12: Lucha En El Límite

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Analicé la bien trazada planilla de la temperatura.
— Sabes, hermana. No creo que haya duda sobre esto. Perisi tiene tifoidea. Ha sido una gran cosa que la pusimos aquí y que la hayamos tratado como caso infeccioso, porque si no, podríamos haber tenido una epidemia.
Miré a la muchacha africana. Estaba gravemente enferma. Sus ojos parecían haberse hundido mientras que los huesos de sus mejillas sobresalían agudamente. Sus labios estaban secos y resquebrajados. Miré a la enfermera blanca que estaba a mi lado.
— Hermana, creo que usted debe alejarse completamente de esta muchacha. Si se sigue ocupando de las demás madres y bebés, no podemos permitir que siga atendiendo a los enfermos infecciosos. Traeré a la vieja Sechelela para que se quede aquí y atienda esta tarea especial. Ella cuidará a Perisi día y noche, de una manera como nadie lo haría.
Por esa razón después me encontré sentado en los escalones con Sechelela, bosquejándole las cosas que debía vigilar.
— Hulicize (escucha), éstas son las cosas que debes tener en cuenta. Si a ella le vienen temblores o se queja de dolores repentinos en el estómago, o si tiene el pulso muy rápido, házmelo saber enseguida, sea de día o de noche. Mira que está en mucho peligro.
Antes de dejar el hospital aquella tarde, recogí una cantidad de instrumentos médicos, o sea cuanto pudiera necesitar en una operación de emergencia y los puse en el esterilizador de nuestra sala de operaciones, esperando que si se presentaba alguna emergencia, no ocurriera de noche. Hacer una operación compleja de día es malo cuando hay medios limitados, pero hacerlo de noche con un par de linternas es infinitamente más difícil. Preparé un frasco de éter y probé mi aparato para dar anestesia: una botella para escabeche, una goma de pelota de fútbol, un fuelle de automóvil y cuatro o cinco metros de tubo delgado de goma. Todo estaba listo para cualquier emergencia de último minuto. Cuando iba a abrir la puerta, oí una voz profunda:
— Jodi, Bwana.
Reconocí la voz de Simba.
— Karibu (entra).
— Bwana, ¿crees que Dios es más fuerte que Shaitani?
— Lo creo, Simba, ¿por qué?
— Bwana, he oído muchas cosas estos días. En la aldea se dice que el jefe Makaranga ha echado hechizos no solo contra Mafuta, pero también contra Perisi. Bwana, ésta es una obra de hechizos. Los hechizos son muy poderosos, Bwana. En nuestro país de Ugogo la gente muere a menudo, casi siempre, cuando se le hace uno tan poderoso. Tengo miedo, Bwana.
— Kah, Simba, tú has visto el poder de Dios en el asunto del compromiso. ¿No te basta eso?
El alto africano tembló ligeramente. Me apretó el hombro y sacudió la cabeza como dudando.
— Jongo, Simba, no tengas miedo. El demonio no tiene poder cuando Dios lucha a favor de los que son de su familia.
Simba tenía los ojos muy abiertos, muy asustado. Dijo:
— ¡Jongo!
Le di suaves golpecitos en el pecho con el dedo.
— Escúchame y te contaré una historia de hace mucho tiempo, cuando Eleya (Elías), el predicador, estaba en acción y Ahabu (Acab) era el rey.
Simba se sentó, con el mentón en la mano, sus ojos fijos en los míos mientras yo continuaba.
— Mira, en aquellos días había médicos brujos que se pasaban el tiempo adorando y ofreciendo sacrificios a su mulungu (dios falso), que ellos llamaban Baal. También había mucha gente en aquellos días que decía que Baal era más poderoso que Dios todo poderoso y por eso Eleya estaba solo. Desafió a los que seguían al dios falso, y les dijo: “Cada uno traiga un buey y prepárelo para un sacrificio y cada uno llame a su dios y le pida que mande fuego del cielo para quemar el sacrificio. Entonces el dios que responde, él es el dios que todos deben seguir”. Y la gente dijo:
Jih, es una buena idea, es un pan sabio”. Así fue como Eleya le dijo a sus quinientos rivales que elijan un buey. Ellos lo hicieron. Lo mataron y lo pusieron sobre el altar. Además, se pudieron a bailar, a cantar y gritar. ¡Kumbe! Cuanto más cantaban y gritaban, más enloquecidos se ponían. Se cortaban con piedras y chillaban. La gente los miraba impresionada. Esperaban que el fuego cayera. Pero no cayó. Eleya estaba allí con una sonrisa.
“Sigan”, les decía, “hagan mucho ruido; quizás el dios está dormido, o quizá se fue de viaje”.
Daban alaridos y cantaban y hacían aún un ruido tremendo, diciendo: “Oh, Baal, Baal, óyenos”, pero no se oía a nadie. Saltaban sobre el altar, echando espuma por la boca. Pues mira, cuando el sol estuvo alto en el cielo, Eleya se burló de nuevo de ellos, diciéndoles: “Sigan, griten más fuerte, porque él es un dios. Quizás está hablando o quizás este persiguiendo a alguien. Quizás se fue de safari. Griten fuerte, despiértenlo, debe estar dormido”. He aquí que su histeria crecía, pero no aparecía ningún fuego. Pasaron las horas, y el baile siguió hasta que el sol hizo todo su camino y entonces Eleya dijo con un tono que todos obedecieron: ‘Acercaos”. Y todos se acercaron. Entonces construyó un altar para Dios. Lo hizo de grandes piedras, de doce piedras. Entonces cavó un surco profundo alrededor del altar. Sobre las piedras puso madera y sobre la madera, los pedazos cortados del buey y luego pidió cuatro cántaros grandes de agua, que echó sobre la carne y la madera y las piedras y que corrió y llenó los surcos.
— Kah, Bwana, — dijo Simba — pero el agua podía impedir que la madera ardiera. Lo que hizo no fue sabio.
— Jaaah, eso era lo que Eleya pensó. Quería mostrar a la gente que no había ninguna trampa en lo que obraba, que era Dios Todopoderoso quien obraba, que Dios es mucho más poderoso de lo que la gente piensa. Entonces todo estuvo listo. Todo estaba tranquilo; aún los waganga (brujos) estaban tranquilos. Eleya levantó las manos al cielo y dijo: “Oh Dios, haz conocer en este día que tu eres Dios, que yo soy tu siervo y que he hecho todas estas cosas por tu mandato. Óyeme, oh Dios, óyeme, para que la gente pueda saber que tú eres Dios de dioses”. Y al orar, el fuego de Dios cayó y quemó el sacrificio y la madera, y aún las piedras y el polvo de los surcos que él había cavado y el agua que estaba dentro. Y todo el pueblo quedó impresionado. Estaban asustados y gritaban: “Él es Dios, él es Dios de dioses”.
Lentamente Simba sacudió la cabeza.
— Bwana, ¿es cierta esa historia?
— Si, Simba, es completamente cierta. Puedes leerla tú mismo en la Biblia, en uno de los libros de Reyes. Más todavía, el Dios de aquellos días es el Dios a quien servimos y adoramos, y es el Dios que va a ayudarnos en esta tremenda lucha contra el mal y contra los caminos equivocados.
Durante un cuarto de hora estuvimos juntos de rodillas, contándole una vez más a Dios todo lo de aquella situación y pidiéndole que así como había mostrado su poder en los días de Elías el profeta, hiciera lo mismo en Tanganica salvando la vida de una muchacha africana que era su seguidora.
Había oscurecido cuando nos levantamos de nuestras rodillas en la sala. Abrí la puerta y vi una figura que venía rápidamente hacia mí, llevando un faro. Escuché la voz de Sechelela en la oscuridad.
— Rápido, Bwana, ven a ver a Perisi enseguida. Ha comenzado a temblar. Dice que le vino un dolor repentino aquí — se puso la mano donde normalmente está el apéndice — . Bwana, en mi vida nunca la he visto así de enferma, nunca.
Me fui para allá inmediatamente, la revisé cuidadosamente y ante cada detalle me hundía más y más. Había una sola cosa para hacer y era una operación inmediata y urgente. En casos de tifoidea siempre hay peligro de perforación del intestino y yo sabía que con tal como eran las cosas en nuestro hospital de la selva, ella tenía sólo una probabilidad en diez de salvarse, humanamente hablando. Y entonces me pareció que me sentí como debió sentirse Elías el profeta. Una tranquila confianza pareció venir sobre mí. Tranquilamente hice los arreglos para que se la trajera a la sala de operaciones. Afuera, de pie, estaba Simba.
— ¿Qué pasa? — dijo.
— Simba, es como si hubiera echado agua sobre todo, tal como en la historia que te conté. Esta parece ser la hora más oscura. La vida de Perisi está en la misma puerta de la aldea de la muerte y, sin embargo, aunque todo parece negro, de alguna manera siento que  ...
Simba me interrumpió.
— Bwana, yo también. Mira, ¿no es esto lo que la Biblia llama “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento”?
Abrí la puerta de la sala de operaciones. Simba se me cruzó en el camino.
— Bwana, yo debo ayudar en esta operación
— No hay nada que tú puedas hacer, amigo mío, nada.
— Bwana, hay algo que puede hacer — dijo Sechelela — . Si le ponemos una máscara en la boca y un guardapolvo en el cuerpo, puede pararse sobre un cajón y sostener una linterna eléctrica grande. La puede sostener con fuerza, de modo que no se sacuda en medio de la operación.
— Bwana, déjame hacerlo — dijo el africano.
— Viswanu, lo harás, pero no debe haber un parpadeo en esa linterna durante toda la operación que puede durar dos horas.
El calentador para esterilizar rugía en la sala. Daudi estaba poniendo con cuidado los instrumentos y ropas que se requerían para la operación. Dos muchachos africanos trajeron a la muchacha enferma y la pusieron cuidadosamente sobre la mesa. Me prepare para administrar la anestesia. Sus labios se movieron. Acerqué el oído:
— Bwana — dijo — ¿hay posibilidad de que me muera?
— Quizás — le susurré en respuesta — , pero no te olvides, Perisi, que mientras yo trabajo esta noche, la mano del Maestro está sobre la mía.
— Bwana, también puedo sentir su mano teniendo la mía — me dijo, mirándome con una sonrisa, y agregó — Bwana, ¿que hay de Simba?
Oí una respiración apenas contenida detrás de mí.
— Perisi, está aquí — dije — . El sostendrá la luz durante la operación.
Extendí la mano y acerqué a mi lado al fuerte africano.
— Bwana, dile que mi corazón sigue llamándolo — dijo ella.
En ese momento reconoció al rostro que miraba por sobre mi hombro. Aunque sólo podía verle los ojos, había algo en aquellos ojos que pocas veces he visto en cualquier par de ojos, de blanco o de negro.
— Vamos — dije, tomando la máscara de la anestesia — mientras te duermes, Perisi, y nosotros trabajamos, recordemos en nuestro corazón una palabra de Dios: “No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo”.
Pienso que todos, en aquella sala de operaciones de la selva, oraban intensamente mientras el destartalado reloj despertador, que estaba sobre el marco de la ventana, seguía marcando los minutos.
La operación fue muy complicada, pero al fin terminamos. Desde el principio hasta el fin, pude ver espléndidamente. No hubo un parpadeo en el haz de luz de aquella poderosa linterna eléctrica, mantenida directamente sobre mi hombro izquierdo. Mientras colocaba las últimas puntadas, era evidente que la batería se estaba acabando.
— Bwana, no esperes a los que vendrán con una camilla –dijo la voz profunda detrás de mí — . Mira, yo puedo llevarla a la sala en mis brazos, como a una criatura enferma.
Caminé detrás de él mientras llevaba de vuelta a la sala a la muchacha que amaba. Podía oír las palabras que iba repitiendo una y otra vez:
— Gwe go Mulungu u mulungu lungu (Oh Todopoderoso Dios, Todopoderoso Dios).
Con infinita ternura, puso a la joven sobre la cama y se apartó mientras Sechelela la acomodaba.
— Espera fuera, Simba — dije — , estaré contigo pronto.
Di una inyección a la muchacha y esperé. Tardaría unas dos horas en volver en sí de la anestesia y entonces salí a la noche fría, clara y llena de la luz lunar de la llanura de Tanganica. Simba estaba caminando de aquí para allá.
— Bwana, ¿cuándo sabremos si se recuperará? — preguntó.
— Eso es difícil de decir, Simba, pero dentro de una semana lo sabremos. Y si duerme esta noche, eso ayudará mucho.
— En una semana, Bwana — sacudió la cabeza — . ¿Pero qué haré yo durante una semana?
— Necesitaremos comida para alimentarla. Algo más que el guiso simple del hospital. Necesita una sopa alimenticia. Una sopa que debe hacerse con carne. ¿Tú podrías  ...  ?
Simba se rió fuerte, de puro alivio.
— Kah, Bwana, ¿si puedo conseguir carne? Pues, claro, ¡saldré a cazar! Perisi tendrá toda la carne que necesite.
— Buen hombre, ahora, vete a la cama y duerme un poco para que al amanecer tu caza tenga éxito.
A las dos de la mañana una enfermera vino a informarme que por fin Perisi había caído en un profundo sueño.
— Viswanu (Eso es bueno), ahora ve y trata de mantener el lugar tan tranquilo como puedas. Cualquier poquito rato de sueño le será de mucho valor. Dormir la ayudará más que cualquier otra cosa, pero solo si  ...
En ese momento oí un alarido penetrante, el melancólico aullido que un africano deja escapar cuando ha muerto alguien. Fui como un rayo hacia el hospital. El grito sonaba otra vez, agudo y horrible. A cualquier precio había que interrumpirlo. Al parecer, Daudi y Kefa tenían la misma idea, porque cuando llegué estaban sosteniendo por la fuerza a Mafuta.
Daudi le había cubierto la cara regordeta con una toalla del consultorio externo.
— Bwana, traté de detenerlo cubriéndole la boca con la mano — explicó jadiendo — , pero me mordió, de modo que lo estoy aquietando con la toalla.
Un gruñido salió del hombre tirado en el suelo.
Me incliné y dije:
— Sáquenle la toalla por un minuto, Daudi — y dirigiéndome a Mafuta dije — . No te atrevas a levantar la voz.
En un tono chirriante dijo:
— Pero, Bwana, ella se va a morir. Y si se muere, piénsalo, quedo hecho un hombre pobre. Y Bwana, si soy pobre, ¿qué voy a hacer? ¿qué voy a hacer?
No siguió hablando, porque la toalla le volvió a tapar la boca y su protesta se ahogó en un gorgoteo. Fui al dispensario, tomé mi farol y busqué hasta que pude encontrar un frasco apropiado y le di una buena dosis de bromuro. Vigilé personalmente que lo absorbiera y luego indiqué que se lo llevaran de nuevo a la cama. Entonces miré a Kefa.
— Quédate con él hasta que se duerma. No lo dejes por ninguna razón. Ahora iré a ver qué daño le ha hecho a su hija con esos gritos.
En la sala de recuperación, Sechelela estaba vigilando a Perisi. La anciana enfermera africana pareció darse cuenta de que venía alguien y sacando la cabeza por la ventana, al verme, puso sus dedos sobre los labios.
— Bwana, ese ruido la ha molestado –dijo — . Está aquí medio dormida, medio despierta. Pero creo que volverá a dormirse. Está murmurando: “¿Qué voy a hacer?”
Fui hasta la cama silenciosamente y me incliné sobre ella. Perisi estaba consciente y me dijo en inglés:
— Bwana, tengo la boca tan seca como la suela de una sandalia.
Se pasó la lengua por los labios resquebrajados.
Alcancé un vaso de agua hasta sus labios y ella sorbió algo.
— Jih, Bwana, eso era bueno — dijo, recayendo en las almohadas — . Bwana, no creo que podré dormir. Mira, tengo un dolor muy grande.
— Perisi, estás dolorida, pero debes dormir, porque  ...
Al decirlo, le inyecté morfina.
— Jih, Bwana, — dijo la muchacha — ¿eso me aliviará?
Le hice señas que sí, en medio de la semi-penumbra. Dejó escapar un leve suspiro y pareció quedar dormida. Quedé allí en aquel silencio profundo de la noche africana. De repente, me di cuenta de que una silueta fuera de la puerta, le llamaba con señas desesperadas. Era Daudi. Fui hasta él en puntas de pie.
— Bwana — murmuró agitado — ¡rápido, ven rápido, corre con toda el alma!