Jericó
Por fin el pueblo de Israel ha llegado frente al obstáculo: es una ciudad “amurallada hasta el cielo”, alzado delante de él para impedirle tomar posesión del país. “Jericó estaba cerrada, y bien cerrada, a causa de los hijos de Israel; nadie salía, ni nadie entraba” (versículo 1). No hay nada que el enemigo aborrezca tanto que el vernos entrar en nuestros privilegios y tomar una posición celestial; bien sabe que un pueblo celestial se le escapa y le arrebata sus bienes. Pues su primer esfuerzo es poner un obstáculo a nuestra marcha hacia adelante y a la vez resguardar sus bienes: “Cuando el fuerte armado guarda su atrio, en paz está lo que posee; mas si sobreviniendo otro más fuerte que él, le venciere, le toma todas sus armas en que confiaba y reparte sus despojos”.
¿Imperaba el temor en la ciudad? ¿Tenían miedo a los hijos de Israel los de Jericó? Sabían cómo las aguas del Jordán, una barrera que les había parecido infranqueable, fueron cortadas; habían oído cómo Jehová hizo abrir el Mar Rojo; también estuvieron enterados de la suerte de sus vecinos: Sehón y Og, reyes de los Amorreos. Todo esto lo sabe Jericó, pero tiene fe en sus murallas, en sus puertas y en sus cerrojos. ¡Vana confianza! El día de su destrucción está cercano; Satanás lo sabe también, pero ciega a los cautivos hasta en presencia misma del juicio; les convence que hay que resistir. ¡Cuántos son los que así actúan frente a la muerte, cuando se está a un paso sólo del infierno! Se confían todavía en la juventud, en la salud, en el dinero, en un médico, en una religión; se cierra las puertas al Señor, el único que los podría salvar. ¡Locura! Tarde o temprano el último baluarte se va a desplomar.
Pero hay otro motivo que indujo al rey de Jericó a cerrar las puertas de la ciudad; si nadie del exterior debía entrar, nadie tampoco debía salir. Satanás sabe que Rahab con todos los que están en aquella casa que una noche abrigó a los testigos de Dios y de cuya ventana cuelga un cordón de grana, cuentan con una esperanza. El diablo es astuto, no quiere que nadie escape de sus garras y tampoco del juicio de Dios; ningún esfuerzo humano es capaz de abrir brechas en estas murallas alzadas hasta el cielo como ante el Mar Rojo o frente al Jordán; nadie había podido abrir paso. Pero Jericó debe caer; Satanás tendrá que comprender que ninguna fuerza puede oponerse al pueblo de Dios que marcha bajo la dependencia de su Jefe.
¿Tendrá temor Israel? Allí hay mucho para amedrentarlos y hacerles volver atrás; es precisamente lo que se propone el adversario, y tratará de realizarlo cuanto antes. Pero, por el momento, el pueblo de Dios está preparado; ha realizado ya varias y provechosas experiencias; ¡ojalá las recordara para siempre! Veréis alzarse estas mismas murallas en la historia de cada cristiano: no digo que el obstáculo se encuentra siempre cuando la conversión, pero, tarde o temprano se mostrará cuando se quiere caminar hacia la lucha para realizar su vocación celestial. El primer encuentro es una fortaleza en apariencia inexpugnable; el cristiano no la podrá evitar; no precisamos enumerar aquí todas las dificultades de cada creyente, son diversas como numerosas; pero se resumen todas con esta palabra: el obstáculo; ¿qué sucederá si avanzo? perderé mi posición, mi carrera será quebrada, mis amigos me abandonarán, mis padres no lo soportarán, y ¿qué dirán los demás? etc.
Tal es el aspecto frecuente que revisten para el alma las altas murallas de Jericó; ¡cuántos cristianos, frente a ellas, pierden valor aún antes de combatir, y vuelven atrás! Satanás lo sabe muy bien: nos hace considerar la altura de esos muros, el espesor de las puertas, el grueso de los cerrojos, porque no hay cosa que odia y tema más que cuando nos apropiamos de nuestros privilegios. Pero, el alma preparada por Dios no retrocede ante las dificultades, sabe que posee un medio para vencerlas, y lo utiliza; medio muy sencillo pero no hay otro, helo aquí: la fe. En efecto: “Por la fe cayeron los muros de Jericó con rodearlos siete días” ... “Estad firmes, combatiendo juntamente por la fe del Evangelio, y en nada intimidados por los que se oponen; que a ellos ciertamente es indicio de perdición” —como a los incrédulos de Jericó— “mas a vosotros de salud” —como Rahab e Israel—. Así escribía el apóstol a los Filipenses. Del poder de estas palabras, tenían ya una valiosa prueba cuando, en la misma cárcel de esta ciudad, en el calabozo de más adentro, Pablo y Silas la habían conmovido hasta sus cimientos: “Y al instante se abrieron todas las puertas de la cárcel, y se le soltaron a todos las prisiones” (Hechos 16:25-26).
La fe es la simple confianza en el Señor, pero al mismo tiempo la falta completa de confianza en sí mismo; estas dos cosas son inseparables. Basta la fe para hacer caer los obstáculos, qué importa si las murallas se elevan hasta el cielo, o si se está en el calabozo de más adentro. La fe no cuenta con el poder del hombre ni está fundada en sabiduría humana; cuenta con Dios, con Su poder y Su sabiduría; es Su carácter indeleble, y a la vez proporciona ese poder y esa sabiduría a aquel que anda por fe; tal es la experiencia de los hombres y mujeres del Antiguo y Nuevo Testamento que lucharon en las filas del Jefe y consumidor de la fe.
Veamos ahora cómo la potencia divina, cuando hace algún llamado a la fe, se muestra celosa, y no deja subsistir nada que pueda tener hasta la apariencia de fuerza y sabiduría humanas: la elección de las armas, los medios del combate, nada es revelado por el Jefe del ejército de Jehová que habla con Josué. Israel no puede elaborar ningún plan, ningún convenio, no pueden concertarse en cuanto a los medios para hacer caer a Jericó. La fe se somete al plan divino, emplea los medios que Dios le indica, no inventa nada. Se necesitan sociedades, comités, sínodos, plata, etc., se oye decir: el hombre necesita estas cosas, mas la fe se pasa de ellas. “Mas Jehová dijo a Josué: mira, Yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra”. Plena seguridad, para la fe. “Rodearéis pues la ciudad, todos los hombres de guerra, y yendo alrededor de la ciudad una vez; y esto haréis durante seis días. Y siete sacerdotes llevarán siete bocinas de cuernos de carneros, delante del arca; y el séptimo día, daréis siete vueltas a la ciudad, y los sacerdotes tocarán las bocinas” (versículos 2-5).
Dios tiene Sus propios medios. Pero diréis: ¿por qué no simplifica el camino? ¿por qué todas estas complicaciones? ¿por qué dar vuelta a la ciudad una vez por día y siete veces el séptimo día? ¿y ese cortejo, y el arca, y las trompetas? ¿por qué? Amado lector, la fe no exige ningún porqué; ella no razona sobre los medios de Dios; los acepta, obedece, combate, obtiene la victoria, y luego comprende. Así fue en Egipto cuando la salida, lo mismo sucedió en el Mar Rojo, así tuvo lugar frente al Jordán. Diréis vosotros: ¿es necia la fe? No es tal; primeramente ella se somete, obedece y sigue al jefe; esto es la fe que proviene de Dios; Sus hijos no van con otro poder. La fe os dirá el porqué de los siete días, el porqué de la presencia del arca, del cortejo, de los cuernos de carneros; los gritos de alegría, os lo dirá, pero sólo después de haberse sometido; si ella desearía comprender antes de someterse, ya no sería la fe sino la inteligencia y los razonamientos humanos.
Pero no es todo. La fe marcha hacia adelante en la dependencia de Dios quien había dicho: “Yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra”. Desde luego está segura de la victoria; pero ella debe estar puesta a prueba; le es necesaria la paciencia también: “Carísimos” —escribe Pedro— “no os maravilléis cuando sois probados por fuego, lo cual se hace para vuestra prueba ... porque la prueba de vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, sea hallada en alabanza, gloria y honra, cuando Jesucristo fuere manifestado” (1 Pedro 1:7). “Y no sólo esto, mas aún nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia” (Romanos 5:3). El pueblo debe marchar así durante seis días completos; luego el séptimo día debe dar siete vueltas a la ciudad: la paciencia hace su obra perfecta “para que seáis perfectos y cabales”, sin faltar otro carácter bendito de esta fe, “igualmente preciosa”, en alguna cosa (Santiago 1:4).
Notemos todavía ella nos asocia con Cristo; nos da parte y comunión con Él en medio de la lucha, de la tribulación o de la prueba; este es el motivo por el cual Jehová alinea a Su pueblo alrededor del arca: “Los armados iban delante, los sacerdotes en torno del arca, y la gente reunida detrás”. Ya no es más como en el paso del río Jordán cuando el arca precedía de dos mil codos al pueblo; o en el desierto, cuando en cierta oportunidad, la distancia era mayor: “El arca del pacto de Jehová fue delante de ellos, camino de tres días, buscándoles lugar de descanso” (Números 10:33). Así sucedió: el arca verdadera, el Señor, precedió a los Suyos por camino de tres días, y al tercero el lugar de descanso había sido hallado; después pudieron seguir mucho más de cerca al Maestro.
Aquí frente a Jericó, los hombres armados van delante, los sacerdotes y el arca ocupan el centro; y los demás cierran la marcha formando así el cuerpo mismo del ejército. Mas esta asociación con Cristo no tiene jamás por blanco ni por resultado exaltar al hombre o darle importancia; exalta a Cristo; escuchad más bien: “Varones Israelitas, ¿por qué os admiráis de esto? ¿Por qué claváis la vista en nosotros, como si con nuestro propio poder o piedad, hubiésemos hecho andar a este hombre ... ? El Dios de nuestros padres ha glorificado a Su siervo Jesús ... y por medio de la fe en Su nombre, a éste, a quien vosotros veis y conocéis, Su nombre le ha fortalecido; y la fe que es por medio de Él le ha dado esta perfecta sanidad en presencia de todos vosotros” (Hechos 3:12-16). Imposible exaltar más el nombre del Señor Jesús y ocultarse a sí mismo.
Prosigamos nuestra aplicación espiritual: en los Hechos de los Apóstoles vemos, en primer lugar, formarse la Iglesia mediante el descenso del Espíritu Santo; la presencia y el nombre de Jesús son realidades como el arca estaba en medio del cortejo israelita; luego un testimonio —la voz de las bocinas— proclama la victoria de Cristo. ¡Ah! Jerusalem como Jericó, había cerrado sus puertas en la incredulidad; como había rechazado su Mesías, rechazó también el testimonio del Espíritu Santo; sin embargo las filas que junto al Señor habían tocado las bocinas de la salvación, con “los hombres armados”, siguieron siempre más adelante: Fenicia, Cipro, Antioquía, etc. (Hechos 11:19), fueron algunas de las etapas donde llevaron el Evangelio; el apóstol Pablo, el luchador por excelencia, encontró lugar en sus filas, empezando desde Damasco, llenándolo todo del Evangelio de Cristo, desde Jerusalem hasta Roma, con el deseo de llegar hasta España.
Notemos la presencia de los sacerdotes: llevan las siete bocinas de cuernos de carnero delante del arca de Jehová, andando siempre. Hallamos aquí un alcance espiritual tan hermoso como elevado; el corazón del creyente que lo percibe será fortalecido en la convicción de que ninguna palabra divina ha sido dada en vano y que cada una encierra un rasgo de la gloria de Dios. Como lo sabemos, el número siete es el símbolo de la perfección en las cosas divinas; la bocina representa el medio divino que hace llegar hasta el corazón y la inteligencia la voz del testimonio de Dios (Números 10:2).
¿Y los cuernos de carneros? preguntará el lector; ¡ah! el carnero era la víctima del sacrificio de las consagraciones de los sacerdotes, así lo leemos en la ordenanza levítica: “Hizo llegar el carnero del holocausto, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre su cabeza ... después hizo llegar otro carnero, el carnero de las consagraciones, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza, y degollólo y tomó Moisés de su sangre y puso sobre la ternilla de la oreja derecha de Aarón, y sobre el dedo pulgar de su mano derecha y sobre el dedo pulgar de su pie derecho” (Levítico 8:18-24). Era la ceremonia de una plena y perpetua consagración de Aarón y sus hijos a Dios.
Ahora bien, las bocinas de cuernos de carnero simbolizan la potencia del testimonio de una completa consagración de Aquel que se dio hasta la muerte y muerte de cruz y cuya figura aparece desde los tiempos remotos de Abraham cuando éste ofreció una víctima en lugar de Isaac su hijo: un carnero, que encontró enredado por los cuernos en un matorral (Génesis 22:13). Los apóstoles y también la Iglesia en sus primeros días siguieron las pisadas de esta plena consagración en pos del Jefe y consumidor de la fe; ¿llevan nuestros oídos, nuestras manos y nuestros pies, un poco de la sangre de la santa Víctima de nuestra consagración, que por su parte el apóstol Pablo llevaba, como también otros y cuya consagración a Dios fue hasta el derramamiento de su sangre? (Gálatas 6:17; Filipenses 1:17). ¡Cuán hermoso es todo aquello: un pueblo rescatado en el pleno goce de sus privilegios, llevando consigo la presencia misma de Dios, un pueblo obediente de corazón y de hecho! ¡Oh, si Israel hubiese seguido este camino, y si la Iglesia, el ejército del Nuevo Testamento, hubiese guardado esa consagración tan bendita y feliz de los primeros días! Se hubiera cumplido plenamente el anhelo del Hijo al Padre: “ ... que todos sean una cosa, para que el mundo crea que Tú Me enviaste”.
La fe que es celosa para exaltar a Cristo y rendirle testimonio, es también apurada para marchar al combate: “Y Josué se levantó muy de mañana ... al séptimo día se levantaron al despuntar el alba” (versículos 12,15). Notamos también cómo el celo del jefe provoca y anima el celo de sus hombres; la fe ostentó el mismo carácter de aquel de quien es hija, cuando el día del gran sacrificio: “Y Abraham se levantó muy de mañana, y fue al lugar que Dios le dijo, edificó allí un altar y ató a Isaac su hijo y lo puso en el altar”; es el mismo celo que anima a su Jefe y Consumador: “Y levantándose de madrugada, siendo aún muy obscuro, salió y fue a un lugar solitario, y allí oraba” (Marcos 1:35). El Señor no rehúsa emplear instrumentos humanos en Su obra, pero, como lo hemos visto, es necesario que sea Él quien los emplee, Él que los elija, Él que los prepare: “Venid en pos de Mí y os haré pescadores de hombres”. Si tienen algún valor a los ojos de los hombres, Dios se ve necesitado de quebrarlos como lo hiciera con Saulo de Tarso; luego puede decir: “Instrumento escogido Me es éste”, “útil al Maestro, preparado para toda buena obra”, y, si “son hombres sin letras e ignorantes”, tanto mejor porque se les reconocerán que “han estado con Jesús” (Hechos 4:13).
Sin embargo, hemos observado que el proceder de los cristianos en la lucha espiritual es a menudo opuesto al de Dios: ellos cuentan ante todo, con sus medios, sus recursos. Dicen: hemos encontrado un excelente método; estamos organizados de buena manera; tenemos un cuerpo notable de evangelistas, etc. Amados lectores, estas expresiones no son de nuestra invención, las hemos leído en los informes y revistas, etc., y, hasta nosotros mismos las hemos empleado en alguna ocasión. Si consideramos la obra humana hallaremos siempre esta deplorable mezcla: edificamos con oro, plata, piedras preciosas; pero ¡ah! también con madera, heno y hojarascas. Si Israel hubiera dicho: muy bien, que la potencia sea de Dios, lo admitimos; pero concertémonos para encontrar los medios más adecuados para derribar los muros de Jericó. ¿Qué habrían visto el séptimo día? Nada, que no caía ni una sola piedra de la muralla. Pero aquí andaban por fe: las murallas del enemigo se desploman, el pueblo reduce al anatema a la ciudad maldita: el juicio de Dios cae sobre el Amorreo que ha colmado la medida de su maldad.
La toma de Jericó no pone de relieve tan sólo el merecido juicio de Dios sobre los incrédulos; también ensalza la gracia que ha salvado a una pecadora cuya fe activa, por su parte, ha aprovechado los pocos y últimos días de la paciencia de Dios, para poner a salvo a cuantos han acudido bajo el amparo del cordón de grana. Salvada de la muerte por la sangre, cuyo emblema era ese mismo cordón, Rahab otrora prisionera en su casa sobre el muro, ahora va a gozar de plena libertad: los espías, los mismos que habían sido fiadores de su vida, “entraron y sacaron a Rahab, a su padre, a su madre, a sus hermanos y todo lo que era suyo; y también sacaron a toda su parentela”. ¡Cuántos frutos ha llevado la obra de fe de esa mujer en tan poco tiempo! Parece que oímos la parábola del sembrador: “Y otra parte cayó en buena tierra, y cuando fue nacida, llevó fruto a ciento por uno” (Lucas 8:8). Y no sólo esto, también vino a ser un eslabón en el libro de la generación de Jesucristo donde hallamos que Salmón engendró de ella a Booz, digno hijo de la fe, y redentor de Ruth la viuda Moabita; mujer que siguió las mismas pisadas, unidas con otras cualidades, para llegar hasta el Cristo.
Observemos todavía un detalle de mucha importancia: la fe no hace ningún compromiso con el mundo; no quiere recibir ni tomar nada de él: “Mas Abraham dijo al rey de Sodoma: he levantado mi mano a Jehová ... jurando que desde un hilo hasta la correa de un zapato, nada tomaré de lo que es tuyo” (Génesis 14:22-23). Más aún, Dios prohíbe al pueblo tocar algo de la ciudad maldita: “Empero guardaos vosotros del anatema, que ni toquéis, ni toméis alguna cosa del anatema, porque no hagáis anatema el campo de Israel; mas toda la plata y el oro y vaso de metal y de hierro sea consagrado a Jehová y venga al tesoro de Jehová”. El Señor puede reivindicar estas cosas para glorificarse por ellas: le pertenecen; Israel las debe poner en el tesoro de Jehová: ¿no son todos para el Señor los frutos de Su obra? ¡Ay de aquel que dice: yo cierto soy de Pablo, pues yo de Apolos y yo de Cefas y yo de Cristo”. ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? El que no anda en las pisadas de la fe que lo consagra todo al Vencedor, que lo espera todo de Él, caerá pronto bajo maldición: Ananías y Safira fueron los primeros en la Iglesia, que se extraviaron lejos de estas pisadas.
Dos cosas comprueban el derrumbamiento de las murallas de Jericó: el feliz estado de corazón de aquellos que marchan delante, alrededor, y detrás del arca del Señor; luego, la presencia de Jehová en medio de Su pueblo, y Su omnipotencia. Tal es, amados lectores, el combate de la fe. No fue siempre así en Israel: dos ocasiones nos hablan con elocuencia a este respecto; la primera se relata en Números 14: Jehová ha pronunciado un castigo contra el pueblo desobediente; es condenado a errar por cuarenta años en el desierto por no haber querido marchar al combate contra el Amorreo.
La carne se rebela en contra del castigo: “Henos aquí”, dicen, “para subir al lugar del cual ha hablado Jehová, porque hemos pecado ... No subáis” —contesta Moisés— “porque Jehová no está en medio de vosotros ... Sin embargo se obstinaron en subir a la cima del monte; mas el arca del pacto de Jehová y Moisés no se apartaron del medio del campamento. Y descendieron el Amalecita y el Cananeo que habitaban en aquel monte e hiriéronlos y derrotáronlos”. ¡Ejemplo de lamentable resultado que se obtiene queriendo subir a la batalla sin la presencia del Señor!
En el capítulo cuatro del primer libro de Samuel asistimos a otra derrota: los Filisteos, instrumento del poder de Satanás, pero que Dios tuvo que emplear en contra de Su pueblo infiel, baten a Israel. En lugar de ser llevado por estos primeros reveces a la humillación, buscando la presencia de su Dios, el pueblo quiere unir el arca de Jehová con su estado pecaminoso: “Traigamos a nosotros de Silo, el arca del pacto de Jehová” —dicen— “para que viniendo entre nosotros, nos salve de la mano de nuestros enemigos ... Y aconteció que como vino ella al campo, todo Israel dio grita con tan gran júbilo que la tierra tembló”. Pareciera que estamos otra vez ante Jericó, pero desengañémonos: Dios permanece sordo; ¿podríais suponer que los va a salvar? Imposible: Dios no puede unir Su presencia al estado moral de Israel: la derrota está segura. Frente a Jericó es distinto: era el día de la fe, de la obediencia, y la santidad; Dios está allí, y por consiguiente es el día de la victoria. Tal es, lector, el verdadero combate de Dios.
Antes de pasar al estudio del capítulo siguiente, detengámonos un instante en las palabras que Josué pronunciara sobre Jericó; ellas parecen concluir para siempre con la historia de la ciudad anatema: “Y en aquel tiempo Josué les juramentó diciendo: Maldito delante de Jehová el hombre que se levantare y reedificare esta ciudad de Jericó: en su primogénito eche sus cimientos, y en su menor asiente sus puertas”. ¡Prohibición terminante so pena de maldición! Además el castigo está ya pronunciado en contra de aquel que infringiere el juramento.
Pues bien; el tiempo transcurrió, y quinientos treinta y siete años después, en tiempo del rey Achab, tiempo de apostasía y desobediencia, se halló un Israelita suficientemente atrevido para desafiar el juramento de Jehová: “En su tiempo, Hiel de Bethel reedificó a Jericó”. Hiel significa: “Vida de Dios”; Bethel: “Casa de Dios”. ¡Monstruosa ironía! Ostenta ese hombre los mejores calificativos, sin embargo, a sabiendas o no, se burla de Dios y de Su Palabra; ésta se cumple al pie de la letra porque los siglos transcurridos no la modifican ni le quitan un ápice de su valor: “En Abiram su primogénito echó los cimientos, y en Segub, su hijo menor puso sus puertas, conforme a la palabra de Jehová que había hablado por Josué”. Cada vez que se pisaban los umbrales de Jericó, se podía recordar la sentencia divina y su cumplimiento. Pero, preguntémonos: ¿no ha tenido Hiel a muchos imitadores en medio de la cristiandad? Pues bien, a los que quieren reedificar lo que por su muerte el Señor ha destruido, el apóstol les dice: “Vacíos sois de Cristo los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído ... si alguno os predica diferente Evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gálatas 1:9; 5:4).
Sin embargo, subiendo a Jerusalem, el Señor no rehusó pisar los umbrales de la ciudad maldita; ¿habrá recordado el castigo que estaba allí en los fundamentos? Sin duda; ¿no era Él, el Jehová del Antiguo Testamento? Pero es también el Salvador en el Nuevo; había venido precisamente para salvar a los que estaban bajo maldición, llevándola Él mismo en su lugar. Y cuando Él quiso ilustrar con una parábola la pendiente por la cual huye el hombre alejándose de Dios, toma a Jerusalem como punto de partida y Jericó el de su llegada: “Un hombre descendía de Jerusalem a Jericó, y cayó en manos de ladrones los cuales le despojaron, e hiriéndole se fueron, dejándole medio muerto”. Luego el Señor ilustró la inutilidad de la ley y de los sacrificios para salvar al herido, con los dos primeros personajes que pasan de lado; Jesús debía pasar por Jericó, un samaritano que iba su camino, vino cerca de él, fue movido a misericordia, y le vendó las heridas (Lucas 10:30-38). ¿Aprovechó de sus dones algún herido? Sí, Zaqueo el publicano, donde el divino médico encontró un sitio donde posar; y por el camino al salir de Jericó dos ciegos cobraron la vista. Con razón podemos decir que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20).