La Fe que Una Vez Ha Sido Dada a los Santos

Table of Contents

1. La Fe Que Una Vez Ha Sido Dada a Los Santos
2. La Naturaleza Y La Unidad De La Iglesia De Cristo
3. El Apartarse De Iniquidad Es El Principio De Unidad Según Dios
4. La Gracia, El Poder De La Unidad Y Del Juntar
5. Sobre La Independencia Eclesiástica
6. Iglesias Y La Iglesia
7. La Noción De Un Clérigo: Dispensacionalmente El Pecado Contra El Espíritu Santo

La Fe Que Una Vez Ha Sido Dada a Los Santos

Judas 3
Es importante, amados amigos, en toda nuestra senda saber adonde estamos, y luego conocer la mente de Dios, no solamente acerca de donde estamos, sino acerca de nuestro lugar en la senda en que nos encontramos.
Que Dios nos ha visitado en gracia es verdad, pero debemos dar cabida en nuestras mentes a lo que es el actual resultado presente de esa gracia, a fin de que mantengamos tenazmente los grandes principios bajo los cuales Dios nos ha colocado como cristianos; y al mismo tiempo debemos saber aplicar esos principios a las circunstancias en que nos encontramos. Esas circunstancias pueden variar según nuestra posición, pero los principios nunca varían.
Su aplicación a la senda de fe puede variar. Por ejemplo: en el tiempo del rey Ezequías la palabra al pueblo era: “En quietud y en confianza será vuestra fortaleza” (Is. 30:15), y les fue dicho que el Asirio no entraría en Jerusalén, ni aun levantaría contra ella baluarte. Debían permanecer perfectamente quietos y firmes; y el ejército de Asiria fue destruido. Sin embargo, cuando había llegado cierto tiempo de juicio, en los días de Jeremías, entonces aquel que saliese a los Caldeos, sus enemigos, se salvaría.
Eran aún el pueblo de Dios, tanto como anteriormente, aunque, por el momento Él, en juicio decía: “No pueblo mío,” y eso hizo la diferencia. No se había alterado la mente de Dios ni Su relación con Su pueblo—eso no será jamás. Sin embargo la conducta del pueblo tenía que ser exactamente lo contrario. Bajo Ezequías fueron protegidos; bajo Sedequías debían someterse al juicio.
Me refiero a estas circunstancias como un testimonio, para demostrar que mientras la relación de Dios con Israel es inmutable en este mundo, sin embargo su conducta en cierto tiempo tenía que ser lo opuesto a lo que fue en otro.
Miremos al principio de Los Hechos de los Apóstoles, en cuanto a la iglesia, la asamblea de Dios en este mundo. Allí encuentro la manifestación plena de poder; todos tenían un corazón y una mente, y tenían todas las cosas en común; aun el lugar en que estaban congregados tembló. Pero si tomamos la iglesia ahora, incluyendo el sistema católico romano y todo, si miramos todo eso y lo reconocemos, nos sometemos a todo lo malo en seguida.
Mientras que los pensamientos de Dios no varían y es verdad que Él conoce a los Suyos, sin embargo, nos hace falta discernimiento espiritual para ver adonde nos encontramos, y cuáles son los caminos de Dios en las circunstancias, en tanto que nunca nos hemos de apartar de los grandes principios primordiales que Él ha asentado en Su palabra para nosotros. Hay otra cosa también que debemos tomar en cuenta como un hecho en las Escrituras, y esa es que dondequiera que Dios haya puesto al hombre, la primera cosa que el hombre ha hecho ha sido arruinar la posición; siempre debemos tomar eso en cuenta.
Miremos a Adán, a Noé, a Aarón, a Salomón y a Nabucodonosor. Dios sigue en misericordia paciente, sin embargo, el camino uniforme del hombre, según leemos en las Escrituras, ha sido malograr y arruinar la cosa que Dios estableció buena. Por consiguiente, no puede haber un andar con verdadero conocimiento de nuestra posición si esto no se toma en cuenta. Pero Dios es fiel y sigue en amor paciente. Así en Isaías 6:10 encontramos: “Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, etcétera, pero no se cumplió sino después de 800 años, y cuando vino Cristo le rechazaron a Él.
Así seguía la paciencia, almas individuales fueron convertidas, había varios testimonios por los profetas y un remanente fue preservado aún. Sin embargo, si alegásemos la fidelidad de Dios, que es invariable, para dar sanción positiva al mal que el hombre ha introducido, todo nuestro principio sería falso.
Eso sería exactamente lo que hacían en los días de Jeremías cuando se acercaba el juicio, y lo que hace la cristiandad ahora; dijeron: “Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es este,” y “La ley no faltará al sacerdote, ni el consejo al sabio” (Jer. 7:4; 18:18), cuando todos estaban por ser llevados a Babilonia. La fidelidad de Dios fue invariable, pero tan pronto la apropiaron para apoyarles en una posición mala, vino a ser la causa misma de su perdición. Los mismos principios que serían nuestra protección se vuelven en nuestra perdición, si pasamos por alto el sentido de la posición en que nos encontramos.
Tenemos la palabra: “Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados, y al hueco de la cantera de donde fuisteis arrancados. Mirad a Abraham vuestro padre, y a Sara que os dio a luz; porque cuando no era más que uno solo lo llamé, y lo bendije y lo multipliqué” (Is. 51:1-2); una escritura que a menudo se usa mal. Dios dice allí: Abraham estaba solo y lo llamé. El pueblo de Israel, a quienes se dirigía esta palabra eran entonces sólo un remanente pequeño; mas Dios les quiso decir: No os preocupéis por eso, llamé a Abraham solo. Que fuesen pequeños no importaba—Dios podía bendecirles solos tanto como Abraham.
Ahora en Ezequiel, algo similar dicho por el pueblo en circunstancias distintas, es denunciado como iniquidad. Dijeron: “Abraham era uno, y poseyó la tierra; pues nosotros somos muchos” (Ez. 33:24); Dios le bendijo y cuánto más a nosotros. Por falta de conciencia, realmente, no entendieron la condición en que se encontraban, y con la cual Dios trataba. Así ahora, si dejamos fuera de cuenta el sentir de nuestra condición—quiero decir la de toda la iglesia profesante en medio de la cual estamos—seremos enteramente faltos en inteligencia espiritual.
Estamos en los últimos días, pero a veces pienso que algunos no pesan debidamente el significado de eso. Creo que puedo mostrarles de las Escrituras que, la iglesia como un sistema responsable en la tierra era, desde el mismo principio, la que había entrado en la condición de juicio, y su estado era tal que requería fe individual para juzgarlo.
El principal pensamiento que es corriente entre miles de personas es de escaparse de la confusión presente a cierto expediente: que la iglesia enseña y juzga y hace esto y aquello; pero, al contrario, Dios juzga la iglesia. Ciertamente demuestra paciencia y gracia, llamando almas a Si Mismo como hizo en Israel; pero el hecho que debemos mirar de frente es que la iglesia no haya escapado de los efectos de ese principio en la pobre naturaleza humana, que siempre empieza por desviarse de Dios, y arruina lo que Él ha establecido.
Cuando hablamos de los últimos tiempos no hay nada nuevo, sino algo que tenemos en las Escrituras, algo que Dios en Su bondad soberana nos ha expuesto antes de cerrar el canon de las Escrituras. Permitió que surgiese la maldad a fin de que pudiera darnos el juicio de las Escrituras al respecto. Si miramos a Judas—y ahora tomo solamente algunos de los principios que la iglesia de Dios necesita—dice: “Amados por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos.” La fe estaba en peligro ya, debían contender por aquello que se les estaba escurriendo, por así decir, porque “algunos hombres han entrado encubiertamente,” etc., pues es necesario considerar el juicio ahora. Dios salvó Su pueblo de Egipto y después tenía que destruir aquellos que no creyeron. Así, también, con los ángeles en la misma manera.
Luego otra vez Enoc profetizó de aquellos de quienes habla Judas, los impíos contra quienes el Señor ejecutará juicio cuando viene otra vez. Estos ya estaban allí, y el comienzo del mal en los días de los Apóstoles era suficiente para dar la revelación de la mente de Dios en Su palabra. La base del juicio que hará el Señor cuando vuelva ya estaba presente. Si tomamos la primera epístola de Juan, capítulo 2:18, dice: “Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo.” Así que no es cosa nueva que se ha desarrollado, pero empezó en los primeros tiempos, precisamente como en Israel hicieron el becerro al principio de su historia, sin embargo, Dios les soportó por siglos, pero el estado del pueblo era juzgado por un hombre espiritual. Dice Juan: “conocemos que es el último tiempo.” Supongo que la iglesia de Dios difícilmente haya mejorado desde entonces. En versículo 20 agrega: “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas”—tenéis lo que os capacitará a juzgar en estas circunstancias.
Otra vez, miremos el estado práctico de la iglesia como lo ve Pablo en Filipenses 2:20-21: “Pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús.” Eso sucedía en sus días. ¡Qué testimonio! No quiere decir que habían dejado de ser cristianos.
Dice a Timoteo: “En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta” (2 Ti. 4:16). ¡Ninguno se quedó con él! Pedro nos dice que “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 P. 4:17). Menciono estas escrituras como la autoridad de la palabra de Dios, mostrando aun entonces, al mismo principio, que algo estaba sucediendo públicamente que el Espíritu de Dios podía discernir y denunciar como la causa del juicio final, pero ya evidente en la iglesia de Dios.
Hay otra cosa que muestra este principio claramente, y eso es la causa de la acción, en las circunstancias descubiertas en las siete iglesias en Asia; Apocalipsis 2-3. No dudo que es la historia de la iglesia de Dios, pero el punto es “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” Las iglesias no podían guiar, ni tener autoridad, ni nada de esa clase, pero todo aquel que tenía oído para oír la palabra de Dios debía juzgar el estado de ellas. Eso muy evidentemente es un principio importante, y es cosa muy solemne. Cristo habla a las iglesias, no como Cabeza del cuerpo, aunque lo es para siempre, pero se las está contemplando como responsables aquí en la tierra. No es que el Padre envía mensajes a la iglesia, como en las diversas epístolas; no es eso, sino es Cristo caminando en medio de ellas para juzgarlas. Aquí, pues, es presentado no como Cabeza del cuerpo, ni como el Siervo. Está vestido de una ropa que llegaba hasta los pies (uno la recoge si quiere servir). Anda en medio de ellos para juzgar su estado. Es algo nuevo.
Es cuestión de responsabilidad, por lo tanto, hallamos algunas aprobadas y otras desaprobadas. Su condición es sujeta al juicio de Cristo, y son llamadas para escuchar lo que Él tiene que decir. No es precisamente la bendición de Dios lo que tenemos en relación a estas iglesias, aunque tenían muchas bendiciones, pero la condición de las iglesias cuando estas bendiciones les habían sido confiadas. ¿Qué uso habían hecho de ellas?
Consideremos los Tesalonicenses en su frescura—la obra de fe, el trabajo de amor y la constancia en la esperanza eran manifiestos. Pero en la primera de las epístolas a las iglesias, aquella a Éfeso, leemos: “Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia.” ¿Dónde estaban la fe y el amor? Faltaba el impulso. El Señor tenía que decir: “Quitaré tu candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido.” Habían sido colocadas en un lugar de responsabilidad y Él trata con ellas de acuerdo con ello. La primera cosa es, “has dejado tu primer amor” así era “tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 P. 4:17).
Estas palabras de Pedro se refieren a Ezequiel cuando dice: “comenzaréis por mi santuario” (Ez. 9:6); la casa de Dios en Jerusalén, porque es allí donde Dios busca primero la justicia—en Su propia casa. Siento que es una cosa sumamente solemne, y uno que debe doblar nuestros corazones delante de Dios. La iglesia ha faltado en ser la epístola de Cristo—como tal fue puesta en el mundo—¿pero ahora en algo responde a tal propósito? Mirémoslo de esta manera ¿puede un pagano ver algo de ello? Es posible que algunos individuos caminen en santidad; sin embargo ¿dónde encontramos fe como la de Elías?—aunque él no conocía a ninguno en Israel que era fiel, mientras Dios conocía a siete mil. Hombre bendito era él, pero aún su fe faltaba y Dios le preguntaba: “¿Qué haces aquí Elías?” Esto no debe desanimarnos tampoco, porque Cristo nos es suficiente. Nada iguala la absoluta fidelidad perfecta de la propia gracia de Dios, y nuestros corazones deben inclinarse enteramente al contemplarla.
No cabe tampoco el pensamiento de atacar ni culpar, porque todos somos responsables en cierto sentido, pero nuestros corazones deben tomar en cuenta: aquello que fue instituido tan hermoso en el poder del Espíritu de Dios—¿en qué ha quedado todo? ¡Nos echa sobre la potencia que nunca falta!
Cuando volvieron los espías a Israel, la fe de diez cedió. Caleb y Josué dicen: “ni temáis al pueblo de esta tierra, porque nosotros los comeremos como pan.” Es lo mismo para nosotros en vista de la dificultad y oposición ahora. Somos llamados a ver donde estamos, y cuales son el camino y el lugar en que debemos andar, y a tener un sentido del estado de todo lo que nos circunda. Sin embargo, si la iglesia haya fracasado, la Cabeza nunca puede faltar. Cristo es suficiente para nosotros ahora, tanto en el estado de cosas en que nos encontramos, como al principio cuando Él inauguró la iglesia en hermosura y santidad. Posiblemente tengamos que mirar Su palabra y encontrar cual sea Su mente, pero no debemos cerrar nuestros ojos a lo que es el estado en que nos encontramos.
Al leer Los Hechos es muy notable ver que hay poder en medio del mal. Cuando lleguemos al cielo no habrá ningún mal, no nos hará falta la fe ni la conciencia en ejercicio entonces, pero ahora sí, y la única cosa que tenemos es el poder del Espíritu de Dios donde predomina el mal, y por ello debemos nosotros dominar el mal en nuestro camino.
No dice que todo cristiano será perseguido; pero dice: “todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti. 3:12). Si un hombre demuestra el poder del Espíritu de Dios, el mundo no lo puede tolerar; eso es el principio. En Los Hechos, cuando vemos el poder del Espíritu demostrado en milagros, como antes fue en Cristo, ¿qué provocó? La misma enemistad que crucificó al Señor. Ahora tenemos el bien en medio del mal—eso es lo que Cristo fue, el bien perfecto en medio del mal; pero el resultado de la manifestación de Dios en Él, ya que la mente carnal es enemistad contra Dios—fue que provocó la hostilidad, y cuanto mayor la manifestación, tanto más la hostilidad; pues por Su amor le devolvieron odio. Todavía no hemos llegado al tiempo cuando el mal es quitado—eso será cuando Cristo vuelve—y eso es la diferencia entre aquel tiempo y este; aquel tiempo será el advenimiento del bien en poder, a fin de atar a Satanás y sojuzgar el mal. Pero la estadía de Cristo en este mundo, y luego Sus santos, es al contrario, el bien en medio del mal, mientras Satanás es el dios de este mundo.
Una vez que estas cosas se confundieron, el bien fue sumergido y todo fue llevado junto por la corriente. Miremos el caso de las vírgenes prudentes y las insensatas; mientras duermen todas pueden permanecer juntas—¿por qué no? Pero tan pronto se levantan y arreglan sus lámparas viene el asunto del aceite, y ya no andan juntas más. Y nosotros encontraremos la misma cosa. Otra vez en Josué era un tiempo de poder. Es verdad que pecaron en Jericó y fueron derrotados en Hai, pero en general fue un tiempo marcado por poder. Enemigos fueron vencidos y ciudades grandes y fortificadas fueron tomadas, la fe venció todo, y eso es una ilustración bendita—el bien en medio del mal, y poder llevando adelante el bien y aplastando los enemigos. En Jueces es el contrario; el poder de Dios estaba allí, pero poder fue manifestado por el mal porque el pueblo no fue fiel. En seguida llegaron a Boquim (Jue. 2:1-5), eso es, lágrimas, lloro, mientras en Josué fueron a Gilgal, donde se había efectuado la separación total de Israel del mundo; habían cruzado el Jordán y eso fue la muerte, y luego les fue quitado el oprobio de Egipto. Pero el ángel de Jehová subió a Boquim; no dejó a Israel aunque ellos se habían apartado de Gilgal. Fue la gracia que les seguía. Y en cuanto a nosotros, si no vamos a Gilgal, si no volvemos a la completa humillación de nosotros mismos en la presencia de Dios, no podemos salir en poder.
Si la comunión con Dios de un siervo no sobrepasa su testimonio a los hombres, él caerá y fracasará. Le es imprescindible renovar sus fuerzas. El gran secreto de la vida cristiana es que nuestra comunión con Dios no haga nada de nosotros mismos. Sin embargo, Dios no abandonó a Israel, y edificaron un altar a Jehová, pero estaban llorando junto al altar; no estaban en triunfo, sino constantemente sus enemigos triunfaron sobre ellos.
Luego Dios les envió jueces y Él estaba con los jueces, aunque el pueblo habían perdido su lugar. Eso es lo que tenemos que tomar en cuenta en la misma manera. “Todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Fil. 2:21). ¿No fue eso perder su lugar?—no quiero decir que cesaron de ser la iglesia de Dios. Si no tomamos en cuenta esto, nosotros también llegaremos a Boquim, el lugar de lágrimas. El estado entero de la iglesia de Dios tiene que ser juzgado; solamente la Cabeza nunca pierde Su poder, y hay una gracia que concuerda con la condición, también.
Lo que veo en el principio de la historia de la iglesia es primeramente este poder bendito convirtiendo 3000 almas en un día. Luego vino la oposición; el mundo les puso en la cárcel, pero Dios muestra Su poder contra eso, y no dudo que si fuéramos más fieles habría mucho más de la intervención de Dios. Pero el poder del Espíritu de Dios estaba allí, y ellos caminaban en una unidad bendita, mostrando aquel poder, y eso en medio del poder del mal, aunque antes de cerrarse esa escena encontramos, tristemente, el mal obrando adentro, visto en Ananías y Safira. Procuraron falsamente la reputación de haber sacrificado sus bienes. El Espíritu de Dios estaba allí, y cayeron muertos y vino gran temor sobre todos, tanto adentro como afuera. Luego, antes de cerrarse la historia de las Escrituras, “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios.” Es una cosa muy solemne que caracteriza el tiempo presente hasta que viene Cristo, y luego Su poder quitará el mal—algo muy diferente.
Seguidamente tenemos el testimonio acerca del mal abierto donde debía encontrarse el bien: “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos; porque habrá hombres amadores de sí mismos” etcétera (2 Ti. 3:1-2). Allí la iglesia profesante—porque de ella se trata—es descrita en las mismas palabras como los paganos en el principio de la epístola a los Romanos. Es una declaración positiva que tales tiempos habían de venir, y que el estado de cosas volvería a lo que había sido en el paganismo. Luego dice que “los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2 Ti. 3:13). Pero Pablo encarga a Timoteo de continuar en las cosas que había aprendido.
Algunos dicen ahora que la iglesia enseña estas cosas, pero pregunto: ¿Quién es esa? ¿La Iglesia? ¿Qué quieren decir? Es todo algo en el aire—no hay persona inspirada en la iglesia ahora para enseñar. Tengo que ir a Pablo y a Pedro y entonces sé de quién aprendo. Como Pablo mismo dijo a los ancianos de Éfeso: “Os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia.” Los malos hombres y engañadores habían ido de mal en peor, pero el apóstol lo echa a Timoteo sobre la certidumbre del conocimiento que había recibido de personas señaladas; para nosotros ahora es: “las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación.” Tenemos que aprender todo esto, cuando la iglesia profesante es una cosa juzgada, y se caracteriza por la mera forma de piedad. Creo que estos son los hechos que los cristianos deben mirar de frente. ¿No vemos a hombres, quienes antes se llamaron cristianos, volviéndose atrás: los tales tornándose incrédulos?
La mera formalidad se vuelve en incredulidad abierta o en superstición descubierta. Es notorio, aun en manera pública, como andan las cosas. En sí mismo el cristianismo es el cristianismo como Dios lo dio, pero públicamente, en lo que se ve a nuestro alrededor, ha desaparecido. Es el cristianismo que queremos, como se encuentra en la Palabra de Dios. En verdad no hay nada que temer—en cierto sentido es un tiempo bendito, echándonos sobre Dios, sin embargo debemos mirar estas cosas con sencillez y firmeza.
No hay una escena más bendita de fe y piedad, antes del advenimiento del evangelio, que aquella que encontramos en los dos primeros capítulos de Lucas. Entre toda la iniquidad de los Judíos, vemos a Zacarías, María, Simeón, Ana y otros del mismo ánimo. Y se conocieron unos a otros, y Ana “hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén;” como nosotros debemos esperarla en otro sentido.
Pero en cuanto al presente estado de cosas—tomando el lado de la responsabilidad del hombre—el hombre se desvía en seguida de lo que Dios establece, y luego entra una corrupción creciente, hasta que es necesario el juicio. Juan habló de los últimos tiempos, que ya habían llegado, porque ya habían surgido muchos anticristos; pero la paciencia de Dios ha continuado, hasta que al final, tiempos peligrosos han venido.
Ahora agrego una palabra en cuanto a cómo debemos andar en medio de tal condición. Es evidentemente por medio de la Palabra de Dios—por referirnos directamente a ella. No digo que Dios no usa ministerio—el ministerio es Su propia ordenanza—pero para la autoridad debemos volvernos a la misma Palabra de Dios. Allí está la autoridad directa de Dios, para determinar todo, y tenemos la actividad de Su Espíritu para comunicar las cosas. Sin embargo, no es bueno si una persona va solamente a las Escrituras, rehusando ayuda de otros, ni es bueno mirar a los hombres como guías directas, negando el lugar del Espíritu.
Una madre debe ser bendecida en el cuidado de sus hijos, y así también un ministro entre los santos; eso es la actividad del Espíritu de Dios en un hombre—él es un instrumento de Dios. Sin embargo, mientras reconocemos eso plenamente, debemos ir a la Palabra de Dios y eso directamente, y en esto debemos insistir. Todos decimos que la Palabra de Dios es la autoridad, pero tenemos que insistir en que Dios habla por la palabra. Una madre no es inspirada, ni tampoco ningún hombre, pero la Palabra de Dios lo es, y es directa: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” Nunca encuentro que la iglesia enseña—la iglesia recibe enseñanza, pero no enseña; personas enseñan. Pero los apóstoles y otros a quienes Dios usó en esa manera, eran los instrumentos de Dios, para comunicar directamente de Dios a los santos, pues dice: “Os conjuro por el Señor, que esta carta se lea a todos los santos hermanos” (1 Ts. 5:27). Esto es de primordial importancia, porque es el derecho de Dios de hablar a las almas directamente. Puede usar cualquier instrumento que Le place, y nadie puede objetar—“Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito” (1 Co. 12:21); pero cuando se trata de autoridad directa, es cosa sumamente solemne tocar esa. Ni hablo yo de juicio privado en las cosas de Dios, no lo admito como un principio. Es necesario discernir acerca de otras cosas, pero el momento que se trata de cosas divinas ¿puedo hablar de juzgar la Palabra de Dios? Esa es una evidencia de la maldad de los tiempos en que estamos.
Cuando reconozco la Palabra de Dios, traída por Su Espíritu, me siento para oír lo que Dios quiere decirme a mí, y luego la palabra me juzga, yo no la juzgo a ella. Es la palabra divina traída a mi conciencia y corazón, y ¿he de juzgar yo a Dios cuando Dios me está hablando a mí? Eso sería negar que Él me está hablando. Para que tenga verdadero poder es necesario que la reconozco como la Palabra de Dios a mi alma, y luego no pienso de juzgarla, pero me siento en su presencia para que sea sondeado mi corazón y ejercitada mi conciencia. Luego debo recibirla, pues ella me da lo que era desde el principio. ¿Por qué? porque Dios la dio. En el principio no tenemos la cosa como ha sido corrompida, sino lo que Dios estableció.
De nada sirve presentarme la iglesia primitiva; lo que es preciso es que tenga lo que fue desde el principio. Entonces tengo la palabra inspirada y la unidad del cuerpo. Pero después del principio, lo que sucedió de inmediato en la historia eclesiástica fue todo desgraciada división. Dice Juan: “Si lo que habéis oído desde el principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre” (1 Jn. 2:24). Uno pierde su lugar en el Hijo y en el Padre si se aparta de aquello que fue desde el principio. Es evidente, pues, al aplicar esto, que debo tomar en cuenta las circunstancias en que estamos, porque en ellas tengo, no lo que fue desde el principio, sino lo que el hombre ha hecho de lo que Dios estableció al principio. Se dice que la iglesia es esto o aquello, pero si tomo lo que Dios estableció, veo la unidad del cuerpo, y Cristo la Cabeza, y eso es lo que la iglesia era manifiestamente sobre la tierra. ¿Pero lo encontramos ahora?
Al contrario tenemos una advertencia. Pablo, como perito arquitecto, puso el fundamento, y cuando otros edifican les advierte que no edifiquen con materiales malos, madera, heno, hojarasca—que serán destruidos (1 Co. 3:12). La obra de edificación fue encargada a la responsabilidad del hombre, y como tal vino a ser sujeta al juicio. “Sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mt. 16:18), me presenta la edificación de Cristo y esa procede; todavía no está terminada. Otra vez en Pedro, “Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual” (1 P. 2:4-5). Allí también es vista como todavía en construcción; luego en Efesios 2:21, Pablo dice que el edificio “bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor.” Ahora todo eso es la obra de Cristo, lo que los hombres llaman la iglesia invisible, y por cierto lo es. Pero del otro lado: “Cada uno mire cómo sobreedifica” (1 Co. 3:10), eso es, sobre el fundamento puesto por Pablo; allí tenemos la obra del hombre como un instrumento responsable.
Ahora los hombres confunden estas dos cosas; siguen edificando con madera, heno, hojarasca, y luego hablan de que las puertas del infierno no prevalecen contra eso, porque no prestan atención a la Palabra de Dios. Nos es necesario mirar los principios de Dios y el poder del Espíritu de Dios, oír lo que el Espíritu dice a las iglesias, y descubrir verdaderamente donde estamos, hallando así la senda que Dios ha señalado y en que claramente debemos caminar y además es necesario fe en la presencia del Espíritu de Dios. Ese Espíritu usará la Palabra y nos capacitará para tomar en cuenta el estado de cosas, no confundiendo la fidelidad de Dios con la responsabilidad del hombre—lo que hace el mundo supersticioso—sino confesando que hay un Dios viviente y que ese Dios viviente está entre nosotros en la persona y el poder del Espíritu Santo. Todo es basado en la cruz, ciertamente, pero ha venido el Consolador, y por un Espíritu todos fueron bautizados en un cuerpo.
Pues, si considero el individuo o la iglesia, encuentro este secreto de poder para todo el bien contra el mal, sea afuera o adentro, este hecho—la Palabra siendo el guía—el hecho de la presencia del Espíritu de Dios. “¿O ignoráis,” (dijo Pablo a algunos que andaban muy mal, a fin de corregirles) “que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis, de Dios?” (1 Co. 6:19). ¿Creéis vosotros, amados amigos, que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo? ¿Pues qué clase de personas debemos ser?
En 1 Corintios 3:16 encontramos que se dice la misma cosa de la iglesia: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” La presencia del Espíritu da poder, y poder práctico, también, para bendición, sea en la iglesia o en el individuo, y solamente Él puede hacer algo para bendición verdadera.
Otra vez, es solamente sobre la base de la redención que Dios mora con el hombre. No moraba con Adán en inocencia, aunque descendió a él. No moró con Abraham, aunque le visitó y comió con él. Pero cuando Israel salió de Egipto, Dios dijo que los había traído a Sí “para habitar en medio de ellos” (Ex. 29:46). Y en seguida fue edificado el tabernáculo, y allí estaba la presencia de Dios en medio de Su pueblo.
Por cierto, ahora tenemos la verdadera y plena redención, y el Espíritu Santo ha descendido a morar en los que creen, a fin de que sean la expresión de lo que Cristo Mismo fue cuando estuvo aquí. “Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios” (1 Jn. 4:15); y: “En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (1 Jn. 4:1,3). Donde quiera haya una persona que es verdaderamente un cristiano, Dios mora en él; no es meramente que tiene vida, sino que está sellado con el Espíritu Santo quien es el poder para toda conducta moral. Si tan sólo creyésemos que el Espíritu de Dios mora en nosotros, qué sujeción habría, y qué clase de personas seríamos, no entristeciendo el Espíritu.
Además, en 1 Corintios 2:9 encuentro: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu”—“Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios.” El Espíritu de Dios y el del mundo están siempre en contraste. Pero luego encuentro que la revelación está en contraste con nuestro estado. Tenemos que decir: “ojo no vio”; estas cosas son tan grandes que no las podemos concebir, pero Dios las ha revelado por Su Espíritu. Los santos del Testamento Antiguo no las pudieron descubrir ni conocer, pero con nosotros es lo opuesto; nosotros las conocemos, y Él nos ha dado Su Espíritu “para que sepamos lo que Dios nos ha concedido.”
En este pasaje el Espíritu Santo es visto en tres pasos distintos; primero, estas cosas son reveladas por el Espíritu; luego, son comunicadas con palabras enseñadas por el Espíritu; y luego, son percibidas por el poder del Espíritu—“se han de discernir espiritualmente”; estas tres son la operación del poder del Espíritu de Dios.
Si tomara la Palabra de Dios por sí sola y dijera que puedo juzgar y entenderla, entonces soy un racionalista; es la mente del hombre juzgando la revelación de Dios. Pero donde tenemos la mente de Dios comunicada por el Espíritu Santo, y percibida por el poder del Espíritu Santo, allí tengo la mente de Dios. Hay tanta sabiduría y tanto poder de parte de Dios a nuestra disposición para afrontar el estado de ruina en que nos encontramos ahora, como hubo en el principio cuando Él estableció la iglesia; y en esto debemos apoyarnos.

La Naturaleza Y La Unidad De La Iglesia De Cristo

Juan 17:21 • Lucas 12:36
El escritor de estas páginas (espera que no sea el autor de ellas) desearía añadir cuanto pudiera suplirle Dios en ministrar al progreso de la iglesia a través de los ejercicios varios que prueban su fe. No puede dudar, el escritor, que mucha de la verdad moral en que se basan las siguientes consideraciones, se ha presentado a las mentes de creyentes, de estudiantes de la palabra divina; pero ha sentido en la poca comunión, aunque mucho trato, que los tales tienen entre sí, que la expresión de estos pensamientos pudiera, con la bendición de Dios, guiar la atención de los creyentes hacia la destinación real de la iglesia, y manifestar la misma más explícitamente a la iglesia por medio de la palabra divina; y en consecuencia, por la recepción de dichos pensamientos, definir su carácter y conducta; alcanzando, bajo la bendición de Dios, más conformidad de operación, establecer, fortalecer y afirmarla en sus propias esperanzas, y hacerla mostrar con más claridad y poder la gracia de Dios hacia el mundo; conducir a los creyentes a una confianza más evidente en las operaciones del Espíritu divino, y a esperar menos de las ideas de hombres y cooperaciones humanas, o de lo que al final será expuesto como intereses humanos. Mientras las miras y propósitos de creyentes son muy diversas en su naturaleza, y caen muy por debajo de aquello para lo cual Dios les ha juntado, y que Él propone como el objeto dominante de su fe y por consiguiente el motivo de su conducta, empero la división y el formar sectas son, aun en la misericordia de la providencia de Dios, el resultado inevitable, tanto cuando toma la forma de iglesia nacional o disidente.
Tomo por admitido aquí que las grandes verdades del evangelio son la fe profesada de las iglesias, como es el caso en todas las genuinas iglesias protestantes. Pues la consecuencia cabal de la recepción de las verdades evangélicas por fe, y su efecto en el hombre, es la purificación de los deseos en amor—una vida para Aquel quien murió para nosotros y resucitó—una vida de esperanza en Su gloria. Por lo tanto, pretender la unidad donde la vida de la iglesia falta enteramente a las consecuencias cabales de su fe, es pretender que el Espíritu de Dios consentiría en la inconsistencia moral del hombre degenerado, y que Dios estaría satisfecho de que Su iglesia se dejara caer de la altura de la gloria de su Cabeza sublime, sin aun testificar contra la deshonra que le es a Él. En verdad nunca ha sido así: por bastante tiempo juicios desde afuera señalaron Su desagrado mientras se iba hundiendo, y cuando estaba completamente hundida en la apostasía, Él levantó Sus testigos, aquellos que gemirían y clamarían por las abominaciones hechas en ella; y quienes, en mucha oscuridad en cuanto a entendimiento espiritual, testificaron contra la corrupción moral que había sumergido la iglesia; y quienes, en el reconocimiento de la redención efectuada por el Señor Jesús para librarles del presente siglo malo atestaron la apostasía de la iglesia profesante. Cuando le plugo a Dios elevar este testimonio al lugar de confirmación pública, mientras la verdad doctrinal (podemos creer) fue plenamente desarrollada para el establecimiento y edificación de la fe de los creyentes, de ninguna manera resultaba que la iglesia por consiguiente salió enteramente en espíritu y poder de la depresión, para asumir el carácter que tiene en el propósito de su Autor, y ser un testigo claro y adecuado de Sus pensamientos al mundo. En verdad, tal no fue el caso, aunque, como todos tenemos que reconocer con profunda gratitud, fue muy bendita la Reforma; sin embargo, fue en gran manera y manifiestamente mezclada con la intervención humana. Y aunque la presentación de la Palabra, como aquella en que el alma podía descansar, fue en gracia concedida, sin embargo, mucho del sistema antiguo aún quedaba en la constitución de las iglesias, y ésta en ninguna manera fue el resultado de la revelación de la mente de Cristo, por mantener la luz y la autoridad de la palabra. Esto dio al estado y la práctica de la iglesia (sea cual fuese el mérito de los individuos) un carácter que muchos discernieron estar lejos de aquello que es aceptable a Dios; y habiéndose establecido la autoridad de la palabra como la base de la Reforma, muchos intentaron seguirla, según creían, más perfectamente. De allí surgieron todas las ramas de Disidencia, en proporción a la mundanalidad o al desvío de Dios de parte del cuerpo reconocido públicamente como la Iglesia. Porque debe tenerse en cuenta que, desde el tiempo cuando el Papismo predominó sobre las naciones hasta tiempo reciente, entre aquellos que han tomado parte en el reavivamiento de religión, por lo general se ha llamado la Iglesia a aquello que ha sido reconocido como tal por los gobernantes de este mundo, y no por personas que habían sido libradas del poder de las tinieblas, y trasladados al reino del amado Hijo de Dios, que habían llegado a la “congregación (iglesia) de los primogénitos que están inscriptos en los cielos” (He. 12:23).
Estas observaciones son en alguna medida aplicables a todos los grandes cuerpos protestantes nacionales desde que el orden y la constitución exterior volvió en asunto de tanta prominencia, lo cual no fue el caso originalmente cuando se trataba de la liberación de Babilonia.
De todo esto ha surgido una consecuencia anómala y penosa; es decir, que la verdadera iglesia no tiene ninguna comunión manifiesta. Supongo que no hay ninguno entre sus miembros que no admitiría que puedan hallarse en todas las diferentes denominaciones individuas de la familia de Dios, que profesan la misma fe pura; pero ¿dónde está su vínculo de unión? No se trata de que profesantes inconversos están confundidos con el pueblo de Dios en su comunión, pero que el vínculo de su comunión no es la unidad del pueblo de Dios, sino realmente (de hecho) sus diferencias.
Los vínculos de unión nominal son en verdad conceptos que separan los hijos de Dios unos de los otros; de manera que, en vez de hallarse los incrédulos entremezclados con el pueblo de Dios (lo cual de sí es un estado imperfecto) éstos se hallan como individuos, entre los cuerpos de cristianos profesantes, unidos en comunión sobre bases diferentes; en ninguna manera de hecho como el pueblo de Dios. La verdad de esto, creo, no puede ser negada, y por cierto es un estado muy extraordinario para la iglesia de Dios. Pienso que la investigación de la historia de la iglesia (teniendo en mente cual es la verdadera iglesia de Dios) nos ayudaría a entender la razón de ello. Eso no es mi objeto presente, al escribir sencillamente sobre aquel principio de inquirir y corroborar que caracterizó a aquellos que temían a Jehová y hablaron cada uno a su compañero. Sin embargo, por cierto ha de ser un asunto práctico de gran importancia al juicio de aquellos que, porque aman a Jerusalén, les duele verla echada en el polvo—aquellos que esperan “la consolación de Israel.” En verdad, creo que habrá un surgir gradual del pueblo de Dios, por una separación del mundo, de la cual muchos de ellos quizás ahora poco piensan. El Señor estará con Su pueblo en la hora de su prueba, y les encubrirá secretamente en el tabernáculo de Su presencia; pero no es mi propósito seguir con presunción mis propios pensamientos al respecto. Podíamos mencionar que el pueblo de Dios ha hallado, desde el acrecentado derramamiento de Su Espíritu cierta clase de remedio para esta desunión (un remedio manifiestamente imperfecto, aunque no falso), en la Sociedad Bíblica, y en esfuerzos misioneros; que proporcionaron—aquella cierta unidad vaga en el común reconocimiento de la palabra, lo cual, si fuera investigado, mostraría tener parcialmente inherente en sí, aunque no reconocido en su poder, el germen de la verdadera unidad—éste una unidad de deseo y acción, que conducía en pensamiento hacia aquel reino, la falta de cuyo poder habiase experimentado. Y en esto hallaron algún alivio para ese sentimiento de falta, que las operaciones del Espíritu divino había producido en ellos.
El estado de cosas de que he hablado ha dado lugar a otros esfuerzos, ya sean las energías de conocimiento, o los deseos de vida espiritual, ejerciéndose, a menudo con peligro para el individuo, en esfuerzos desacertados (según es comprendido) para producir una separación o reunión de creyentes, por tomar una base de su separación enteramente diferente tanto de lo que se llama disidencia como de la iglesia Establecida (nacional). El espíritu y el deseo en que mucho de esto fue llevado a cabo era, sin duda, en muchos casos los anhelos sinceros de una mente impulsada por el Espíritu de Dios; pero a menudo ha sido defectuoso, por no esperar prácticamente en Su voluntad; y aunque sin duda proporcionando una parte del testimonio a lo que era la iglesia, que era conforme con la enfermedad de nuestra naturaleza y la posición actual de la iglesia, sin embargo, aun siendo de orden superior, ha fracasado por la razón mencionada, pues en efecto corrió delante del progreso general de los consejos divinos. Pero aquellas luchas del Espíritu en nosotros (pues creo que así son) ciertamente merecen la atención sincera del pueblo de Dios. Esta sensación dolorosa de nuestra enorme distancia de aquella demostración genuina del propósito de Dios en Su iglesia; este buscar ansiosamente Su poder y Su gloria, debe movernos a gratitud porque Él todavía trata así con nosotros, y lo debemos recibir como prenda de aquella fidelidad que hará que el pueblo de Dios, en el debido tiempo, resplandezca en la gloria del Señor. Debe conducirnos también a investigar asiduamente cual sea la mente de Cristo en cuanto a la senda de los creyentes en el tiempo presente; para que sea, aunque no exactamente según sus propios deseos, no obstante perfectamente de acuerdo con lo que es Su voluntad presente tocante a ellos. Sabemos que fue el propósito de Dios en Cristo reunir todas las cosas en el cielo y en la tierra; reconciliadas a Sí mismo en Él; y que la iglesia fuera, aunque inevitablemente imperfecta durante Su ausencia, con todo por la energía del Espíritu fuera el testigo de esto sobre la tierra, por el hecho de congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Creyentes saben que todos los que son nacidos del Espíritu tienen unidad esencial de mente, de modo que se conocen y aman unos a otros, como hermanos. Pero esto no es todo, aun si fuese llevado a cabo en la práctica, mas no lo es; habían de ser todos uno de tal manera que el mundo conociera que Jesús fue enviado de Dios; en esto todos tenemos que confesar nuestro triste fracaso. No intentaré aquí tanto proponer medidas para los hijos de Dios, sino más bien establecer sanos principios; porque me es evidente que cualquier movimiento debe surgir de la creciente influencia del Espíritu de Dios y de Su enseñanza invisible, pero podemos observar cuales son los impedimentos positivos, y en qué consistía esa unión.
En primer lugar, no es una unión formal de los cuerpos profesantes públicos, lo que es de desear; en verdad, es sorprendente que protestantes que reflexionan lo puedan desear; lejos de traer bien, siento que sería imposible que tal cuerpo fuera reconocido en manera alguna como la iglesia de Dios. Sería un duplicado de la unidad Romana. Nos sería perdida la vida de la iglesia y el poder de la Palabra, y la unidad de la vida espiritual sería completamente excluida. Sean cuales fueren los designios en las disposiciones de la Providencia, solamente podemos obrar sobre los principios de gracia; y verdadera unidad es la unidad del Espíritu, y es imprescindible que sea obrada por la operación del Espíritu. En la terrible oscuridad de la iglesia hasta ahora, la división pública ha sido un apoyo principal, no sólo de celo (como es admitido generalmente), sino también de la autoridad de la Palabra, la cual es el medio de la vida de la iglesia; y la Reforma no consistía en la institución de una forma pura de iglesias, como ha sido dicho comúnmente, sino en promulgar la Palabra, y el gran fundamento y piedra angular cristiano de: “Justificación por la fe,” en que creyentes puedan hallar la vida. Pero aún más, dada la exactitud del concepto expuesto acerca del estado de la iglesia, podemos tenerle por enemigo de la obra del Espíritu de Dios a aquel que procura los intereses de cualquier denominación especial; y afirmar que aquellos que creen en “el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo” deben guardarse cuidadosamente de tal espíritu, porque hace volver la iglesia a un estado ocasionado por la ignorancia y la falta de sujeción a la Palabra, convirtiendo en deber sus peores resultados anticristianos. Esto es una enfermedad mental de las más sutiles, si bien muy extendida: “él no nos sigue,” aun cuando son hombres verdaderamente cristianos. Que se ocupen los del pueblo de Dios en considerar si no están obstruyendo la manifestación de la iglesia por este espíritu. Considero que difícilmente haya una actividad pública de los hombres cristianos (de todos modos entre los de clases elevadas, o aquellos que son activos en las iglesias nominales), que no sea infectada con esto mismo; pero su tendencia es evidentemente hostil a los intereses espirituales del pueblo de Dios, y a la manifestación de la gloria de Cristo. Los cristianos poco se dan cuenta cuánto esto prevalece en sus mentes; cuánto buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús; ni cuánto esta tendencia deseca las fuentes de gracia y comunión espiritual; cuánto impide aquel orden con el cual se vincula la bendición—el juntarse en el nombre del Señor. Ninguna reunión, que no esté constituida para comprender todos los de la familia de Dios en base plena del reino del Hijo, puede hallar la plenitud de bendición, porque no la contempla—porque su fe no la comprende.
Donde dos o tres están reunidos en Su nombre, Su nombre está registrado allí para bendición; porque están reunidos en la plenitud del poder de los intereses invariables de aquel reino perdurable en que Le agradó al glorioso Jehová glorificarse a Sí mismo, y hacer conocer Su nombre y Su virtud salvadora en la Persona del Hijo, por el poder del Espíritu. En el nombre de Cristo, por lo tanto, entran (en la medida que sea de su fe) en los consejos íntegros de Dios, y son colaboradores bajo Dios. Así cualquier cosa que pidan está hecho, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo. Pero el mismo fundamento sobre el cual descansan estas promesas es destruido, y su consistencia deshecha, por lazos de comunión constituidos no según el alcance de los propósitos de Dios en Cristo. No digo, por cierto, que no pueden hallar alguna pequeña medida de alimento espiritual; lo cual, aunque generalmente parcial en su carácter, puede ser adecuado para fortalecer su esperanza personal de vida eterna. Pero la gloria del Señor está muy cerca del alma creyente, y, en la medida en que la buscamos, será hallada la bendición personal. Bien me hace pensar (pues todos sin duda tienen alguna porción distinta de la forma de la iglesia) de aquellos quienes repartieron entre sí los vestidos del Salvador; mientras que aquella túnica interior, que no podía ser partida, que era inseparablemente una en su naturaleza, sobre ella echaron suertes, a ver de quién sería; pero mientras tanto el nombre de Aquel, la presencia del poder de cuya vida les uniría a todos en un orden adecuado, es dejado expuesto y deshonrado. En verdad, temo que estos vestidos hayan caído demasiado en las manos de los que no Le quieren, y que el Señor nunca más se vestirá de ellos, contemplados en su estado presente. En verdad, no podía ser cuando aparece en Su gloria. No lo digo en presunción ni en antipatía (pues el oprobio de ello es una carga penosa, un pensamiento humillante—sumamente desconsolador), pero aquel segundo templo, que había sido levantado por la misericordia de Dios después del largo cautiverio Babilónico, lo hemos aprendido a confiar demasiado diciendo “templo de Jehová, templo de Jehová es este.” Hemos sido altivos a causa del monte santo del Señor; lo hemos contemplado como adornado con piedras valiosas y dones; y hemos dejado de mirar al Señor del templo—casi hemos dejado de andar por la fe, o de tener comunión en la esperanza del regreso del mensajero del pacto para ser la gloria de esta casa postrera. El espíritu inmundo de la idolatría puede haber sido expurgado; sin embargo aún queda la importante pregunta: ¿Está la presencia eficaz del Espíritu del Señor allí, o está la casa meramente desocupada, barrida y adornada? Si en alguna medida hemos sido bendecidos, ¿no estamos desatendiendo a Aquel de quien lo recibimos, por soberbia, y complacencia en nosotros mismos, y buscando que sea para nuestra propia gloria, en lugar de rendirle la gloria a Él? Pasemos pues, hermanos amados del Señor—vosotros que Le amáis en sinceridad, y os gozaríais en Su voz—pasemos a la consideración de la exigencia práctica de nuestra situación presente. Pesemos Sus pensamientos tocante a nosotros. El Señor ha dado a conocer Su propósito en Él, y cómo estos propósitos son puestos por obra. Él nos ha dado a conocer el misterio de Su voluntad, según Su beneplácito, el cual había propuesto en Sí Mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra, en Él, en quien asimismo hemos recibido herencia—en uno y en Cristo (Ef. 1). En Él solo podemos hallar esta unidad; pero la Palabra bendita (¿quién puede ser bastante agradecido por ella?) nos informará aún más. En cuanto a sus miembros terrenales, se trata de congregar en uno, los hijos de Dios que están dispersos. ¿Y cómo es esto? En que un hombre moriría por ellos. Como declara nuestro Señor en vista del fruto de la aflicción de Su alma: “Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir.” Es, pues, Cristo quien atraerá—atraerá a Sí Mismo (y nada que queda corto o que es menos que esto puede producir la unidad: “El que conmigo no recoge, desparrama”); y atraerá a Sí Mismo por ser levantado de la tierra.
En una palabra, Su muerte es el centro de la comunión hasta Su vuelta, y en esto descansa todo el poder de la verdad. Por lo tanto, el símbolo e instrumento visible de la unidad es el participar de la cena del Señor—“nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan.” ¿Y qué declara Pablo ser el verdadero intento y testimonio de aquel rito? Que todas las veces que comamos ese pan, y bebamos esa copa, la muerte del Señor anunciamos hasta que Él venga. Aquí pues se hallan el carácter y la vida de la iglesia—aquello a que es llamada, aquello en que la verdad de su existencia subsiste, y en que tan sólo hay verdadera unidad. Es la manifestación de la muerte del Señor; por cuya eficacia fueron juntados, la cual, asimismo es la semilla fructífera de la propia gloria del Señor; la cual, en verdad, es la reunión de Su cuerpo, “la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo”; y anunciándola en la seguridad de Su venida, “cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron.” De consiguiente, la esencia y la substancia de la unidad, que aparecerá en gloria a Su venida, es conformidad a Su muerte, por la cual toda esa gloria ha sido efectuada. Y en conclusión se hallará que conformidad a Su muerte será nuestra estructura para gloria con Él en Su manifestación; según el deseo que el apóstol expresa: “a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, en conformidad a su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos” (Fil. 3:10-11 JND). ¿Tenemos fe en estas cosas? ¿Cómo la mostraremos? Por actuar de acuerdo con las directivas de nuestro Señor, que son fundadas en Su divino conocimiento de los objetivos de la fe. ¿Qué es lo que dice a continuación de la declaración de nuestro Señor, en vista de Su gloria, que ésta ha de ser por Su muerte? “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará.” El siervo es quien ha de ser honrado. Si deseamos ser siervos, es necesario que lo seamos en seguir a Aquel quien murió por nosotros. Y en seguirle a Él nuestra honra será estar con Él en Su gloria, y la gloria de Su Padre, y de los santos ángeles. Es motivo de profundo agradecimiento que, a pesar del esparcimiento de la iglesia, por haberse hecho de este mundo como un cuerpo, y su muy imperfecta recuperación por el descubrimiento de la libre esperanza de gloria, tienen los creyentes delante de sí un camino delineado en la Palabra; y que, si aún no nos es dado de ver la gloria de los hijos de Dios, la senda de esa gloria en el desierto nos fuera revelada. Tenemos la seguridad, en doctrina, que la muerte del Señor, en quien vino el libre don, es el único cimiento sobre el cual un alma es edificada para gloria eterna. En verdad es únicamente a los que creen esto que me dirijo. Nuestro deber como creyentes es ser testigos de lo que creemos. “Vosotros,” dice el Dios de los Judíos por medio del profeta Isaías, “sois mis testigos,” en su desafío a los dioses falsos; y como Cristo es el Testigo fiel y verdadero, así también debe ser la iglesia. “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 P. 2:9).
¿De qué pues ha de ser testigo la iglesia—en contra de la gloria idólatra del mundo? Aun de esa gloria adonde Cristo ha sido exaltado por su conformidad práctica a Su muerte; de su verdadera creencia en la cruz por ser ellos mismos crucificados al mundo, y el mundo a ellos. Unidad, la unidad de la iglesia, a la cual “el Señor añadía cada día  .  .  .  los que habían de ser salvos” (los salvados) fue cuando ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, y su ciudadanía (o ambiente de vida) estaba en los cielos; porque no podían ser divididos en esa común esperanza. Juntaba los corazones de los hombres inevitablemente. El Espíritu de Dios ha dejado registrado el hecho de que la división empezó acerca de los bienes de la iglesia, aun en su mejor uso, de parte de aquellos interesados en ellos; porque allí hubo la posibilidad de división, allí cabían intereses egoístas. ¿Estoy pidiendo que los creyentes corrijan a las iglesias? Les estoy rogando que se corrijan a sí mismos, por vivir a la altura, en alguna medida, de la esperanza de su vocación. Les ruego demostrar su fe en la muerte del Señor Jesús, y su gloriarse en la bendita certeza que han obtenido por medio de ella, por conformidad a esa muerte—que demuestren su fe en Su venida, y que la esperen prácticamente por una vida conforme a los deseos fijados en ella. Testifiquen contra la mundanalidad y ceguera de la iglesia; pero sean ellos consistentes en su propia conducta. “Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres” (Fil. 4:5).
Mientras prevalece el espíritu del mundo (cuánto prevalece bien pocos creyentes se dan cuenta, estoy convencido) no puede subsistir la unión espiritual. Bien pocos creyentes se dan cuenta en modo alguno hasta qué punto el espíritu que gradualmente abrió la puerta al dominio de la apostasía, todavía arroja su influencia perniciosa y destructiva sobre la iglesia profesante. Piensan, que habiendo sido librados de su dominio mundano, se hallan libres del espíritu práctico que lo hizo surgir; y porque Dios haya efectuado mucha liberación, por eso han de estar contentos. Nada podía ser testimonio de.mayor alejamiento de la mente del Espíritu de promesa, el cual, teniendo ante sí el premio del supremo llamamiento de Dios, siempre prosigue hacia él, siempre busca conformidad a la muerte, a fin de que pueda alcanzar la resurrección de entre los muertos. Espera el Señor, y, mirando a cara descubierta Su gloria, es transformado en la misma imagen de gloria en gloria. Pues, preguntémonos: ¿Está la iglesia de Dios como los creyentes desearían tenerla? ¿Creemos que la iglesia, como un cuerpo, está completamente alejada de Él? ¿Está recuperada de manera que Él estaría glorificado en ella en Su aparición? ¿Es la unión de los creyentes tal que Él la considere su característica peculiar? ¿No quedan impedimentos por quitar? ¿No hay un espíritu práctico de mundanalidad en desacuerdo esencial con los verdaderos fines del evangelio—la muerte y el regreso del Señor Jesús el Salvador? ¿Pueden los creyentes decir que obran sobre el precepto de que sea conocida su gentileza de todos los hombres?
Creo ciertamente que Dios está obrando, por medios y en manera poco conocidos; preparando el camino del Señor, y enderezando Sus sendas—haciendo por una combinación de providencia y testimonio la obra de Elías. Estoy persuadido que Él pondrá a vergüenza a los hombres precisamente en las cosas en que se han gloriado. Estoy persuadido que Él envilecerá la soberbia de toda gloria humana, “la altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día. Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido; sobre todos los cedros del Líbano altos y erguidos, y sobre todas las encinas de Basán; sobre todos los montes altos, y sobre todos los collados elevados; sobre toda torre alta, y sobre todo muro fuerte; sobre todas las naves de Tarsis, y sobre todas las pinturas preciadas. La altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y solo Jehová será exaltado en aquel día. Y quitará totalmente los ídolos. Y se meterán en las cavernas de las peñas y en las aberturas de la tierra, por la presencia temible de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando él se levante para castigar la tierra” (Is. 2).
Pero hay una parte práctica que los creyentes deben desempeñar. Pueden poner su mano sobre muchas cosas en sí mismos que están en desacuerdo con el poder de aquel día—cosas que demuestran que su esperanza no está en Él—conformidad al mundo, que demuestra que la cruz no ha tenido su debida gloria en sus ojos. Que tengan estas consideraciones peso con ellos. No son sino indicaciones inconexas, pero ¿son el testimonio del Espíritu o no lo son? Sean probadas por la Palabra. Sea testificada a todos los hombres la poderosa doctrina de la cruz, y diríjase la vista del creyente hacia la venida del Señor. Pero no defraudemos nuestras almas de toda la gloria que acompaña esa esperanza, por poner nuestro corazón en cosas que demostrarán haber tenido su origen en este mundo, y que terminarán con él. ¿Soportarán Su venida?
Además, la unidad es la gloria de la iglesia; pero unidad para asegurar y promover nuestros intereses no es la unidad de la iglesia, sino confederación y una negación de la naturaleza y esperanza de la iglesia. La unidad, aquella que es de la iglesia, es la unidad del Espíritu, y por lo tanto sólo puede ser perfeccionada en personas espirituales. Es ciertamente el carácter esencial de la iglesia, y esto testifica fuertemente al creyente del estado actual de la iglesia. Pero, pregunto, si la iglesia profesante busca intereses mundanos, y si el Espíritu de Dios está entre nosotros, entonces ¿será Él el ministro de unidad en tales ocupaciones? Si las varias iglesias profesantes la buscan, cada una por sí misma, no hace falta contestar. Pero si se unen en buscar un interés común, no seamos engañados; no es nada mejor, si no es la obra del Señor. Hay dos cosas que tenemos que considerar. Primero, ¿los objetivos nuestros en nuestro trabajo, son exclusivamente los objetivos del Señor, y ningún otro? Si no lo han sido en cuerpos apartados unos de otros, no lo serán en cualquier unión de ellos juntos. Ponderen esto los del pueblo del Señor. Segundo, sea nuestra conducta el testigo de nuestros objetivos. Si no estamos viviendo en el poder del reino del Señor, ciertamente no estaremos acordes en buscar sus intentos. Penetre esto en nuestras mentes, mientras todos estamos pensando que cosa buena podamos hacer para heredar la vida eterna, de vender todo lo que tenemos, tomar nuestra cruz, y seguir a Cristo. ¿No toca esto muy de cerca los corazones de muchos? Tengamos pues bien presentes las siguientes verdades—que aquellas que se llaman comuniones son (en cuanto a la mente del Señor acerca de Su iglesia) desunión; y, de hecho, una repudiación de Cristo y la Palabra. “¿No sois carnales, y andáis como hombres?” ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso está dividido en cuanto a lo que toca nuestros corazones desobedientes? Les pregunto a los creyentes: Pues habiendo entre vosotros divisiones ¿no sois carnales, y andáis como hombres?
Y aun, no existe entre vosotros ninguna unidad profesada. En tanto que los hombres se jactan en ser Anglicanos, Presbiterianos, Bautistas, Independientes, o cualquier otra cosa, son anticristianos. ¿Cómo pues hemos de ser unidos? Contesto: tiene que ser la obra del Espíritu de Dios. ¿Seguís vosotros el testimonio de aquel Espíritu en la Palabra en cuánto sea aplicable prácticamente a vuestras conciencias, no sea que aquel día os llegue de improviso? “En aquello a que hemos llegado, sigamos una misma regla, sintamos una misma cosa;” “y si otra cosa (es decir: algo diferente) sentís, esto también os lo revelará Dios,” y nos mostrará el buen camino. Descansemos en esta promesa de Aquel que no puede mentir. Que los fuertes soporten las flaquezas de los débiles, y no se agraden a sí mismos. Iglesias profesantes (especialmente aquellas instituidas por el Estado) han pecado grandemente en insistir en cosas de poca importancia y así estorbar la unión de los creyentes; y esta imputación recae pesadamente sobre los que dirigen en las distintas iglesias. Ciertamente es necesario el orden; pero donde dicen: Estas cosas son insignificantes, y sin importancia en sí; por lo tanto vosotros tenéis que usarlas para agradarnos a nosotros, la palabra del Espíritu de Cristo dice: Son insignificantes; por lo tanto nosotros cederemos a vuestra debilidad, y no pondremos tropiezo a un hermano por quien Cristo murió. Pablo no hubiera comido carne jamás, si el hacerlo hubiese herido la conciencia de un hermano débil, aunque el hermano débil hubiese estado errado. ¿Y por qué se insiste en ellas? Porque dan alguna distinción y lugar en el mundo. Si fuesen deshechos el orgullo de autoridad y el orgullo de separación (ninguno de los cuales es del Espíritu de Cristo), y si fuese tomada la palabra del Señor como única guía, práctica, buscando los creyentes de obrar en conformidad con ella, nos evitaría mucho juicio, aunque quizás no encontraremos del todo la gloria del Señor, y más de un pobre creyente, a quien el Señor tiene en vista para bendición, hallaría consuelo y reposo. Empero a los tales digo: No temáis, sabéis a quien habéis creído, y si en verdad vienen juicios, muy amados hermanos, podáis levantar cabeza, “porque vuestra redención está cerca.” Pero en cuanto a las iglesias (si acaso el Señor tenga misericordia, pues apoyarlas en su estado presente Él no puede, como deben admitir), júzguense a sí mismas por la Palabra. Que quiten los creyentes los obstáculos a la gloria del Señor, que presentan sus discrepancias actuales, y por las cuales son juntados al mundo, y es falseado su discernimiento. Que hablen cada uno con su compañero, buscando Su voluntad en Su Palabra, y vean si no sigue una bendición; en todo caso la bendición les seguirá a ellos; encontrarán al Señor como aquellos quienes Le han esperado, y que pueden regocijarse sinceramente en Su salvación. Que empiecen por estudiar el capítulo doce de la epístola a los Romanos, si es que creen que son partícipes de la inefable redención consumada por la cruz.
Permítanme, en todo amor, hacer una pregunta a las iglesias profesantes. Muchas veces han profesado a los católicos romanos, y con verdad, su unidad en la fe doctrinal; ¿por qué pues no hay unidad real? Si ven error los unos en los otros, ¿no les conviene ser humillados los unos por los otros? Pues, en aquello a que se había llegado ¿por qué no seguir la misma regla, hablar la misma cosa; y si en algo ha habido diversidad de mente (en lugar de contender en base de ignorancia) por qué no esperar en oración, a fin de que esto también les revele Dios? Y aquellos entre ellos que aman al Señor, ¿no deben procurar de hallar una causa? Sin embargo, bien sé yo que, hasta que no sea expurgado de entre ellos el espíritu del mundo, no puede haber la unidad, ni pueden hallar los creyentes descanso seguro. Temo no sea con “espíritu de juicio y con espíritu de devastación.” Los hijos de Dios sólo pueden seguir una cosa—la gloria del nombre del Señor, y eso según el camino señalado en la Palabra; si la iglesia profesante es orgullosa de sí misma, y descuida esto, a aquéllos no les queda otro recurso, sino como también Él, para santificar al pueblo mediante Su propia sangre, “padeció fuera de la puerta” así ellos salgan “a él, fuera del campamento, llevando su vituperio.” Bueno sería ponderar cuidadosamente los capítulos dos y tres de Sofonías. ¿Qué es lo que está pasando en Inglaterra en este momento, un momento de ansiedad y conflicto de juicio entre sus hombres de política y pensadores? Hasta vemos las mismas iglesias usando la abogacía de aquellos que no son creyentes (lo digo sin desprecio para ellos), a fin de obtener una participación en, o guardar para sí mismas los beneficios temporales y los honores de aquel mundo del cual vino el Señor para redimirnos. ¿Es esto lo que conviene a Su pueblo peculiar? ¿Qué tengo que ver yo con estas cosas? Nada. Pero como hay hermanos enlazados tanto con el uno como el otro, cada uno que piensa en ello tiene que testificar con toda su fuerza, para que de una manera u otra pueda mantenerse libre de ello, a fin de que no sea avergonzado en el día de la venida del Señor. Y muchos en quienes han confiado los del pueblo de Dios, contando con ellos como entendidos, siguen la misma ruta; y los simples, como los que siguieron a Absalón, siguen en pos de ellos, no sabiendo por donde van.
Bien podemos creer lo que es esta abogacía. Pero qué sustituto miserable por el apoyarse sobre el Señor Jehová, el Salvador, para la prosperidad espiritual de Su propio pueblo, como siervos de ellos en oración y ministerio por amor a Su nombre: mientras que, como bien podríamos suponer, sus abogados los usan meramente como los instrumentos de sus propios propósitos partidarios. Pero tales alianzas no pueden prosperar. Pero ¿qué deben hacer el pueblo del Señor? Esperen en el Señor, y esperen según la enseñanza de Su Espíritu, y en conformidad a la imagen de Su Hijo, en poder de la vida del Espíritu. Salgan y sigan las huellas del rebaño, si es que desean saber dónde el buen Pastor apacienta Su rebaño al mediodía. Sean seguidores de quiénes, por medio de fe y paciencia, heredan las promesas, acordándose de la palabra: “Ata el testimonio, sella la ley entre mis discípulos. Esperaré, pues, a Jehová, el cual escondió su rostro de la casa de Jacob, y en él confiaré” (Is. 8:16-17). Y si el camino parece oscuro entre ellos acuérdense la palabra de Isaías: “¿Quién hay entre vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de su siervo? El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios” (Is. 50:10).
Si otra vez me preguntan qué tengo yo que ver con ellos, únicamente puedo contestar, que tengo verdadera solicitud por ellos; por los Disidentes, a causa de su integridad de conciencia, y a menudo una comprensión profunda de la mente de Cristo; y por la iglesia, si fuera sólo por amor a la memoria de aquellos hombres, quienes, por mucho que fuesen exteriormente envueltos con lo que era ajeno a su propio espíritu y hayan dejado de librarse de ello, sin embargo parecen haber bebido interiormente del Espíritu de Aquel que les llamó, más profundamente que cualquiera desde los días de los apóstoles; hombres en cuya comunión me regocijo agradecido, a quienes me agrada honrar. ¿Pero no hay ninguno que recuerde el espíritu que les caracterizó? Nosotros tenemos muchas ventajas que ellos no tuvieron. Quiera Dios poner el poder de Su Espíritu en muchos para obrar la obra entre tanto se dice: Hoy: quiera Él quitar el espíritu de sueño de los que duermen, y conducir en Su propia senda—la senda angosta pero bendita que conduce a la vida—la senda en que pisó el Señor de la gloria—a aquellos quienes Él ha despertado, para que caminen en la luz del Señor.
Mas si alguno dijere: Si tú ves estas cosas ¿qué es lo que estás haciendo tú mismo? Solamente puedo reconocer hondamente las extrañas e infinitas deficiencias, y afligirme y lamentar sobre ellas; reconozco la debilidad de mi fe, pero sinceramente busco conducción. Y permitidme agregar; cuando tantos que debían guiar andan por su propio camino, los que hubieran seguido gustosamente son retardados y debilitados por temor de errar en alguna manera el camino derecho, e impiden su servicio, aunque sus almas sean salvadas. Pero repetiría solemnemente lo que dije antes—no hay posibilidad de hallar la unidad de la iglesia hasta que el objeto común de los que son miembros de ella es la gloria del Señor, quien es el Autor y Consumador de su fe: una gloria que ha de ser expuesta en su esplendor en Su venida, cuando la apariencia de este mundo pasará; y por lo tanto debemos conducirnos a la luz de esa gloria y entrar en ella en espíritu cuando somos plantados juntos en la semejanza de Su muerte. Porque la unidad, en la verdad de los hechos, sólo puede hallarse allí; salvo que el Espíritu de Dios que reúne a los Suyos, les reúna para fines que no son de Dios, y los consejos de Dios en Cristo queden en la nada. El Señor Mismo dijo: “Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Jn. 17).
¡Oh, si las iglesias pesaran esta palabra, y si consideraran si su estado presente no impide necesariamente que brillen en la gloria del Señor, o que cumplan aquel propósito para que fueron llamados! Y les pregunto ¿en algo buscan o desean esto? o ¿están contentos de sentarse y decir, que Su promesa se ha acabado perpetuamente? Ciertamente si no podemos decir: “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti”; deberíamos decir: “Despiértate, despiértate, vístete de poder, oh brazo de Jehová; despiértate como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados. ¿No eres tú el que cortó a Rahab, y el que hirió al dragón?” Ciertamente ojo no vio ni oído oyó lo que Él prepara para aquel que en Él espera. ¿Dará Él Su gloria a una división u otra? O ¿dónde hallará un lugar en que descanse Su gloria entre nosotros? O ¿Es que hallando vuestra vida en vuestras ocupaciones no os sentís afligidos? Sin embargo, ciertamente juntará Su pueblo y ellos serán avergonzados.
He traspasado mi propósito original en este artículo; si en algo he traspasado la medida del Espíritu de Jesucristo, con gratitud aceptaré reprensión y rogaré que Dios lo haga olvidar.
Dublín, 1828

El Apartarse De Iniquidad Es El Principio De Unidad Según Dios

La falta de unidad es sentida ahora por todo cristiano recto. El poder del mal es sentido por todos. Su ímpetu viene tan cerca, sus rápidos pasos agigantados son tan evidentes, y afectan tan íntimamente los sentimientos especiales que distinguen a toda clase de cristianos, que no es posible que sean ciegos a él, por poco que aprecien su verdadera fuerza y carácter. Mejores y más santos sentimientos, también, les despiertan a la percepción de un peligro común, y el peligro que amenaza la causa de Dios (en cuanto es confiada a la responsabilidad del hombre) de parte de los que jamás la hayan perdonado ni la perdonarán. Esto se siente doquier el Espíritu de Dios obra, a fin de que los santos aprecien la gracia y la verdad y un cuerpo.
Los sentimientos que produce la percepción del progreso del mal pueden variar. Algunos, aunque sean pocos, quizás aún confían en los baluartes que han contemplado desde hace mucho, pero cuya fuerza residía únicamente en un respeto para ellos que ya no existe. Otros confían en lo que creen ser la fuerza de la verdad, fuerza qué la verdad nunca ha ejercido salvo en una manada pequeña, porque allí estaban Dios y la obra de Su Espíritu; otros ponen confianza en una unión que hasta ahora nunca ha sido el instrumento de poder a favor del bien—es decir, una unión por convenio y acomodamiento. Mientras que otros puedan sentirse obligados a abstenerse de tal unión convenida, por motivo de ciertas obligaciones anteriores, u opiniones preconcebidas, de manera que la unión viene a formar nada más que un partido. Sin embargo, el sentir del peligro es universal. Aquello que por mucho tiempo fue tenido en poco como mera teoría es ahora sentido tan prácticamente que no puede ser negado; aunque sean todavía rechazadas y despreciadas las consideraciones de la palabra, por las cuales aquellos de quienes así se burlaban previeron el mal.
Pero este estado de cosas produce dificultades y peligros de una clase peculiar a los santos, y conduce a la pregunta: ¿dónde está el camino del santo? y ¿dónde ha de hallarse la verdadera unidad? Existe un peligro, en vista de lo bendita y deseable que es la unidad, de que los que por mucho tiempo han sentido su valor y la obligación que incumbe a los santos de mantenerla, se dejen guiar por el impulso de personas que la han desechado cuando fue presentada a la luz de la Palabra, y ceden los mismos principios y el camino que habían abrazado según su propia comprensión más clara de la Palabra de Dios, en anticipación de la tormenta venidera. Aprendieron de esa preciosa Palabra que había de venir la tormenta; y mientras la estudiaban con calma en la Palabra, vieron el camino indicado allí para el creyente en todo y cualquier tiempo. Ahora se les insta que lo abandonen a favor de otro que se presenta a la mente de los hombres a causa de las ansiedades que ellos anticiparon, camino que, aunque tenga cierto impulso de bien, no fue indicado por la Palabra de Dios cuando esta fue investigada en paz. Pero ¿es esa la senda de los santos, volverse atrás de lo que les suplió la inteligencia de la Palabra generalmente rechazada, a fin de seguir la luz de aquellos que rehusaron ver? Esto, sin embargo, no es el único peligro; ni es mi objeto meditar en los peligros, sino en el remedio. Hay una tendencia constante en la mente de caer en lo que es sectario, y de hacer de lo que es opuesto a aquello que acabo de señalar, una base de la unidad: es decir, de un sistema de alguna clase a que la mente se aferra y alrededor del cual santos y otros se juntan; y que, asumiéndose fundado en un verdadero principio de unidad, considera como cisma todo lo que se separa de él—apropiando el nombre de unidad a lo que no es el centro y plan de unidad de Dios. Dondequiera que sea así, se encontrará, que la doctrina de la unidad viene a ser sanción para alguna clase de mal moral, para algo contrario a la Palabra de Dios; y la autoridad de Dios Mismo, que es ligado con la idea de la unidad, viene a ser, por medio de este último pensamiento, un motivo de obligar a los santos de continuar en el mal. Además, el continuar en este mal es impuesto por toda la dificultad que la incredulidad halla en separarse de aquello en que está afirmado, y en donde el corazón natural halla sus lazos, y donde, por lo general, los intereses temporales hallan su apoyo.
Ahora, la unidad es una doctrina y un principio divino; pero ya que el mal es posible dondequiera que la unidad es tomada por sí como una autoridad final, dondequiera que entre el mal, la obligación final de la unidad liga al mal, porque la unidad, donde existe el mal, no ha de ser quebrantada. De esto tenemos un ejemplo notorio en el Romanismo. Allí la unidad de la iglesia es la gran base del argumento; y ha sido el motivo para guardar al mundo, podríamos decir, en toda atrocidad sancionada, con el apoyo del nombre del cristianismo: una autoridad para ligar las almas al mal, hasta que el nombre mismo resultó vergonzoso a la conciencia natural del hombre. El pretexto de la unidad puede ser pues, en medida, la liberalidad de pensamiento que fluye de la falta de principio; puede ser la estrechez de una secta basada sobre una idea; o, puede ser, tomado por sí solo, la pretensión de ser la iglesia de Dios, y por ende en principio procurar tanta indiferencia a la iniquidad, como les conviene al cuerpo o sus gobernadores permitir, o hasta donde Satanás les pueda arrastrar. Pues si el nombre de la unidad es tan poderoso en sí mismo y en virtud de las bendiciones que Dios Mismo vincula con ella, bien nos conviene comprender cuál sea en verdad la unidad que Él reconoce. Es esto que propondría investigar; reconociendo que el deseo de la unidad es bueno, y que muchos de los ensayos en busca de ella contienen elementos de sentimiento piadoso, aun cuando los medios no llevan convencimiento al juicio de que sean los de Dios.
Ahora, de inmediato será admitido que Dios Mismo tiene que ser la fuente y el centro de la unidad, y que sólo Él lo puede ser en poder o derecho. Cualquier centro de unidad aparte de Dios tiene que ser en cierto sentido una negación de Su Deidad y gloria, un centro independiente de influencia y poder; y Dios es uno—el centro justo, verdadero y único de toda verdadera unidad. Todo lo que no sea dependiente de esto es rebeldía. Mas esta verdad tan sencilla, y para el cristiano tan necesaria, nos despeja el camino en seguida. La caída del hombre es lo opuesto a esto. Él fue una criatura dependiente, una figura también de Aquel que había de venir; deseaba hacerse independiente, y es, en pecado y rebeldía, el esclavo de un rebelde más fuerte que él, sea en la dispersión de la voluntad propia individual, o en su concentración en el dominio del hombre en la tierra. Mas, en consecuencia de esto, tenemos que ir un paso más allá. Dios tiene que ser un centro tanto en bendición como en poder, cuando se rodea de multitudes unidas y moralmente inteligentes. Bien que sabemos que Él castigará la rebeldía con la eterna destrucción fuera de Su presencia en la desesperación de la miseria individual egoísta que no reconoce centro alguno y del odio; pero Él Mismo tiene que ser un centro de bendición y santidad, porque Él es un Dios santo, y Él es amor. En verdad, la santidad en nosotros (bien que por su naturaleza es separación del mal) es sencillamente tener a Dios, el Santo, quien es también amor, como el objeto, el centro y la fuente de nuestras afecciones. Él nos hace partícipes de Su santidad (porque Él es esencialmente aparte de todo mal, que Él como Dios conoce, aunque es lo opuesto a Él); pero en nosotros, la santidad tiene que consistir en que nuestras afecciones, pensamientos, y conducta sean centrados en Él y derivados de Él: un lugar mantenido en entera dependencia de Él. Del establecimiento y poder de esta unidad en el Hijo y el Espíritu hablaré más adelante. Es en la grande y gloriosa verdad misma que insisto ahora.
Este principio es verdadero aún en la creación. Fue formada en unidad, y era Dios su único centro posible. Será restaurada a esto aún, y centrada en Cristo como su Cabeza, aun el Hijo, por quien, y para quien todas las cosas fueron creadas (Col. 1:16). Es la gloria del hombre (aunque su ruina, como caído) ser hecho así un centro en su lugar—la imagen de Aquel que ha de venir; pero ¡por desgracia! su imitador en un estado de rebeldía en este mismo lugar, ahora que es caído. Que yo sepa (no me atrevo a decir más) los ángeles nunca fueron constituidos el centro de cualquier sistema, pero el hombre sí. Fue su gloria ser el señor y centro de este mundo terreno (teniendo a Eva asociada pero dependiente, como su compañera y su ayuda). Él era la imagen y la gloria de Dios. Su dependencia le hizo mirar hacia arriba; y esto es verdadera gloria y bienaventuranza a todos menos a Dios. La dependencia mira hacia arriba, y es exaltada por encima de sí misma. La independencia tiene que mirar hacia abajo (porque en una criatura no puede bastarse a sí misma) y es degradada. La dependencia es exaltación verdadera en una criatura cuando tiene el objeto que corresponde. El estado primordial del hombre no era santidad, en el sentido cabal, porque no era conocido el mal. No era un estado divino (aunque era de creación bendita); era la inocencia. Pero esto se perdió en busca de la independencia. Si el hombre vino a ser como Dios, sabiendo el bien y el mal, fue con conciencia culpable, el esclavo del mal que sabía, y en una independencia en que no podía sostenerse, al tanto que moralmente había perdido a Dios como Él de quien podía depender.
Con esta condición (pues debemos ahora volver a la presente cuestión práctica de la unidad), con el hombre en esta condición, Dios tiene que tratar, si se ha de alcanzar la unidad real y verídica, tal como Él puede reconocer. Ahora, Él aún tiene que ser el centro. Por tanto ya no es solo poder creatorial. El mal existe. El mundo yace en maldad, y el Dios de unidad es el Dios Santo. La separación, pues, la separación del mal, viene a ser la única e imprescindible base y principio, no digo el poder, de la unidad. Porque Dios debe ser el centro y el poder de esa unidad, y el mal existe: y de esa corrupción tienen que ser apartados los que han de estar en la unidad de Dios; porque Él no puede tener unión alguna con el mal. De aquí, repito, tenemos este grande principio fundamental, que la separación del mal es la base de toda verdadera unidad. Sin esto cualquier y todo intento de unidad independiente de El resulta más o menos en ligar la autoridad de Dios al mal, y en rebelión contra Su autoridad. En su forma más leve y débil es una secta; en su plenitud es la grande apostasía una de cuyas características, sea del poder secular o el eclesiástico, es la unidad; sin embargo, la unidad por la subyugación del hombre a lo que es real o abiertamente independiente de Dios porque lo es de Su palabra; no la unidad establecida por sujeción al Santo, según Su palabra, y por el poder del Espíritu obrando en aquellos que son unidos, y por Su presencia, que es el poder personal de unión en el cuerpo. Pero esta separación no es todavía por poder judicial, que aparta (no lo bueno del malo, no lo precioso del vil, sino) lo vil de lo precioso, exilándolo de Su presencia en juicio; atando la cizaña en manojos, y echándolos en el horno de fuego; recogiendo de Su reino a todos los que sirven de tropiezo (Satanás mismo y sus ángeles serán arrojados, y luego serán unidos en uno todas las cosas en Cristo, en los cielos y en la tierra). Entonces el mundo, no la conciencia, será librado del mal por el juicio que no lo permitirá, sino que temprano cortará a todos los malos (no por el poder y testimonio del Espíritu de Dios).
No es el presente el tiempo de apartar así judicialmente el mal de lo bueno en el mundo, como el campo de Cristo, por la exterminación y la destrucción de los malos. Pero no por eso deja Dios a la unidad fuera de Sus pensamientos, ni puede Él tener la unión admitida con el mal. Hay un Espíritu y un cuerpo. Él junta en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos.
Y ahora, el principio en general es este: Dios está obrando en medio del mal para producir una unidad de la cual Él es el centro y la fuente, y que en dependencia reconoce Su autoridad. No lo hace todavía por quitar de en medio a los malos judicialmente; Él no puede unirse con los malos ni tener una unión que les sirve. ¿Cómo pues puede ser esta unidad? Él aparta a los llamados del mal. “Salid de en medio de ellos, y apartaos .   .   . Y yo os recibiré .   .   . Y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso.” Como está escrito, Andaré en ellos y habitaré en ellos. Ahora aquí lo tenemos expuesto bien claramente. Esto fue la manera que Dios tenía para juntar. Fue en decir: Salid de en medio de ellos. No pudo haber juntado una verdadera unidad alrededor de Sí de otro modo. Ya que existe el mal—sí, es nuestra condición natural—no puede haber unión cuyo centro y poder es el Santo Dios sino por el apartarse del mal. La separación es el primer elemento de la unidad y unión.
Ahora podemos inquirir un poco más acerca de la manera en que se pone por obra esta unidad, y en que se basa. Es menester que haya un poder intrínseco de unión manteniéndola unida a un centro, como también un poder para apartarse del mal a fin de formarla; y habiéndose determinado este centro, rehúsa cualquier otro. El centro de la unidad tiene que ser un centro único y sin rival. Al cristiano no le hace falta inquirir mucho sobre este punto. Es Cristo—el objeto del consejo divino—la manifestación de Dios Mismo—el solo y único vaso de poder medianero, cuyo es el derecho de unir la creación por ser Él por quien y para quien todas las cosas fueron creadas; y de unir la iglesia por ser su Redentor, su Cabeza, su gloria, y su vida. Y hay pensamiento dual referente a la cabeza: Él es Cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, que es Su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo. Esto será cumplido en su día.
Por ahora nos ocupamos del periodo intermedio, la unidad de la Iglesia misma, y su unidad en medio del mal. Bien no puede haber ningún poder moral capaz de unir, apartado del mal, sino Cristo. Solo El, quien es la gracia y la verdad perfecta, descubre todo el mal que separa de Dios, y del cual Dios separa. Él solo, de parte de Dios, puede ser el centro atractivo que atrae y reúne a Sí Mismo todos en quienes Dios así obra. Dios no reconocerá otro. No hay otro de quien se podría dar testimonio, que sea moralmente suficiente para concentrar toda afección que es de Dios y hacia Dios. También la misma redención hace que esto sea necesario y evidente: no puede haber sino un solo Redentor, uno a quien se puede entregar un corazón redimido, como también uno a quien un corazón vivificado divinamente puede dar todas sus afecciones, el centro y la revelación del amor del Padre. Él, también, es el centro de poder para efectuarlo. En Él mora toda la plenitud. El amor, (y Dios es amor) es conocido en Él. Él es la sabiduría de Dios y el poder de Dios. Y, aún más que esto, Él es el poder de atracción que aparta, porque Él es la manifestación de todo esto, y el cumplidor de ello en el medio del mal; y esto es lo que nosotros necesitamos, los pobres y miserables que nos encontramos en el mal; y, si nos sea permitido hablar así, esto es lo que necesita Dios para Su gloria separadora en medio del mal. Cristo se sacrificó a Sí Mismo para establecer a Dios en amor separador en el medio del mal. Había más en esto—un alcance mucho mayor en esta obra; pero hablo en referencia a mi presente tema ahora.
Así Cristo viene a ser, no solamente el centro de la unidad al universo en Su glorioso título de poder, sino (como el manifestador de Dios, Él que es reconocido y exaltado por el Padre y Él que atrae al hombre) viene a ser un centro peculiar y especial de afecciones divinas en el hombre, alrededor del cual están reunidos como el único centro divino de la unidad. Pues, por cierto, como centro, tiene que ser el único centro, “el que conmigo no recoge, desparrama.” Y en esa relación esto mismo fue el objeto aún, y el poder de Su muerte: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo.” Y más particularmente, Se dio a Sí Mismo no solamente para esa nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Mas aquí también, encontramos esta separación de un pueblo peculiar: Él “se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.” Él era el verdadero dechado de la vida divina en el hombre, apartado del mal, que lo rodeaba universalmente. Él era el amigo de los publicanos y pecadores, tocando flauta en gracia a los hombres por amor íntimo y tierno; pero era siempre el Hombre separado. Y es lo mismo como el centro de la iglesia, y el Sumo Sacerdote. “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: Santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” y agrega: “Hecho más sublime que los cielos.” Aquí, de paso, podemos notar, que el centro y objeto de esta unidad es por lo tanto, celestial. Cristo en vida aquí vino a ser el instrumento de la continuación de la enemistad, siendo Él Mismo sujeto a la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas (Ef. 2:15). Por lo tanto, aunque la divina gloria de Su persona necesariamente se extendía sobre este muro como rama fructífera de gracia hacia los pobres gentiles pasando por afuera (y no podía ser de otra manera, pues donde existía la fe, no podía Él negar que Él Mismo era Dios, ni lo que Dios es, aún amor); sin embargo, en Su curso regular, como un hombre nacido de mujer, vino bajo la ley. Pero por Su muerte derribó la pared intermedia de separación, y hizo de los dos uno solo, y reconcilió a ambos en un solo cuerpo a Dios, haciendo la paz. Por lo tanto, es en ser levantado, y finalmente hecho más sublime que los cielos, que viene a ser el centro y único objeto de unidad.
Observemos de paso, que por ende la mundanalidad siempre destruye la unidad. La carne no puede subir al cielo, ni descender en amor hacia toda necesidad. Anda en la comparación separadora de la importancia propia. “Yo soy de Pablo,” etc. “¿No sois carnales, y andáis como hombres?” Pablo no había sido crucificado por ellos, ni habían sido bautizados en el nombre de Pablo. Habían bajado al nivel de la tierra en sus mentes, y la unidad había desaparecido. Pero el glorioso Cristo celestial en una palabra abrazó a todos. “¿Por qué me persigues?” Esta separación de todo lo demás se efectuó más despacio entre los judíos, habiendo sido ellos mismos exteriormente el pueblo de Dios apartado; pero habiéndose manifestado plenamente lo que eran, la palabra a los discípulos fue: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio.” El Señor (en busca de tener como grande resultado un rebaño y un Pastor) sacó fuera Sus ovejas propias, y fue delante de ellas. Por cierto, tan pronto mostramos que la unidad es según la mente de Dios, es evidente que el apartarse del mal es la consecuencia esencial; porque existe como principio en la vocación de Dios antes que la unidad misma. La unidad es Su propósito, y, dado que Él es el único centro legítimo, tiene que llevarse a cabo por poder santo; pero la separación del mal es Su misma naturaleza. Así cuando llama a Abraham públicamente dice: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre.”
Mas, para continuar: de lo que hemos visto, es evidente que el Señor Jesucristo ascendido es el objeto en redor del cual la iglesia se junta en unidad. Él es su Cabeza y Centro. Este es el carácter de su unidad, y de su separación del mal, de pecadores. Sin embargo, no habían de ser quitados del mundo, sino guardados del mal, y santificados por la verdad; habiéndose Jesús santificado a Sí Mismo para tal fin. Así pues, el Santo Espíritu fue enviado, no sólo para la manifestación pública del poder y gloria del Hijo del hombre, sino para identificar los llamados con su Cabeza celestial, y para separarlos del mundo en que habían de permanecer; y el Espíritu Santo así vino a ser el centro y poder en la tierra de la unidad de la iglesia en nombre de Cristo—habiendo Cristo derribado la pared intermedia de separación, reconciliando a ambos en un cuerpo por la cruz. Los santos, así juntados en uno, formaron la habitación de Dios por el Espíritu. El Santo Espíritu mismo vino a ser el poder y centro de la unidad, pero en el nombre de Jesús, de un pueblo apartado tanto del judío como del gentil, y librado de este presente mundo malo, para la unión con su Cabeza gloriosa. Por medio de Pedro, Dios visitó a los gentiles para sacar de ellos un pueblo para Su nombre. Y de los judíos había un remanente según la elección de gracia; como Pablo, uno de ellos, fue apartado él mismo de Israel, y de los gentiles, a quienes fue enviado.
Y así fue el testimonio constantemente. El que dice que tiene comunión con Él, y anda en tinieblas, miente y no practica la verdad. Separación de iniquidad es esencial como el primer principio de comunión con Él. Quienquiera lo cuestione es un mentiroso—en esto él mismo es del maligno. Niega el carácter de Dios. Si la unidad depende de Dios, tiene que ser separación de las tinieblas. Así también unos con otros. Si andamos en la luz, como Dios está en la luz, tenemos comunión unos con otros. Y notemos, aquí no hay límite. Es como Dios está en la luz. Allí nos ha colocado el bendito Señor por medio de Su preciosa redención; y por lo tanto esto es lo que debe ordenar toda nuestra manera de andar y nuestra unión: no podemos tener ninguna unión (según Dios) fuera de esa luz. El judío sí la podía tener, porque la separación suya—aunque verdadera separación, y por lo tanto lo mismo en principio—con todo fue solamente exterior en la carne, y aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo (no se había manifestado, ni aún para los santos, aunque en los consejos de Dios sin duda habían de entrar allí por medio del sacrificio que estaba por ofrecerse).
Nuevamente, en relación a unos con otros: ¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas? ¿Qué concordia Cristo con Belial? ¿Qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Y luego, dirigiéndose a los santos, el Espíritu Santo agrega: “Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, Salid de en medio de ellos, y apartaos.” De otra manera provocamos a celos al Señor, como si fuésemos más fuertes que Él. De esta unidad y comunión, puedo agregar, la Cena del Señor es el símbolo y la expresión. Porque nosotros, siendo muchos, somos todos un pan, pues todos somos partícipes de aquel un pan.
Hallamos pues bien claramente que, como la unidad de Israel antiguamente fue fundada en ser liberados y llamados de entre las naciones, y en el mantenimiento de la separación en medio de los gentiles que les rodeaban, así la unidad de la iglesia es basada en el poder del Espíritu Santo descendido del cielo, apartando del mundo un pueblo peculiar a Cristo, y morando entre ellos; Dios Mismo así habitando y andando en ellos. Porque hay un Espíritu, y un cuerpo, como fuimos también llamados en una misma esperanza de nuestra vocación. En verdad, el mismo nombre de Espíritu Santo lo denota; porque la santidad es separación del mal. Aunque en la práctica puede haber faltado en su consecución, el principio y la medida de esta separación es esencialmente la luz, como Dios está en la luz; habiéndose manifestado el camino al lugar Santísimo, y habiendo descendido de allí el Espíritu Santo para habitar en la iglesia aquí, así pues, en el poder de separación celestial, por ser Él el centro y poder interior de la unidad (al igual que la nube de la presencia divina en Israel—el Shekinah), el Espíritu establece la santidad de la iglesia y su unidad en su separación a Dios, según Su propia naturaleza, y en el poder de esa presencia. Tal es la iglesia, tal es la verdadera unidad. No es posible que un santo reconozca cualquier otra inteligentemente, aunque pueda admitir que haya deseos y esfuerzos para lograr el bien en lo que queda corto de ella.
Aquí podría concluir mis observaciones, habiendo desarrollado el principio grande, aunque sencillo, emanando de la misma naturaleza de Dios, que el apartarse del mal es Su principio de unidad. Sin embargo, se presenta una dificultad inmediata a mi objeto y tema principal. Dado el caso que el mal se introduce en este un cuerpo que ha sido constituido así sobre la tierra, ¿aún se mantiene firme el principio? ¿Cómo entonces puede el apartarse del mal mantener la unidad? Y aquí podemos mencionar el misterio de la iniquidad. Pero este principio, emanando de la misma naturaleza de Dios que Él es santo, no puede ser abrogado. El apartarse del mal es la consecuencia esencial a la presencia del Espíritu de Dios en cualesquiera circunstancias en relación a conducta y comunión. Pero aquí se encuentra modificación. Siempre es judicial la presencia revelada de Dios, cuando la hay; porque poder contra el mal se relaciona con la santidad que lo rechaza. Asimismo, en Israel la presencia de Dios era judicial; estaba allí Su gobierno que no permitía el mal. Así también, aunque en otra forma, está en la iglesia. La presencia de Dios es judicial allí—no en el mundo, salvo en testimonio, porque Dios aún no está revelado en el mundo, y por lo tanto Su gobierno no arranca cizaña de ese campo (Mt. 13). Pero juzga a los que están adentro.
Por esto la iglesia tiene que poner fuera de sí misma a la persona inicua, y así mantiene su separación del mal. Y la unidad es mantenida en el poder del Espíritu Santo y una buena conciencia. Pues ciertamente, a fin de que el Espíritu no sea entristecido, y no sea perdida la bendición práctica, se exhorta a los santos que miren bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios. Cuán dulce y bendito es este huerto del Señor, cuando es así mantenido, y florece en la fragancia de la gracia de Cristo. Pero ¡por desgracia! sabemos que la mundanalidad se insinúa, y el poder espiritual se declina; se debilita el gusto para esta bendición porque no es disfrutada en el poder del Espíritu; decae la comunión espiritual con Cristo, la Cabeza celestial, y cesa el ejercicio viviente del poder que echa al mal fuera de la iglesia. El cuerpo no es vivificado por el Espíritu Santo suficientemente como para corresponder a la mente de Dios. Pero Dios jamás se dejará sin testimonio. Él lleva al cuerpo la convicción del mal por un testimonio u otro—por la Palabra o por juicios, o por ambas sucesivamente—a fin de hacerlo volver a su energía espiritual, y guiarlo a mantener su debido lugar y la gloria de Él. Si el cuerpo rehusara de corresponder a la misma naturaleza y carácter de Dios, y a la incompatibilidad de esa naturaleza con el mal (de modo que resulta realmente un testigo falso para Dios), entonces el principio primitivo e inmutable se presenta de nuevo, la necesidad de apartarse del mal.
Además, la unidad que persiste después de esa separación, se vuelve en testimonio de que es compatible el Espíritu Santo con el mal: así pues, en su naturaleza es apostasía; mantiene el nombre y la autoridad de Dios en Su iglesia, y lo asocia con iniquidad. No es la apostasía abierta y profesada de la incredulidad confesada; pero es negar a Dios según el verdadero poder del Espíritu Santo, mientras se hace uso de Su nombre. Esta unidad es el gran poder del mal señalado en el Nuevo Testamento, relacionado con la iglesia profesante y la apariencia de piedad. A estos hemos de evitar. Este poder del mal en medio de la iglesia se discierne espiritualmente, y puede ser dejado por quienes son conscientes de que es imposible efectuar cualquier remedio, si hay un testimonio público, este es la condenación abierta de ello. Así, antes de la Reforma, Dios dio luz a muchos que testificaron de este mismo mal en la iglesia profesante, manteniéndose aparte de ella; algunos dieron testimonio y aún se quedaron. Cuando vino la Reforma, este testimonio fue dado abierta y públicamente, y el cuerpo profesante del Romanismo se volvió abierta y profesadamente apóstata, hasta donde sea posible a un cuerpo cristiano profesante, esto se hizo evidente en el concilio de Trento. Pero dondequiera el cuerpo evita poner afuera el mal, viene a ser en su unidad un negador del carácter santo de Dios; y entonces el apartarse de iniquidad es el camino para el santo; y la unidad que haya dejado es por mucho el más grande mal que puede existir donde se nombra el nombre de Cristo. Es posible que queden algunos santos, y en verdad algunos han quedado, en el Romanismo, donde no hay poder para juntar a todos los santos; pero el deber del santo en relación a todo esto es evidente sobre los primeros principios del cristianismo, aunque sin duda su fe sería puesto a prueba por ello. “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo.” Es posible que “el que se aparta del mal se hace presa” (Is. 59:15 JND); mas esto por cierto, nada importa, es cuestión de fe. Él se encuentra en el poder verdadero de la unidad de Dios.
Así pues, la Palabra de Dios nos proporciona la naturaleza, el objeto y el poder verdaderos de la unidad; y a la vez, la medida de ella, por la cual podemos juzgar lo que pretende serlo, y la manera de ella; y además, los medios para mantener sus principios fundamentales según la naturaleza y el poder de Dios por el Espíritu Santo en la conciencia, aún donde no sea alcanzada juntos en poder. La naturaleza de la unidad procede de la naturaleza de Dios; porque de la verdadera unidad tiene que ser Él el Centro, y Él es santo; y nos introduce a nosotros en ella por medio del apartarnos del mal. Su objeto es Cristo; Él es el único centro de la unidad de la iglesia, objetivamente como su Cabeza. El poder reside en la presencia del Espíritu Santo aquí, enviado ciertamente como el Espíritu de Verdad de con el Padre por Jesús. La medida es andar en la luz, como Dios está en la luz; la comunión con el Padre, y con Su hijo Jesús, y, se podría añadir, es por medio del testimonio de la Palabra escrita—especialmente la palabra apostólica y profética del Nuevo Testamento. Esa unidad se edifica sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (del Nuevo Testamento), siendo la piedra del ángulo Jesucristo mismo. Los medios para mantenerla son echar afuera el mal (judicialmente si fuere necesario), a fin de mantener, por el Espíritu, la comunión con el Padre y el Hijo. Si el mal no es echado afuera, luego el apartarse de lo que lo tolera, se hace un asunto de conciencia. Me vuelvo, aunque sea solo, a la esencial e infalible unidad del cuerpo, en sus principios perdurables de unión con la Cabeza en una naturaleza santa por el Espíritu. El camino de los santos así se hace evidente. Sin duda Dios logrará por poder eternal la vindicación, (quizás no aquí, sino ante Sus ángeles) de aquellos que han reconocido debidamente Su naturaleza y Su verdad en Cristo Jesús.
Creo que estos principios fundamentales son muy necesarios en este día, para el santo que desea andar verdaderamente y enteramente con Dios. Puede ser doloroso y difícil mantenernos alejados de la unidad latitudinaria, tiene por lo general una forma amistosa, en medida es tenida por respetable en el mundo religioso, no pone a prueba la conciencia de ninguno, y permite la voluntad de todos. Resulta más difícil llegar a una decisión en cuanto a ella, porque a menudo se vincula con un verdadero deseo hacia el bien, y se asocia con la naturaleza amable. El rehusar andar en ese camino parece ser rígido, y estrecho, y de tendencia sectaria. Pero el santo, cuando tiene la luz de Dios, tiene que andar claramente en esa. Dios vindicará Sus caminos en el debido tiempo. Amor hacia cada santo es un deber evidente; andar en sus caminos no lo es. Y el que con Cristo no recoge, desparrama. No puede haber sino una sola unidad; la confederación, aun para bien, no es la unidad, aunque tenga su forma. Unidad, que profesa ser la de la Iglesia de Dios, mientras el mal existe y no es echado afuera, es todavía más serio. Siempre se hallará vinculada con el principio clerical, porque eso es necesario para mantener la unidad cuando el Espíritu Santo no es su poder, y de hecho, ese principio toma el lugar del Espíritu, guía, manda, gobierna en Su lugar, bajo el pretexto de sacerdocio, o ministerio, reconocido como un cuerpo distinto, una institución aparte: no se mantendría unida sin esto.

La Gracia, El Poder De La Unidad Y Del Juntar

He tenido delante de mí el deseo de proponer algunas observaciones acerca de un punto que creo que tenga importancia en el momento presente; y al hacerlo tengo presente un tratado al que las circunstancias han llamado la atención, y lo reveo prácticamente. Y lo hago tanto más cuanto que pienso haber leído no hace mucho un artículo en el periódico “El Testimonio Presente,” que, si bien me acuerdo, colocó el tema sobre una base que no me pareció del todo justo: es decir, contempló sólo un lado del asunto, según mi parecer.
Lo que es importante comprender, creo, es que el poder activo que junta es siempre la gracia—el amor. Es posible que sea requerida la separación del mal. En ciertas condiciones de la iglesia, cuando el mal ha entrado, puede ser que la separación caracterice en grande manera la senda de los santos. Puede ser que, a medida que muchos se mueven bajo las mismas convicciones al mismo tiempo, esto forme un núcleo. Pero esto en sí nunca es un poder que junta. La santidad puede atraer cuando un alma está en movimiento de por sí. Pero el poder para juntar está en la gracia, en el amor obrando; o si así les agrada expresarlo: la fe obrando por amor. Miren toda la historia de la iglesia de Dios en todas las edades, y encontrarán que esto es verdad. El juntarse es el poder formativo de la unidad, donde no existe. Tomo por asentado aquí que Cristo es reconocido como el centro. Si existe el mal, el principio de la separación puede librar a personas de ese mal, pero el poder de juntar es el amor. El artículo al que deseo pasar revista es un tratado, que a causa de las circunstancias no es desconocido: “El apartarse de Iniquidad es el Principio de Unidad Según Dios.” Confío que tendré gracia para reconocer error donde pienso que lo haya, y estoy seguro que lo debo al Señor; pero mi objeto aquí es algo más amplio. Ese tratado considera la condición de la iglesia de Dios en general, y no algunos miembros de ella en particular; pero de la manera en que una parte de la verdad corrige un mal, así otra, por su operación en el alma, puede ensanchar la esfera del bien, y fortalecer su actividad. Hay dos grandes principios en la naturaleza de Dios, reconocidos por todos los santos—santidad y el amor. El uno, me atrevo a decir, es la exigencia de Su naturaleza, de incumbencia, en virtud de esa naturaleza, a todos los que a Él se allegan; el otro, es su energía. Uno caracteriza, el otro es Su naturaleza, y es la fuente de la actividad de ella. Dios es santo—no es amante, sino es amor. Él lo es en el manantial esencial de Su ser; Le hacemos un juez por el pecado, pues Él es santo y tiene autoridad; pero Él es amor, y eso ninguno se Le ha hecho. Si hay amor en cualquier otro lugar, es de Dios, porque Dios es amor. Este es la bendita energía activa de Su ser. En el ejercicio de ello Él reúne a Sí Mismo para la bendición eternal de aquellos que son reunidos, su demostración en Cristo, y Cristo Mismo siendo el grande poder y centro de ello. Sus consejos en esta relación son la gloria de Su gracia, Su aplicación de esos consejos a pecadores y los medios que para ella emplea, son las riquezas de Su gracia. Y en los siglos venideros Él mostrará cuán sobremanera grandes han sido éstas en Su bondad para con nosotros, en Cristo Jesús. Permítanme, de paso, antes de entrar en la consideración del punto que es ahora mi objeto inmediato, decir una palabra sobre el pasaje dulce a que he hecho referencia, porque desarrolla los pensamientos plenos de Dios al juntar en esa unidad de la cual habla esa epístola. Nosotros somos bendecidos en Cristo, y Dios Mismo es el centro de la bendición, y en dos aspectos, Su naturaleza y Su posición de relación; en ambos Él está relacionado a Cristo Mismo, visto como Hombre delante de Él, aunque el Hijo amado. Los versículos a que me refiero son Efesios 1:3-7. Él es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Como dijo el Señor, al ascender en lo alto: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn. 20:17); pero en Efesios Él sigue hasta la consideración de la unidad de los santos en Cristo. Cristo habla de ellos como Sus hermanos. En este doble carácter pues, en que Dios está en relación a Cristo Mismo, Él nos ha bendecido con toda bendición espiritual, sin omitir ninguna, en lugares celestiales, la esfera de bendición mejor y más elevada, donde Él mora; no es que las bendiciones sean enviadas a la tierra, sino que nosotros mismos somos llevados allí a lo alto, y en la manera mejor y más elevada: en Cristo Jesús, salvo sólo Su título divino de sentarse en el trono del Padre. Porción maravillosa, gracia dulce y bendita, que se torna sencilla a nosotros en la medida en que nos acostumbramos a morar en la bondad perfecta de Dios, a quien es natural ser todo lo que Él es, quien no podía ser otra cosa.
Según el versículo 4 vemos como “El Dios de nuestro Señor Jesucristo,” conforme a la gloria de la divina naturaleza, introduce en Su propia presencia en Cristo aquello que ha de ser el reflejo de ella misma, conforme a Su propósito eterno. Porque la iglesia en los pensamientos de Dios (y, puedo agregar, en su vida según la Palabra), es antes del mundo en el cual ella es manifestada. Aquí, es Su naturaleza. Somos escogidos en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos, y sin mancha delante de Él, en amor. Dios es santo, Dios es amor, y en Sus caminos, cuando obra, es intachable.
Luego hay relación de parentesco en Cristo, y el Suyo es aquel de Hijo. Por lo tanto, en Él somos predestinados para la adopción (relación de hijos) a Dios Mismo, según Su beneplácito, el placer y la bondad de Su voluntad. Esto es la relación de parentesco. Él es el Padre de nuestro Señor Jesucristo, como también es Su Dios. Esto es la gloria de Su gracia; Sus propios pensamientos y propósitos, para alabanza de la cual somos nosotros. Él nos ha mostrado gracia en el Amado. Pero de hecho nos encuentra pecadores en este lugar. ¡Qué pensamiento! Aquí Su gracia resplandece en otra manera. En esta misma bendita persona, Cristo el Hijo, tenemos redención por Su sangre, el perdón de pecados, lo que necesitamos a fin de entrar en el lugar donde estaremos para la alabanza de la gloria de Su gracia; y esto es según las riquezas de Su gracia; porque Dios es manifestado en la gloria de Su gracia, y la necesidad es suplida por las riquezas de Su gracia.
Así estamos delante de Dios. Lo que sigue en el capítulo es la herencia que nos pertenece por esta misma gracia—lo que está a nuestra disposición. No me detengo en este asunto; solamente observo, como lo he hecho en otro lugar, que el Espíritu Santo es las arras de la herencia, pero no del amor de Dios. Este es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos es dado. La consideración de estas dos relaciones, de Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, descubrirá mucha bendición. Son presentadas frecuentemente en las Escrituras.
Sin embargo, interesante como es este tema, ahora vuelvo a aquel que tengo delante. He releído el tratado a que se ha hecho referencia. Confieso que me parece a mí que uno que negaría los principios abstractos de ese tratado no está sobre terreno cristiano en manera alguna. No puedo concebir algo más indiscutiblemente verdadero, en cuanto puede alcanzar una exposición humana de la verdad. No obstante se debe tomar en consideración algo más que la verdad, y eso es, el uso de la verdad. El hecho de que Dios no imputa pecado a la iglesia, por medio de la gracia y la redención, es siempre verdad, bendita y eternamente. Mas a una conciencia negligente, puede ser que tengo que dirigir otra verdad. Ahora, repito, que al leer ese tratado no comprendo cómo una persona que resiste los principios allí enunciados, esté en terreno cristiano en manera alguna. ¿No es la santidad el principio en que se funda la comunión cristiana? Y el tratado es real y sencillamente eso. Pero creo que es importante notar otros dos puntos además de ese—el uno en relación al hombre; el otro, al bendito Dios. El primero es este: todos reconocemos, y en medida conocemos que la naturaleza humana es cosa traicionera. Ahora el apartarse del mal, cuando es debido, que ahora tomo por asentado, todavía distingue a aquel que se aparta de aquel del cual lo hace. Esto tiende a hacer la posición de uno importante, y así lo es; pero con corazones como los nuestros, la posición de uno se confunde con uno mismo—no en forma grosera, sino en forma traicionera; es mi posición, y no sólo así, pero la mente siendo ocupada con lo que le ha sido importante (debidamente así en su lugar), tiende a hacer, en cierta medida, del apartarse de iniquidad un poder de juntar, además de un principio sobre el cual el juntar se efectúa. Esto no lo es, (salvo a medida que la santidad atrae las almas que son espirituales por un principio impulsor en ellas). Hay otro peligro: un cristiano se aparta del mal, siempre en el supuesto caso de que le es imprescindible hacerlo. Digamos que se aparta del sistema más corrupto que existe; en base a este principio, es el mal afectando la conciencia del hombre nuevo, y reconocido como ofensivo a Dios, que le impulsa a salir. Por lo tanto, está ocupado con el mal. Esta es una posición peligrosa. Él lo atribuye, quizás ansiosamente, a aquellos a quienes ha dejado, para demostrar claramente porque lo ha hecho. Ellos ocultan, encubren, disculpan, explican. Es siempre así donde el mal es sostenido. Aquel trata de probarlo, para poner en claro su posición; está ocupado con el mal, con probar el mal, y probar el mal contra otros. Esto es terreno resbaladizo para el corazón, sin mencionar el peligro para el amor. La mente llega a ocuparse en el mal, como un objeto delante de sí. Esto no es la santidad, ni la separación del mal, en poder práctico interior. Fatiga la mente, y no puede alimentar al alma. Algunos casi se encuentran en peligro de consentir en el mal a causa del cansancio del pensar en ello. En todo caso el poder no se halla aquí. Dios nos aparta ciertamente del mal, pero no es Él que llena la mente cuando continúa ocupándose con el mal, porque Él no está en el mal. Bien es verdad que la mente puede decir: Pensemos en el Señor y dejemos el asunto, y así recibe una medida de tranquilidad y consuelo; pero en este caso el nivel general y el vigor de vida espiritual será infaliblemente rebajado. De esto no tengo la menor duda. No se consentirá de hecho en el mal positivo; pero la mente pierde el sentir de la detestación que Dios tiene por él, y en igual proporción es perdida la medida de poder divino y de comunión, y la senda general demuestra esto. El testimonio falta y es rebajado. Esto es el mal más difundido—donde hay conflicto con el mal que no se mantiene en poder espiritual—y crea las más serias dificultades a la unidad extendida; pero Dios está sobre todo. La naturaleza nueva, cuando esté en ejercicio vivo, por ser santa y divina, se retira del mal cuando se encuentra con él. La conciencia, también, será entonces en ejercicio como responsable a Dios. Pero esto no es todo, aún en cuanto a la santidad. Hay otra cosa que en muchos casos (diría que es así en fondo en todos) distingue verdadera santidad de la conciencia natural, o el rechazamiento del mal por costumbre. La santidad no es meramente el apartarse del mal, sino separación a Dios del mal. La naturaleza nueva no tiene meramente una espontaneidad o carácter esencial por ser de Dios. Tiene un objeto, porque no puede vivir de sí mismo—un objeto positivo, y ese es Dios. Ahora esto cambia todo; porque se aparta del mal—que aborrece por lo tanto cuando lo ve—porque está lleno del bien. Esto no debilita su separación. Hace que el aborrecimiento del mal sea activo cuando tenga que ocuparse con él, pero da otro tono a aquello que le es aborrecible, ya que posee el bien suficiente para que, cuando tiene a la fuerza que pensar en el mal, pueda ponerlo enteramente fuera de la mente y de la vista. Por lo tanto, es santo, tranquilo, y tiene un carácter real, propio, aparte del mal, a más de ser contrario a él. Con nosotros esto sólo puede ser a medida que tenemos un objeto, porque somos y debemos ser dependientes, sólo a medida que somos positivamente llenados con Dios en Cristo. Somos ocupados con el bien, y por lo tanto santos, porque eso es la santidad; y, de consiguiente, fácil y juiciosamente contrarios al mal, sin ocuparnos con él. Es la propia naturaleza de Dios; Él es esencialmente bueno; Se deleita en el bien en Sí Mismo; y por tanto aborrece el mal, en virtud de Su bondad; Su naturaleza es el bien, y en consecuencia en Su misma naturaleza rechaza al mal. Lo hará con autoridad, sin duda, en juicio; pero hablamos ahora de naturaleza.
Por tanto encontraremos, que cuando está en poder el amor va delante y hace santo, ya sea mutual o el disfrute de ello en la revelación de Dios. “Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con todos, como también lo hacemos nosotros para con vosotros, para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts. 3:12-13). Así también en 1 Juan 1: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido. Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él. Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad.”
Aquí pues, el apartarse del mal, caminando en la luz, en el carácter de Dios revelado en Cristo, en el conocimiento práctico de Dios, como revelado en Cristo, en la verdad como está en Jesús, en quien la vida era la luz de los hombres, es enunciado plenamente con expresiones tan claras y fuertes como sólo el Espíritu Santo sabe hacerlas. Aquel que alega tener comunión, y no anda en el conocimiento de Dios, según ese conocimiento, es un mentiroso, y la verdad no está en él. ¿Qué hace la comunión? Esto la mantiene pura—pero ¿qué la hace? La revelación del objeto bendito, y el centro de ella, en Cristo. Juan estaba hablando de Uno que le había cautivado su propio corazón—quien era el poder para reunir a la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Él sabía por el Espíritu Santo, y se gozaba en lo que dijo el Salvador: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.” Este era amor, infinito, divino; y por medio del Espíritu Santo, él que fue testigo de ello tenía comunión con ello, y lo expresó, a fin de que otros tuviesen comunión con él; y en verdad esta misma fue su comunión. Otros se juntaron en ella. Ahora eso, entiendo yo, era el poder de juntar. El objeto al que se juntaron, necesariamente conduce a lo que sigue. Así, también, cierra la epístola. “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna. Hijitos, guardaos de los ídolos.” Esto es, el poder de bien para juntar antecede a la amonestación. Esto es tanto más notable en esta epístola, por cuanto, en cierto sentido, trata del mal, está escrito tocante a aquellos que les engañaban.
La santidad, pues, si es verdadera, es separación a Dios, tanto como del mal; porque sólo así estamos en la luz, pues Dios es luz. Esto es verdad, en cuanto a nuestra santificación inicial—somos llevado a conocer a Dios, llevados a Dios. Cuando uno vuelve en sí es: “Me levantaré e iré a mi Padre.” Si es restauración es: “Si te volvieres,  .  .  .  vuélvete a mí” (Jer. 4:1). En verdad un alma nunca es restaurada hasta que así hace; porque no está en la luz a fin de purgar la carne, aun si los frutos de la carne hayan sido confesados; ni es visto el pecado como es a la vista de Dios. Por lo tanto entra el amor en toda verdadera conversión y restauración, aunque sea visto indistintamente, o al través de tantos movimientos oscuros de la conciencia. Es menester que nos volvamos a Dios; hay perdón con Él, para que sea reverenciado; de otra manera es desesperación que nos lleva aún más lejos. Ciertamente, ¿qué sería la restauración, qué podría ser, si no fuese a Dios? Pero, en el sentido pleno de juntarse, es decir, a una participación común, es evidentemente el bendito objeto que revela aquello en que hemos de participar, él que así junta. Hemos de tener comunión en algo, esto es, con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Esto, pues, tiene que atraer los corazones a Sí Mismo, para que en su deleite común en ello subsista su comunión. El principio del mencionado tratado es esto, que al hacer esto uno tiene que apartarse del mal. Es la parte de la exposición de la verdad a que Juan se refiere en: “Este es el mensaje  .  .  .  ” Así Cristo dice: “Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo.” Ahora aquí hubo amor perfecto, entera separación de todo pecado y condenación del mismo. “En cuanto murió, al pecado murió una vez,” separación del mundo, y liberación de todo el poder del enemigo y del territorio de ello. Es amor perfecto atrayendo de todo a sí mismo; demostrando que todo era malo, absorbiendo el alma en lo que era bueno, en tal manera que le salva del mal. Pero cuando Le seguimos a Él entrando en la vida, ya ha pasado todo aquel del cual Él se apartó. “En cuanto vive, para Dios vive”; eso es todo Su ser, por así decir. Ahora Él, en esta vida, es hecho más sublime que los cielos—de la divina gloria no hablo aquí, sino de la vida. Es un lugar celestial que Él toma, y nuestro juntarnos por medio de la cruz es a Él allí, en el bien donde el mal no puede entrar. Allí está nuestra comunión—entrando en la casa del Padre en espíritu. Y esto, entiendo, es el carácter verdadero de la asamblea, de la iglesia, para la adoración en su sentido amplio. Se acuerda de la cruz, adora, el mundo es dejado afuera, y todos son conocidos en el cielo delante de Dios. Él se dio a Sí Mismo para poder reunir en uno. Pero aquí anticipo un poco, porque estoy tratando aún del objeto, no del poder activo. Entiendo que lo que separa al santo del mal, lo que le hace santo, es la revelación de un objeto (quiero decir, por supuesto, por medio del obrar del Espíritu Santo), que atrae su alma a ese objeto como el bien, y con eso le revela el mal, y le hace juzgarlo en espíritu y alma: su conocimiento del bien y del mal es, por lo tanto, no tan sólo una conciencia inquieta, sino la santificación; eso es, la santificación descansa, por el esclarecimiento del Espíritu Santo, sobre un objeto, que, por su naturaleza, purifica las afecciones por ser su objeto—las crea por el poder de la gracia. Aun bajo la ley tenía esta forma: “Sed santos, porque yo soy santo”; aunque, admito, allí participó necesariamente del carácter de la dispensación. En la cruz tenemos estos dos grandes principios presentados perfectamente. El amor es claramente demostrado, el objeto bendito que atrae el corazón; con todo, el más solemne juicio contra y separación de todo mal; tal es la perfección de Dios—lo insensato y lo débil de Dios. Divina atracción en el amor, el mal en todo su horror y todas sus formas, perfectamente aborrecido por él que es atraído y se junta con aquél. El alma va con su pecado, como pecado, al Amor; va porque el amor así expuesto le ha mostrado que su pecado es pecado, en que Cristo fue hecho pecado por nosotros. Esto es el poder objetivamente que separa del mal y termina toda unión con él; porque entonces muero a toda la naturaleza a que vivía. El mal deja de ser, por la fe, pues que vivo de aquí en adelante en bendita actividad en amor. Pero, quizás me he esparcido suficiente en aquello que junta objetivamente y da comunión; y ciertamente, nuestra comunión, participación, está en aquello que es bueno—y también celestial por no existir allí ningún mal. Sin duda es alcanzada imperfectamente aquí, pero aparte de esto, la comunión se extingue, porque la carne no tiene ninguna. Por lo tanto dice: “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros.” Pero no podemos andar afuera de tinieblas sino por andar en luz, esto es, con Dios: y Dios es amor, y si no lo fuese, no podríamos andar allí.
Mas tenemos otros privilegios; el amor de Dios en Cristo no es solamente un objeto que junta—es una actividad que reúne. El amor es relativo; obra y se manifiesta. Por lo tanto Dios ha obrado. Enteramente distinto es el concepto de Dios que ha elaborado el pagan­ismo—las profundidades silenciosas de auto-conocimiento, como mero intelecto, aunque erróneamente suponiendo que la materia fuese igualmente eternal, recibiendo de Dios nada más que forma; aunque entonces vino a ser activo en producir pensamientos, y, encantado con ellos objetivamente, vino a ser activo en creación para producirlos según verdad. En esta idea con razón hicieron la obscuridad primitiva la madre de todas las cosas. Pero tal no es nuestro Dios. Estos, salvo en beneficios conocidos perceptiblemente en la creación, no conocieron el amor en Dios. Jesús Le ha revelado, y así sabemos que Él es amor, y luz, también. ¡Bendito conocimiento! Tal como nos es presentado en la palabra, es vida eterna; y esta vida se ocupa con ello, como hemos visto, con el Padre y el Hijo. Pero igualmente podemos decir que conocemos esta dulce y bendita verdad: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo.” Es la actividad del amor que es el poder de reunir. Él se entregó a Sí Mismo para que pudiera juntar en uno a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Aun en Israel: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” Aquí tenemos no solamente el objeto atractivo, santificador que introduce en la comunión, sino la actividad del amor, que obra, se entrega, a fin de juntar; en esta somos permitidos tener una parte. Es esta que, al mismo tiempo que santifica y manteniendo Su santidad, revela a Dios y junta a las almas cansadas.
Ahora esto solo es el verdadero principio y poder de juntar. No digo el principio sobre el cual las almas son juntadas; pues esta es claramente la santidad—la separación del mal, en la cual solamente se mantiene la comunión; de otra manera las tinieblas tendrían comunión con la luz. Pero el amor junta; y esto es tan evidente al cristiano como es el hecho de que el mismo junta a la santidad, y sobre ese principio. Pues ¿cuándo se apartaría la mente del hombre y dejaría el mal en que vive, que es su naturaleza desgraciadamente, en cuanto a sus deseos actuales, y la esfera en que vive? ¡Jamás! ¡Ay! su voluntad y sus deseos están allí—es enemistad contra Dios. Esto es lo que la presentación de la gracia en Jesús ha demostrado tan solamente. La ley nunca fue dada para juntar; era el gobierno de un pueblo ya con Dios—o un medio de traer convicción de pecado. El pecado no junta a Dios, ni tampoco la ley; y el uno o el otro es todo el estado del hombre salvo que obre la gracia. Además, solo la gracia revela a Dios plenamente; y por lo tanto sin la gracia aquello a que hemos de ser juntados no es manifestado. Solo la gracia alcanza el corazón a fin de traerlo—todo lo que falta de esto es meramente responsabilidad, y fracaso. Es Cristo que junta, y por esto conocemos el amor, en que Él puso Su vida por nosotros. Ciertamente, la verdad misma nunca es conocida hasta que viene la gracia. La ley por Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. La ley le dijo al hombre lo que debía ser. No le dijo lo que era. Le habló de la vida si obedeciese, de una maldición si desobedeciese; pero no le dijo que Dios era amor; habló de la responsabilidad; dijo: Haced esto y vivirás. Todo esto era perfecto en su lugar, pero no dijo ni lo que era el hombre ni lo que era Dios; esto permaneció encubierto; pero esa es la verdad. La verdad no es lo que debe ser, sino lo que es—la realidad de toda posición de relación, tal como es, y la revelación de Aquel quien, en cada una de tales posiciones, tiene que ser su centro. Ahora eso no pudo ser comunicado sin la gracia, porque el hombre era un pecador perdido, y Dios es amor. Y, además ¿cómo podía comunicarse que toda relación se habla perdido—pues el juicio no es una posición de relación, sino la consecuencia de la violación de una—que se había perdido en cuanto a la verdad de que existiese alguna, sino en la revelación de aquella gracia que formó una relación de esta misma condición por medio del poder divino? Por lo tanto leemos: “de su voluntad, nos engendró por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas” (Stg. 1: 18—JND); aquella simiente incorruptible de la palabra. Por lo tanto Cristo es la verdad. Tanto el pecado como la gracia, Dios Mismo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, todos son manifestados cuales son; lo que es el hombre en perfección, en su posición de relación con Dios; lo que es el alejamiento del hombre de Dios; lo que es la obediencia, y la desobediencia, lo que es la santidad, y el pecado, lo que es Dios, lo que es el hombre, lo que es el cielo, y la tierra; no hay nada que no se encuentra colocado donde está con referencia a Dios, y con todo, la revelación más completa de Sí Mismo, mientras que aún Sus consejos son manifestados, el centro de los cuales es Cristo. Así pues la gracia es el poder que obra en la verdad, y sólo la gracia es capaz de revelarla; ya que la venida de Cristo aquí es gracia: Su obrar es la gracia eficaz. Ahora, la misma existencia de semejante objeto y semejante poder resultaría en un poder de juntar, juntando a la unidad, pues, siendo divino, tiene que juntar a sí mismo; sin embargo, no somos dejados a conclusiones abstractas, por conocidas que sean prácticamente por toda alma renovada, que sabe como tiene que saber, que todos los tales son atraídos juntos a Cristo. La Palabra de Dios es clara: Él se entregó a Sí Mismo para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Hablo de estas cosas como caracterizando el poder que junta. Cristo, aunque la verdad misma, sin embargo, cuando estuvo aquí, era la verdad solitaria: ninguna nueva relación fue establecida sobre una base divina para otros hombres. Por lo tanto gracia presentada fue gracia rechazada; el grano de trigo permaneció solo; pero, al morir, fue efectuada la redención y hecha la expiación. Él ya no fue más “estrechado”; la gracia y la verdad, encerradas, por así decir, en Su propio corazón, podían ahora emanar libremente. Fue manifestado el amor más alto; y el pecado en el hombre, en vez de impedir su aplicación y obstruir las relaciones, fue su objeto, por lo menos fue el campo de su manifestación; y así, por lo tanto, Él junta. La justicia divina suplanta aquella que, en verdad, nunca existía, aunque fue exigida—la justicia humana; la vida divina reemplaza la mera vida humana; y Dios halla Su gloria en la salvación. La gracia reina por la justicia. Ahora, es esta que, al unir almas en el poder del Espíritu Santo a Jesús, junta por la cruz, desde donde la verdad nos es anunciada a nosotros como somos aquí, a Cristo en el cielo, quien anuncia a la fe, nuestro verdadero lugar allí—siempre reservando por cierto Su personal título divino. Ahora, esto según entiendo, es lo que muestra Efesios, solamente que como empieza con la gloria divina, el origen verdadero de todo, esa epístola empieza con el propósito de amor en cuanto a nosotros en el cielo en gloria; e introduce la propia redención como algo secundario, necesario para traernos allí. Pero esto claramente no cambia el amor que hay, y que obra para introducirnos en esta unidad bendita y celestial, el cual también es así celestial, y, en relación con la gloria de Dios, es santo según la santidad de Su presencia. La senda de Cristo sobre la tierra es su dechado abajo—en su medida plena en la cruz. Por lo tanto el cielo y la cruz son correlativos. Cuando la sangre fue llevada adentro del santísimo el cuerpo fue quemado fuera del campamento—afuera; sí, negando toda relación de Dios con el hombre como era. Luego empezó el juntar en uno. Él mató las enemistades—como entre el judío y el gentil—y reconcilió con Dios a ambos en un solo cuerpo; y así los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre. Las ordenanzas siempre dividen según la santidad humana; la gracia une según la divina. Creo que he dicho lo suficiente para hacer claro lo que tengo en mi mente; y más quiero enunciarlo que insistir en ello. En el pleno sentido divino, sin la gracia, no hay ni verdad ni santidad (aparte de Dios, por supuesto, salvo cuanto la santidad pueda aplicarse a los ángeles electos), ni puede haber; porque es imposible que un pecador pueda estar con Dios sino sobre la base y por el poder y la actividad de la gracia. El poder de la unidad es la gracia; y, desde que el hombre es un pecador y alejado de Dios, el poder de juntar es la gracia—gracia manifestada en Jesús sobre la cruz, y trayéndonos a Dios en el cielo, y trayéndonos en Aquel quien ha ido allí. Esta es la santidad: ciertamente la cruz no era consentimiento en el mal.

Sobre La Independencia Eclesiástica

Parte 1
Lo que yo veo ser fatalmente peligroso es confundir el juicio particular con la conciencia. Vemos el fruto de ello en pleno desarrollo en el estado presente del Protestantismo, donde el juicio (opinión) particular es usado para autorizar el rechazamiento de todo cuanto el individuo no aprueba.
La diferencia es evidente. Se admite la autoridad de un padre, pero, si se trata de una cuestión de conciencia, la autoridad de Cristo, o la confesión de Su nombre, por cierto, aquella no puede ser un obstáculo. Es mi obligación amar a Cristo más que a mi padre o mi madre. Pero suponiendo que rehúso la autoridad de mi padre en cuanto a todo y cualquier asunto en que difiere mi juicio particular acerca de lo que es correcto, pondría fin a toda autoridad. Pueden haber casos cuando uno pregunta con anhelo cuál sea su verdadero deber, donde únicamente el discernimiento espiritual puede llegar a una conclusión correcta. Este es el caso en toda la vida cristiana. Debemos tener nuestros sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal—no siendo imprudentes, sino entendiendo cuál sea la voluntad del Señor; y tales ejercicios son útiles.
Pero el confundir mi opinión acerca de lo que es correcto con la conciencia, es en resultado, confundir voluntad propia con obediencia. Verdadera conciencia es siempre obediencia a Dios; pero si tomo como suficiente lo que yo veo, en seguida entra una confusión destructiva. ¿Sería justo rehusar de someterse a la autoridad de un padre, salvo cuando él pueda traer, aun en un asunto importante, un versículo de las escrituras para todo cuanto desea? ¿No incluye tal principio el erguirse a sí mismo y la voluntad propia?
Diría más; y toca el asunto en consideración. Supongamos que en una asamblea una persona ha sido puesta afuera por maldad. Todos admiten que el tal, si está verdaderamente humillado, ha de ser restaurado. La asamblea juzga que está verdaderamente humillado; yo estoy convencido, supóngase, que no lo es. Ellos le reciben. ¿He de desligarme de la asamblea o rehusar la sujeción a lo que han hecho, porque yo les considero equivocados? Supóngase (un caso que es aún más penoso para el corazón) que yo creo que él está humillado y ellos están convencidos que no lo está, puedo someterme a un juicio que pienso ser equivocado y mirar al Señor para que Él lo rectifique. Puede haber una humildad acerca de uno mismo que no quiere adelantar su propia opinión en contra de otros, aunque uno no tenga ninguna duda de que esté bien.
Hay otro asunto relacionado con esto—lo que hace una asamblea obliga a otra. No admito, porque la escritura no admite, la idea de asambleas independientes. Hay el cuerpo de Cristo, y todos los cristianos son miembros de ese cuerpo; y la iglesia de Dios en un lugar representa el todo y obra en su nombre. Por lo tanto en 1 Corintios, donde se trata el tema, todos los cristianos son unidos con la asamblea en Corinto como tal; sin embargo ésta es tratada como el cuerpo en sí, y tenida por responsable localmente por el mantenimiento de la pureza de la asamblea; y el Señor Jesucristo es visto como allí; y lo que fue hecho en el nombre del Señor Jesucristo. Esto es pasado por alto enteramente cuando se habla de seis o siete cristianos hábiles o inteligentes y otros ignorantes. Se deja de un lado que el Señor está en medio de una asamblea. Se dice que la carne muchas veces obra en una asamblea. ¿Por qué presumir que sea así y olvidar que puede obrar en un individuo?
Además, ¿por qué hablar de obedecer al Señor primero, luego la iglesia? Pues, ¿qué de la presencia del Señor en la iglesia? Aquello no es más que adelantar un juicio particular en contra del juicio de una asamblea reunida en el nombre de Cristo con Su promesa (si no se reúnen en Su nombre, nada tengo que decir a ellos); es sencillamente afirmar que me cuento más sabio que los tales. Rechazo enteramente por ser contrario a las escrituras el dicho: Primero Cristo luego la iglesia. Si no está Cristo en la iglesia, no la reconozco para nada. Tal argumento asume que la iglesia no tiene a Cristo, haciendo de ellos dos partidos. Puedo razonar con una asamblea, porque soy un miembro de Cristo, y siendo de ella, si es una en verdad, ayudarla. Pero si la reconozco como una asamblea de Dios, no puedo presumir que Cristo no está allí. Eso es sencillamente negar que sea una asamblea de Dios. Hay falta de comprensión de lo que es una asamblea de Dios. Esto no causa sorpresa; sin embargo necesariamente falsifica el juicio sobre el punto, que no es “según la Palabra”—sino si no veo yo que la palabra lo apoya. Es confiar uno en su propio juicio en contra del de otros y de la asamblea de Dios.
No podía poner en el mismo terreno ni por un momento una cuestión de blasfemias contra Cristo. Es realmente maldad. Procurar cubrirlas con cuestiones de iglesia, o por pretexto de conciencia individual, es algo que aborrezco con aborrecimiento perfecto.
Permítanme poner el asunto en relación a cosas menores en otra forma. Supóngase que pertenezco a cierta asamblea, y pienso que ellos juzgan algo en forma equivocada. ¿Debo imponerles mi opinión individual? Si no ¿qué he de hacer? ¿Dejar la asamblea de Dios, si es tal (si no la es yo no voy allí)? No hay salida. Si no continuo en una asamblea porque ella no concuerda conmigo en todo, no puedo pertenecer a ninguna asamblea de Dios en el mundo. Todo esto no es más que una negación de la presencia y ayuda del Espíritu de Dios y de la fidelidad de Cristo a Su propio pueblo. No veo que haya en ello humildad piadosa.
Pero si una asamblea ha juzgado a un tal en un caso de disciplina, habiendo dado lugar a todo trato hermanable y amonestación, digo claramente, que otra asamblea debe aceptar lo que ha sido hecho, sin cuestionarlo. Si el hombre inicuo es puesto afuera en Corinto, ¿han de recibirle en Éfeso? ¿Dónde pues está la unidad? ¿Dónde está el Señor en medio de la iglesia? Lo que me condujo a salir de la iglesia Establecida fue la verdad de la unidad del cuerpo: donde ésta no es admitida y puesta por obra, allí no debo ir. Considero que iglesias Independientes son tan malas o peores que la Establecida. Pero si cada asamblea obra independientemente de otra y recibe independientemente de ella, entonces ha rechazado aquella unidad—son iglesias independientes. No hay la unidad práctica del cuerpo.
Sin embargo, jamás me dejaré llevar por semejante maldad como la de tratar la aceptación de blasfemos como una cuestión eclesiástica. Si algunos quieren caminar con ellos, o ayudar y apoyar la tolerancia con ellos a la mesa del Señor, no cuenten conmigo. Juzgo claramente que los principios sostenidos demuestran carencia de humildad en cuanto a sí mismo y un anular de la misma idea de la iglesia de Dios. Pero no voy a confundir las dos cuestiones. No admito que sea anulada mi libertad espiritual: somos un rebaño, no un corral. Pero en cuestiones de disciplina, donde no se niega ningún principio, no afirmo mi opinión en contra de la de la asamblea de Dios en lo que Dios le haya encomendado para cuidar. Esto no es más que adelantarme a mí mismo por más sabio, y descuidar la palabra de Dios, que ha asignado cierto deber a una asamblea, a la cual El honrará en su lugar.
Me permito agregar, que hay una obediencia en lo que sabemos que precede al razonar sobre posibles demandas en obediencia, donde quisiéramos estar libres para andar nuestro propio camino. “A cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más.” Haciendo lo que sabemos en obediencia es un camino principal hacia más conocimiento.
Además, algunos dicen que el vínculo entre las iglesias es el señorío de Cristo. Pero (al hablar de la unidad) no hay una palabra acerca de iglesias, ni vínculo de iglesias; tampoco consiste la unidad de una unión de iglesias. Señorío es claramente individual, pues Señor del cuerpo no es un pensamiento según las Escrituras. Cristo es Señor a individuos, es Cabeza al cuerpo, sobre todas las cosas. La unidad no es por medio del señorío. Sin duda, la obediencia individual ayudará a mantenerla, tanto como cualquier rasgo de piedad; pero la unidad es unidad del Espíritu, y es vista en el cuerpo, no en cuerpos. Tanto Efesios como Corintios nos enseñan claramente que la unidad es en y por el Espíritu, y que Cristo tiene en esta relación el lugar de Cabeza, no de Señor, pues ésta se refiere a cristianos individuales. Este error, al llevarse a la práctica, falsificaría toda la posición de las reuniones, haciendo de ellas meramente disidentes, y en ninguna manera concordaría con la mente de Cristo.
Parte 2
El confundir la autoridad con la infalibilidad es claramente un argumento falso y pobre. En cientos de instancias puede ser obligatoria la obediencia donde no hay infalibilidad. Si así no fuere, no pudiera haber en el mundo orden alguno. No hay infalibilidad en el mundo, pero hay mucha voluntad propia; y si se pretende que donde no hay infalibilidad no ha de haber obediencia, ni acatamiento a lo que haya sido decidido, no hay fin de la voluntad propia y no puede existir el orden público. Se trata de ser competente, no de infalibilidad. Un padre no es infalible, pero tiene una autoridad divinamente otorgada; y el acatamiento es un deber. Un juez de paz no es infalible, pero tiene autoridad competente en los casos sometidos a su jurisdicción. Puede haber recurso contra el abuso de la autoridad, o en ciertos casos una negación de ella cuando una autoridad superior nos obliga, como ser una conciencia dirigida por la palabra de Dios. Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. Pero nunca en las Escrituras es dada la libertad a la voluntad humana como tal. Somos santificados a la obediencia de Cristo. Y este principio—que hagamos la voluntad de Dios en obediencia sencilla, sin resolver cada cuestión abstracta que pudiera presentarse—es una senda de paz, que pierden muchas personas que se creen más sabios, porque es la senda de la sabiduría de Dios.
Esta cuestión pues es una mera sofistería, que descubre el deseo de libre voluntad, y una confianza que el propio juicio de la persona es superior a todo cuanto ha sido ya juzgado. Hay autoridad judicial en la iglesia de Dios, si no lo hubiese, sería la iniquidad más horrible sobre la tierra; porque pondría la sanción del nombre de Cristo en toda iniquidad. Y eso fue lo que buscaban y alegaban aquellos con quienes estas cuestiones tenían su origen: que cualquier iniquidad o levadura que fuese permitida, no podría leudar una asamblea. Tales opiniones han hecho bien. Tienen el cordial aborrecimiento y rechazamiento de toda mente honesta, y de todo aquel que no desea justificar el mal. Es posible que Ud. piense o diga: Esa no es la cuestión que yo suscito. Perdóneme que lo diga: yo sé que es ésa, y ésa solamente; aunque Ud. no lo sabe, de eso estoy seguro.
Pero la autoridad judicial de la iglesia de Dios está en obediencia a la palabra. “¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que están fuera, Dios juzgará. Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros.” Y, repito, si aquello no se hace, la iglesia de Dios viene a ser el amparo de cada vileza del pecado. Y afirmo claramente, que donde esto se hace, otros cristianos tienen la obligación de respetarlo. Hay en ella recursos contra el obrar de la carne, en la presencia del Espíritu de Dios entre los santos, y en la autoridad suprema del Señor Jesucristo; pero ese recurso no es aquel despreciable y totalmente contrario a las escrituras propuesto por la cuestión discutida—es decir, la pretensión de competencia por parte de cada uno que toma la idea de juzgar por sí mismo independiente de lo que Dios ha instituido. Mirándolo en su aspecto más favorable, no como pretensión individual que es su carácter verdadero, es el sistema bien conocido pero no conforme a las Escrituras que ha sido vigente desde los días de Cromwell—es decir, Independencia: un cuerpo de Cristianos siendo independiente de todo otro como una asociación voluntaria. Esta es sencillamente una negación de la unidad del cuerpo, y de la presencia y la actividad del Espíritu Santo en él.
Suponiendo que fuésemos un cuerpo de Francmasones, y una persona fuese excluida de una logia por las reglas del orden, y en vez de pedir a la logia de rever el caso, si fuese considerado injusto, cada una de las demás logias le recibiese o no según su autoridad independiente, claro está que la unidad del sistema masónico estaría disuelta. Cada logia es un cuerpo independiente obrando por su cuenta. Es vano alegar que se ha cometido un error, y que la logia no es infalible; se habría puesto fin a la autoridad competente de las logias, y de la unidad del todo. El sistema es disuelto. Es posible que haya provisión para tales dificultades. Muy bien, si fuese necesaria. Pero el remedio propuesto no es más que la pretensión de la superioridad de la logia no conformista, y la disolución de la Francmasonería.
Ahora rechazo, abiertamente en la manera más absoluta, la supuesta competencia de una iglesia o asamblea para juzgar a otra, tal como esta cuestión propone; pero lo que es más importante, es un rechazamiento en contra de las escrituras de toda la estructura de la iglesia de Dios. Es la Independencia, un sistema que conocía yo hace cuarenta años al cual nunca quería juntarme. Si a algunas personas les gusta ese sistema, que vayan allí. Es vano decir que no es así. Independencia meramente significa que cada iglesia juzga por sí sola independientemente de otra, y eso es todo lo que se alega. No tengo cuestión con aquellos que, queriendo juzgar por sí mismos, prefieren este sistema; sin embargo estoy perfectamente convencido que en todo sentido es enteramente contrario a las escrituras. La iglesia no es un sistema voluntario; no es una entidad compuesta (o mejor dicho informe) de un número de cuerpos independientes, cada uno obrando por sí. Jamás se soñó, por cualquiera razón, que Antioquía pudiera admitir a los gentiles y no así Jerusalén, y sin embargo todos seguir según el orden de la iglesia de Dios. No existe vestigio de tal independencia y desorden en la palabra. Hay toda la evidencia posible del hecho, y también la insistencia sobre la doctrina, de que había un cuerpo sobre la tierra cuya unidad era el fundamento de la bendición, de hecho, de todo cristiano, como también era su deber mantenerla. Puede desear algo distinto la voluntad propia, pero no así la gracia ni la obediencia a la palabra.
Es posible que se susciten dificultades: no tenemos un centro apostólico como había en Jerusalén. Es verdad, pero tenemos un recurso en la operación del Espíritu en la unidad del cuerpo, la operación de la gracia curativa y de don provechoso, y la fidelidad de un Señor favorable quien ha prometido que nunca nos dejará ni nos desamparará. Pero el caso de Jerusalén en Hechos 15 es una prueba que la iglesia en las escrituras nunca pensó en tal acción independiente, ni la aceptó. La operación del Espíritu Santo estaba en la unidad del cuerpo, y siempre está. La acción del apóstol en Corinto (y que nos obliga por ser la palabra de Dios) fue operativa en respecto de toda la iglesia de Dios, y todos son incluidos en la cabecera de la epístola. ¿Quiere alguno pretender que si uno fuese puesto afuera judicialmente en Corinto, cada iglesia hubiera de juzgar por sí misma si hubiera de ser recibido; que esa acción judicial no valga por nada, o sea operativa solamente en Corinto, dejando que Éfeso o Cencrea hagan cómo les parezca bien luego? ¿Dónde entonces quedaría la solemne acción y directiva del apóstol? Bien, esa autoridad y esa directiva para nosotros ahora es la palabra de Dios.
Yo sé muy bien que se dirá: Sí, pero puede ser que uno no la siga bien, pues puede obrar la carne. Es posible. Hay la posibilidad de que obre la carne. Pero estoy bien seguro que aquello que niega la unidad de la iglesia, se levanta a sí mismo, y la separa en cuerpos independientes, es la disolución de la iglesia de Dios, contrario a las escrituras, y nada más que la carne. Por lo tanto, para mí es juzgado sin ir más allá. Hay un remedio, un bendito remedio en gracia para mentes humildes, en la ayuda del Espíritu de Dios en la unidad del cuerpo, y en el fiel amor y cuidado del Señor, como he dicho, pero no en la presumida voluntad que se adelanta a sí mismo y niega la iglesia de Dios. Mi respuesta es, pues, que el pretexto es una sofistería que confunde la infalibilidad con la autoridad divinamente ordenada unida con la gracia humilde, y que el sistema que se desea establecer es el presumido espíritu de Independencia, una negación de toda la autoridad de la Escritura en sus enseñanzas sobre el tema de la iglesia, un ensalzar al hombre en lugar de Dios.
Es evidente, que si dos o tres están reunidos, es una asamblea, y si están reunidos según las escrituras, es una asamblea de Dios; y si no, pues ¿qué es? Si es la única en un lugar, es la asamblea de Dios en el lugar. Sin embargo pongo reparos en la práctica al asumir el título, porque la asamblea de Dios en cualquier lugar verdaderamente incluye todos los santos en el lugar. Y hay peligro práctico para las almas en asumir el nombre mientras se pierde de vista la ruina, y pretender ser algo. Pero no sería falso en el supuesto caso (eso es, si fuese la única en el lugar). Si hubiese una tal y por voluntad del hombre se instituyera otra, independiente de aquella, únicamente la primera es moralmente, delante de Dios la asamblea de Dios; y la otra no lo es en ninguna manera, porque es instituida en independencia de la unidad del cuerpo. Rehúso en forma íntegra y sin vacilar el sistema Independiente entero por ser contrario a las Escrituras y un mal positivo y desmesurado. Ahora que ha sido manifestada la unidad del cuerpo, y es conocida la verdad de ella según las Escrituras, la independencia no es otra cosa que obra de Satanás. Una cosa es ignorancia de la verdad, nuestra suerte común en varias maneras; otra es la oposición a ella. Sé que se sostiene que por el estado sumamente arruinado de la iglesia resulta imposible mantener el orden de las escrituras según la unidad del cuerpo. Pues admitan los opositores como hombres honestos, que ellos buscan un orden contrario a las escrituras, o mejor dicho un desorden. (Pero en verdad es imposible, en tal caso, reunirnos en cualquier forma para partir el pan, salvo en desafío a la palabra de Dios: porque la Escritura dice, somos todos un cuerpo; “pues todos participamos de aquel mismo pan.” Dondequiera partimos el pan, profesamos ser un cuerpo; la Escritura no admite otra cosa.) Y encontrarán que la Escritura es una ligadura demasiado fuerte y perfecta para que los argumentos de los hombres la quiebren.

Iglesias Y La Iglesia

Si me preguntan: ¿En las escrituras no había iglesias? contesto que sí las había; pero ¿qué son iglesias? El efecto de esta pregunta es revelar el estado de la mente. La mayoría de los cristianos pensarían de las así llamadas iglesias en el mundo religioso, quizás en la cristiandad en general. Pensarían de la iglesia Presbiteriana, o de la Congregacionalista y la Bautista, o sino de la iglesia de Roma, u otras. Una persona que habitualmente vivía en los pensamientos de las escrituras pensaría en Corinto y otras iglesias que se encuentran nombradas en las Escrituras. Pues ¿difieren los hechos existentes en la cristiandad y los pensamientos populares allí de los hechos hallados en las Escrituras y los pensamientos formados por ellas? Examinemos esto, no con corazón altivo, mas si hallamos que todo se haya apartado grandemente del estado bíblico en principio y en la práctica—si hallamos todo en ruinas, en lugar de haber poder en el Espíritu Santo y unidad—bastante apariencia en la carne, nos conviene enlutarnos de corazón, y clamar al Señor. Él nos socorrerá en nuestra necesidad.
¿Qué eran las iglesias en tiempos bíblicos? “Iglesia” significa sencillamente una asamblea, o según el uso local en el griego, una asamblea de personas privilegiadas, de ciudadanos. Toda la multitud de los creyentes reunidos en uno por el Espíritu Santo formaba la asamblea o la iglesia, aunque ésta por supuesto, era la asamblea de Dios. Claro es que los de Roma o de Corinto no podían reunirse en Jerusalén: de manera que había asambleas en distintos lugares, cada una formando localmente la asamblea de Dios en ese lugar. Quizás antes de hablar de asambleas locales nos convendría examinar muy brevemente la manera en que las escrituras contemplan la asamblea entera. En primer lugar es vista como la morada de Dios; y luego como el cuerpo de Cristo. En un sentido la iglesia todavía no está formada, no está completa. Todos los que serán unidos a Cristo en gloria forman parte de ella.
“Edificaré mi iglesia,” dice Jesús, “y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.” Esto se cumplirá infaliblemente. Así Pedro, evidentemente refiriéndose a esto dice: “Acercándoos a él, piedra viva  .  .  .  vosotros también, como piedras vivas sois edificados como casa espiritual” (JND), asimismo Efesios 2: “en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor.” Esto aún no está terminado y continúa todavía; y aunque al principio era un cuerpo público y evidente (el Señor añadiendo cada día a la iglesia los que habían de ser salvos) ha venido a ser lo que se llama la iglesia invisible. Es invisible: sin embargo, si hubiese de ser la luz del mundo, es difícil apreciar el valor de una luz invisible. Si se admite que por siglos haya caído en la corrupción e iniquidad, una verdadera Babilonia en carácter, esa no ha sido la luz del mundo. Los santos perseguidos—pues Dios ciertamente ha tenido un pueblo—dieron un testimonio; pero el cuerpo público era tinieblas y no luz en el mundo.
Pero hay otra manera en que es presentada la asamblea de Dios, y también en este aspecto primeramente como la casa, habitación de Dios, y ésta es como establecida por la instrumentalidad del hombre, y bajo la responsabilidad del hombre. “Yo como perito arquitecto,” dice Pablo, “puse el fundamento .   .   . pero cada uno mire como sobreedifica.” Allí se encuentra la instrumentalidad humana y la responsabilidad humana. Era un cuerpo grande formado sobre la tierra que era la morada de Dios o el templo, morando en ella el Espíritu Santo aquí, habiendo descendido en el día de Pentecostés (1 Co. 3); figura distinta a la del cuerpo, en que no puede haber madera, heno ni hojarasca, que deberá ser quemado. Otra vez: “vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Ef. 2:22).
Esta es una verdad muy interesante y preciosa, quiero decir, la morada de Dios en la tierra en Su casa preparada para Él de acuerdo a Su voluntad. Dios nunca habitó con Adán inocente, aunque le visitó, ni tampoco con Abraham aunque le visitó y le bendijo particularmente; pero tan pronto que Israel fuese redimido de Egipto, Dios vino y habitó entre ellos. La morada de Dios con los hombres es el fruto de la redención. (Véase Exodo 29:46).
La verdadera redención ha sido cumplida, y Dios ha formado para Sí una habitación donde Él mora por el Espíritu. Es así en verdad para con el individuo (1 Co. 6); pero hablo ahora de la asamblea, la casa del Dios viviente. Esta se encuentra ahora sobre la tierra, la habitación de Dios por el Espíritu. Él habita y anda entre nosotros. Somos edificio de Dios. El hombre puede haber introducido en el edificio madera, heno y hojarasca; pero Dios todavía no ha ejecutado el juicio para quitar de Su vista la casa, aunque el juicio comenzará allí.
La asamblea es también el cuerpo de Cristo (Ef. 1:23). Es por un Espíritu que somos bautizados en un cuerpo. Esto, aunque su consumación final será en el cielo, sin embargo ha sido establecido sobre la tierra, porque el bautismo del Espíritu Santo fue Su descenso—el día de Pentecostés (Hch. 1:5; 1 Co. 12:13). Que esto está en la tierra es aún más claro, pues en el mismo capítulo vemos que Él ha puesto en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, donde tenemos milagros y dones de sanidad, evidentemente sobre la tierra. Donde, notemos bien, están puestos en la iglesia entera, miembros de tal y tal índole en el cuerpo entero. Tal es la iglesia o la asamblea como lo presenta la Escritura.
¿Qué eran las iglesias o asambleas? Estas eran locales. El apóstol pudo decir: “a la iglesia de Dios que está en Corinto.” Representaba la entera unidad del cuerpo en ese lugar. “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular.” (1 Co. 12:27). No pudo haber dos cuerpos de Cristo aun representativamente, en un lugar. En Galacia, que era una provincia grande, leemos de las iglesias de Galacia. Así en Tesalónica, una ciudad de Macedonia, tenemos la asamblea de los tesalonicenses. Asimismo en las siete iglesias; Juan escribe a la asamblea. Así en todas partes, en cualquier lugar dado, había la asamblea de Dios, a la cual el apóstol podía dirigirse en esa forma. En Hechos 20 él cita a los ancianos de la asamblea. Había varios, puestos por el Espíritu Santo como obispos del rebaño de Dios. Por tanto, Tito fue dejado en Creta para establecer ancianos en cada ciudad. Tenemos (Hch. 11:22) la asamblea que estaba en Jerusalén, aunque era muy numerosa; en Hechos 13, la asamblea que estaba en Antioquía. Así que Pablo (Hch. 14:21-23) vuelve a Listra, Derbe e Iconio y les elige ancianos en cada asamblea. Toda la Escritura demuestra claramente que había una asamblea en un lugar, la cual era la asamblea de Dios.
No tenían edificios llamados iglesias; el Altísimo no habita en templos hechos por manos; por tanto se reunían en casas donde podían; pero todos formaban una asamblea, la asamblea de Dios en aquel lugar, siendo los ancianos en relación al conjunto como un cuerpo. La asamblea local representaba toda la asamblea de Dios, según lo demuestra claramente 1 Corintios. La posición que ocupaban los cristianos que la componían era aquella de miembros de Cristo, del cuerpo entero de Cristo. Según las Escrituras el creyente no es miembro de ninguna entidad sino del cuerpo de Cristo; como ser un ojo, una mano, etc., el ministerio fue relacionado directamente con este último pensamiento. Cuando Cristo subió a lo alto, dio dones a los hombres, apóstoles, profetas: éstos eran el fundamento (Ef. 2); evangelistas, pastores, maestros; todos eran colocados en la iglesia o asamblea entera (1 Co. 12).
Si en Éfeso un hombre era un maestro, lo era también en Corinto. Aun en cuanto a dones milagrosos, un hombre hablaba con lenguas dondequiera se encontraba. El don no pertenecía a ninguna asamblea particular, sino que era ese miembro o don en el cuerpo entero sobre la tierra, obrado por el Espíritu Santo (1 Co. 12), y en virtud del cual un hombre era siervo de Cristo. En 1 Corintios 12 tenemos el Espíritu Santo en la tierra distribuyendo los dones tal como eran entonces. En Efesios 4 son dados por Cristo desde lo alto, y solamente son mencionados aquellos que ministraban al perfeccionamiento de los santos y a la edificación del cuerpo hasta que crezcamos todos a la estatura de Cristo. Estos fueron los talentos con los cuales un hombre estaba comprometido a negociar, si conocía al maestro, en virtud de tenerlos: “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 P. 4:10). Debían usar su don de profecía o de exhortación. Hay reglas dadas en las Escrituras para el ejercicio de los dones. Las mujeres debían callar en las asambleas.
Pero mi objeto principal ahora es demostrar que fue como dones en toda la asamblea de Dios en todo lugar que actuaron aquellos que eran dotados. Los ancianos fueron locales y no eran dones, aunque aptitud para enseñar era una calidad deseable. Sin embargo, no todos la tenían (1 Ti. 5:17). Ancianos fueron los ancianos de la asamblea de Dios en tal o cual ciudad. Se ejercían los dones como puestos en el cuerpo entero, dondequiera estuviese el miembro dotado, según las reglas dadas en las escrituras. La conclusión a que lleva el escrutinio de la Escritura es, que había una asamblea de Dios en cada ciudad donde había cristianos; que estos eran miembros del cuerpo de Cristo—la única comunidad reconocida en las Escrituras; y los dones fueron ejercitados en toda la iglesia, o sea una asamblea de Dios en todo el mundo, como miembros y siervos de Cristo, por la operación del Espíritu, según las indicaciones dadas en la Escritura. El cargo de anciano fue un cargo local para el cual personas fueron elegidas y establecidas por el apóstol o su diputado; y fueron ancianos en la única asamblea de Dios en el lugar sobre la cual el Espíritu Santo les había puesto por obispos (Hch. 14:23; Tit.; Hch. 20:17-28). No fue don, aunque era deseable tener un don a fin de que sea más eficaz el cargo; pero los principales requisitos eran calidades que les hiciera aptos para el cuidado del rebaño.
No queda vestigio de esto hoy en día en el orden público de lo que el hombre llama iglesias. Gracias a Dios, el hombre no puede impedir al Señor en Su obra, ni en que levante a algunos en manera soberana para ministrar a los Suyos; pero el hombre ha organizado iglesias cada uno según su antojo, y la iglesia de Dios y la Palabra de Dios son olvidadas salvo el reconocimiento por algunos de una iglesia invisible que el Señor es fiel en continuar. Pero esa la dejan a Su cuidado, y disponen la iglesia visible cada uno como mejor le parezca. La iglesia como un cuerpo público en el mundo habíase hundido en el papismo (o la corrupción griega, con que tenemos menos que ver en el Oeste). Todo estaba en ruina, como el apóstol había predicho; y en la Reforma el gobierno civil estableció iglesias nacionales. Nadie pensó en la iglesia de Dios, y por mucho tiempo no se permitía otra cosa. Luego se generalizó más la libertad religiosa; sin embargo nadie pensaba en la iglesia de Dios, sino meramente de iglesias organizadas, unidas por un sistema de ideas humanas, o independientes la una de la otra, pero dispuestas y organizadas por el hombre. La unidad del cuerpo, la verdad de que los creyentes eran miembros de Cristo y no miembros de cualquier otra comunidad, que el Espíritu Santo estaba en la tierra, que los dones fueron dados por Cristo y llevaban consigo la responsabilidad en cuanto a su ejercicio, todo esto fue enteramente olvidado y dejado de un lado—vale decir, toda la verdad original según las Escrituras en cuanto a la iglesia y la presencia del Espíritu Santo.
El cuerpo Episcopal en tanto se distinguía que pretendían tener el título original por sucesión, e hicieron a personas miembros de Cristo por medio del bautismo de agua, un sueño del cual no hay vestigio en las Escrituras. Es por un Espíritu que somos bautizados en un cuerpo. El bautismo es a la muerte de Cristo. Pero dejando a un lado las pretensiones y errores episcopales, el sistema existente es el de asambleas formadas por hombres según algún principio que han adoptado con un hombre de su propia elección a su cabeza; y personas son miembros de esta así formada iglesia o asamblea, y en ese carácter votan en ella. Pueden o no ser miembros de Cristo: lo que les da su derecho es que son miembros de esa asamblea particular. En casi todas las iglesias una mayoría, si el voto no crea una división, llevan a cabo su voluntad. No toman en cuenta al Santo Espíritu. Todo proceder desde el comienzo hasta el fin es del hombre.
Los presbiterianos posiblemente tengan varios tribunales eclesiásticos y un elemento aristocrático en su organización. Los congregacionalistas llegan a sus decisiones en cada cuerpo por separado y por el voto de los miembros de las asambleas. Pero el conjunto es una disposición humana, formada y llevada adelante por el hombre. Un hombre es un miembro del cuerpo que ha organizado el hombre, y obra como tal. El estado de cosas actualmente es una iglesia o asamblea de la cual cierto número de personas son miembros con una persona educada para el ministerio a su cabeza. Es el rebaño o la iglesia del Sr. Fulano de Tal: se le pagan un tanto por año; puede o no ser convertido, pero ha sido ordenado; puede ser un evangelista y estar colocado en el lugar de un pastor; o puede ser un pastor y verse obligado a predicar al mundo. Sin embargo, si no lo hace con éxito, es posible que sea despedido, por lo general directamente pero a veces indirectamente. La entera constitución de la iglesia de Dios es pasada por alto—la constitución de Dios—y es sustituida por una del hombre. Y el orden y el poder del Espíritu Santo queda puesto a un lado, o ni aun se cree en él.
En la Escritura no se encuentra el ser miembro de una iglesia, ni un pastor de un rebaño que sea particular suyo, ni ninguna asamblea voluntaria formada en sus propios principios particulares. No hay indicio de semejante orden en la Palabra, salvo que sea en las divisiones incipientes llamadas carnales en Corintios. Había la iglesia o asamblea de Dios, no las iglesias de los hombres. Si dirigiera Pablo una epístola a la asamblea de Dios en Tal Lugar, nadie lo podría recibir: no existe tal cuerpo. Iglesias han quitado el lugar de la iglesia de Dios. Se ha hecho caso omiso de la operación del Espíritu de Dios—es decir: evangelistas, siervos de Cristo hacia el mundo; pastores y maestros, no de un rebaño que les ha elegido, ni de rebaño suyo, sino ejerciendo su don donde Dios les quiso traer; enseñando en Éfeso en la asamblea de Dios si estuviesen allí, en Corinto si estuviesen allí, obrando según el don que les fue dado desde lo alto doquiera Dios les envió, negociando con un talento porque su Maestro se lo había encomendado: cada uno según el don que ha recibido, ministrándolo a otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios; los que exhortan ocupándose en exhortar; los maestros en enseñar, y eso en la asamblea de Dios entera.
El hombre ha organizado, pero, en cuanto a sus arreglos, ha puesto de un lado enteramente el orden y las disposiciones de Dios en relación a la asamblea. Así pues la iglesia, la asamblea de Dios, es puesta a un lado para tener iglesias; el Espíritu quien da dones a distintos miembros es dejado, para tener un ministro de su propia elección; también se hace caso omiso de la Palabra en que está revelado el orden de Dios. La iglesia y el Espíritu y la Palabra, todo queda puesto a un lado por aquello que se llama orden, es decir, la disposición y la organización del hombre. Se nos dice que así “tiene que ser.” Es decir, no hay fe para confiar al Señor que gobierne y bendiga en Su propia casa, según las disposiciones que Él le dio; sin embargo la bendición verdadera solamente puede venir por medio de Su operación por el Espíritu que Él envió desde lo alto. ¿Y cuál es el resultado? Sería falta de afabilidad de parte mía exponer (ni tengo la mínima inclinación a hacerlo) las consecuencias miserables que frecuentemente resultan. Son bien conocidas; el mundo las conoce.
Mi objeto es demostrar que el sistema es contrario a las escrituras, y niega al Espíritu Santo y la verdadera iglesia de Dios; pero es evidente que una persona elegida y pagada por una asamblea, de la cual muy a menudo la mitad o más no son convertidos, donde el objeto es aumentar números e influencia, y contar con gente rica, tal ministro tiene que agradar a aquellos que sirve. Pues, dice el apóstol: “si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo.” Ellos tienen que acomodarse a su congregación. A que testifique cuál sea el resultado práctico apelo a toda persona piadosa y honesta, experimentada en cuanto al estado de cosas. Oigo sus gemidos por todos lados. Pero es el efecto natural e ineludible del sistema. Ese ministerio no es el ejercicio de don dado por el Señor, sino una persona educada para una profesión y ordenada, de manera que muchas de ellas no son realmente convertidas. Se desconoce la verdadera iglesia de Dios establecida en la tierra (1 Co. 12), como también las verdaderas iglesias, las asambleas de Dios en cada lugar; y los hombres constituyen iglesias según su criterio de lo que es bueno, y hombres son miembros de sus iglesias, no vistos como miembros del cuerpo de Cristo. Una persona no convertida, miembro de una iglesia tiene todos los derechos y poder al igual que un hombre convertido, miembro de Cristo.
La influencia de la opulencia, no la del Espíritu de Dios, es suprema, y una mayoría decide los casos, no la conducción del Espíritu. Si una mayoría hubiese decidido en Corinto ¿cuál hubiera sido el resultado? En todo el sistema el hombre, y la voluntad del hombre, y la organización del hombre, han tomado el lugar del Espíritu y la Palabra de Dios, y de lo que Dios Mismo organizó como declarado en esa Palabra.
Algunos preguntan: ¿No había iglesias en aquel entonces? Contesto: Ciertamente, y esto es lo que demuestra el carácter contrario a las escrituras de lo que existe.
¿Puede alguno mostrarme en la escritura algo que parece a un cuerpo segregado y distinto tal como se llama una iglesia ahora, y el hecho de ser miembro de ella? Mas, como he dicho, si Pablo escribiera una carta: “A la iglesia de Dios en ______ ,” ¿quién la recibiría? Todo es contrario a la escritura, y pone a un lado lo que la escritura presenta para formar algo distinto.
No me ocupo de muchos asuntos colaterales, el estado de ruina en que está la iglesia entera, la venida del Señor, deseando limitarme a la pregunta: el actual estado de cosas ¿es según las escrituras o contrario a las escrituras? Bien comprendo que habiendo bebido los hombres del vino añejo no es probable que en seguida deseen el nuevo; pero bienaventurado es aquel que sigue la Palabra, y reconoce al Espíritu, aunque esté solo en hacerlo. La Palabra de Dios permanece para siempre, como también aquel que hace Su voluntad.
2 Timoteo 2-3 indican claramente la condición de la iglesia en los últimos días, y la senda del creyente en ellos, mientras que la primera epístola da los detalles exteriores de la iglesia cuando fue primeramente dispuesta por el cuidado apostólico.

La Noción De Un Clérigo: Dispensacionalmente El Pecado Contra El Espíritu Santo

Es necesario dar una breve narración del siguiente tratado, que ahora se publica por primera vez. Fue mi propósito publicarlo en la fecha cuando fue escrito; pero el impresor y publicador se lo mostró privadamente a algunos Clérigos influentes antes de publicarlo, y fui rodeado y rogado a no publicarlo (ciertamente no puedo decir, a esta distancia de tiempo, por quienes) y cedí. Todos podemos comprender (por lo menos cualquiera que haya tenido convicciones profundas sobre puntos que afectan la entera posición de la iglesia de Dios) como (por profundas que sean las convicciones íntimas acerca de tales o cuales verdades) una mente grave y escrupulosa pueda vacilar antes de exponer algo que pueda ofender los sentimientos de muchas personas piadosas, y violar el orden establecido: y en tales asuntos todos deben ser no solamente escrupulosos sino graves, tener el temor de Dios, y no meramente una opinión acerca de aquello que pudiera afectar hondamente las mentes de algunos, y tocar una cosa tan sagrada, la única cosa sagrada en el mundo, como es la iglesia de Dios. Por lo tanto ese tratado nunca salió. Y, aunque pudiera mostrar debilidad de mi parte, no lo lamento a las manos de Aquel que hace que todas las cosas les ayuden a bien a los que Le aman. Tengo una profunda convicción permanente que sólo la edificación del bien puede traer bendición duradera, y no el atacar al mal. Desearía impresionar con esto a todo aquel que busca el bien. Yo no tenía ni el más mínimo sentimiento de hostilidad contra ninguno, ni contra la Iglesia Establecida; la amaba aún, la consideraba como una barrera contra el Papismo. Cuando la dejé, publiqué el tratado sobre “La Naturaleza y la Unidad de la Iglesia de Cristo.” Todos saben, y para mí es un asunto de grande dolor, y una señal del juicio cercano, que ella ha dejado de ser una tal barrera, y, para muchos, ha sido el camino hacia éste, y además que principios ateísticos han sido pronunciados formalmente como enteramente admisible en ella. Los cristianos son echados (donde Pablo primeramente les echó cuando les advertía de los tiempos peligrosos de los últimos días) sobre la palabra de Dios, y el saber de quién hayan aprendido algo; en cuya relación tenemos esta palabra del apóstol Juan: “el que conoce a Dios, nos oye”—no la tradición, ni los padres en folios innumerables, sino “nos”—no la evolución ni los decretos de concilios violentos y contenciosos, sino “lo que era desde el principio,” y, agrego, sobre la fidelidad infalible de un Señor ascendido. Empero así somos echados sobre grandes principios, quiero decir principios y verdad según las escrituras. De esta verdad la presencia del Espíritu Santo es un punto cardinal. Podía agregar en cuanto a lo que condujo a esto (quiero decir en cuanto a la verdad misma en mi propia alma, que) después de seis o siete años de haber sido convertido, aprendí por enseñanza divina lo que el Señor dice en Juan 14, “En aquel día vosotros conoceréis que  .  .  . vosotros (estáis) en mí, y yo en vosotros”—que yo era uno con Cristo delante de Dios, y hallé la paz, y desde entonces, a pesar de muchas deficiencias, nunca la he perdido. Esta misma verdad me sacó de la Iglesia Establecida. Comprendí que la iglesia verdadera se componía de aquellos que eran así unidos a Cristo; puedo agregar, me condujo a esperar al Hijo de Dios de los cielos; porque si estuve sentado en lugares celestiales en Él, ¿qué más esperaba sino que Él viniera y me llevara allí? El amor infinito de Dios fue derramado en mi alma temprano en este proceso que el Señor llevaba a cabo. Previamente había tenido desde el principio las más profundas convicciones posibles de pecado, y había sabido, después de haber sido enseñado varios años, que sólo Cristo podía llenar aquel abismo, pero no que lo había hecho. Pasé en la manera más profunda, ayunando (cosa que, creo, si es usada espiritualmente, puede ser sumamente útil), pero entonces lo hice en un espíritu legal, y en un régimen detallado de devoción, sacramentos, y asistencia al oficio religioso, por lo que ahora se denomina “Puseyism”—una ritualidad, pero había encontrado que Cristo, y no aquello, podía dar la paz, sin embargo no la había hallado; la busqué, traté de encontrar las pruebas de regeneración en mí mismo, lo cual nunca puede dar la paz, descansé en esperanza en la obra de Cristo, pero nunca en fe, hasta que la hallé, como he mencionado, cuando fui obligado por algún tiempo, por medio de lo que se llama accidente, a desistir de trabajos visibles. La presencia del Espíritu de Dios, el Consolador prometido, entonces había llegado a ser una profunda convicción de mi alma por las escrituras. Esto poco después se aplicó al ministerio. Me dije a mí mismo: Si viniera Pablo aquí, él no podría predicar, él no tiene órdenes sacerdotales; si viniera el más acrimonioso opositor de sus doctrinas teniéndolas, él, según el sistema, tendría derecho a predicar. No es cuestión de la posibilidad que se insinúe un hombre malvado (eso puede suceder en cualquier lugar)—es el sistema mismo. El sistema está mal. Substituye al hombre por Dios. Ministerio verdadero es el don y el poder del Espíritu de Dios, no el nombramiento del hombre. Menciono sencillamente el gran principio. Este principio, con un procedimiento y una demora, cuyos detalles no puedo recordar, y son sin importancia, era, bajo profunda presión de conciencia, la fuente y el origen, como un principio, del siguiente tratado (impreso, supongo, ya hace treinta y siete años). Se encontrará en él falta de madurez en expresión. El término: el pecado contra el Espíritu Santo, aunque usado universalmente, no se usa en las escrituras. Todo pecado que comete un cristiano es un pecado contra el Espíritu Santo; porque el Espíritu Santo mora en él, y Le entristece a Aquél Santo por quien es sellado para el día de la redención. Pero el principio es uno de profunda importancia, uno sobre el cual depende la posición de la iglesia y del cristiano—la seguridad de éste, tanto como el medio por el cual es responsable y es juzgado en su caminar, y la base de juicio de aquélla. En ninguna manera me libré por no publicarlo. Bien pronto fue divulgado, y por cierto sostenido, que yo culpaba a cada clérigo con el pecado contra el Espíritu Santo, lo que el tratado mismo enteramente desmiente. Se trata de la posición en la dispensación de la iglesia en el mundo—una afirmación que ésa depende enteramente en el poder y la presencia del Espíritu Santo, y que la Noción de un Clérigo contradice Su título y poder, sobre lo cual depende la posición de la iglesia sobre la tierra. Es la morada de Dios por el Espíritu. La Escritura es clara, que si los Gentiles no permanecen en la bondad de Dios serán cortados de la misma manera que los Judíos. Igualmente predice una apostasía, que significa no continuar en la bondad de Dios. Creo que estos tiempos se avecinan apresuradamente. Agrego, a fin de que no haya equivocación, que tengo una confianza absoluta en la fidelidad del Señor Jesús, la grande Cabeza de la iglesia, en cuanto a que lo que Él edifica perdurará y será trasladada al cielo, cuando Dios juzga el sistema corrupto y malvado (lo cual tan ciertamente Él hará) ese sistema que lleva Su nombre, y luego Cristo Mismo en gloria se torna en el bendito testimonio de Su invariable fidelidad y amor. La doctrina de la iglesia como la casa de Dios (Ef. 2; 2 Ti.) se desarrolló en mi mente mucho más tarde; y aquí agrego, que creo que el confundir la iglesia, como la ha edificado el hombre, lo que fue encomendado a su responsabilidad (1 Co. 3), que ha resultado en la casa grande, con la que Cristo edifica (aunque la primera sea la edificación de Dios en responsabilidad en este mundo), y el atribuir los privilegios del cuerpo a todos los que están en la casa, es el origen de la corrupción, que ha manchado al cuerpo profesante culpable, y por lo cual Dios lo juzgará con Sus más severos juicios. El tratado es presentado como fue imprimido en primera instancia. Ya que he hablado de mí mismo (siempre cosa arriesgada), agrego que durante el mismo período en que fui traído a la libertad y dado de creer, con fe divinamente concedida, en la presencia del Espíritu Santo, pasé por los más profundos ejercicios acerca de la autoridad de la palabra: al preguntarme si, en caso que el mundo y la iglesia (es decir, como una cosa externa, pues como tal aún tenía cierto poder tradicional sobre mí) desaparecieran y fueran aniquilados, y quedara solo la palabra de Dios como un hilo invisible sobre el abismo, confiaría mi alma en ella. Después de grande ejercicio de alma fui traído por gracia a sentir que podía enteramente. Jamás he hallado que me haya faltado desde entonces. Yo he faltado muchas veces, pero jamás he hallado que la palabra me haya faltado. He agregado esto, no, espero, para hablar de mí mismo—cosa desagradable, poco satisfactoria y peligrosa—ni hablo de visión alguna, sino que, habiendo hablado de la presencia del Espíritu Santo, si no hubiese mencionado esto acerca de la palabra, el relato hubiera sido gravemente incompleto. En estos días especialmente, cuando por todos lados se pone en duda la autoridad de Su palabra escrita, vino a ser importante afirmar esta parte de la historia también.
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En la afirmación que hago a continuación, no hago ninguna expresión precipitada de sentimiento, sino lo que creo que el Señor traería fuertemente sobre la mente de los Cristianos, y lo que deben recibir: el inverso de ello, quizás Él, pasando por alto la ignorancia, toleraría en práctica, mientras no se interponía ni se oponía a los propósitos de Su gracia, pero no puede tolerarlo cuando lo hace.
La afirmación que hago es esto, que yo creo que la “Noción de un Clérigo” sea el pecado contra el Espíritu Santo en esta dispensación. No hablo de individuos cometiéndolo intencionalmente, sino afirmo que la cosa en sí es tal en cuanto a esta dispensación, y tiene que resultar en su destrucción.
La substitución de cualquier otra cosa por el poder y la presencia de aquel santo, bendito Espíritu que bendice, es el pecado por el cual esta dispensación se caracteriza, y por el cual el hombre no renovado, y la autoridad del hombre, ocupa el lugar que solo aquel bendito Espíritu tiene poder y derecho a llenar, como aquel otro Consolador que debe permanecer para siempre.
Si la “Noción de un Clérigo” haya tenido el efecto de sustituir algo que es del hombre, y por lo tanto sujeto a Satanás, en el lugar y la prerrogativa de aquel bendito Espíritu, operando como vicario de Cristo en el mundo, es evidente, que a pesar de que la providencia de Dios puede haberlo dirigido, en la ignorancia que Él pudo pasar por alto, sin embargo este concepto, cuando en él se apoya y descansa en contra de la presencia y la obra del Espíritu, llega a ser pecado directo contra Él—un mal sin mezcla, terrible y destructivo—la causa misma de la destrucción de la iglesia. Debe observarse aquí que no digo nada en contra de oficios en la iglesia de Cristo, y el ejercicio de autoridad en ellos, sean de carácter de obispo o de evangelista. Sería una obra vana e innecesaria probar aquí el reconocimiento de aquello que la escritura enseña tan claramente. Pero en las escrituras se habla de ellos solamente como dones derivados de lo alto: “El mismo constituyó a unos, apóstoles” (Ef. 4:11); también en 1 Corintios 12, son reconocidos solamente como dones. Mi objeción a la “Noción de un Clérigo” es, que sustituye algo en el lugar de todos estos, lo cual en ninguna manera puede decirse que es de Dios, y no se encuentra en la escritura. Ahora, creo que el principio íntegro de esto en esta dispensación tiene cabida en la palabra clérigo, y que esto es la raíz inevitable de aquella negación del Espíritu Santo que ciertamente, por la misma naturaleza de la dispensación, tiene que llevar a su disolución.
Bien sé que algunos dirán, que esto no es el pecado contra el Espíritu Santo, que quizás importe el resistir al Espíritu Santo, pero el pecado contra el Espíritu Santo es enteramente otra cosa. No es tanto otra cosa como la gente suponen. En todo caso la causa de la destrucción del sistema judaico fue esta misma cosa: “Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros.” Estoy perfectamente convencido, que como quiera que sea prolongada esta dispensación a fin de juntar a los elegidos de Dios, sacando las almas del mundo, sin embargo, ha sellado su propia destrucción por rechazar y resistir al Espíritu de Dios. Pero voy mucho más lejos, y afirmo, aunque eso fuese pecado suficiente, que la “Noción de un Clérigo” pone la dispensación específicamente en la posición del pecado contra el Espíritu Santo, y que todo clérigo contribuye a esto. El pecado contra el Espíritu Santo fue atribuir al poder maligno aquello que venía del Espíritu Santo: y tal es la operación directa de la idea de un “clérigo.” Imputa desorden y cisma al testimonio del Señor Jesucristo, que el Espíritu da por boca de aquellos a quienes Él escoge, a los cuales ellos califican de legos, y a la rectitud de conducta que fluye de la recepción de aquel testimonio. Ahora, Dios no es autor de confusión ni desorden, ni de cisma, sino lo es el enemigo de las almas; y el acusar de desorden y cisma al testimonio claro que da el Espíritu Santo tocante al Señor Jesucristo, y los resultados que esto produce, es acusar la obra de Dios de ser mala, y de proceder del maligno. Pero si los clérigos tienen el privilegio exclusivo de predicar, enseñar, y ministrar la comunión, lo cual ellos se arrogan, y lo cual es en verdad el sentido y significado de su título distintivo, entonces todo aquello debe ser malo. Por lo tanto, la “Noción de un Clérigo” necesariamente implica la imputación de maldad a la obra del Espíritu Santo, y por eso digo: que la “Noción de un Clérigo” compromete la dispensación, donde en ella se insiste, en el pecado contra el Espíritu Santo.
El caso es que pecadores se convierten a Dios, las almas son sacadas de las tinieblas, la verdad se predica con energía y amor a las almas, con el Espíritu Santo enviado desde el cielo, en el apremio y constancia del amor del Redentor (aunque sea en debilidad): hombres son rescatados de maldad y pecado (pues expondré el caso más completo que mis adversarios puedan desear) e introducidos a la comunión del amor del Señor, para atestiguar de su absoluta dependencia en Su amor que fue hasta la muerte; y esto es producir confusión y cisma—de lo cual no es Dios el autor, sino Satanás—porque no son, ni hayan sido reunidos por, los clérigos. ¿Qué es esto sino denunciar que la obra de divina gracia emane de, y tenga el carácter del autor de mal, lo cual es blasfemia? y esto es el efecto inmediato y directo, la consecuencia inevitable, de la noción—la exclusiva “Noción de un Clérigo.”
Y esto es una cosa de operación muy común donde hay un número de clérigos no convertidos; y qué corriente es, en verdad, como es así en la gran mayoría de los casos, es bien conocido. Allí todas las operaciones del Espíritu de Dios son culpadas de confusión y cisma; y por lo tanto, afirmo, que la idea dé un “Clérigo,” es decir, de un funcionario designado humanamente, tomando el lugar y asumiendo la autoridad del Espíritu de Dios, inevitablemente lo implica (por su condenación de lo que hace el Espíritu Santo) en el pecado contra el Espíritu Santo, y desafío a cualquiera a comprobar como puede ser otra cosa. Aquellos que más se opondrían a lo que ahora escribo, admitirían que ni media docena, ni posiblemente ninguno, de los Obispos son constituidos por Dios; y esto es el caso con los más altos funcionarios de la iglesia, en razón de ser constituidos simplemente por la Patente de Privilegio Real. Sin embargo, todos aquellos que imputan a la obra de otros la acusación de cisma y confusión, derivan toda su autoridad y distinción de aquellos quienes, según admiten, no son constituidos por Dios; no obstante, acusan a otros de cisma, porque obran de acuerdo con lo admitido, y por lo tanto no toman en cuenta esa autoridad; mientras que el efecto de la autoridad reconocida impíamente es inevitablemente colocar a aquellos que en verdad Dios constituye, en una posición de cisma y desorden. La “Noción de un Clérigo” consiste en reconocer aquello, como fuente de autoridad, que según admiten, no es constituido por Dios en modo alguno.
Que pregunte cualquier lego a un clérigo concienzudo, que es convertido a Dios, si cree que la gran mayoría de los Obispos son constituidos por Dios. Tiene que decir: No; sin embargo, él, como clérigo, no tiene ninguna otra autoridad; y condena a otros únicamente en virtud de poseer él mismo esta pretendida autoridad, que admite no ser de Dios, pero en virtud de la cual él califica de cisma y desorden las operaciones del Espíritu en y por otros.
Pero ¿no hay algunos clérigos cristianos? Sin duda, les hay. Y todos están tratando de hacer a pesar de los Obispos aquello por lo cual condenan a otros; y por el hecho de ser clérigos, son obligados a tomar una posición de resistir a Dios o a los obispos de quienes derivan su autoridad.
No pueden negar que la obra que se está desarrollando en el país es de Dios, aunque no sea por intermedio de clérigos; pero la condenan como mal, y en eso pecan contra el Espíritu Santo—y lo hacen como clérigos: y su única base por así condenarla es esta “Noción de un Clérigo.” Y ahora demos un vistazo alrededor a cada lugar, y veamos cual sea la posición y el carácter que ostenta este nombre. Afirmo que en ninguna manera procede de Dios. Un hombre impío, hasta uno que realmente odia a Dios, lo puede conferir tanto como el más pío, si ocupase el oficio (de obispo); el hombre más impío puede serlo tanto como el más pío, y el más impío lo puede recibir, y aceptar, y atribuirle todo su valor tanto como el más pío. ¿Puede ser así con algo espiritual que viene de Dios? Afirmo que no: que es enteramente distinto con autoridad espiritual, a la cual esto pretende asemejarse.
Y aun, mucho más, se encontrará que el aprecio y la estimación de un clérigo como tal (no hablo de gracia individual) esté precisamente en proporción con la ceguera, la obscuridad, y la ignorancia de la persona que lo tenga; pongo a cualquiera por testigo de la veracidad de esto.
Ahora, el respeto y la obediencia que se presta a un pastor espiritual será justamente en proporción al sentimiento bueno—a la santidad de mente del cristiano; pero en la misma proporción será debilitada su idea de un clérigo, y juzgará según ellos son, si asumen cualquier cargo relacionado circunstancialmente con el nombre. El valor que se le atribuye es puramente una cosa mundana: una cosa de este mundo, con la máscara de religión en su carácter exterior, el cual es precisamente la destrucción de la iglesia—la característica esencial de la apostasía.
Considerémoslo en su operación práctica. Si vamos a la India, la dificultad a superarse, las personas que han de ser apaciguadas y ganadas, a fin de que el evangelio no fuera impedido, son los clérigos; hablo del cristianismo nominal en la India, como en la Costa de Malabar, y sus Catanares. Vayamos a la Armenia: la dificultad surgirá de precisamente el mismo origen. Llevemos el evangelio en su poder, ¿de dónde esperaríamos oposición?—¿desde qué parte? De los clérigos. Supuesto lo mejor del caso, tendrían que ser conciliados. Vayamos a Egipto entre los Coptos: la misma cosa es cierta.
Vayamos a las iglesias en la Palestina, y dondequiera esté difundida la iglesia armenia, los hechos son los mismos. No digo que en ningún caso puedan ser conciliados: sino que la oposición a la verdad, cuando existe, surge de ellos. Vayamos a la iglesia griega: es precisamente lo mismo. Sus padres, o sacerdotes, los ministros y defensores de toda la corrupción y mal de la iglesia, son el grande impedimento a todo esfuerzo evangélico y espiritual.
Sus iglesias son caídas; por lo tanto en proporción estiman los clérigos, y no aprecian el evangelio. Pero los opositores y estorbadores, las personas cuya influencia es temida, son los clérigos.
Miremos ahora al gran cuerpo occidental, que se llama la iglesia, la cristiandad del mundo—la vid de la profesión cristiana. ¿Desde dónde surge la dificultad en cuanto a la predicación del evangelio? ¿Dónde está la barrera suprema de oposición a Cristo en Su evangelio? En seguida es conocida y sentida. La palabra sería repetida por toda persona versada en el asunto. Pero (dirá alguno) seguramente no debemos identificar los que resisten la verdad intencionadamente con aquellos que la predican y la promueven. En este punto sí; se identifican, ambos son clérigos, ambos tienen precisamente el mismo título; si un clérigo protestante tiene derecho a esto, o cualquier derecho al respecto que tiene, el sacerdote Católico Romano tiene el mismo. No hablo de mi propia estimación de ello, ni de la de cualquiera, sino de hechos. Y esto es verdad hasta tal punto que un sacerdote que quiere juntarse con la Iglesia Establecida, (Anglicana) sea cual fuese su motivo, conocimiento con o ignorancia acerca de la verdad, sería en seguida un clérigo de ésta. Su carácter de clérigo ya existía y su persona meramente fue transferida de una iglesia a la otra. Nada puede señalar más claramente la identidad de los dos caracteres. Su derecho es idéntico profesadamente, idéntico por el reconocimiento de que el título en que insisten como prerrogativa es el mismo por el hecho, y únicamente por el hecho de que se deriva de aquellos cuya apostasía y oposición a la verdad es el motivo del juicio contra la vid de la tierra, la iglesia nominal de Dios. Si soy obligado a reconocer el uno, soy obligado a reconocer el otro en el mismo título y oficio. Son sus propios testigos de que no hay diferencia entre ellos en título como clérigos. Si proviene de Dios el ministerio de los sacerdotes, su misión, que lo determinen ellos.
Pero, a fin de que ninguna parte del mundo elude nuestro escrutinio, miremos a Alemania Protestante. ¿Quienes son los impedimentos, los obstáculos al evangelio—a la propagación de la verdad entre la gente? Los clérigos. Examinen cualquier informe de los misioneros, o informe continental, o informes acerca de los judíos, o de la Sociedad de la Misión Nacional (Home Mission): se hallará universalmente que los clérigos son los impedimentos a la propagación de la verdad.
Pero se dirá: ¿Pretende Ud. colocar los esfuerzos de los clérigos en Irlanda en la misma categoría con todo esto? Consideremos la Misión Nacional. Mi contestación más pesarosa es: La Misión Nacional es la evidencia más plena y oscura de la veracidad de lo que afirmo. Entre todos los casos éste ha demostrado el carácter de los clérigos en los tonos más oscuros. Porque yo no niego ni cuestiono que haya clérigos individuales que son cristianos, sino alego que la “Noción de un Clérigo” es el más grande impedimento a la verdad. En la medida en que los clérigos, como individuos, hayan quebrado las trabas de su carácter y hecho cosas por las cuales son excomulgados por sus propios cánones, son bendecidos y tienen influencia. Pero el mal se adhiere a ellos con una tenacidad que no se remedia por ninguna circunstancia, y que demuestra el poder de las tinieblas obrando en él, y en esto mismo se manifiesta tan obscuramente la fuerza de esta noción.
La así llamada Misión Nacional fue comenzada por un clérigo, a consecuencia de circunstancias que no es necesario mencionar aquí. Los obispos y otros clérigos la resistieron, como naturalmente debieron, según los principios de la Iglesia Establecida, aunque es difícil decir ahora cuales son. El resultado fue que, aunque muchos fueron a escuchar el evangelio a su boca, que creo predicaban muy fielmente, desistieron.
Como clérigos se sometieron a la barrera que otros, como clérigos, pusieron al evangelio de salvación. Posteriormente fue llevado adelante por la instrumentalidad de legos, principalmente bajo la dirección de un clérigo quien no hizo caso de todas las ligaduras que como tal le fueron impuestas. Los legos por supuesto no estaban bajo ninguna ligadura. El resultado fue, que el sistema se estableció a pesar de los recursos débiles de los cuales, hablando humanamente, fue suplido. Pero el Señor no le permitió frustrarse, pero los clérigos no querían trabajar junto con ellos, ¿por qué? Porque eran clérigos: admitían que los legos eran cristianos, y pensaban que predicaban la verdad, muchos aun pensaban que debían predicar; pero no eran clérigos. Sin embargo, habiéndose establecido la Misión—que seguramente les hirió su amor propio como clérigos que la obra de evangelización del país fuera llevada a cabo enteramente por otros—los clérigos se ocuparon de ella. ¿Trabajarían juntos con los legos? No, ellos eran clérigos. Les echaron todos afuera para trabajar solos; debían desistir de la obra de Dios, o ser tachados con cisma dondequiera que trabajen. A los clérigos nada les importaba estas cosas con todo que preservaban ellos su carácter de clérigos. A tal punto fue llevado esto, que, habiéndose enviado de una de las Misiones a dos clérigos ineptos para tal fin, hombres no consistentes, de manera que los oyentes se quejaban, y previendo que fracaso en una ocasión resultaría en falta de asistencia en la próxima, convinieron en enviar un coche vacío para despedir las congregaciones cuando no podían conseguir un clérigo, antes de asociarse con legos piadosos ni aun permitirles llenar su lugar como suplentes en tal obra, considerando un coche vacío como mejor instrumento para la obra de Dios que un hombre lleno del Espíritu Santo, dado que no era un clérigo. Estas son las razones, sin explayar más en cuanto a cómo afectan el principio en general, que me hacen sentir que la Misión Nacional expone el carácter de los clérigos en matices más obscuro y no más claros. Quebraron toda obligación solemne de gobierno de los obispos, y excluyeron a todo otro, por el hecho de ser clérigos ellos mismos, sencillamente para preservar su propia importancia, como así mismo habían desistido de la obra de la Misión anteriormente por la misma razón hasta que fueron obligados a ello. Ahora si la “Noción de un Clérigo” puede tener tal poder sobre hombres piadosos, solo podemos ver en la luz más potente que se le puede aplicar, la horrible naturaleza de la cosa en sí, y su influencia sobre la mente. El mal que ha producido en forzar cisma por medio del rechazamiento de predicadores legos es incalculable, mientras que su influencia en cegar la conciencia es casi incomprensible a aquellos que no están envueltos en ella. Pero el mal me parece irremediable salvo en la plena confesión de que el título y su reconocimiento es un pecado grande y horrible—el sustituir algo en el lugar del Espíritu de Dios que acredita a un hombre, un hombre impío, con el título dé rechazar y negar al Espíritu Santo, y que por lo tanto implícitamente lo hace, sea o no en autoridad—no un cargo sino una orden de estimación mundana y sobre la cual es fundada toda religión falsa y su influencia guarda relación con la obscuridad en que yacen aquellos que son sujetos a ella. Cualquiera puede ver que no es un cargo, porque puede ser que un hombre no tenga cargo alguno y sin embargo sea igualmente un clérigo todo el tiempo. Puede ocupar todo su tiempo practicando el tiro o la caza o la agricultura, no tener ningún servicio en la iglesia y sin embargo ser no más que un clérigo, y esto sucede constantemente. Creo que la noción de un clérigo ha sido el gran obstáculo a la verdad en este país. Pero los efectos, creo, solo pueden ser combatidos por la convicción y la percepción de que es en esta dispensación el pecado contra el Espíritu Santo.
Puede quedar una pregunta por resolver: ¿Por qué se ha de insistir en tal punto ahora? Contesto: primero, porque es la verdad. La verdad de Dios es siempre provechosa, y se mantiene el testimonio en el mundo por ella. Pero, además, porque las cosas han llegado a tal condición por medio de esta misma noción que no queda otro recurso sin libertar a los santos de la red de sus efectos antes que la marca de poder papal que es fundada en ella, suba en su fuerza plena y subyugadora. A los hombres les es imprescindible descansar sobre el Señor pues de otra manera se hundirán en aquélla. Si la noción de un clérigo no fuese maldad, el separarse de ella sería cisma y mal. Pero si la obra del Espíritu Santo no es maldad, entonces aquello que pretende condenarla, e imputar mal a ella, es la peor de las cosas; y esa es la posición en que está todo clérigo en virtud de su título, y que viene envuelto en la misma noción de un clérigo; la esencia de su nombre es el signo y nombre distintivo de la apostasía y rebelión contra Dios. Creo plenamente que, si los clérigos de este país hubiesen consentido en que legos trabajaran con ellos, o si ellos hubiesen trabajado con los legos, habrían preservado todo el respeto sucesoral que se relaciona con el nombre, y habrían evitado cualquier división y dificultad; pero rehusaron esto, y lo rehusaron porque aquellos eran legos, y así quisiéranlo o no, levantaron la cuestión acerca de todo el asunto. ¿Qué es un clérigo? ¿Fue limitado a ellos el Espíritu Santo? Si no, ¿hicieron bien en prescribir su propio canal estrecho a la plenitud de vivificación que emanó de Él? Y, si no, qué son ellos? ¿en qué posición están? ¿y en qué situación colocan la dispensación, por así resistir y difamar con el nombre de cisma las operaciones del mismo Espíritu Santo? Yo creo que este nombre ha traído destrucción sin esperanza sobre la dispensación entera. ¿Cuál es el lamento de cierto bien conocido escritor en el “Periódico Cristiano”? Al buscar la ayuda de los clérigos para la Misión Nacional la contestación continuamente era admitir que haya necesidad y mal, pero ¡que ellos no eran responsables de ello! ¿Por qué? Estaban en sus puestos como clérigos. Puede que Dios les haya dado dones de evangelistas. Puede que las almas estuviesen pereciendo, por falta de recursos, pero no eran ellos responsables, no eran guarda de su hermano, y ¿por qué? Estaban fijos como clérigos en sus parroquias, y no eran responsables por lo otro.
¿Cuál fue la contestación de un pobre papista a los esfuerzos de un lego piadoso? (aunque creo que Dios está bendiciendo legos entre ellos mucho más que clérigos ahora). Replicó: Los clérigos de las dos religiones son suficiente—¿qué derecho tienen estos de hablar? ¿Quiénes realmente fomentan y confirman esto en cuanto puedan? Los clérigos—siendo así la grande barrera a la verdad de Dios. Vuélvase uno por dondequiera, esta es la noción que le encuentra, como la barrera a la verdad de Dios y Su obra, por quienesquiera se lleve a cabo.
Y pensemos por un momento en el significado de la palabra, y muy notablemente encontraremos la idéntica señal característica de la apostasía sobre ella: la sustitución de un orden privilegiado a quienes el hombre reconoce en lugar de la iglesia que Dios reconoce, y la consiguiente depresión de la iglesia y el desprecio del Espíritu Santo en ella, o blasfemia contra Él. ¿Qué significa clero? Significa en las escrituras el cuerpo elegido, o bien cuerpos de creyentes, como la herencia de Dios, en contraste con aquellos que eran instructores, o tenían cuidado espiritual sobre ellos; y es usado en el lugar donde el apóstol advierte a los tales contra el asumir en modo alguno el lugar mucho cual los ministros ahora se han colocado—mejor dicho, un lugar mucho peor han asumido; porque ellos no son meramente señores sobre sino se constituyen ellos mismos el cleroi entero. El uso presente de la palabra es precisamente la señal de la sustitución de los ministros en el lugar de la iglesia de Dios: tanto que los hombres se acostumbran hablar de “entrar en la iglesia.” Ahora todo esto es de la esencia de apostasía: poder ligado al ministerio, y el convertir de este en la iglesia en la vista del mundo, de manera que el mundo pueda librarse de la molestia de ser religioso por dejarlo todo al clero, y así la iglesia y el mundo vengan a ser una cosa, y gente irreligiosa sirva a la iglesia como seculares, porque la religión es asunto de los clérigos, y, si es de ellos, no es de nadie (pues ellos no la quieren para gente secular irreligiosa); y así aquella que tiene el nombre de la iglesia, siendo realmente el mundo, sirve para excluir y poner a un lado las operaciones del Espíritu de Dios en Sus hijos denunciándolas como cisma y mal; y ¿quién debe resolver? La iglesia; pero ellos son el mundo: y ¿recibirá el mundo jamás al Espíritu de Dios? No puede. ¿Qué pues? Por cierto, se consideran a ellos mismos la iglesia; tienen al clero que es la iglesia de Dios según su estimación; y el Espíritu de Dios y Su obra son juzgados como cisma. Tal es el verdadero y evidente significado de la palabra clero así usada. Ahora para volver al pasaje en la escritura—“No como teniendo señorío sobre las heredades del Señor” (versión antigua) dice Pedro, a los ancianos o instructores; es decir, sobre el clero de Dios. Los cuerpos de creyentes cristianos fueron llamados las porciones de Dios, correspondiendo con Deuteronomio 9:29, “tu pueblo y tu heredad.” Ahora los clérigos se han arrogado para sí solos el ser la porción de Dios, pero el único uso de clero en la escritura es su aplicación más bien al pueblo secular, en contraste con los ministros: exhortando a estos a no asumir señorío. Ahora la sustitución del clero por la iglesia es de hecho el poder moral de la apostasía. Pero esto es comprendido, indeleblemente, en la palabra misma en su uso presente, sean católicos romanos o protestantes: es decir, hallamos que la arrogación del clericalismo, el amor secreto a muchos nombres honradamente llevados, es realmente, en su carácter y operación, el pecado contra el Espíritu Santo, y el carácter formal de la apostasía. Cuántas veces hemos oído de boca de un ministro o un clérigo: “Mi grey,” como si fuese una virtud pensar así; mientras es de hecho una blasfemia espantosa—no digo que sea así deliberadamente—que un apóstol jamás se hubiera permitido pronunciar ni asumir para sí mismo. Era la grey de Dios la cual tenían la obligación de cuidar—las ovejas de Cristo, de que una porción les podía ser confiada—una porción (cleros) para apacentar guiar. Llamarles sus ovejas, o su rebaño, era ponerse a sí mismos en el lugar de Dios o Su Cristo; pero lo hacen porque son el clero—lo consideran su título como clero—desean ser como dioses. ¿Hablarán diciendo que son Dios delante del que las mata (las ovejas)?
Tengo el más grande afecto y aprecio por muchos de los individuos entre el cuerpo designado como el clero; y sin duda hay muchos desconocidos para mí. Pero esto no es una cuestión individual, sino una que afecta la gloria divina y el orden entero de la iglesia—una que es el resultado inevitable de su alejamiento de Dios, y la forma en que ese alejamiento fue madurado y se ha desarrollado; y su presente resultado práctico es, que las cosas por las cuales el Espíritu de Dios bendeciría al mundo, o a ellos en él, son culpadas, en virtud de este nombre, con ser aquello del cual Satanás es el autor inmediato; y así el nombre y título del cuerpo se vuelven en la concentración de aquel que, por su negación del Espíritu Santo y blasfemia injustificada contra Él, trae destrucción, destrucción inevitable, sobre todo lo que lleva ese nombre.
Cómo esto llegó a efectuarse es bastante evidente, sin cansar a nadie con una exposición de erudición. La iglesia había apostatado confesadamente, y la estructura de la apostasía, aquello en qué consistía, permaneció precisamente lo que era cuando entró la verdad, (en la Reforma) con esta sola diferencia—que el rey tomó el lugar del papa en el nombramiento de personas a los cargos en la iglesia, y el manejo de sus disposiciones. La iglesia, primitivamente, hundióse gradualmente en la mundanalidad, hasta que abrazó al mundo, y el mundo vino a ser su cabeza. El mundo no podía dirigir un cargo espiritual: podía dirigir formal autoridad local; disponía estas autoridades, y las dirigía. Por cierto lapso de tiempo, en la prevalencia de la ignorancia y la superstición, los cargos nominales de la iglesia tenían más poder que el dominio secular; cuando dejó de ser así, el poder civil reasumió la supremacía, pero la estructura permaneció la misma; rigiendo, o contendiendo, o siendo regido, la misma cosa permaneció. El mundo, habiendo adquirido la autoridad, dispuso el poder secular geográfico—dejando su influencia sobre los sentimientos supersticiosos ser lo que fuese—a fin de que sea un instrumento utilizable en sus manos para manejar al mundo en sus masas, no en la mano de Cristo para ministrar y guiar la iglesia. Si la Iglesia Establecida (en Irlanda) tiene o no suficiente de esta influencia para ser de alguna utilidad al Estado, es precisamente la cuestión discutida en este momento. ¿Pero qué tiene que ver con esto la iglesia de Dios? Yo no lo puedo ver. Es meramente un compuesto de influencia secular y restos de la superstición, por virtud del cual la iglesia es unida con el mundo, y todas sus energías verdaderas son estorbadas. Este sistema, o estructura, es conocido por el nombre de clero, sea el papa, o desde el papa hasta el cura del grado más inferior, quien puede tener derecho, en virtud de ello, a ocupar un lugar en el mundo que de otro modo no hubiera tenido; o si es un cristiano, le concede el derecho de obrar en algún campo donde sus esfuerzos pueden ser mal empleados y su utilidad desperdiciada; pero la iglesia está completamente perdida allí. Admito, tanto como puede cualquiera, que muchos entre el clero son hombres de sumo valor. Es posible que tengan dones eminentes para varios cargos, que las exigencias de los tiempos puedan requerir; pero el efecto de este sistema, por el cual forman parte de esta gran estructura mundana, es privarles de la oportunidad de avivar cualesquiera dones Dios les haya dado de participar, si no impedir enteramente el ejercicio de los mismos. El efecto de la Reforma era introducir una afirmación de fe individual, y de soltar en manera general, todo fuera de los límites del Imperio Romano, del poder inmediato de Roma y del Papismo. En ninguna manera separó la iglesia del mundo, sino el contrario; y, mientras cambió las relaciones, dejó los principios de la estructura precisamente lo mismo. El Escudo de Armas del Rey se ostentaba en lugar de la imagen de Cristo en las iglesias. En ningún caso gobernaba Cristo y Su Espíritu, salvo en nombre. Ciertamente creo, que el principio de un clérigo, ya que es parte esencial de la estructura del papismo, volverá a introducir el poder del papismo hasta donde permanece el nombre de la religión; porque desde que se apoya en la doctrina y el principio de la sucesión, no en la presencia del Espíritu, no hay base en que un ministro protestante, como clérigo, puede comprobar su título, que no valida el título del Papa y sus seguidores aún más que el suyo. El hecho de que tenga doctrina buena no le hace un clérigo; ni el tener doctrina falsa hace que no lo sea. El lego o ministro disidente, que tiene la misma verdad doctrinal, no es un clérigo. El sacerdote católico romano que se conforma a la Iglesia Anglicana, no es ordenado para entrar en ella: tiene ya lo que le hace un clérigo. Es más, en cuanto a los hechos, no fue predicada la verdad en la Iglesia Anglicana durante la mayor parte de su existencia distinta; y en la gran mayoría de los casos los clérigos aún no la predican; y el resto del cuerpo no admitirían que sean cristianos de modo alguno. ¿No es manifiesto que el vocablo clérigo, de influencia tan asombrosa en las mentes de los hombres, es el título distintivo de aquella asociación que ha surgido de la decadencia de la iglesia, y que ahora forma la base común, aunque variada, de su asociación con el mundo, y un impedimento para restringir las operaciones del Espíritu de Dios, el título de ligazón de aquella vid de la tierra que es echado en el lagar de la ira de Dios, y que imputa maldad a las operaciones del Espíritu de Dios, operaciones como rebelión a su autoridad, no obrando dentro de sus límites, ni en conformidad con sus disposiciones seculares y sus distribuciones de servicio, distribuciones de territorio formados no por la iglesia de Dios, ni con ninguna referencia a ella; y cuando el Espíritu de Dios opera por individuos dentro de sus límites (porque Dios elige a quien Él elige), les constituye en seguida cismáticos de sus hermanos que no se conforman a su geografía, ni reconocen la autoridad a que ellos prestan una reverencia fingida (porque es del sistema), aunque en realidad la desprecian, y violan al mismo tiempo todas las disposiciones por amor de las cuales rechazan sus hermanos piadosos y fieles? Si no fuese por este vocablo “Clero,” el eslabón y ligazón de la grande iniquidad de la tierra, y de influencia perniciosa sobre las mentes de los hombres, ¿dónde estaría el motivo de cisma, salvo en aquello que siempre debe ser vencido? O ¿qué oportunidad habría para carga, los frutos del Espíritu de Dios sobre el autor de confusión? ¿O qué otra cosa es que consume la ocasión de juicio al sistema (del cual ha llegado a ser la energía y el espíritu,) y que siempre se opuso a la bendición? Preguntaré: ¿Ha habido alguna vez una oposición y un obstáculo a las verdades de Dios, del cual no han sido el clero los autores humanos, y en que no hayan sido los verdaderos agentes activos? El clero, pues, es el título preciso que identifica a la iglesia con el mundo, no Dios y la iglesia; y como el mundo inevitablemente niega, rechaza, y blasfemará al Espíritu Santo, porque es el mundo, y no le puede recibir, la tendencia de este nombre es solamente comprometer a la iglesia, corporalmente, en la misma cosa, y debe considerarse el gran mal, el mal destructor, del día presente. ¿Cuál es el remedio? El reconocimiento del Espíritu de Dios donde está—buscando personalmente aquella santidad y sujeción de espíritu que discernirá, reconocerá, y se someterá a su guía y conducción, y clamará su bendición como la mano de Dios, dondequiera que opere, en la medida y forma que lo hace—aquel otro Consolador enviado para que esté con nosotros, a pesar de todo, para siempre; y trabajando en obediencia, para que poseemos su gozo—resolución contra todo lo que le entristece—contra el juntarse con el mundo, que no puede reconocer ni recibirle—contra el negar de la verdad, de que es testigo. El Señor nos dé de discernir cosas que son diferentes, y de entresacar lo precioso de lo vil.