El uso común y corriente de la palabra “ministerio” en la actualidad es muy diferente del escriturario; pues por lo general se utiliza para denotar una organización religiosa con mucha importancia. El “ministro” actual necesita su título y algunos años de estudio; pero en Hechos 20 leemos de un ministro ejerciendo su ministerio y es nada más que un siervo de Cristo que está sirviendo al pueblo de Dios. Veamos cómo Pablo sirvió al Señor Jesucristo que ascendió al cielo y ahora es la cabeza de Su cuerpo que es la Iglesia.
La actitud del siervo es de suma importancia y la de Pablo es un ejemplo para todos nosotros: “sirviendo al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas, y pruebas que me han venido por las asechanzas de los judíos” (Hechos 20:19). El servicio fue “con toda humildad”, porque Pablo como siervo reconoció que Dios merecía toda la honra y la gloria. El fundamento para servir fue la gracia salvadora y también fue la que cada día le otorgaba la fuerza necesaria para continuar en el servicio. El corazón de Pablo estaba completamente entregado a su deber, pues la Palabra de Dios menciona que su servicio fue: “con muchas lágrimas”. Y todo el servicio fue sin fines de lucro, porque: “Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado. Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido” (Hechos 20:33-34). Su interés era, sin lugar a dudas, las almas y no las billeteras. De manera que tuvo que trabajar arduamente para su sustento y el de sus compañeros; es más, el apóstol trabajó de noche y de día, durante tres años, para amonestarles y darles la instrucción necesaria para su crecimiento espiritual.
El ministerio tuvo como finalidad el bien perfecto del alma amada por Dios y Su siervo. Este capítulo de Hechos describe al menos tres aspectos de esta obra que incluyen: “el evangelio de la gracia de Dios”, “el reino de Dios” y “todo el consejo de Dios”. El evangelio explica la salvación que Dios ofrece al hombre extraviado y sumido en sus pecados. Cristo vino a este mundo y se hizo hombre; fue a la cruz y allí murió para abrirnos el camino al cielo. Resucitó de entre los muertos y ahora está a la diestra de Su Padre en el cielo: Su obra redentora es perfecta y completa. El siervo tiene el privilegio de anunciar estas buenas nuevas a todo el mundo. Pablo lo describe así: “el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24).
Pero luego de ser salvos, el alma entra en una esfera de bendiciones acerca de las cuales se recibe mucha instrucción: “he pasado predicando el reino de Dios” (Hechos 20:25). El reino de Dios en su forma manifiesta acontecerá en el futuro y será después de que Cristo venga en gloria, es el triunfo en justicia del Dios verdadero que reinará en este mundo. En su forma actual ejerce su poder moral en el alma del creyente, quien anhela aquel tiempo cuando Cristo tendrá el merecido lugar en este mundo. Pero el creyente recibe incluso algo más para su alma, ya que del siervo o ministro debe recibir “todo el consejo de Dios” (Hechos 20:27). Esto implica todos los planes y propósitos de Dios para la bendición del hombre y para la gloria de Cristo. No basta tener un mero interés en lo que nos concierne a nosotros, sino que debemos compartir con nuestro amado Cristo todos sus intereses y deseos, los cuales son comunicados por el fiel ministro para el bien de nuestras almas.