Hasta aquí el libro de los Jueces nos ha presentado una serie de operaciones conducidas por Dios a través de instrumentos diversos, suscitados por Él para librar a Su pueblo: era el período de los avivamientos. La nueva división del libro que va a ocuparnos tiene un carácter particular, presentado por el nazareato.
El pueblo de Dios cae nuevamente, y por séptima vez leemos: “Los hijos de Israel tornaron a hacer lo malo a los ojos de Jehová” (versículo 1). Dios no nos da ningún detalle sobre esta nueva infidelidad, pero por la severidad con que deja caer la vara sobre Su pueblo, podemos suponer la gravedad de la desobediencia: cuarenta años sufren la esclavitud de un amo extraño. El castigo son los Filisteos: nada lo describe mejor que este hecho. Hasta aquí la humillación fue infligida por enemigos de afuera: los Sirios y Jabín: o por naciones parientes de Israel según la carne: Amón y Moab. Aquí hallamos al enemigo establecido en el territorio mismo de Canaán, el Filisteo e Israel es su esclavo.
Nuestros días no difieren mucho de esos lejanos tiempos: lo que antes se hallaba fuera de la casa de Dios, ahora la domina. Los gentiles descritos en el primer capítulo de la Epístola a los Romanos son sus moradores e imprimen su carácter moral sobre la Iglesia: la mezcla entre los principios mundanos y el pueblo de Dios se llama la cristiandad. Ahora bien, en tales condiciones, ¿cuál es el recurso del que quiere honrar a Dios? Una sola cosa: el nazareato, palabra que significa: separado o consagrado. La posición que debe caracterizar al cristiano es una separación entera como una consagración verdadera para Dios. Antes de abordar la historia de Samsón, digamos algo sobre el nazareato.
Bajo la ley, cuando el orden existía en el pueblo de Israel, el nazareato era un voto de separación voluntaria y temporaria (Números 6). En un tiempo de ruina el nazareato es obligatorio y perpetuo, es el ejemplo que Samsón nos ofrece: es nazareo desde el vientre de su madre. La continuidad del nazareato que vemos empezar en él, sigue en Samuel bajo la ruina del sacerdocio representado por Elí (1 Samuel 1:11). Pero cesó con el rey David, tipo de la gracia real: no vemos en su tiempo ningún nazareo; y menos aún en el reinado de Salomón, tipo de la gloria real de Cristo. Pero, cuando la realeza responsable de gobernar a Israel se corrompió, apareció nuevamente el nazareato continuo en la familia de los Recabitas (Jeremías 35:2-19). Más tarde aún, cuando un residuo de Israel ha sido restaurado para esperar a su Mesías, con la apariencia de “una casa barrida y limpiada”, pero moralmente muerto, entonces Juan el Bautista es suscitado con un nazareato permanente (Lucas 1:15).
Anunciado por Juan, Jesús aparece: Él, el verdadero nazareo entre Sus hermanos (Génesis 49:26). Prescindiendo ostentar las señales del nazareato terrenal, Jesús realizó plenamente Su nazareato moral que lo separaba de todo goce con Su pueblo, figurando por una abstención total del “fruto de la vid”: esta prescripción, por sí sola, proclamaba altamente la ruina final del pueblo de Dios según la carne. Acabada su carrera terrenal, ya resucitado, el Señor entró en una nueva fase de Su nazareato: la celestial. Se santificó a Sí mismo, se consagró a los intereses de los Suyos para que éstos fueran santificados en verdad. Jesús, verdadero nazareo aquí abajo: santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores, lo es arriba también sentado a la diestra de Dios: además Él caracteriza el nazareato que los Suyos aquí deben manifestar a perpetuidad.
Otra observación de importancia: el sacerdocio era sólo privilegio de la familia de Aarón entre la tribu de Leví: hoy constituye el privilegio de todos los hijos de Dios (1 Pedro 2:5-9): el nazareato que pertenecía a una clase menos numerosa aún en Israel, caracteriza esencialmente a todos los fieles en el tiempo de la gracia. Y constituye además la marca indispensable de los testigos de Dios en una cristiandad ruin y en víspera del juicio. El nazareato, como el sacerdocio, llena el Nuevo Testamento: es una verdad que resplandece en cada página del libro sagrado a los ojos de quienes los tienen abiertos. Verdad importante, primordial y práctica a la vez en nuestra vida.
En la antigua alianza, el hombre o mujer haciendo un voto de nazareo se consagraban al servicio de Dios durante un tiempo determinado en el cual debía observar una rigurosa abstención de tres cosas. En primer lugar: “Se abstendrá de vino y de sidra, vinagre de vino ni vinagre de sidra beberá: ni beberá algún licor de uvas ni tampoco comerá uvas frescas ni secas, todo el tiempo de su nazareato: de todo lo que se hace de vid de vino desde los granillos hasta el hollejo no comerá” (Números 6:3-4).
Digámoslo enseguida: Jesús, Él solo, ha sido el perfecto nazareo. En efecto ¿dónde hubiera hallado Su gozo en un mundo pecador? “Varón de dolores, experimentado en quebranto”, no tuvo lugar donde reclinar Su cabeza: “Vino a lo Suyo y los Suyos no le recibieron”. “Vosotros subid a esta fiesta” —dijo a Sus hermanos— “Yo no subo a esta fiesta porque Mi tiempo aún no ha venido: no puede el mundo aborreceros a vosotros, mas a Mí Me aborrece” (Juan 7:8). Aunque el Señor cambió agua en vino y comía y bebía con los publicanos y pecadores, observó siempre la más estricta separación de los goces de un mundo que lo rechazó. Para obtener “la perla de gran precio”, “vendió todo lo que tenía”, dejó Sus glorias celestiales, rehusó sus derechos al trono de Israel como hijo de David: hasta en cierta oportunidad desconoció Sus vínculos humanos: “¿Qué tengo Yo contigo mujer?”; “¿Quién es Mi madre y quiénes son Mis hermanos?”. Desde temprano, a la edad de doce años, hallamos un rasgo de Su nazareato: “¿Qué hay, por qué Me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de Mi Padre me conviene estar?”. Además, bien sabe el lector, que en la última cena, en la cual Jesús instituyó el memorial de Su muerte ofreciendo la primera copa a Sus discípulos, les dijo: “De cierto os digo, que no beberé más del fruto de la vid” (Lucas 22:18).
He aquí pues el divino modelo de un perfecto nazareato, separado de todo lo que podía impedirle cumplir la voluntad de Dios en este mundo. Amado lector ¿seguimos esta regla? ¿Nos es ajeno todo lo que toca de cerca o de lejos a la alegría del corazón del hombre natural? Mas diréis: ¿dónde está la posibilidad de realizar esta santificación de una manera tan absoluta? Esta posibilidad se halla en el carácter celestial de nuestro nazareato. Bajo la ley mosaica, la santificación era material, terrenal: bajo la gracia nuestro nazareato es espiritual y además celestial. En efecto, el Señor, el jefe de nuestro nazareato se ha santificado a Sí mismo por nosotros, y tiene los medios para apartarnos con Él y consagrarnos como Él. El primero de estos medios es la Palabra de Dios que nos pone en relación con el Padre: “Santifícalos en Tu verdad: Tu Palabra es verdad” (Juan 17:17). El segundo de estos medios es Jesús mismo: “Por ellos Yo me santifico a Mí mismo para que también ellos sean santificados en verdad” (Juan 17:19). Por Él nuestras relaciones, vínculos y afecciones son purificados y llevan un carácter celestial que nos separa del pecado y de un mundo juzgado ya.
La segunda prescripción del nazareato consistía en que todo el tiempo del voto del consagrado, “no pasará navaja sobre su cabeza, hasta que sean cumplidos los días de su apartamiento a Jehová”. Este punto de la consagración toca a la esencia misma del ser humano: el hombre es un ser personal, se jacta de su libre albedrío, de voluntad independiente para la cual nada es más importante que su dignidad y todo lo que se le relaciona. Mas los cabellos largos de su nazareato lo separan en figura de todo esto: son a la vez el símbolo de dependencia, y para el varón, de deshonra (1 Corintios 11:4-15). Bajo este velo abdica su personalidad: como la mujer se sujeta a su marido, el nazareo lo era a Jehová. Fuera de esta dependencia no hay servicio para Dios ni fuerza para servir: en efecto, el cabello largo, signo de “un vaso más frágil”, se tornaba para el nazareo en motivo de poder: nadie es más fuerte que un cristiano obediente a su Dios. El poder del mundo y de Satanás se estrellaron contra la entera sumisión de Aquél que dijo: “He aquí Yo vengo para hacer, oh Dios, Tu voluntad ... He descendido del cielo no para hacer Mi voluntad, mas la voluntad del que Me envió” (Juan 6:38).
Un tercer punto caracterizaba el nazareato: “Todo el tiempo que se apartare a Jehová, no entrará a persona muerta: por su padre ni por su madre, por su hermano ni por su hermana se contaminará con ellos cuando murieren: porque consagración de Dios tiene sobre su cabeza”. Los lazos más fuertes, los de la familia, no debían entrar en cuenta para el que se entregaba al servicio de Dios: todo lo que se relaciona con el hombre caído, “el muerto”, “el viejo hombre”, manifestado en su consecuencia, la muerte, el nazareo lo debía evitar a todo precio. ¡Cuán poco comprendemos esto! Al llamado del Señor para seguirle, quisiéramos decir más bien: “Déjame que primero vaya y entierra a mi padre”; si el nazareo no podía participar del gozo de este mundo, representado por el fruto de la vid, tampoco podía unirse a su dolor causado por la muerte física, figura de la muerte moral y su corrupción. Tales son los tres puntos principales del nazareato, que pocos cristianos realizan y que muchos han olvidado seguir el sendero trazado por su divino modelo.
Excepto para el pecado voluntario la ley ofrecía sus recursos mediante los sacrificios. En la vida diaria o en sus deberes para con Jehová, cuando por error el israelita había pecado, era ofrecido un sacrificio: cuando por negligencia, o por un pecado imprevisto, imposible al hombre de evitar, una víctima era exigida (Levítico 4:5; Números 19). Nuestro nazareato exigía la separación más absoluta de las manchas de este mundo, las más comunes, las más frecuentes hasta en casos involuntarios, “si alguno muriere de repente junto a él”, el nazareato estaba interrumpido: había pecado. “Sed santos porque Yo soy santo”; para nosotros, en ninguna parte de Su Palabra Dios supone que el nazareo pudiera, deliberadamente, “beber vino”, “cortar sus cabellos”, o “contactar un muerto”: Dios no supone que debamos pecar, actúa para con nosotros sobre el principio enunciado: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1).
Las tres características del nazareato que hemos visto, a pesar de su importancia, no eran más que caracteres exteriores de un voto de libre consagración al servicio de Jehová: sin embargo, había una separación interior del alma, la cual era la base de esta misma consagración. Insistimos sobre este punto importante: “Si un hombre o una mujer se apartare haciendo voto de nazareo para dedicarse a Jehová”, un voto consistía en una decisión de servir a Dios, una entrega sin restricción. Para nosotros, cristianos, sin esta entrega a Dios, el nazareato no sería sino una mera forma exterior. Se ven cristianos ser miembros de sociedades antialcohólicas, prohibiendo tomar vino, prohibiendo fumar, prohibiendo ir al cine, prohibiendo cortarse el cabello, etc., sin ser verdaderos nazareos según Dios, porque les falta esa entrega de corazón. Los creyentes de Macedonia consideraban como una gracia divina entregarse a sí mismos, dándose primeramente al Señor, “y a nosotros por la voluntad de Dios” —escribe el apóstol—. “Andad en amor, como Cristo nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros” (2 Corintios 8:5; Efesios 5:2).
Empero se ve profesar exteriormente el nazareato con un corazón dividido, como fue el caso de Samsón. Su nazareato terminó con una triste derrota: mientras que en la vida de Abraham se manifiesta la influencia de una verdadera separación y renunciamiento a todo lo que el mundo le podía ofrecer, aunque él no estaba bajo la ley. Llegado a Canaán el patriarca erige tres altares: el primero en Siquem, el altar de la obediencia a Jehová, quien lo había llamado a separarse de Ur de los Caldeos, el mundo gentil idólatra. El segundo en Betel, el altar del viajero que no tiene aún en el país de la promesa, en Canaán, sino una tienda por morada. El tercero, el de Hebrón, el altar del renunciamiento, el sitio donde morirá en la fe “sin haber recibido las promesas, sino mirándolas de lejos, creyéndolas y saludándolas”: allí, “como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo”, Abraham realiza toda la extensión de las bendiciones prometidas.
Hemos dicho que Dios no supone que debamos pecar, o hacer “inmunda la cabeza de nuestro nazareato”; sin embargo, en el texto citado de la primera epístola de Juan leemos: “Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo” (1 Juan 2:1). En tal caso, uno de los actos que correspondía hacer al que había perdido su nazareato exterior, era el rasurarse su cabeza: esto significaba reconocer públicamente que había faltado: declaraba que la potencia de su nazareato le había abandonado. A tal confesión nunca llegó Samsón: no es él quien rasuró su cabeza sino las manos inmundas de los Filisteos; además, “no sabía que Jehová se había apartado de él”, y su larga cabellera era una señal hipócrita. En segundo lugar, el que había perdido su nazareato debía ofrecer dos tórtolas, o dos palominos, sacrificio de quien no podía alcanzar a un cordero: confesaba su incapacidad para seguir en el servicio de Dios.
Hemos de tomar a pecho estas figuras para comprenderlas: nos dicen que no hemos de ostentar una actitud exterior de poder espiritual cuando interiormente hemos perdido nuestra comunión con el Señor. La humillación ante Dios, la confesión de nuestros errores y faltas en el servicio de Dios que nos ha sido confiado, serán el medio por el cual nos puede restaurar: velemos en nuestra consagración sin permitir a la carne ninguna interrupción.
Llegará sin embargo el día cuando el nazareato se concluirá: día de alegría en que el consagrado tendrá el privilegio de ofrendar a Jehová la gama entera de sacrificios en plena comunión con Él. Ese día amanecerá para el Señor y para nosotros también cuando recoja los frutos en sazón del “trabajo de Su alma”. Entonces “beberá del fruto de la vid” nuevo, un gozo sin mezcla en el reino de Dios, como en la gloria milenial a la cual Él nos asociará: “Yo pues os ordeno un reino, como Mi Padre Me lo ordenó a Mí, para que comáis y bebáis en Mi mesa en Mi reino” (Lucas 22:29-30). La potencia del Espíritu Santo de nuestra consagración no se necesitará ya para comunicarnos el poder que hoy nos es indispensable para mantenernos separados del mal: todo el poder divino nos hará realizar una comunión sin mezcla. En el día de la consumación de su voto, el nazareo “rasurará su cabeza, y tomará los cabellos de su nazareato, y los pondrá sobre el fuego que está debajo del sacrificio de las paces”, acto perfectamente conforme a los pensamientos de Dios que simboliza la consumación de una plena sujeción a Él: cuando “el mismo Hijo se sujetará al que sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas en todos” (1 Corintios 15:27).