Jueces 1:17-36: La decadencia y las circunstancias que la caracterizan

Judges 1:17‑36
La introducción del libro de Los Jueces que nos ha ocupado hasta aquí aunque haya dado ciertas señales de peligro, presenta al pueblo de Dios gozando condiciones todavía florecientes; más adelante veremos en qué consiste la decadencia, que todavía difiere de la ruina. La primera como la segunda aparecen en la historia de la cristiandad: para convencernos de este hecho basta con leer la primera y última cartas dirigidas a las iglesias en Apocalipsis 2 y 3. Éfeso, al abandonar su primer amor inicia la caída: Laodicea vomitada de la boca del Señor, consuma la ruina.
¿En qué consiste la decadencia? Una palabra, una sola, la caracteriza: la mundanalidad. Esta palabra significa la asociación del cristiano con el mundo, empezando por su corazón. Para descubrir dónde comienza la caída se debe volver siempre allí. ¡Cuán sencillo y comprensible es para todo creyente este toque de alarma: “No améis al mundo”! (1 Juan 2:15). ¡Cuán fácil sería evitar los peligros y los deslices en el camino si el corazón fuese íntegro para con el Señor! No es de balde que Dios dijo por quién ¡ah! no supo guardar el suyo: “Sobre todas las cosas guardadas, guarda tu corazón” (Proverbios 4:23).
Después de haber visto dónde empieza la decadencia, debemos notar que ésta es gradual: de una a otra etapa Israel ha descendido la pendiente, como el hombre que descendía de Jerusalem a Jericó: lo que ha sucedido al pueblo de Dios en la carne, aconteció también a la Iglesia. Si después de haber marchado por el poder del Espíritu Santo, un creyente ofrece al mundo un pequeño lugar en su corazón, poco a poco se dejará invadir del todo: luego subyugar por el enemigo que ha cesado de combatir y puede ser que termine su carrera en la humillación de una vergonzosa derrota.
Antes de pasar al estudio de los textos de nuestro párrafo, debemos hacer notar que los tres últimos capítulos de este libro constituyen la narración de eventos que tuvieron lugar en el comienzo de Los Jueces: su relato debería seguir a continuación de los dos primeros capítulos. Mencionamos este hecho aquí, con motivo de hacer resaltar un tercer principio de la decadencia. Helo aquí: antes que Dios se resuelva a entregar a su pueblo al enemigo, como lo vemos en el capítulo 3, y éste para su bien, su estado moral está enteramente ruin: como lo comprueban los eventos relatados en el final de Los Jueces, Israel había caído en un abismo. La Iglesia ha seguido el mismo derrotero: apenas el último apóstol hubo concluido su carrera terrenal cuando una sima se abrió entre los principios de la asamblea cristiana apostólica y la de los tiempos que siguieron. Repentinamente los cristianos perdieron hasta las nociones más elementales de la salvación por gracia y la justificación por la fe.
Estos dos principios: la decadencia gradual y la ruina encierran para nosotros una lección de importante alcance práctico: el primero nos pone en guardia contra la menor tendencia mundana de nuestro corazón, ya que allí empieza la decadencia: y el segundo nos enseña que al no poder fundar nada en nosotros mismos o sobre nuestro “viejo hombre”, no debemos sino tenerlo por muerto en la cruz: “No teniendo ninguna confianza en la carne”, dependeremos más enteramente de Dios y de Su gracia. Entremos ahora en el detalle de nuestro párrafo.
“Y fue Judá con su hermano Simeón, e hirieron al Cananeo que habitaba en Safat y asoláronla y pusieron por nombre a la ciudad Horma” (esto es entera destrucción) (versículo 17). Éxito notable, que recuerdan las victorias relatadas en el libro de Josué: Judá rechaza toda alianza con el Cananeo, tres ciudades fuertes con sus términos son tomadas: Gaza, Ascalón y Ecrón. “Y Jehová fue con Judá” (versículo 18). Como lo podemos advertir en Apocalipsis 2 y 3, el Espíritu subraya siempre lo que el Señor aprueba en las iglesias, lo hace también aquí, menciona las victorias de Su pueblo. Pero prosiguiendo la lectura, notamos un fracaso: “Y echó a los de las montañas, mas no pudo echar a los que habitaban en los llanos, los cuales tenían carros herrados” (versículo19). El enemigo recordará siempre esta defección que avergüenza a Dios y a Su pueblo: “Sus dioses son dioses de los montes” —dicen— “por eso nos han vencido”. Y renovará el combate en la llanura (1 Reyes 20:23). Lección muy importante para el cristiano, hela aquí.
Desconfiando de sus fuerzas, en apariencia por lo menos, Judá se había aliado con Simeón, esto significa no confiar en Dios: luego esa falta de confianza en Quien le hubiera dado plena victoria sigue el temor al poder del mundo. ¿Qué valor tenía el poder del enemigo para Aquél que había echado los carros de Faraón en la mar? ¿No había Judá quemado a fuego los carros de Jabín, en un día le plena victoria? (Josué 11:4-9). Cuando nuestra confianza en Dios vacila y buscamos la ayuda del brazo carnal, aun cuando fuese el de un hermano, el poder de Satanás se alza ante nuestras incrédulas miradas, y perdemos la victoria.
Sigue una tercera mención del valor de Caleb (versículo 20): nos muestra que su fe personal le permite triunfar donde la acción de la tribu de Judá había fracasado. Echa al enemigo, los tres hijos del gigante Anac, y así Caleb disfruta de la plenitud de su heredad, porque obtuvo una completa victoria. “El Señor me ayudó y me esforzó para que por mí fuese plenamente cumplida la predicación” —escribe el apóstol— mientras, “todos” le habían desamparado (2 Timoteo 4:17).
“Mas el Jebuseo que habitaba en Jerusalem, no echaron los hijos de Benjamín, y así el Jebuseo habitó con los hijos de Benjamín en Jerusalem hasta hoy” (versículo 21). En día de victoria Judá había tomado a Jerusalem “y pasaron los habitantes a filo de espada y pusieron fuego a la ciudad” (versículo 8): sin embargo, las tropas enemigas derrotadas una vez, hábiles para volverse a formar, encontraron en la falta de fuerza de la tribu hermana quien no supo aprovechar la victoria de otra, una ocasión favorable para recuperar la posición perdida y quedar en Jerusalem unas cuatrocientos años más. Años perdidos para Benjamín en permanente contacto con el Jebuseo, hasta que por fin Jerusalem fue conquistada por David (1 Crónicas 11:4).
“También los de la casa de José subieron a Betel: y fue Jehová con ellos” (versículo 22). Era en este lugar, llamado Luz por los Cananeos (esto es salida), donde Jacob había visto la escalera que tocaba el cielo, y a los ángeles subir y bajar por ella: allí había recibido de Jehová la promesa de la tierra donde estaba acostado, y había llamado a ese lugar: Betel, (esto es casa de Dios), o ¡puerta del cielo! Ahora, fiel a Su palabra, Dios estaba con la casa de José, en la cuarta generación del patriarca, para darle la tierra. Pero los ejércitos de José no se dejan dirigir por Aquél que está con ellos, ni le piden las instrucciones necesarias para tomar a Betel: confían en la sabiduría humana y en sus planes. Los espías vigilan la ciudad y descubren su entrada por medio de un hombre que salía de allí, a quien en cambio prometen salvar su vida y la de su familia.
Este hombre nos hace recordar a Rahab quien recibió a los espías de Josué antes de la toma de Jericó: pero hay una diferencia fundamental entre el acto de Rahab que es obra de fe (Hebreos 11:31), y el de ese hombre que es una traición. No es creyente, es un traidor: los espías le salvan la vida, pero ¿qué hizo después de haber escapado a la destrucción? En lugar de asociarse al pueblo de Dios como lo hiciera Rahab, vuelve al país de su origen, y edifica allí esa misma ciudad que Jehová acaba de destruir llamándola con el mismo nombre: “Y fuese el hombre a la tierra de los Heteos, y edificó una ciudad a la cual llamó Luz” (versículo 26). Para él las cosas no han cambiado: Betel, la casa de Dios no existe: el que se dice cristiano probará por su conducta si su fe es verdadera o fingida, si verdaderamente para él el mundo es juzgado ya, o si volverá a edificar lo que Dios destruyó: “La puerca lavada” no ha cambiado su naturaleza, vuelve a revolcarse en el cieno y “el perro a su vómito” (2 Pedro 2:22).
Después de Judá, Benjamín y los hijos de José, el texto menciona a la tribu de Manasés, pero sin atribuirle ninguna victoria: “Manasés no echó a los de Bet-Sean ni a los de sus aldeas, ni a los de Tanac y sus aldeas, ni a los le Dor y sus aldeas, ni a los habitantes de Ibleam y sus aldeas, ni a los que habitaban en Meguido y sus aldeas: mas el Cananeo quiso habitar en esta tierra” (versículo 27). Manasés parece no tener ninguna fuerza, pierde cinco ciudades: la voluntad del mundo tiene más fuerza que la Palabra y las promesas de Dios para la tribu debilitada: “El Cananeo quiso habitar en esta tierra”, aunque, cuando Israel tomó fuerza hizo al Cananeo tributario: pero no era esto lo que Dios había ordenado, el Cananeo debía ser destruido. La Iglesia cometió el mismo error: cuando se tornó fuerte y rica, emperadores y reyes le fueron tributarios, sin ser verdaderamente cristianos sometidos a la Palabra de Dios. Ella “tuvo reino sobre los reyes de la tierra” (Apocalipsis 17:18); “se hizo un gran árbol y vinieron las aves del cielo e hicieron nido en sus ramas” (Mateo 13:32).
Sigue la tribu de Efraím: pierde una ciudad: “No echó al Cananeo que habitaba en Geser, antes habitó el Cananeo en medio de ellos” (versículo 29): Zabulón pierde dos ciudades y deja al Cananeo establecerse en medio de ellos (versículo 30): sigue una derrota más grande, la tribu de Aser pierde siete ciudades y “moró entre los Cananeos” que habitaban en la tierra (versículo 31). Neftalí pierde dos ciudades, y mora entre los Cananeos (versículo 33). Desconcertante paralelismo ofrece la Iglesia: “Yo sé dónde moras, donde está la silla de Satanás, entre vosotros, donde Satanás mora” (Apocalipsis 3:13). De aquí en adelante el Cananeo está unido al pueblo de Dios, y éste se halla sumergido por él.
Hemos descendido ya varios grados en el camino de la decadencia: pero unos rasgos más, y el cuadro será completo: “Los Amorreos apretaron a los hijos de Dan hasta el monte: no los dejaron descender a la campiña” (versículo 34). Por fin Satanás alcanzó sus propósitos: ha despojado el pueblo de Dios de su heredad: “El término del Amorreo fue desde la subida de Acrabim” (esto es los escorpiones, figura del poder de Satanás; Lucas 10:19), “desde la roca arriba” (versículo 36). Allí se aloja el enemigo, quita a los creyentes el conocimiento de la obra de Cristo desde su fundamento: la roca, hasta arriba: su subida a los cielos.
Israel ha malogrado la conquista del país qué Dios le dio, teme al enemigo, lo soporta y por fin vive en buena armonía con él. ¡Pobre Israel! Pronto lo veremos abandonar a su Dios, el Dios que lo había salvado, y postrarse ante los ídolos de los Cananeos. Pero, hasta aquí el relato de Los Jueces que hemos seguido se limitó en constatar que Israel está satisfecho con una conquista incompleta y convive con naciones idólatras. Tal es el camino de la decadencia. Considerada bajo el aspecto de su responsabilidad en su historia, la Iglesia ha seguido el mismo derrotero. ¿No había dicho el Señor: “Me seréis testigos hasta los confines de la tierra”? ¿Han seguido los cristianos el ejemplo de Pablo, quien había “llenado todo del Evangelio de Cristo”? (Romanos 15:19). Hermanos míos, pertenecemos todos al período de la decadencia: demasiado tarde es para soñar con una restauración total de la Iglesia: cizaña y trigo crecen juntos, la levadura invadió toda la masa (Mateo 13:30,33).