esto es Mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada”, no quiso decir que estaba inaugurando el Nuevo Pacto en ese momento. Pues este pacto se hará en un día venidero con Israel, cuando la nación sea restaurada a Él (Jeremías 31:31-34). Más bien, estaba diciendo que el vino de la copa simbolizaba Su sangre, con la que ratificaría el Nuevo Pacto. Esta era la garantía de que, aunque Israel había de ser puesto a un lado en el presente, en un día venidero la nación sería restaurada a Él y bendecida por Dios bajo las condiciones de un Nuevo Pacto. En cuanto a la Cena Pascual, el Señor dijo que no bebería más del “fruto de la vid” hasta que lo hiciera con Su pueblo redimido una vez establecido el reino de Dios públicamente (versículo 25). Él no se iba a ir al cielo a disfrutar, por así decirlo, mientras el remanente de Su pueblo estaría aquí abajo, sufriendo persecución, etc. La ordenanza cristiana de la Cena del Señor debe celebrarse “el día primero de la semana” (Hechos 20:7), “hasta que Él venga” (1 Corintios 11:26, LBLA).
El declive de Pedro
Capítulo 14:26-31.— En un momento dado, en torno al tiempo de la Cena del Señor, un desliz espiritual en el alma de Pedro se hizo evidente. Siendo un discípulo prominente del Señor, Satanás lo escogió como su blanco especial. Sabía que, si lograba distanciar a Pedro, otros le seguirían (Juan 21:3). Pero el Señor conocía esto, y por eso le dijo a Pedro: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandaros como á trigo; mas Yo he rogado por ti que tu fe no falte: y tú, una vez vuelto [restaurado], confirma á tus hermanos” (Lucas 22:31-32). Es difícil precisar con exactitud dónde fue que Pedro comenzó a resbalar, sin embargo, no hay duda de que él se colocó en una pendiente resbaladiza cuando empezó a discutir con sus hermanos sobre quién sería el mayor. El Señor, que se había dirigido a todos los discípulos para alertarles de tal ambición mundana, sabía que nada que no fuera una caída total —y el dolor que esta acarrea— llevaría a Pedro al punto de tener que juzgarse a sí mismo debido al orgullo de su corazón. Por lo tanto, el Señor iba a permitir que Satanás lo zarandeara. Siendo este el caso, el Señor no oró para que Pedro no cayera, sino para que, cuando cayera, su fe no faltase, y que no abandonara por completo el seguir al Señor. Por ende, el Señor oró, en carácter de abogado, por su restauración.
Una vez concluida la cena pascual, el Señor condujo a los discípulos al monte de los Olivos (versículo 26), donde anunció que esa noche se cumpliría otra profecía de Zacarías. Dijo: “Todos seréis escandalizados en Mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y serán derramadas las ovejas [por todas partes]” (versículo 27, véase la traducción J. N. Darby). Esto se encuentra en Zacarías 13:7. A fin de confortar sus corazones y asegurarles que volverían a verle, el Señor prometió a los discípulos que después de Su pasión se reuniría con ellos en un lugar señalado de “Galilea” (versículo 28).
Pedro se negó a aceptar la predicción de que se escandalizaría y abandonaría al Señor en un momento como ese, y afirmó: “Aunque todos se aparten, yo, sin embargo, no lo haré” (versículo 29, LBLA). Vemos aquí su jactancia segura de sí misma. Claramente no conocía su propio corazón. Él creía sinceramente que nunca haría algo semejante. Esto nos muestra cuán engañosos pueden ser nuestros corazones (Jeremías 17:9). Pudo no haberse dado cuenta en ese momento, pero en el fondo le estaba diciendo al Señor: ¡estás equivocado! Pedro tanteaba que los demás podrían ser capaces de escandalizarse y salir huyendo, todos menos él. Esto demuestra que se creía mejor que los demás discípulos. Para revelarle a Pedro su propio corazón, el Señor predijo el futuro una vez más, diciendo: “De cierto te digo que tú, hoy, en esta noche, antes que el gallo haya cantado dos veces, Me negarás tres veces” (versículo 30). Al oír esto, Pedro se negó a ser corregido por el Señor. Marcos dice: “Mas él con mayor porfía decía: Si me fuere menester morir contigo, no Te negaré” (versículo 31).
El huerto de Getsemaní
Capítulo 14:32-42.— Cuando llegaron al huerto de Getsemaní, el Señor les dijo: “Sentaos aquí, entretanto que Yo oro” (versículo 32). Presionado en Su espíritu por lo que se avecinaba, el Señor se apartó para orar y expresar Su dependencia en Dios Su Padre con respecto a la prueba que se aproximaba. No podemos acercarnos a esta escena sin sentir que estamos pisando sobre terreno santo (Éxodo 3:5; Josué 5:15).
Tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y “comenzó á atemorizarse, y á angustiarse” (versículo 33). Inmediatamente, el Señor fue confrontado por el diablo y se vio envuelto en un feroz “conflicto” espiritual (Lucas 22:44, traducción J. N. Darby). Satanás ya se había acercado al Señor al comienzo de Su ministerio público para tentarlo. Mas habiendo sido derrotado en aquel tiempo por la obediencia sencilla a la Palabra de Dios, el diablo “se alejó de Él esperando un tiempo oportuno” (Lucas 4:13, LBLA). Pero ahora, al final de la vida del Señor, el diablo que no había tenido una confrontación abierta con el Señor durante Su ministerio público, regresó en este preciso momento para atemorizarlo con toda su fuerza.
J. N. Darby dijo: “El tentador (aquel que, cuando [el Señor] comenzaba Su ministerio público, queriendo impedir que lo llevase a cabo, le tentó con lo que era agradable a la carne tanto en el desierto como en el pináculo del templo, y habiendo sido frustrado y atado, y durante la vida del Señor sus bienes atados) vuelve ahora para probarle con todo lo que podía atemorizar el alma del hombre” (Collected Writings, volumen 7, página 170). En lo que concierne al Getsemaní, W. Potter dijo: “Hay [había] otra parte allí, es decir, Satanás, que le recalcaba al bendito Señor lo que implicaría beber de la copa de muerte de la mano de Dios. ¿Por qué hizo eso Satanás? Esta es la razón: Satanás sabía que, si lograba que el bendito Salvador rechazara esa copa, el pecado quedaba [quedaría] sin expiación” (Gathering Up the Fragments, página 193). En la confrontación en el desierto, Satanás se había presentado bajo el carácter de una “serpiente” astuta para disuadir al Señor de seguir adelante en Su ministerio (Apocalipsis 12:9, 20:2), pero aquí en Getsemaní, él se le acercó como un “león rugiente”, recalcándole al Señor lo que le costaría obedecer a Su Padre e ir a la cruz (1 Pedro 5:8).
El Señor dijo: “Está muy triste Mi alma [llena de dolor], hasta la muerte: esperad aquí y velad” (versículo 34). No buscaba compasión, sino compañerismo en Sus sufrimientos. Si los discípulos pudieran, en alguna medida, comprender la profundidad del dolor y sufrimiento del Señor, esto afectaría sus almas por el resto de sus días. Acompañar en espíritu al Señor en Getsemaní para “velar” con Él mientras contemplaba los sufrimientos de la cruz, afectará profundamente a cada creyente, y producirá una respuesta de devoción a Él.
El Señor ya sabía que el maligno iba a venir a Él de esta manera, por eso había dicho a los apóstoles en el aposento alto que en Él no había “nada” (no tenía una naturaleza pecaminosa) que respondiera a Satanás (Juan 14:30). No obstante, el conflicto fue inmensamente grande. Pues Satanás presentó ante el Señor lo que sería sufrir la ira de Dios en Su juicio contra el pecado. Y siendo la Persona omnisciente que era, el Señor pudo estimar completamente los sufrimientos expiatorios de la cruz, como ninguna criatura podía hacerlo. Por lo cual, sintiendo la solemnidad del momento, “se postró en tierra, y oró que si fuese posible, pasase de Él aquella hora” (versículo 35). En Su suplica le decía a su Padre: “¡Abba, Padre! Para Ti todas las cosas son posibles; aparta de Mí esta copa, pero no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieras” (versículo 36, LBLA). No es que estuviera, por así decirlo, “llegando a un acuerdo con Dios” sobre si iría o no a la cruz, pues eso ya había sido acordado en una eternidad pasada, muchísimo antes de que Él viniera al mundo (Salmo 40:7-8; Juan 6:38). De hecho, ese era el propósito mismo de Su venida (Juan 12:27). Viéndolo del lado humano, el Señor expresó Sus sentimientos en cuanto a ser “hecho pecado”, a fin de que hubiera propiciación para Dios y salvación para los pecadores (2 Corintios 5:21). Su alma santa se retraía ante semejante cosa.
Al levantarse de la oración para ver cómo estaban los discípulos, ¡el Señor los halló durmiendo! Les había dicho que orasen, ¡pero ellos prefirieron dormir! Qué increíble es que el Señor tuviera tiempo para los discípulos, siendo que Él mismo estaba en medio de un conflicto de proporciones tan épicas; no obstante, lo tuvo. Le dijo a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿No pudiste velar ni por una hora? Velad y orad para que no entréis en tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (versículos 37-38, LBLA). Aquí vemos otro paso cuesta abajo en el descenso de Pedro; él se hallaba durmiendo cuando debería haber estado orando. El Señor no pidió a los discípulos que oraran por Él, sino que orasen por sí mismos, pues conocía el poder del enemigo (Lucas 22:53). Esto muestra que hay cierta seguridad contra los ataques del enemigo al estar en la presencia de Dios en oración (Deuteronomio 33:12; Salmo 91:1-4).
Por la seriedad de Su petición, el Señor la repitió tres veces (versículos 39-41). Sin embargo, cada vez la respuesta de Dios fue: ¡No! ¡No había otra manera de salvar a los hombres que no fuera por Su padecimiento como la Persona divinamente señalada para llevar el pecado! Al considerar estas cosas desde la perspectiva divina, el Señor quería beber la copa del juicio a fin de glorificar a Dios en lo tocante a la cuestión del pecado, por eso dijo: “La copa que el Padre Me ha dado, ¿acaso no he de beberla?” (Juan 18:11, LBLA).
Hebreos 5:7 dice que Él ofreció “ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte”. Sin embargo, a pesar de todo lo que el Señor sufrió en el huerto, nada de ello era suficiente para quitar el pecado ante Dios. Porque estos sufrimientos, aunque de carácter anticipatorio, no fueron expiatorios. La expiación se llevó a cabo en la cruz durante las tres horas de tinieblas cuando el Señor fue desamparado por Dios. W. Potter dijo: “¿Qué estaba haciendo el Señor Jesús en el huerto de Getsemaní cuando agonizaba en oración, sudando como si fueran grandes gotas de sangre? ¿Expiando el pecado? No. ¿Qué hacía entonces? Estaba asimilando lo que significaría beber la copa de muerte de la mano de Dios ... . Algunos no comprenden el Getsemaní de esa manera en absoluto. Allí, en comunión con Dios, Él sopesa y anticipa lo que sería pasar por todo aquello” (Gathering Up the Fragments, página 193). Después de volver a los discípulos por tercera vez, el Señor dijo: “Levantaos, vamos: he aquí, el que Me entrega está cerca” (versículo 42). Había recibido la copa de la mano de Su Padre con perfecta sumisión y se disponía a ir a la cruz y beberla.
El arresto del Señor
Capítulo 14:43-54.— En ese mismo momento, “Judas” vino con “una compañía” de hombres armados para prender al Señor (versículo 43). Había dado a los hombres una “señal” por la cual sabrían quién era el Señor. Esto prueba que Él no tenía un halo sobre Su cabeza, ni ninguna otra distinción visible que lo diferenciase de los discípulos. Judas les dijo: “Al que yo besare, aquél es: prendedle, y llevadle con seguridad” (versículo 44). Entonces Judas, acercándose al Señor, le dijo: “Maestro, Maestro. Y le besó [lo cubrió de besos]” (versículo 45, traducción J. N. Darby). En seguida, ellos “le echaron mano y le prendieron” (versículo 46).
Pedro, queriendo hacer valer sus declaraciones anteriores de que su fidelidad superaba a la de los demás, se adelantó, y “sacando la espada” cortó la “oreja” del siervo del sumo sacerdote (versículo 47; Juan 18:10). De inmediato el Señor le dijo que guardara la espada, dado que este no era momento para eso (Juan 18:36). Vemos aquí otro paso cuesta abajo en el descenso de Pedro; lo hallamos peleando, en un acto totalmente fuera de lugar (versículo 47). El Señor se sometió al arresto porque era necesario que se cumpliesen las Escrituras que anunciaban que el Mesías había de padecer para quitar el pecado por medio de la expiación, y para que la salvación estuviese disponible para toda la humanidad.
El Señor tenía una palabra que dirigir a la conciencia de la multitud respecto a los hombres inicuos que habían venido a prenderle. Les preguntó: “¿Como á ladrón habéis salido con espadas y con palos á tomarme? Cada día estaba con vosotros enseñando en el templo, y no Me tomasteis; pero es así, para que se cumplan las Escrituras” (versículos 48-49). Así, el rechazo, arresto, juicio, muerte y resurrección del Señor están todos predichos en los escritos del Antiguo Testamento. En ese momento, la presión estaba siendo demasiado grande para los apóstoles, y “abandonando a Jesús, todos huyeron” (versículo 50, LBLA).
Entonces, de repente en la narración aparece “cierto joven” (LBLA) intentando seguir al Señor después que los apóstoles habían huido de la escena. ¡Él quiso hacer lo que ellos no pudieron hacer! Aunque a simple vista parecía un acto de ultra devoción, cuando se comprobó la realidad de su profesión, resultó ser tan solo la carne religiosa del joven que intentaba aparentar devoción cuando en realidad no era así. Los otros “mancebos [jóvenes]” lo vieron y le prendieron; entonces, para sorpresa de todos, lo único que tenía era “una sábana sobre su cuerpo desnudo”, y él “dejando la sábana, escapó desnudo” (versículos 51-52, LBLA). La lección aquí es que Dios quiere realidad en Su pueblo; Él desea que haya “verdad en lo más íntimo” (Salmo 51:6, LBLA). La profesión meramente superficial quedará al descubierto.
Entretanto, Pedro continuaba descendiendo. Marcos dice que seguía al Señor “de lejos”. Aunque esto se refiere a una distancia literal, también representa un distanciamiento espiritual entre su alma y el Señor. Más tarde, lo encontramos sentado con los “alguaciles” del sumo sacerdote calentándose con ellos al fuego. Esto muestra que Pedro fracasó en mantenerse separado de quienes odiaban al Señor Jesús, y a la vez indica que tenía comunión con el mundo (versículos 53-54).
El juicio del Señor ante las autoridades religiosas
Capítulo 14:55-72.— Los sucesos mencionados en esta siguiente serie de versículos ocurrieron durante las horas oscuras de la noche. Marcos dice que llevaron al Señor al “patio del sumo sacerdote” (versículo 54). En realidad, primero fueron ante Anás, que era suegro de Caifás (Juan 18:13). Éste también era sumo sacerdote, algo totalmente no ortodoxo (Lucas 3:2).
En el patio de Caifás, “los príncipes de los sacerdotes y todo el concilio [Sanedrín] buscaban testimonio contra Jesús, para entregarle á la muerte; mas no lo hallaban. Porque muchos decían falso testimonio contra Él; mas sus testimonios no concertaban” (versículos 55-56). Esto es absolutamente increíble; ¿ha habido algún otro juicio en la tierra en el que los jueces empezaran buscando mentirosos para poder condenar al acusado? La corrupción de esta banda de hombres se hace evidente en el hecho mismo de no tener escasez de testigos falsos —más bien tenían de sobra—. El problema era que las versiones de los falsos testigos no concordaban. Esto era importante, ya que su Ley exigía que hubiera al menos dos testigos que corroboraran los hechos para condenar a alguien (Deuteronomio 19:15; Juan 8:17). Por fin se presentaron dos testigos, ¡pero de lo que acusaban al Señor no era un crimen! Ellos dijeron: “Nosotros le hemos oído decir: Yo derribaré este templo que es hecho de mano, y en tres días edificaré otro echo sin mano. Mas ni aun así se concertaba el testimonio de ellos” (versículos 57-59). En realidad, eso no era lo que el Señor había dicho. No dijo que Él destruiría el templo literalmente, sino que si ellos destruían el templo (de Su cuerpo) matándole, en tres días lo volvería a levantar por medio de la resurrección (Juan 2:19-21).
Al darse cuenta de que tal acusación no se sostendría ante un tribunal, el sumo sacerdote trató de condenar al Señor sobre una base diferente (versículo 60). Le conjuró por el Dios viviente (Mateo 26:63) que respondiese la pregunta: “¿Eres Tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”. Y estando bajo juramento, el Señor contestó: “Yo soy”. Y añadió: “Veréis al Hijo del Hombre sentado á la diestra de la potencia de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (versículos 61-62). Al identificarse como el Hijo de Dios y como el Hijo del Hombre, el Señor indicaba Su deidad. Véase Daniel 7:13-14 y Juan 5:18. Al oír esto, el sumo sacerdote “rasgando sus ropas” declaró: “¿Qué necesidad tenemos de más testigos? Han oído la blasfemia; ¿qué les parece? Y todos lo condenaron, diciendo que era digno de muerte” (versículos 63-64, LBLA). No obstante, era el sumo sacerdote, quien al rasgar sus vestiduras estaba quebrantado la Ley (Levítico 21:10).
Tras llegar a una decisión extraoficial del tribunal, tuvieron que esperar a que amaneciera para autorizarla, pues una de sus normas era que todos los juicios oficiales debían ejecutarse durante las horas del día. Mientras esperaban, aprovecharon para descargar su encono contra el Señor. Le “escupieron”, y vendándole los ojos, comenzaron a darle de “puñetazos” (Mateo 26:67, LBLA), y a decirle: “¡Profetiza! Y los alguaciles le recibieron a bofetadas” (versículo 65, LBLA). La burla y los insultos que le hicieron resultan sobrecogedores cuando consideramos quién era la persona a la que estaban ultrajando. ¡Se trataba del Creador y Sustentador del universo! Aun así, el Señor se sometió a todo ello en gracia infinita. Pues “cuando le maldecían, no retornaba maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino remitía la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:23).
Entonces, dos criadas le preguntaron a Pedro (por separado) si se identificaba con el Señor, pues ellas recordaban que estaba con el grupo de discípulos, mas él lo “negó” (versículos 68, 70). ¡Hizo precisamente lo que había dicho que no haría! (versículo 31). Vemos en esto otro paso más abajo en el descenso de Pedro.
Luego, un poco más tarde, uno de los alguaciles dijo: “Verdaderamente tú eres de ellos; porque eres Galileo, y tu habla es semejante. Y él comenzó á maldecir y á jurar: No conozco á este hombre de quien habláis” (versículos 70-71). Aquí es donde Pedro toca fondo, por así decirlo. Al cabo de unas cuantas horas de que Pedro se jactara de sí mismo, ¡ya había negado al Señor con juramentos y maldiciones! E inmediatamente después de esa negación “el gallo cantó”, tal como el Señor se lo había dicho, y “Pedro se acordó de las palabras que Jesús le había dicho”. Y “pensando en esto, lloraba” amargamente (versículo 72).
El juicio del Señor ante las autoridades civiles
Capítulo 15:1-15.— Marcos dice: “Muy de mañana, los principales sacerdotes prepararon enseguida una reunión con los ancianos, los escribas y todo el Concilio [Sanedrín]; y atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato” (versículo 1, LBLA). Como ya se mencionó anteriormente, tuvieron que esperar a que saliera el sol para poder ratificar su malvada decisión de condenar al Señor. Es asombroso lo escrupulosos que podían ser estos líderes religiosos con respecto a las reglas dictadas por el hombre, no obstante, ¡no tuvieron ningún escrúpulo en tramar el asesinato de su Mesías! (Compárese con Juan 18:28). Tan pronto como amaneció, y sin perder el tiempo, condenaron oficialmente al Señor en su tribunal. Luego, lo llevaron apresuradamente al Pretorio para que compareciera ante Pilato.
Pilato le preguntó: “¿Eres Tú el Rey de los Judíos?”. El Señor le respondió: “Tú lo dices” (versículo 2). Pero cuando los escribas y los principales sacerdotes le acusaron de muchas cosas, “no respondió nada”, porque en realidad no había nada que responder (versículo 3). Entonces Pilato le preguntó por qué no se defendía. “Mas Jesús ni aun con eso respondió; de modo que Pilato se maravillaba” (versículos 4-5). Pilato no tardó en descubrir que la raíz de todo el problema era la “envidia” (versículo 10), y que el Señor no había hecho nada que mereciera el juicio civil romano. Sin embargo, el gobernador se encontraba en un aprieto. Si satisfacía a los judíos condenando al Señor, de quien sabía que era inocente, traicionaría su sentido moral y judicial. Por otra parte, su responsabilidad era mantener la paz en la nación, y dado que los judíos podrían muy fácilmente levantar un tumulto, entonces, si las noticias llegaban a Roma de que no se estaba manteniendo el orden en la tierra de Israel, podría ser destituido de su cargo. Por consiguiente, recurrió a la diplomacia para manejar este caso.
En los versículos 6-14, Pilato trató de resolver el aprieto apelando a la costumbre de los judíos de soltar un preso en la fiesta de la Pascua, en símbolo de la antigua liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto. Así que dio a elegir a la multitud: “¿Queréis que os suelte al Rey de los Judíos? Porque conocía que por envidia le habían entregado los príncipes de los sacerdotes” (versículos 9-10). Pensó que los judíos seguramente no querrían a un individuo como Barrabás suelto por sus calles; alguien que no era más que una amenaza para la sociedad. Pues había provocado una “insurrección” y “cometido homicidio” (versículo 7, LBLA); también se vio involucrado en una “sedición” (Lucas 23:19) y además era “ladrón” (Juan 18:40). A pesar de eso, “los príncipes de los sacerdotes incitaron á la multitud, que les soltase antes á Barrabás” (versículo 11). Esto es difícil de creer. Y es que con el Señor estando libre entre el pueblo, no se hacía más que el bien, pues Él “anduvo haciendo bienes, y sanando á todos los oprimidos del diablo” (Hechos 10:38). Pero con Barrabás suelto entre la sociedad, siempre existiría la amenaza de ser víctimas de la violencia y la corrupción. Pese a todo aquello, su odio hacia el Señor era tan grande que ¡prefirieron arriesgarse con Barrabás antes que soltar al Señor! (Salmo 69:4; 109:4-5).
Pilato entonces les preguntó qué se debía hacer con el Señor, y ellos dijeron: “Crucifícale” (versículos 12-13). Cuando Pilato les preguntó: “¿Pues qué mal ha hecho?”, ellos gritaron aún más: “Crucifícale” (versículo 14). Esto era una locura; sin embargo, tal es el proceder de la envidia. Pilato les dio lo que querían y soltó a Barrabás. Luego, “entregó á Jesús, después de azotarle, para que fuese crucificado” (versículo 15). Azotar al Señor fue algo terriblemente injusto. ¡Pilato acababa de anunciar a la multitud que no había encontrado delito alguno en el Señor! ¿Por qué azotarlo entonces? Al darles lo que querían, Pilato se hizo cómplice de su maldad.
El maltrato de los soldados romanos al Señor
Capítulo 15:16-24.— Cuando Pilato entregó al Señor a los soldados para que lo crucificaran, nada dijo acerca de que desahogaran su animosidad contra Él insultándolo, escarneciéndolo, o golpeándolo, etc. Según parece, fue algo que ellos hicieron por iniciativa propia. El Señor no recibió justicia, tampoco misericordia, ni siquiera un poco de clemencia cuando estuvo en manos de los líderes religiosos, y lo mismo experimentó de parte de estos gentiles. Tal es el corazón del hombre, ya sea judío o gentil.
Y entonces, “toda la tropa romana” se reunió alrededor del Señor dentro del palacio, esto es, el “Pretorio” (versículo 16, LBLA). Es posible que fueran más de cien soldados. Y quitándole la ropa le vistieron un manto de “púrpura” (versículo 17). (Mateo 27:28 dice que era de color “escarlata” (LBLA). No hay discrepancia en esto; el manto tenía ambos colores. Mateo hizo hincapié en una parte, y Marcos en la otra). En seguida, los soldados tejieron “una corona de espinas” y la pusieron sobre la cabeza del Señor. Después, le pusieron una “caña” en la mano como si fuera un cetro imaginario, “y comenzaron a gritar: ¡Salve, Rey de los judíos!” (versículos 18-19, LBLA). Como estos hombres eran gentiles, seguramente no estaban al tanto de la Escritura que dice que ante el Señor “se doblará toda rodilla, y toda lengua jurará lealtad” (Isaías 45:23, LBLA). Pero un día estos burladores se verán obligados a doblar sus rodillas ante Él de verdad. Para colmo de males, “le herían [golpeaban] en la cabeza con una caña, y escupían en Él” (versículo 19). El Creador y Sustentador del universo lo soportó todo pacientemente, y no dijo ni una palabra. Después de quitarle el manto y de ponerle Sus propios vestidos, sacaron al Señor para que fuese crucificado (versículo 20).
La crucifixión y muerte del Señor
Capítulo 15:21-41.— Cuando salían de la ciudad, encontraron a un hombre, “Simón de Cirene”, que iba en dirección contraria, y le obligaron a llevar la cruz del Señor (versículo 21). Es posible que pensaran que el Señor, tras haber soportado el maltrato físico al que había sido sometido, no lograría llegar al lugar de la crucifixión, por lo que obligaron a Simón que lo ayudase a llevar la cruz. Sin embargo, es un hecho ficticio que el Señor cayera bajo el peso de la cruz y que por ello precisara del auxilio de Simón. Tampoco debemos pensar que el Señor y Simón se turnaron para cargar la cruz. Más bien la llevaron juntos. Lucas dice que Simón la llevaba “tras [detrás de] Jesús” (Lucas 23:26). Es decir, Simón cargaba la parte trasera de la cruz.
Al llegar a un cementerio llamado “Gólgota”, que significa “Lugar de la Calavera” (Juan 19:41), los soldados trataron de dar al Señor el acostumbrado “vino mezclado con mirra” para que lo bebiera (versículos 22-23, LBLA; Salmo 69:21). Se trataba de un opiáceo anestésico que ayudaba a mitigar el sufrimiento de la crucifixión. Pero cuando el Señor lo probó, no quiso beberlo. Y cuando los soldados “le hubieron crucificado”, echaron suertes sobre los vestidos del Señor (versículo 24). Marcos señala que era ya “la hora tercera” del día, lo que equivale a las nueve de la mañana (versículo 25, LBLA).
Era costumbre que al que crucificaban le colocaran el crimen escrito sobre la cabeza. Pilato escribió la causa del Señor en tres idiomas: “en hebreo, en griego y en latín” (Juan 19:20). Así que “el título escrito de Su causa” era: “EL REY DE LOS JUDÍOS” (versículo 26). Había además dos delincuentes (ladrones) siendo ejecutados al mismo tiempo (versículos 27-28). Esto cumplió la Escritura de Isaías 53 que dice: “Y con los inicuos fué contado” (Isaías 53:12).
La gente que rodeaba la cruz se burlaba e insultaba al Señor. ¡Los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos fueron los que más lo insultaron! No les bastaba con hacer que mataran al Señor; también se reunieron junto a la cruz para “poner el dedo sobre la llaga” con sus insultos, y de esta manera aumentaron Su dolor y sufrimiento. Se mofaron de Él, y lo retaron diciendo: “Desciende de la cruz”, a fin de que les demostrase que Él era quien decía ser. Dijeron que, si lo hacía, ellos creerían. También dijeron que, si Él era verdaderamente el Hijo de Dios, Dios mismo lo libraría, pero como Dios no había venido a librarlo, eso probaba (según sus razonamientos) que Él era un mentiroso y un falso Mesías (versículos 29-32). Si el Señor hubiera descendido de la cruz para probarles a esos escarnecedores quién era Él, habría sido su Juez, y ese habría sido el fin de ellos. Pero entonces, ¡no tendríamos un Salvador! Porque fue en la cruz que el Señor hizo expiación por el pecado, y así fue que Él aseguró un medio justo por el cual Dios podía salvar a los pecadores. Estamos eternamente agradecidos por la obediencia del Señor a Dios y por Su amor hacia nosotros, y porque no descendió de la cruz.
Cuando llegó “la hora sexta”, las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta “la hora novena” (versículo 33, LBLA). En esas tres horas de oscuridad, Dios tomó los pecados de todos los que creerían, desde el principio de los tiempos hasta el fin de ellos, y los puso sobre el Señor Jesús, convirtiéndose así en la Persona divinamente señalada para llevar el pecado. En virtud de Sus sufrimientos expiatorios, muerte y derramamiento de sangre (que se consideran en las Escrituras como una única obra de expiación), el pecado quedó judicialmente quitado a los ojos de Dios (Hebreos 9:26). Al final de las tres horas de oscuridad, el Señor exclamó a gran voz: “Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?”, que traducido es: “Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué Me has desamparado?” (versículo 34).
Dios tuvo que desamparar al Señor Jesús cuando lo “hizo pecado” (2 Corintios 5:21) porque no puede tener comunión con el pecado. Pues es muy limpio de ojos para ver el mal (Habacuc 1:13). En esas tres horas de oscuridad se rompió la comunión entre Dios y el Hijo de Dios. Esto se puede constatar en el hecho de que antes de las tinieblas el Señor dijo: “Padre ... ” (Lucas 23:34), y después de que pasaron las tinieblas también dijo: “Padre ... ” (Lucas 23:46). Sin embargo, cuando fue desamparado en las tinieblas, exclamó: “Dios Mío, Dios Mío ... ”. J. N. Darby dijo: “Durante toda Su vida de servicio, a lo largo y ancho de ella, incluyendo Getsemaní, Cristo nunca se dirigió a Dios llamándole Dios. Siempre le dijo: ‘Padre’. Pero en la cruz sabemos que dijo: ‘Dios Mío, Dios Mío’. En el transcurso de Su vida, este título habría estado fuera de lugar, no porque no perteneciera a Aquel a quien se dirigía, sino porque no era la expresión de esa relación sin sombras y de la bienaventuranza consciente de la Filiación en la que el bendito Señor siempre se encontraba. En la cruz Dios estaba tratando con Él respecto al pecado, y lo hacía como Dios, en Su naturaleza, majestad, justicia y verdad. Aquí el pecado debía ser tratado como tal por Dios, de ahí que el Bendito exprese en conformidad con la verdad la posición en la que se encontraba Su santa alma” (Collected Writings, volumen 7, página 201).
J. N. Darby también dijo: “La sombra de la muerte solo se hizo más espesa hasta Getsemaní, donde sus sombras más profundas envolvieron el alma de Jesús, y donde Él tomó en Su mano la copa que contenía aquello que había arrojado su sombra sobre Su alma a lo largo de todo el camino, pero que ahora la penetraba con su más profunda oscuridad. Solo una cosa le quedaba hasta la cruz, e incluso en los sufrimientos de la obediencia perfecta: la comunión con Su Padre; en la cruz, la obediencia se consumó, y la comunión se perdió” (Collected Writings, volumen 33, página 236).
Algunos han pensado erróneamente que el Señor todavía tenía una dulce comunión con Su Padre durante esas horas de oscuridad en tanto que era desamparado por Dios. Esta idea ha sido tomada del hecho de que como la Escritura no dice que Él fue desamparado por el Padre, en consecuencia, debe haber estado en comunión con Él en ese momento, así como siempre lo estuvo a lo largo de Su vida. Por lo que, de alguna manera misteriosa, el Padre estaba en comunión con el Señor en esas horas de tinieblas, aunque no así Dios. Sin embargo, no es un principio correcto de exégesis bíblica construir nuestra doctrina a partir de lo que no aparece en las Escrituras. Si esta idea fuera cierta, entonces podríamos decir que Jehová, el Altísimo, el Todopoderoso, etc., también estaban teniendo comunión con el Señor durante Su desamparo, ¡ya que la Escritura tampoco dice que no lo estuvieran! ¡Pero esto separaría a la primera Persona de la Deidad en más de una Persona! Más aun, los sufrimientos expiatorios de Cristo se atenuarían considerablemente si el Padre hubiera estado allí consolando al Señor mientras era desamparado. Esto no transmite el sentido apropiado de lo que representa la expiación.
La razón por la que la Escritura no dice que el Señor fue desamparado por el Padre es porque el tema es la expiación por el pecado. Cuando la Escritura habla sobre el pecado y su juicio, se utiliza “Dios”; y cuando la Escritura trata el tema de la vida y la relación dentro de la familia de Dios, se utiliza “Padre”. Por eso, cuando el Señor sufría por nuestros pecados, dijo: “Dios Mío, Dios Mío”. W. Kelly dijo: “Dios es el juez del pecado. No era una cuestión con el Padre como tal, sino con Dios como el Dios que trata con el pecado” (Bible Treasury [Tesorero bíblico], volumen 8 NS, página 113). De acuerdo con esto, se nos ha enseñado correctamente a no decir que “el Padre desamparó al Hijo”. No porque sea verdad que el Padre estaba teniendo comunión con el Señor, sino porque no es inteligente asociar el juicio del pecado con el Padre. Dios estaba complacido con la obediencia de Su Hijo durante Su abandono, pero no podía tener comunión con Él en ese momento.
Cuando la gente que se encontraba alrededor de la cruz oyó el clamor del Señor en Su abandono, supusieron que llamaba a “Elías”. En su animosidad, “corrió uno, y empapando una esponja en vinagre, y poniéndola en una caña, le dió á beber” (versículo 36a). Esto cumplió la Escritura (Salmo 69:21; Juan 19:28-29). Los otros dijeron: “Dejad, veamos si vendrá Elías á quitarle” (versículo 36b). Pero el Señor dando un fuerte grito, “expiró” (versículo 37). Marcos no especifica lo que dijo, pero por el Evangelio de Juan sabemos que fue el grito de victoria: “Consumado es” (Juan 19:30). Al entregar Su Espíritu, el Señor dijo: “Padre, en Tus manos encomiendo Mi espíritu” (Lucas 23:46).
Entonces, “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (versículo 38, LBLA). Esto fue obra de la poderosa mano de Dios mismo. Y puesto que era “la hora novena”, que es “la hora de la oración” (Hechos 3:1, LBLA), los sacerdotes habrían estado en el lugar santo oficiando, y seguramente presenciaron este acontecimiento. Este era un hecho simbólico que indicaba que el sacrificio de Cristo había sido aceptado por Dios, y que las demandas de la justicia divina contra el pecado habían quedado plenamente satisfechas (Hebreos 9:26). Asimismo, debido a que la obra consumada de Cristo había sido aceptada en el cielo, Dios ahora iba a salir al encuentro del hombre con la mayor bendición posible. El velo era una señal de que el hombre, en su estado pecaminoso, no tenía acceso a la presencia de Dios. Pero el hecho de que se haya rasgado, declaraba que el hombre, mediante la fe en Cristo, ahora podía entrar en la presencia de Dios, y que aquellos que creyeran tendrían una posición de aceptación ante Dios (Romanos 5:2).
El centurión que se hallaba allí custodiando se vio obligado a declarar: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios” (versículo 39). Las mujeres que habían seguido al Señor desde Galilea se encontraban presentes contemplando este suceso (versículos 40-41a), al igual que muchas otras que habían subido con Él a Jerusalén (versículo 41b).
La sepultura del Señor
El profeta Isaías al hablar del Señor, declaró: “Con los ricos fué en Su muerte” (Isaías 53:9). Esto se cumplió gracias a que Dios obró en “José de Arimatea, miembro prominente del Concilio, que también esperaba el reino de Dios”, quien fue a Pilato y le “pidió el cuerpo de Jesús” (versículo 43). José formaba parte del grupo de ancianos que dirigía la nación, llamado el Sanedrín, pero a diferencia de los demás, era “varón bueno” y “justo” que “no había estado de acuerdo con el plan y el proceder de los demás” (Lucas 23:50-51, LBLA). A pesar que era un discípulo del Señor, lo era en secreto, y no lo había manifestado públicamente por miedo a los judíos (Juan 19:38). Pero cuando vio al Señor en la cruz, su corazón se conmovió profundamente, y decidió no seguir siendo un discípulo a escondidas. Por lo tanto, se dio a conocer, identificándose con el Señor en Su sepultura. Pilato se sorprendió de que el Señor “ya hubiera muerto”, así que le preguntó al centurión si era verdad, y cuando lo confirmó, “le concedió el cuerpo a José” (versículos 44-45, LBLA). Luego, con la ayuda de Nicodemo (Juan 19:39), “envolvieron” el cuerpo del Señor en “telas de lino” y lo pusieron en un sepulcro. Este era un “sepulcro nuevo” que pertenecía a José (Mateo 27:60). En seguida hicieron “rodar una piedra a la entrada del sepulcro” (versículo 46). Había también dos mujeres sentadas junto al sepulcro observando todo lo que ocurría (versículo 47).
Fue un entierro sencillo al que asistieron cuatro personas: José, Nicodemo, María Magdalena y María, la madre del Señor. No hubo una demostración ostentosa, ni tampoco tenemos constancia de que alguien hablara. Sin embargo, cuando los grandes hombres de este mundo mueren, se celebran suntuosos funerales con gran pompa y gloria en honor al fallecido. Y los difuntos reciben muchos elogios y cosas por el estilo. En cambio, para el Señor de la gloria, el Creador y Sustentador del universo, incomparablemente el Hombre más grande que jamás haya pisado la tierra, no hubo ningún funeral, ni elogios que dar, ni nada semejante.
La resurrección del Señor
Capítulo 16:1-20.— El Evangelio no estaría completo sin un informe divinamente inspirado de la resurrección de nuestro Señor. La resurrección del Señor es el “Amén” de Dios a la obra consumada del Señor en la cruz. En Su muerte glorificó a Dios en todo lo concerniente al pecado, y en Su resurrección Dios le otorgó Su sello de aprobación.
Este último capítulo consta de tres partes. La primera relata la resurrección del Señor (versículos 1-8), la segunda cuenta algunas de Sus apariciones en resurrección que confirman el hecho a los discípulos (versículos 9-14), y la última describe cómo los discípulos recibieron su comisión del Señor para ir a todas las naciones y predicar el evangelio (versículos 15-20).
Marcos deja claro que el día en que el Señor resucitó de entre los muertos era “el primer día de la semana” (versículo 2). Las mujeres que vinieron al sepulcro en ese momento presenciaron la tumba abierta. Anteriormente, dos de ellas, cada una llamada María, habían estado en el sepulcro con José y Nicodemo poco antes de las seis de la tarde de aquel viernes (Mateo 27:61), y después se fueron a sus alojamientos para descansar el día de reposo [sábado] (Lucas 23:56). Pero ahora, “ya salido el sol” del primer día de la semana, ellas volvieron al sepulcro acompañadas de otras mujeres (Marcos 16:1; Lucas 24:10). Su intención era “ungir” el cuerpo del Señor con “especias aromáticas” (versículo 1, LBLA). Mientras se preguntaban cómo iban a quitar la piedra de la puerta, levantaron los ojos y vieron que ¡la piedra había sido removida! (versículos 3-4). “Y entradas en el sepulcro, vieron un mancebo [joven] sentado al lado derecho, cubierto de una larga ropa blanca; y se espantaron” (versículo 5). La piedra no fue removida para que el Señor pudiera salir. Él había resucitado en un estado glorificado y no necesitaba ayuda; pues Él podía atravesar las paredes, como lo demostró más tarde a los once en el aposento alto (Juan 20:19). Más bien, la tumba se abrió para que los hombres pudieran entrar y vieran que el Señor ciertamente había resucitado.
El ángel sentado, vestido de blanco, dijo a las mujeres: “No se asusten; ustedes buscan a Jesús el Nazareno, el que fue crucificado. Ha resucitado, no está aquí; miren el lugar donde lo pusieron” (versículo 6, LBLA). Luego, el ángel dio instrucciones específicas a las mujeres, diciendo: “Id, decid á Sus discípulos y á Pedro, que Él va antes que vosotros á Galilea: allí le veréis, como os dijo” (versículo 7). Entonces, huyeron del sepulcro con temblor, espanto y “demasiado asombro”, y corrieron a decírselo a los apóstoles (versículo 8, traducción J. N. Darby). Las palabras “y á Pedro” son particularmente preciosas, pues sin duda en ese momento Pedro estaría sintiendo que ya no era digno de ser uno de los discípulos del Señor. Pero el Señor atendió rápidamente este desaliento visitándole en privado aquel primer día en que resucitó de entre los muertos. Aunque no se nos dice lo que ocurrió en esa reunión, sin embargo, mediante ese hecho se nos muestra que la restauración de un alma es algo personal entre un individuo y el Señor. Sin duda, habría sido algo parecido a Pedro confesando su fracaso y el Señor perdonándolo (Lucas 24:34; 1 Corintios 15:5).
Marcos relata cuatro apariciones del Señor en resurrección. Primero se apareció a María Magdalena (versículos 9-11), luego a los dos que iban de camino a Emaús (versículos 12-13), después a los once en el aposento alto, desde donde les encargó que predicaran el Evangelio (versículos 14-18), y por último, el cuadragésimo día, cuando ascendió al cielo (versículos 19-20).
Cuando las mujeres llegaron a la compañía de los discípulos y les contaron lo que había sucedido, Pedro y Juan corrieron al sepulcro para verlo. Al llegar allí, vieron el sepulcro abierto y los lienzos, pero a ningún ángel (Juan 20:3-10). María Magdalena siguió a Pedro y a Juan hasta el sepulcro, pero cuando llegó allí ellos ya se habían ido de regreso a sus casas (Juan 20:10, LBLA). Mientras María lloraba junto al sepulcro abierto, el Señor se le reveló. Esto se explica con más detalle en Juan 20:11-18. Marcos dice que dentro del orden de las apariciones del Señor ésta es la que ocurrió “primero” después de Su resurrección (versículos 9-11).
Posteriormente, Marcos menciona el relato de los dos que descendían a su casa en Emaús, y cómo el Señor había ido con ellos y les había explicado lo referente a Él en todas las Escrituras (versículos 12-13). Esto se explica con más detalle en Lucas 24:13-35.
Marcos también relata la aparición del Señor a la compañía de apóstoles llamada “los once”. Añade aquí algo que no aparece en los otros Evangelios. Es decir, que el Señor “los reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado” (versículo 14, LBLA). El Señor entonces procedió a dar a los apóstoles su comisión del evangelio (versículos 15-18). Les dijo: “Id por todo el mundo; predicad el evangelio á toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. De esta manera, la proclamación del evangelio no se limitaba a Israel, sino que debía ir a todo el mundo. Esto, a primera vista, parece algo paradójico: el Señor acababa de reprender a los discípulos por su incredulidad, ¡y ahora los enviaba directo a predicar lo que no habían creído! La simple condición que se pone a la salvación es creer en el Evangelio. Los que creen también deben ser bautizados, como Él lo indica aquí, pero la ordenanza del bautismo en sí no asegura la salvación eterna para una persona. Esto se puede constatar por el hecho de que cuando se trata de la condenación, no se menciona el bautismo. No se dice: “El que no creyere y no fuere bautizado, será condenado”. Esto demuestra que la base sobre la que descansa la condenación es el no creer, y no por “no estar bautizado”. Aunque un hombre sea bautizado, si no cree, será condenado.
El Señor también dijo que habría “señales” que seguirían a los que creyeren. Menciona algunas, tales como: expulsar demonios, que el veneno de serpiente y beber cosa mortífera no les haría daño, y sanar a los enfermos (versículos 17-18).
Por último, en el cuadragésimo día, el Señor se apareció a los discípulos y los condujo al monte de los Olivos, desde donde ascendió al cielo (versículos 19-20). Las primeras tres apariciones que menciona Marcos ocurrieron el primer día de la semana, pero esta última tuvo lugar el cuadragésimo y último día. Este relato se ofrece con más detalle en Hechos 1:1-11. Marcos dice que cuando el Señor entró en el cielo como Hombre resucitado y glorificado, “se sentó a la diestra de Dios”. No obstante, esto no sucedió hasta más tarde, cuando la nación rechazó formalmente al Señor enviándole a Esteban con un mensaje: “No queremos que Éste reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). El día que los líderes judíos apedrearon a Esteban, el Señor todavía estaba “de pie” a la diestra de Dios (Hechos 7:56, LBLA). El Señor estaba de pie, listo para volver y restaurar a Israel si ellos se arrepentían (Hechos 3:20). No fue hasta después de la lapidación de Esteban que el Señor se sentó, dando a entender en ese momento que todo había terminado para Israel. A partir de entonces, en las epístolas se ve al Señor sentado a la diestra de Dios (Hebreos 1:3; 8:1; 10:12; 12:2).
En consonancia con la incesante labor del Señor como Profeta-Siervo, lo vemos trabajando junto con Sus discípulos, a pesar de haber ascendido al cielo. Cuando ellos salían a predicar, Él trabajaba con ellos confirmando sus palabras con señales milagrosas.