2 Corintios 5:1-8

2 Corinthians 5:1‑8
Llegados al capítulo 5, vemos que, a pesar de todas las maravillas que los capítulos anteriores nos han ocupado, tales como contemplar al Señor, ser transformados a Su imagen, comunicar Su vida al medio ambiente que nos rodea, gozar de Sus glorias en el alma, nos falta una aún: es la de ser conformado a Su persona. Ser conformados no es lo mismo que ser transformados. Nuestra transformación se realiza muy despacio, lo mismo que las crisálidas que parecen permanecer meses enteros en el mismo estado, aunque la transformación de donde un día saldrá la mariposa se opera en secreto. Para serle conformados es preciso que le veamos con nuestros propios ojos. Es por lo que el apóstol aborda aquí la cuestión de nuestro cuerpo. El alma puede gozar del Señor, ¿pero qué será del cuerpo? “Porque sabemos que si la casa terrestre de nuestra habitación se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa, no hecha de manos, eterna en los cielos” (versículo 1). En todas las epístolas, la palabra “sabemos” indica absoluta certidumbre cristiana; pero no sé si la palabra “tenemos” os confunde como a mí me pasaba en otro tiempo. El apóstol presenta el cuerpo como una tienda que es destruida y podría creerse en relación con la palabra “tenemos”, que el edificio, nuestro cuerpo glorioso, nos está preparado en el cielo con anticipación. Esto no puede ser, pues nosotros entraremos en el cielo con el cuerpo que poseemos aquí, pero “transformado a la semejanza del cuerpo de su gloria” (Filipenses 3:2121Who shall change our vile body, that it may be fashioned like unto his glorious body, according to the working whereby he is able even to subdue all things unto himself. (Philippians 3:21)). Posteriormente, he comprendido que este pasaje hace alusión, de un lado, al tabernáculo, del otro, al templo. El pueblo de Israel ha tenido durante largo tiempo, aun después de su entrada en Canaán una tienda en lugar de casa; es a saber, el tabernáculo que Moisés erigió en el desierto. Sin embargo, esta tienda no debía durar siempre. Cuando Salomón edificó el templo, transportó todos los utensilios del Tabernáculo el cual desapareció a su vez. Todo lo que había contenido, en adelante formaba parte del templo. Era la misma casa, sin embargo, una era pasajera y la otra subsistía gloriosa. A pesar de esto, el templo de Salomón estaba destinado a la tierra; era solamente una imagen de las cosas celestes; pertenecía a “esta creación”, era hecho “de manos” (Hebreos 9:1111But Christ being come an high priest of good things to come, by a greater and more perfect tabernacle, not made with hands, that is to say, not of this building; (Hebrews 9:11)). Hoy, en cambio, tenemos un tabernáculo donde Dios habita, pues nuestro cuerpo es Su templo; pero así como el tabernáculo, este cuerpo puede ser destruido. Solamente “sabemos”, y esto de una manera ciertísima, por la fe, que si es destruido, será reemplazado por una casa eterna en los cielos. Será la misma casa, pero no de esta creación. El Espíritu de Dios habitará en gloria, así como actualmente habita en flaqueza en nuestra casa terrestre. El apóstol se regocija pensando que si su débil tienda es destruida, su casa futura durará eternamente en el cielo.
Al fijar los ojos en Jesús, el apóstol veía lo que había pasado con el Señor y lo que, en consecuencia, debía pasar con nosotros. “Destruid este templo”, había dicho Jesús, “y en tres días lo levantaré”. Había venido a este mundo para dejar Su vida, y en consecuencia el hombre podía quitársela. El templo de Su cuerpo podía ser destruido, pero Él ha tomado en resurrección un cuerpo glorioso. Este cuerpo en que habitó aquí, sin trazas de pecado, era un cuerpo santo, pero no glorioso; lo ha sido por la resurrección. El apóstol mira hacia el cielo, ve a Jesús en Su cuerpo glorificado, y puede decir: Tengo una casa que me pertenece y está en los cielos. Otro hombre le ha revestido ya, también yo seré revestido de ella; y esto llenaba su corazón de gozo. Dice: “por esto también gemimos”. Esta casa terrestre es, en efecto, un lugar donde se oyen abundantes suspiros, corren muchas lágrimas; pero añade: “deseando ser sobrevestidos de aquella nuestra habitación celestial”. Su tema es la destrucción de esta tienda, y gime, pero la muerte no es lo que espera. Su deseo no es ser desnudado, sino revestido, a fin de que lo mortal sea absorbido por la vida. Espera al Señor Jesús, cuya venida, todo y resucitando los santos que durmieron en Él, transformará también los cuerpos mortales de los que vivimos, sin que hayamos de pasar por la muerte. Éste era el deseo del apóstol. Sin que su casa terrestre tuviera necesidad de ser destruida, deseaba ser tal como Cristo, cerca de Él y eternamente con Él. Esta esperanza positiva y actual no le hace sin embargo perder de vista que el tiempo de dejar su tienda puede estar próximo. Y pregunta: ¿Será una pérdida para mí? ¡Lejos de ello! “Mas confiamos, y más quisiéramos partir del cuerpo, y estar presentes al Señor”. Es el estado del alma separada del cuerpo. Si debe morir, estará presente al Señor. ¿Qué escogería? No escoge nada de su cuenta. Está contento de andar por la fe, no por la vista. Una cosa hay que estima más, por la que la “desea con ardor”: es de ser revestido. La misma alternativa se presenta ante él en la epístola a los Filipenses (capítulo 1); si debo quedar es para Cristo, y merece la pena de servirle; pero morir es ganancia; mi deseo es, pues, partir y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor.
El apóstol se encuentra aquí bajo tres alternativas: ver su tienda destruida y resucitar inmediatamente para obtener una casa no hecha de manos, eterna en los cielos; revestir a la venida del Señor, su domicilio que es del cielo, sin pasar por la muerte; dejar esta tienda y estar ausente del cuerpo, en un estado que no es perfecto, pero estar presente al Señor. Aún la tercera alternativa le es suficiente y puede decir: “lo cual es mucho mejor”.
Si volviendo sobre nosotros otra vez, nos preguntamos cómo se comporta nuestra alma en relación con estas tres alternativas, ¿qué responderemos? ¿Ante la alternativa de la muerte, decimos, estoy contento de cambiar esta pobre casa por otra que es gloriosa y que conozco bien, puesto que mi Salvador la ha revestido? ¿Decimos acaso: Espero al Señor de un momento a otro? Dios no me ha formado para morir sino que me ha hecho “para esto mismo”, es decir para ser revestido, a fin de que lo que es mortal sea absorbido por la vida y tengo ya Su Espíritu como arras de mi esperanza (versículos 4-5). ¿Decimos, en fin, cuando la muerte se presenta a nosotros con el pensamiento de una resurrección, más o menos retardada, que preferimos mejor estar ausentes del cuerpo y presentes al Señor? ¿De dónde viene amados hermanos que realicemos tan poco estas cosas? Podemos verlo en todo este pasaje; y es que la persona del Señor Jesús no tiene para nosotros el valor que tenía para el apóstol Pablo. Cristo era la esperanza diaria de su alma, su corazón sólo estaba ocupado de Él; en todo el mundo no había otro objeto que tuviera atractivo para él. El vivir era Cristo y su corazón no tenía lugar para hospedar otra cosa.
¿Ardemos de gozo con la idea de que en un momento cualquiera el Señor puede venir, mas también que puede llamarnos a dejar nuestra tienda para ir cerca de Él y esperar allí la perfección en la cual Él mismo entró y en la cual seremos Sus compañeros eternamente?