La Bendición de Humillarse a lo sumo

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1. La Bendición De Humillarse a Lo Sumo

La Bendición De Humillarse a Lo Sumo

Filipenses 3:1-6
He leído parte del capítulo 3 de Filipenses, con el deseo de considerar cuales fueron los principios de la vida de Pablo y de los cristianos de sus días. Vemos en estos versículos, si retrocedemos al principio de esta epístola, cuales eran las circunstancias en las cuales vivían en estos principios, la dimensión en la cual los llevaba a cabo, y el contraste entre su llevarlos a cabo imperfectamente, con Aquel que lo hizo todo perfecto: el Señor Jesús.
Es de notar la enérgica reivindicación que el apóstol hace en los tres primeros versículos. de este capítulo, referente a sí mismo y de aquellos que él llama sus hermanos, como siendo los únicos adoradores de Dios, y todo esto en contraste con otras ciertas personas. Aquellos a quienes él llama sus hermanos, eran los que buscaban y seguían al Señor Jesús; y aquellos que no andaban como Él (el Señor Jesús), eran aquellos cuya religión empezaba y terminaba con ellos mismos.
“Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor” (versículo 1). Dios estaba delante de ellos, y contemplaban al Señor Jesús de tal manera, que podían regocijarse en Él, y Pablo lo contemplaba también con tanto gozo, como para llamar a los Filipenses a que se gozaran en Él, y esto por el poder del Espíritu Santo derramado en sus corazones. Pero había otra clase de gente quienes, en vez de tener todas las cosas en relación con el mundo futuro, y hallar todo su gozo en Dios, tenían totalmente ocupados sus corazones con los intereses temporales de este mundo. Pablo dice de ellos: “Guardaos de los perros, guardaos de los malos obreros, guardaos de los mutiladores del cuerpo” (versículo 2).
Este es el preciso y evidente contraste entre la religión del Espíritu y en la verdad, y el ritualismo del día de hoy. Dicho esto, el apóstol se alza a sí mismo, como quien tiene derecho para hablar al respecto, y en cuanto a la religión, dice: “¿Puede alguno medirse conmigo? Esto es lo que mis pretensiones pueden ser como teniendo confianza en la carne.” Y en verdad podía añadir: “Aunque yo tengo también de qué confiar en la carne” (versículo 4). Todo esto estaba relacionado con el hombre de este mundo.
En el versículo 5, tenemos aquello que podía dar a Pablo alguna ganancia en la carne; él era la persona a la que todas estas cosas le tenían encadenado. Pablo, podía decir en verdad, “Yo tengo algo que vosotros no tenéis, y ello es ganancia para mí: Yo he visto una Persona en la cual toda la gloria fue manifestada, en la cual el TODO concurre y se concentra en ella—y ¿qué sigue a esto? ¿Quién llenó de toda la belleza de lo que él estimaba, y en lo que se gloriaba? Una cierta Persona en los cielos, verdaderamente despreciada y rechazada por los hombres en este mundo, a Quien los hombres, con sus malvadas manos crucificaron y mataron.” Dios lo ha colocado en los cielos, y Él llamó a Saulo de Tarso, y ahora, nacido un hombre nuevo: Pablo, dice: “Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo” (versículo 7). Y añadimos como si Pablo dijese de sí mismo: “Ahora no puedo estar relacionado con Cristo y retener esas cosas que antes me eran ganancia; ahora he venido a ser un trofeo de Cristo. Él ha tomado posesión de mí ya desde cuando yo estaba esforzándome con toda mi tenacidad en borrar el nombre del Nazareno. Él se apareció a mí, y estoy contento de sufrir la pérdida de todas las cosas propias por la gloria de Cristo.”
¡Qué maravilla tan grande fue para Saulo, cuando el Señor se le manifestó!; la manifestación de Aquel quien, tal vez, él sólo conocía como un personaje histórico. Saulo sabía que existió un tal hombre como siendo Jesús de Nazaret. Pero cuando este Hombre en los cielos revela la luz de Su propia gloria en el alma, ¿ qué ocurre? Pablo no tiene ninguna dificultad en decir lo que le ocurre a él, diciendo: “Estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en Él” (versículos 8-9).
La doctrina de Pedro en el día de Pentecostés, era el de ser conducidos cerca del trono de Dios, en el cual Jesús se había sentado, y el recibir el perdón de pecados y el don del Espíritu Santo; para recibir todo esto, debían venir en el nombre de Jesús. Es como si Dios hubiese dicho: “Vosotros no encontrasteis en Él ninguna belleza, mas ved cuales son mis pensamientos: Yo le he resucitado de entre los muertos, y ahora, cualquiera que viene a Mí en Su nombre, recibirá el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo.” Dios ha reivindicado Su propia conducta. Si Dios se vio obligado a esconder Su faz del Hijo de Su amor en la cruz, después hizo algo que resalta en un glorioso contraste: “Siéntate a Mi derecha, hasta que ponga á Tus enemigos por estrado de tus pies” (Mat. 22:44; Luc. 20:43; Hchs. 2:35; Heb. 1:13 y 10:12-13). Cuando Pablo vio al Señor Jesús, todo lo que él tenía como hombre, desapareció. Él vio a Cristo en los cielos, e inmediatamente quedó desembarazado de todas las cosas relacionadas con la religión natural, y su corazón y su pensamiento quedó llenado de la belleza de Cristo Jesús y de toda Su excelencia.
Entonces, ¿qué fue lo que tocó e impresionó tanto al apóstol? ¿Era meramente el que el Hijo de Dios había sido dado como ofrenda por el pecado—para quitar el pecado—, o era, por añadidura a esto, que Dios le había presentado Su justicia? No, fue mucho, muchísimo más que esto; lo que había ocurrido es que su alma tomó posesión por el Espíritu de Dios del conocimiento de la gloria de Cristo, dándole a él una revelación de la excelencia del Señor Jesús, como siendo Aquel quien se había anonadado a Sí Mismo, y manifestado esta gloria moral. La norma natural del hombre es ensalzarse tan alto como le sea posible; este fue el principio en el cual actuaron Adán y Eva. El principio de Dios es exactamente al contrario. De modo que el Señor Jesús se humilló hasta lo sumo, y en tal humillación, consumo ciertas cosas, pero esto no fue todo, sino que Él reveló la mente de Dios. Él tocó al apóstol con algo digno de ser imitado—como alguien digno de ser seguido. Desde entonces, Pablo actúa bajo este deseo: “A fin de conocerle” (versículo 10)—no meramente la justificación que había alcanzado—sino que él había sido alcanzado—ganado—con la belleza del Señor Jesucristo, y él pone esto como principio, como su norma de actuación, para modelar y condicionar su vida.
Al presentársele el mismo Señor, Pablo encontró en este hecho todo cuanto podía cautivar a un pobre pecador. Allí estaba ante él, el divino y Viviente Señor, sentado en el trono de Dios. El apóstol podía decir le he visto descender de cielo para llevar sobre Sí nuestros pecados; Él llevó la maldición por mí, y ¿osará alguien decir: “Yo no veo ninguna belleza en Cristo, siendo Él Aquel que descendió aquí desde los cielos, y se hizo Hombre para soportar la ira de Dios pr mí”? ¡No ver ninguna belleza en esta portentosa realidad! Yo no podría decir esto, aunque tan sólo viera en este hecho mi propio beneficio: el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo; pero en todo ello hay mucho más que esto; hay la gloria, la belleza de la conducta del Señor al tomar este lugar. Esto se llama la gloria moral—la belleza y excelencia de los caminos de Dios.
Supongamos que la reina pasase por nuestras calles y todo el mundo se inclinase ante ella, como sabemos que todos deben hacer, y que de pronto un niño pequeño, en sus prisas y afán para ver a la reina, cae al suelo y ella, rápidamente acude donde ha caído el niño, se agacha y lo levanta. Ante este hecho, la emoción invade la multitud, habiendo tocado cada corazón, no tanto por la grandeza de la persona, sino mucho más por la manera en que ésta ha actuado. Ella piensa en sus propios hijos, pues tiene un corazón de madre. No es tanto la grandeza de la persona lo que el hombre admira, sino de la manera que la tal actúa. Así que el apóstol, por la manera de su actuar, está diciendo: “Si Cristo se ha humillado a lo sumo, yo no puedo hacerlo en el mismo grado de perfección que Él lo ha hecho, sí que puedo humillarme tanto como me sea posible. Cristo ha tomado Su lugar en la más profunda humillación, entonces voy a procurar descender lo más posible, hasta su nivel, para estar cerca de Él en Su humillación.”
Debemos tener en consideración estas cosas, por cuanto vivimos en un mundo en el cual toda persona es egoísta. Si contemplamos a Dios como nos lo presentan las Escrituras, tenemos que “en el principio era el Verbo” (Juan 1:1). Existían el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, antes de la creación. Había una creación en el cielo, pues los ángeles fueron creados. Cuando pensamos en Dios como Creador, trayendo todas las cosas a existencia, tomando del polvo de la tierra y formando al hombre, ¿no vemos en ello el real principio de Su condescendencia manifestada aquí abajo? ¿Quiso Él tener el mundo para Sí Mismo? La creación entera es una manifestación de la condescendencia y gracia de Dios. ¿Qué es que hace que la tierra no se salga de su órbita yendo de un sitio para otro? Lo que la mantiene fija en su órbita, y todo en su orden es la poderosa mano del Dios invisible desde los cielos. En todo esto, Dios desciende en Su providencia y, todas las cosas, aun las más pequeñas, están en relación con Su condescendencia. El Señor Jesús sabía todas estas cosas, por lo que dijo que “ni un pajarillo cae en tierra sin vuestro Padre” (Ved Mateo 10:29).
Miremos al mundo, siempre rebelándose contra Dios, y con todo, Él mantiene todas las cosas bajo Su control y en orden; así que todo este proceso de Su gobierno es a causa de Su condescendencia y gracia. Mirando al Señor, sabemos que había de venir un Mesías, y éste es visto en Daniel 7:13, en la presencia del “Anciano de días.” En cambio, mirándole en los Evangelios, lo vemos nacido en un pesebre y no en el palacio de Herodes. ¿No es éste el mismo principio? Tenemos, pues, que todo esto se manifiesta en las Escrituras de una manera muy notable. “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:7-8).
Si alguien viniera a mí, presentándome un hombre y diciéndome, “este es un hombre muy íntegro: él jamás quiere estar en deuda con nadie”, mi reacción sería decir: “Espero que verdaderamente es un hombre justo;” per esto no afectaría mis sentimientos y afectos hacia él. En cambio, si me presentan a otro hombre, diciéndome, “este es un hombre verdaderamente compasivo, que si sabe de alguna desgracia, se deleita en ir y aliviar la situación,” mi corazón, mis sentimientos y mis afectos son tocados directamente por un hombre tal. Así, que si miro el interior del corazón humano, ¿cuál de los dos hombres despierta mis afectos? No aquel que se está ensalzando, sino aquel quien está dispuesto a humillarse a lo sumo. Todavía deseo decir más, si se me permite, de las relaciones terrenas de las familias creyentes—en algunas de las cuales, para sus hijos, los padres no cuentan para nada. El padre de familia y la madre—si cuántos de ellos están humillándose el extremo! Si en una familia hay seis hijos, y cinco de ellos tienden a seguir al mundo, pero el que desea ser fiel al Señor, los ama, cuando él ve que alguna cosa no va bien con sus hermanos, no descansa hasta que todo haya sido puesto en orden y solucionado. Este hijo es uno de los que ganará el corazón de su padre.
Permitidme llamar la atención acerca del apóstol Pablo. El dice ser “la escoria del mundo, el desecho de todos” (1a Cor. 4:13), siendo él un hombre modelo a este respecto. También nos hace una relación de sus sufrimientos (2a Cor. 11:23-27, ect.), los cuales sobrepasaban a cuantos se aplicaban o padecían en su día—este es el hombre que se nos presenta, para demostrar cuán lejos pueden ser mantenidos y llevados a cabo, los principios manifestados en un hombre con las mismas pasiones que nosotros. Y ¿han habido siempre hombres como esos apóstoles, por medio de los cuales han venido todas estas bendiciones? Pablo vio la belleza y gloria de todo esto en Cristo, viéndolas, sin duda alguna, en dos maneras. La primera, el único medio por el cual el pecador podía recibir la bendición, era la venida de Cristo en humillación, descendiendo en ella, más que el pecador, ya que ¡Él llevó sobre Sí la maldición! Yo, siendo un pecador, nunca he sufrido la maldición; pero si yo no creo en Cristo la voy a sufrir algún día. El Señor la llevó sobre sí y se humilló hasta lo sumo, de tal manera que Satanás no pudo objetar nada.
Esto es lo que vio Pablo, y más que esto, él vio la belleza y perfección de los caminos del Señor Jesucristo. Permitidme preguntar, ¿dónde es vista dicha gloria en esos caminos? ¿Contestaremos que, puesto que Él se ha humillado a lo sumo, debemos nosotros humillarnos y tomar también la cruz? Bueno, tenemos ese versículo que dice: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz” (Marc. 8:34). ¿Significa esto que debemos tomar la cruz tan pequeña como nos sea posible, dejando la más pesada para Él? La realidad es que Él se humilló a lo sumo. ¿Debo yo también hacerlo?
Esto no era así con Pablo. Él tenía otro sentir mayor que el de “debo”—era algo más que “es necesario hacerlo.” Dios lo había levantado y firmemente establecido; por tanto él deseaba humillarse a lo más bajo. Su lenguaje y obrar eran seguir los caminos del Señor y andar como Él anduvo. El Señor se humilló a lo sumo y Pablo quiso seguirle en esa gloria. Mientras el apóstol estuvo en este mundo, nunca procuró lo suyo propio, sino lo que era de Cristo; y ¿cuál fue el resultado? Pablo siguió al Señor en este mundo, y como resultado de ello, tenía a Cristo como su única ganancia. Cuando el Señor venga ya no existirá el negarse a Si Mismo.
¿Vemos alguna belleza en esta conducta de Cristo? ¿Podemos decir a Cristo: “Señor, han habido cosas que han necesitado que alguien llevase la maldición por ellas, y fue una misericordia que Tú la llevaste, pero qué lástima que ello haya sido la ocasión de conducirte a Ti a tal humillación?”; ¿no hay ninguna belleza en una humillación tan flagrante? No, no podemos decir tal cosa.
“Vino de la Deidad en su esencia,
hasta el Calvario, ¡ay!,—solo—a morir.”
¡Nadie ha sido tan sublime como Él, ni nadie se ha humillado más que Él! Él nos ha dado de Su Espíritu, ¿no seremos capaces de ver cuánta belleza hay en todo ello? ¿Tenemos nosotros, como tuvo el apóstol Pablo, el deseo de participar en sus sufrimientos? No es que ello quiera decir literalmente el tener parte en los sufrimientos de Cristo en la cruz. Pablo, nunca tuvo nada que ver en cuanto a la expiación por el pecado; Cristo lo hizo todo, pero Pablo tenía en su mente el participar en los sufrimientos de Cristo en su cuidado para con la Iglesia, exponiendo la vida, y contando como pérdida todas las cosas propias, por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús su Señor (versículo 8). Pablo se gozaba sabiendo que un día estaría en la presencia de su Señor, siéndole éste un pensamiento muy dulce a su corazón, como debe serlo para el corazón de todo creyente en la actualidad. Si en algo fue alcanzado Pablo, lo fue por Cristo; él dice: “Prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús” (versículo 12).
¿Sabemos y valoramos suficientemente lo que representa poder mirar al Señor ahora en el cielo y decir: “Señor, Tú conoces toda la gloria que el Padre Te dio para podernos alcanzar; Tú consumaste una obra en la cruz, por la cual nos has purificado del todo; nos has dado Tu Espíritu, el cual nos guarda y guía toda nuestra vida mientras estamos en este mundo; Tú sabes exactamente lo que será cuando esto ‘corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad’(1a Cor. 15:54, y cuando el ‘cuerpo nuestro de esta humillación sea cambiado en un cuerpo semejante al tuyo en gloria’ , y todas las cosas te sean sujetas?” (versículo 21).
¿Nos hemos parado a pensar alguna vez, cuales son los pensamientos del Señor en la gloria? Pueden ser éstos como los del alfarero trabajando en un vaso, para moldearlo de acuerdo a su uso, pero, ¿qué hay en la mente del alfarero? Mientras estamos en este mundo, el Señor se ocupa de nosotros durante todos los años de nuestra vida, pero, ¿qué es lo que está en la mente del alfarero durante todo ese tiempo? Tengamos por seguro que cuanto nos haya sucedido y nos haya de suceder, jamás ha sido por accidente ni lo va a ser. El Señor sabe a dónde debe conducirnos, cómo y cuándo. El Hijo de Dios podía decir, “Yo pongo Mi vida... tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:17-18). El Padre tiene toda Su delicia en El, y el Señor nos ha llevado hasta el corazón del Padre, y además el Señor sabe que estamos predestinados para ser semejantes a Él. Ahora no lo podemos ver con nuestros ojos, ni oírle con nuestros oídos; ni siquiera cuando Él intercede por nosotros le podemos oír; pero nuestro Señor, mientras nos contempla desde los cielos, viéndonos aquí abajo, tiene Sus pensamientos acerca de Su gloria en nosotros. Él nos tendrá en la casa del Padre, y, ¿cuál es Su gloria en todo Su obrar? No es otra que ese bendito camino de humillación que Él tomó.
Hay una gran diferencia entre lo anteriormente expresado y una pretendida humillación voluntaria; esto es, haciéndonos nosotros el centro de todo. El Señor dice de Sí mismo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer Tu voluntad” (Heb. 10:7). Algunos de los colosenses decían: “No manejes, ni gustes, ni aun toques” (Col. 2:21). siguiendo los rudimentos del mundo, y esto es lo que se dice humildad voluntaria (una humildad buscada, solamente exterior), en una humana sumisión. No es lo mismo con Cristo, en Quien el Padre tenía todo Su contentamiento, y como diciéndole a Cristo: “Habiendo aparecido el pecado, te costará un duro trabajo y penoso cometido el abrir el camino hacia Mí, a los hombres pecadores, y el mío hacia ellos—será un doloroso cometido, el conducirlos a mi hogar; pero después de ello, todo será gloria y bendición—cuyo bien será el gozo de tenerlos en casa.”
La Iglesia es el vaso para contener la gloria del Cordero de Dios. ¿No es ésta una gran condescendencia del Señor Dios, el morar en tales pobres criaturas cual somos nosotros? Para asegurarnos que sea así, y sobre el principio en el cual yo quiero insistir, es que debemos abandonar todos nuestros pensamientos humanos sobre lo que es grande y encomiable en este mundo, y llenar nuestras mentes con los pensamientos divinos. Dondequiera que lo encontremos, Dios siempre desciende hacia tales pobres criaturas como somos nosotros, para elevarnos hacia Él.
Pasemos ahora al capítulo primero de esta misma epístola, el cual nos presenta dos cosas. Primero, las circunstancias en las cuales Pablo estaba viviendo la vida de Cristo. Era un preso de Roma, probablemente encadenado a un soldado romano, y habiendo muchos tratado de aumentar sus tribulaciones. Sus circunstancias eran realmente las de un mártir. Y ¿qué dice el apóstol acerca de tales circunstancias? En resumen, les dice que no se inquieten acerca de ellas—acerca de aquellos que trataban de añadir más aflicciones sobre sus cadenas, pues que éstas abundarían para su liberación, y así, Cristo, sería glorificado en su cuerpo, fuera para vida o fuese para muerte.
Ciertamente que si oyéramos a alguien decir tal cosa, podríamos pensar que es algo demasiado atrevido. ¡Que Cristo tenga que ser engrandecido por alguien...! ¡El Señor de toda la gloria ser glorificado en tal hombre! ¿Cómo se puede hablar del Señor siendo glorificado, sea que uno viva o que muera—el Cristo que mostró más sumariamente ser, por medio de las circunstancias por las cuales pasó el apóstol, TODOSUFICIENTE? Pero con Pablo es distinto; él está por encima de las nubes con este Cristo, y ha obtenido tal amor por Aquel que siempre se ha ocupado de él—contemplándole a Él—lo cual hace que no se preocupe por nada, sea que viva o sea que muera—Cristo será glorificado. Por consiguiente el apóstol se expresa de manera precisa, exclamando: “para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (versículo 21). Nuestra vida como cristianos es Cristo; esto significa mucho más que el que Cristo sea nuestro objeto.
La vida que debemos vivir, es Cristo. La primera impresión que yo tuve, cuando me convertí, acerca de esto, fue lo que se expresa acerca de Enoc — “Caminó Enoc con Dios” (Gén. 5:22) — Este fue mi comienzo, diciéndome a mí mismo: “Voy a caminar con Dios.” Cosa preciosa, en tanto que fuese así, pero muy pronto me di cuenta, como Lutero lo hizo en su día, exclamando: “¡Verás como el viejo hombre es más fuerte que el joven creyente!” Llegué al fin de mi capacidad, pues buscaba un caudal del cual obtener sustento, por el cual vivir. Supe que somos incapaces de vivir fuera de los recursos de Cristo en sí mismos; no podemos actuar como si nuestra vida estuviera separada: Cristo debe ser la fuente. Se dice que las fuentes de Termópilas, las mismas de las cuales se escribió mucho, dos mil años atrás, que habiendo estado manando dos mil años, continúan manando, y son las mismas de siempre. Con todo, no se puede comparar la vida de Cristo con dichas aguas.
Si el creyente puede decir en verdad, “Para mí el vivir es Cristo” (Fil. 1:21), entonces debe considerar a Cristo no solamente como el fin de todas las cosas que él haga, sino como la fuente de todo. Dios debe hacernos volver atrás para aprender esto. En todas las actuaciones de nuestra vida buscamos la presente ayuda de Cristo. ¿Quién puede ser considerado más noble, el hombre que vive para sí mismo, tal vez haciendo limosnas, o el hombre viviendo para Cristo? No es solamente que Cristo sea la fuente de todo, sino que es el origen y fundamento—la esencia—en el cual nuestra vida es canalizada. Sea que comamos, que bebamos, velemos, o durmamos, hagamos todas las cosas como para el Señor. ¿Podría ser de otra manera? ¿Cómo podríamos vivir independientes de la vida de nuestros cuerpos? Todo en nosotros está en relación con la vida de Cristo. Poseemos la vida eterna, por lo cual no puede esta vida ser independiente de Cristo.
Si afirmamos que “Para mí el vivir es Cristo”, ¿contemplamos por la fe, al Señor en los cielos? Él está allí en la presencia del Padre, diciéndonos: “Morí por vosotros, para que por la gracia podáis subir aquí conmigo. Os he dado el perdón de los pecados; ahora quiero que cumpláis vuestro ministerio” — el servicio de cada creyente. Este es el secreto de todas las cosas en cuanto a gozar de la libertad, y poseer la fortaleza necesaria para nuestro servicio a Él.
Los creyentes de Éfeso, así lo vieron y se gozaron en ello; pero con los años olvidaron al Cristo viviente, estando extremadamente ocupados con sus propios deberes, como siendo un candelero, no solamente en cuanto al Cristo viviente, sino en toda su bulliciosa diligencia para ser un candelero aquí abajo; de esta manera, olvidaron “su primer amor” (Apoc. 2:4 ), lo que fue una gran pérdida para ellos. Mientras estemos en este mundo, nuestra mirada de fe debe ser puesta sobre aquella preciosa y sumamente gloriosa Persona, toda excelente en belleza, cuyo amoroso corazón desea vehementemente que vivamos para El en cada particular minuto de nuestra vida.
En el capítulo 3, Pablo nos muestra cuál era su gloria. Podríamos decir, “¡que estaba muy confiado!” Él decía: “Aquí soy la ganancia de Cristo—algo que Cristo ha ganado—y al mismo tiempo le tengo a Él ante mí como mi ganancia.” Podría decirse que esto es demasiado atrevido. Pero considerando lo que el apóstol dice en el capítulo 2, acerca de Cristo, podemos comprender ser así, lo que podría parecer una osadía. Es como si dijera: “Yo os muestro a UNO, no como yo, quien anduvo Su camino con entrega total de Sí Mismo, en toda perfección, y a Este es a quien sigo. Él se humilló a lo sumo, siendo obediente hasta la muerte en la cruz, y Dios mismo le ha colocado en los cielos, y le ha recompensado por todo lo que Él hizo aquí para obedecerle y glorificarle: ‘Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, etc.,’” (versículo 9).
Dios le colocó aquí en un lugar como Hombre. ¿Cómo vino Jesús a un tal lugar? Él vino desde el Seno del Padre, desde el trono eternal, para revelar el carácter de Dios en este mundo, y Él lo hizo de manera perfecta (Juan 1:18). A menudo me siento llamado a examinar en qué manera Pablo desempeñaba su doctrina, aunque viera que en alguna cosa él hubiese fracasado, aunque yo siempre veo las cosas del lado positivo, es decir, que veo las cosas del lado en que la gente no fracasa sobre ello ahora. Pablo fue devoto, algunas veces más allá de toda discreción; una devoción y entrega que no siempre fueron del todo discretas. ¡Él hablaba a la gente como desde lo alto de la escalera! En nuestros días la gente mira bien, antes de poner su pie en el barro o sobre la parte seca, siquiera en la senda por la cual deben andar. El UNICO PERFECTO ha sido el BENDITO SEÑOR JESUS: Él fue el Hombre con una sola idea, un solo pensamiento. Y esta idea y este pensamiento eran: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer Tu voluntad” (Heb. 10:7). Su comida era el hacer la voluntad del Padre (Juan 4:34), y esto lo hizo cabal y perfectamente. Vemos en Él estas dos cosas: el Espíritu de obediencia y el Espíritu de dependencia.
¡Qué persona tan maravillosa es un cristiano, si éste depende realmente de Cristo! El corazón de Pablo fue cautivado por Cristo. ¿Están nuestros corazones dependientes de esta persona viviente? Un cristiano es una persona admirable, si depende de Cristo; una tal persona sabe que no tiene que hacer otra cosa aquí abajo que depender del Señor, y esperar y confiar en Él. De esta manera Él nos manifiesta Su mente, y nosotros le declaramos la nuestra, estableciéndose una mutua y perfecta comprensión. Él sabe cómo concedernos aquello por lo cual dependemos de Él, a Su tiempo y en justa medida. Preguntémonos si dependemos de Él en espíritu, y si existe esa obediencia de espíritu, la cual reconoce lo que Dios es en Sí Mismo, sometiéndose a lo que Él hace, reconociendo por nuestra parte que viniendo de Él es lo mejor. ¡De la más alta y refulgente luz, la cual ningún hombre ha visto ni puede ver, en la cual mora Dios, el Señor, con todo, desciende a lo más bajo y nos declara lo que Él ha hecho por nosotros! La gloria brota de la humillación, en la cual Él presentó Su gloria moral. El Señor Jesucristo “se humilló a Sí Mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8).
G.V. Wigram
(Traducido del Inglés por Daniel Escuain C.)
Impreso en EUA 2010