2 Corintios 7:2-16

2 Corinthians 7:2‑16
El capítulo 6 nos ha mostrado lo que caracteriza al apóstol como ministro de Cristo. En el capítulo 7, no hallamos ya estos rasgos pero, si es posible, hacemos un hallazgo mejor todavía: el corazón del apóstol. Es lo que le hace decir en el versículo 3: “No para condenaros lo digo; que yo he dicho antes que estáis en nuestros corazones para morir y para vivir juntamente”.
Su corazón iba por entero delante de sus hijos en la fe. Estos estaban al estrecho en sus propios corazones, como les había dicho en el capítulo precedente; no los tenían lo suficiente grandes para contener todo el amor que el apóstol les había testificado, en tanto que él representaba este amor en práctica entre ellos. Su corazón deseaba despertar en los suyos deseos tales, que no tuviesen juntos más que una mente, un fin, un camino y un objeto, tal como vemos en la epístola a los Filipenses. Obraba y sólo tenía un deseo. Y ahora por su ministerio, quiere guardar a los Corintios, no sólo en el camino de la santidad, como en el capítulo 6, sino también en el camino del amor, de un amor que une a los hijos de Dios los unos a los otros y los liga todos juntos a Cristo. ¡Cuán poco estimado era este apóstol amado por sus hijos en la fe! Se veía obligado a decir, un corazón como el suyo desbordando de amor: “Admitidnos, a nadie hemos engañado, a nadie hemos injuriado, a nadie hemos corrompido” (versículo 2).
¿En qué estado se hallaban pues entonces, para que cosas parecidas pudieran ser dichas? Entre ellos habían personas que buscaban despreciar al apóstol, presentándole como un hombre interesado, él, quien después de haber dejado todo para servirles, seguía fielmente el camino de su Señor y Salvador, no teniendo nada. Y añade: “Y no para condenaros lo digo”; no penséis que venga a vosotros con la vara. Si le estaba confiada una autoridad en la Iglesia de Cristo, no usaba de ella aquí, porque la exhortación de la primera epístola había empezado a dar frutos. Así es, que lejos de usar contra ellos de la autoridad que le era dada, les abre el corazón y despliega ante sus ojos toda la afección que tenía por ellos, sus hijos en la fe. Con Tito se gloriaba de ellos y está contento de que éste haya hallado las cosas como él se las había presentado. Les había escrito su primera epístola inspirada; y no estando ya bajo esta influencia, podría haberse arrepentido; pero ahora no le pesa ya, y les dice: Mi corazón ha hallado entre vosotros algo que responde a mi afección.
Después de haberlos exhortado a la santidad, busca unir sus corazones, a fin de que puedan estar en comunión con él y con el Señor Jesús, del cual era el representante. Pero les adelanta otra cosa: su ministerio había producido frutos: “Y aun defensa, y aun enojo, y aun temor, y aun gran deseo, y aun celo, y aun vindicación. En todo os habéis mostrado limpios en el negocio” (versículo 11). Al leer este pasaje podríamos preguntarnos: ¿por qué el apóstol se había mostrado severo hacia los Corintios, si quedaba demostrado ahora el que en nada estaban complicados en relación con el odioso pecado que se había producido entre ellos? Es que a pesar de esta no culpabilidad relativa, tenían gran necesidad de arrepentimiento. En el versículo 10, dice: “Porque el dolor que es según Dios, obra arrepentimiento saludable”. ¿Qué arrepentimiento si no eran cómplices del acto criminal, y habían mostrado que estaban limpios en este negocio? ¿Qué es lo que había pasado? La primera epístola les había probado que, en lugar de ser creyentes espirituales, eran carnales; permanecían en el estado de niños en Cristo. Los motivos de su actividad no eran otra cosa que la satisfacción de su orgullo; se servían de sus dones para exaltarse a sí mismos. Tal era el estado de esta brillante asamblea de Corinto donde todo aquel que entraba tenía que decir: “¡Verdaderamente Dios está en vosotros!”. Pero cuando ante la palabra del apóstol se consideran, entonces caen abatidos por la tristeza, preguntándose cómo es posible que entre ellos se haya desarrollado un mal tan escandaloso. ¡Ah! dicen, ¡cuán lejos de Dios estábamos en nuestros pensamientos, sin comunión real con Él; buscábamos mucho la ciencia, la solución de toda suerte de problemas intelectuales, los signos exteriores de fuerza y de poder que exaltan al hombre, pero en cambio nuestra conciencia no estaba en juego en estas cosas.
Queridos amigos, cuán importante es esto para todos nosotros. Cuando vemos producirse un mal en la asamblea, estamos dispuestos a quitar prontamente “al malo entre nosotros”, pero ¿nos paramos en esto y no vamos más lejos? Este asunto debería alcanzar nuestras conciencias. La existencia de un mal cualquiera, en una asamblea de Dios, no solamente proviene del individuo que ha hecho el mal, sino de la asamblea que se halla en un estado no juzgado. Cuando el mal se manifiesta, estemos ciertos que no hay solamente un culpable, ¡sino que es la asamblea de Dios la que es culpable!
Los Corintios no se habían limitado a la tristeza: “La tristeza que es según Dios obra arrepentimiento saludable de que no hay que arrepentirse”. Es un juicio completo de sí mismo en la presencia de Dios. Cuando el apóstol les escribía estas líneas, toda idea de hacerse valer había desaparecido en medio de las lágrimas que habían debido derramar; todos los asuntos de inteligencia que tanto los habían ocupado estaban dejados de lado; el arrepentimiento se había producido.
El final de este capítulo nos muestra un tercer resultado del ministerio del apóstol; el primero era, el ligar sus corazones en el amor fraternal con el de Pablo. El segundo, producir un arrepentimiento saludable; el tercero lo hallamos en los últimos versículos de este capítulo: “Las entrañas de Tito son más abundantes para con ellos, cuando se acuerda de la obediencia de todos, de cómo lo recibieron con temor y temblor” (versículo 15). Así el ministerio, según Dios, que se ejerce entre los creyentes si los inclina al juicio de sí mismos, los impele también a la obediencia. Un creyente desobediente se halla expuesto a caer bajo la disciplina o el juicio de Dios. Lo mismo es para una asamblea desobediente; el apóstol dice aquí, “la obediencia de todos vosotros”. Nadie quedaba excluido. En esta disciplina habían ganado el amor, el arrepentimiento y la obediencia. Ahora estaban unánimes cuanto al camino en que habían de andar para servir al Señor y glorificarlo. El apóstol añade: “Como lo recibisteis con temor y temblor”. Esta palabra la hallamos a menudo en el Antiguo Testamento y designa siempre la completa desconfianza en sí mismo. En la primera epístola, Pablo les dice cómo había estado entre ellos “con flaqueza y mucho temor y temblor” (1 Corintios 2:33And I was with you in weakness, and in fear, and in much trembling. (1 Corinthians 2:3)). El temor no es el miedo, sino el sentimiento de que no tenemos ninguna fuerza en nosotros mismos para hacer la obra de Dios. Había sido precisa la vara para que los Corintios aprendieran a realizar lo que, desde el principio de su ministerio entre ellos, el apóstol en persona les había enseñado. En Filipenses 2:12,12Wherefore, my beloved, as ye have always obeyed, not as in my presence only, but now much more in my absence, work out your own salvation with fear and trembling. (Philippians 2:12) está escrito: “Ocupaos de vuestra salvación con temor y temblor”. Para llegar a la salvación, a la victoria final, los Filipenses debían trabajar sin ninguna confianza en sí mismos y con el sentimiento del terrible poder que se oponía a su trabajo. En Efesios 6:55Servants, be obedient to them that are your masters according to the flesh, with fear and trembling, in singleness of your heart, as unto Christ; (Ephesians 6:5) los siervos deben obedecer a sus amos según la carne “con temor y temblor”, también sin confianza ninguna en sí, con la sola confianza en Dios y en los recursos de Su gracia. Es a esto, en efecto, que conduce siempre la aprehensión en sí; el creyente se apoya en Aquel en quien está la fuerza, que no cambia jamás, que permanecerá hasta el final a su lado y le hará esperar la salvación cuya coronación es la gloria.