1ª Juan 3

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Versículo 1
«Mirad cual amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios.» Cuando uno llega a la gracia, se nos menciona de nuevo al Padre. Somos llamados hijos de Dios porque realmente lo somos. «Por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él.» ¿A quién? Ahora con este «Él» se hace referencia a Cristo. El mundo no le conoció; y no nos conoce a nosotros por esta misma razón. Tenemos la misma vida y carácter que Él tuvo. El mundo no puede reconocer ni admitir lo que es de Cristo en nosotros, porque no lo reconoció en Cristo. Es extremadamente destacable y bendito para nosotros ver a este Hombre, el más humilde que jamás existiera, y descubrir lo que Él era realmente, que Dios verdaderamente se hizo hombre. El Verbo era Dios, y se hizo carne.
Nosotros tenemos la misma vida; y cuando hemos encontrado a Cristo, sabemos que hemos hallado a Dios en toda Su bendición cerca de nosotros. Y el mundo no puede conocernos. No conoce a Dios, y no puede conocernos. Encontrarás a personas que tienen dificultades en cuanto a saber si es Cristo o Dios quién está ahí, porque el apóstol los pone juntos de manera cuidadosa.
Versículo 2
«Y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser.» No se ha visto lo que hemos de ser. Los apóstoles lo vieron un momento en la transfiguración; sin embargo, en cuanto a su manifestación, aún no se manifiesta. Pero siendo santos de Dios, poseyendo la misma vida, sabemos que seremos como Él. Él identifica a Dios con Cristo, y en un sentido nos identifica a nosotros con Él. Su gloria no ha sido aún manifestada: pero seremos como Él, porque «le veremos tal como él es»—no como Él será, sino tal como Él es ahora en la gloria celestial a la diestra de Dios. La carne no podría ver esto y subsistir. Daniel cayó como muerto, y lo mismo Juan, ante la aparición de esta gloria. Esto es algo de infinita bendición. Hemos de ser conformados a imagen del Hijo de Dios, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. Si tan sólo estuviéramos conscientes de que existe toda esta bendición, y sin embargo tuviéramos el pensamiento «no voy a ser así», esto no sería gozo; mientras que estamos en ella con la consciencia de que somos lo mismo. «Seremos semejantes a él porque le veremos tal como él es»; esto es, en gloria tal como Él esta a la diestra del padre, y nosotros le veremos así.
Versículo 3
«Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.» Nuestra esperanza es la de ser como Él—«que tiene esta esperanza en él», esto es, en Cristo—la esperanza de ser como Él mismo es. No dice aquí que es puro como Cristo lo es. Pero he logrado la gloria, y por cuanto es mía, y voy a ser como Él, tengo que ser como Él tanto como pueda ahora. Tengo que purificarme, y Él es la medida de ello. Somos llamados por la gloria a ser en la práctica consecuentes con ella. El apóstol Pablo nos dice: «Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.» No tengo todavía esta resurrección de entre los muertos, pero estoy prosiguiendo hacia ella. Pero cuando Cristo venga, Él cambiará nuestros viles cuerpos—y entonces la habremos alcanzado. La conexión entre la gloria y nuestro andar ahora es de destacar. En tanto que estemos aquí en este cuerpo corruptible, no hay nada de gloria. Pero el Espíritu de Dios aplica toda esta gloria a los afectos. Anhelo ser como Cristo, y por ello vengo a ser semejante a Él en espíritu. Es como un hombre que tiene una resplandeciente lámpara delante de él al final de un largo corredor. No tengo la lámpara hasta que llego allí, pero consigo más de ella a cada paso que doy. Así es con la gloria: no la alcanzo hasta que he llegado; pero consigo más y más cuanto más me acerco a Cristo.
Así, en la epístola a los Efesios se nos dice que Cristo amó a la iglesia, y se dio a Sí mismo por ella. Estaba lavándola y purificándola, y quiso quitar todas las manchas. Pero era para presentársela a Sí mismo sin mancha. El Espíritu toma las cosas de Cristo y nos las presenta, y nos transforma a imagen de Cristo. En Filipenses está hablando del efecto espiritual sobre el corazón por medio de una resurrección real. «A fin de conocerle, y el poder de su resurrección ... si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos.» Es la cosa real, y ahora la aplica a su corazón. «No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús.» Cristo, en gracia, se había asido de él para la gloria. Ahora él ve la gloria, y sigue en pos de ella. Es la gloria en resurrección aplicada al corazón del hombre todo a lo largo del camino. Así es aquí. «Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.» Esta brillante y bendita gloria fija los afectos y purifica el corazón y constituye el camino cristiano apropiado. Es una esperanza santificadora—estando el alma ocupada con Cristo, de modo que es mantenida fuera del mal.
Versículos 4-5
Luego pasa a otra cosa. Si cometo un pecado, es iniquidad de la carne, y no tiene nada que ver con Cristo. «Todo aquel que hace el pecado, hace también la anarquía, y el pecado es la anarquía» (v. 4). Hace su voluntad, si puede, a pesar del mismo Dios. Ello se debe a que había pecado en el mundo sin la ley. El apóstol está estableciendo aquí una especie de marco general. Si no os estáis purificando a vosotros mismos, así como Cristo es puro, hay la anarquía de la carne; está totalmente opuesta a Cristo. No hay vía media, porque no hay nada bueno en este mundo. Se trata o bien de Cristo, o de la carne. El hombre está caído y fuera del paraíso, y no se reconoce ahora nada del hombre. Dios hizo el paraíso, y el hombre está echado de él. y Él hizo el cielo, y el hombre no está allí. Pero entre ambas cosas no hay nada aquí que Dios reconozca. Dios nunca hizo el mundo tal como es, ni al hombre tal como es, esto es, no hizo el estado moral en el que se encuentran el mundo y el hombre. Surgió cuando Dios echó al hombre de Su presencia. Entonces Caín salió y edificó una ciudad, y se estableció a sí mismo y a sus descendientes lejos de Dios. O bien tiene que ser «vosotros sois de abajo», o «yo soy de arriba». «Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien». Si la ley, entonces, es aplicada a la carne, naturalmente que la carne la transgrede. «Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él.» No había pecado en Él; y Él vino a quitar el pecado.
Versículos 6-7
Luego expone de la manera más intensa la oposición entre ambas cosas. «Y no hay pecado en él. Todo aquel que permanece, en él no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido.» Está tomando las dos cosas como opuestas de manera frontal. Porque Él les dice a las mismas personas: «Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros». Pero aquí: «Todo aquel que permanece en él, no peca», etc. La naturaleza divina no puede pecar. Lo que es nacido de Dios no puede pecar, y esto somos nosotros hasta allí donde estamos en Cristo. Como dice el apóstol, «he sido crucificado con Cristo; sin embargo vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí» (Gá 2:20, V.M.). Naturalmente, esto no es pecado. El santo nunca es considerado como en la carne, sino que «el que hace justicia es justo, así como él es justo.» No se trata meramente de que estéis transformados, sino de que habéis sido hechos partícipes de la naturaleza divina. «Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, así como él es justo.» Posee la misma naturaleza que anda por el mismo camino.
Versículos 8-9
Cristo ha muerto por lo que respecta a nuestra culpa, y de lo que se habla ahora es de la comunicación de esta naturaleza. Un hombre podría venir y jactarse mucho de doctrinas excelsas, y no practicar la justicia. Entonces yo digo: Esto no es naturaleza divina. Ésta la tenemos en Romanos 6: «Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» Estáis muertos. ¿Cómo puedes vivir en pecado? Puedes caer en pecado por descuido, pero esto no es vivir en él. En general, toma lo que es la verdad en sí misma, para que podamos conocerla en todo su vigor. «El que practica pecado es del diablo.» Y presenta lo totalmente opuesto. «Porque el diablo peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo. Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado.» ¿Cómo puede ser esto? «Porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios.» No dice: «No debiera pecar», sino: «No puede pecar.» No se trata de una cuestión de progreso, sino de naturaleza. La naturaleza con la que nace un hombre es la naturaleza que posee. Tomemos cualquier animal que queramos, y esto es cierto. Nosotros somos nacidos de Dios, y poseemos esta naturaleza, y yo digo que no puedo pecar. Tengo, es cierto, este tesoro en un vaso de barro. La carne está ahí, pero la nueva naturaleza es una naturaleza sin pecado. Lo que dice es: «Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado.»
Versículo 10
«En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.» Estos son los dos rasgos que se manifiestan en mil detalles de la vida—la justicia, la rectitud práctica, y el amor a los hermanos. Una naturaleza meramente amable la encontramos en perros y otros animales, siendo como es naturaleza animal; pero el amor a los hermanos es un motivo divino. Los amo porque son de Dios. Tengo comunión con ellos en las cosas divinas. Un hombre puede ser muy antipático por naturaleza, y sin embargo amar a los hermanos con todo su corazón; y otro puede ser muy amable, y no sentir amor alguno hacia ellos. Más abajo prosigue: «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos.» Es la gran prueba de la naturaleza divina. Es la vida de Cristo que está en nosotros, reproducida en nuestros caminos y manera de andar. No se trata meramente de evitar el pecado, porque hay más en Cristo que la ausencia de pecado. Había la manifestación de la naturaleza divina. Él fue la naturaleza divina caminando a través de este mundo, y tuvo un especial amor hacia los discípulos, como también nosotros tenemos un amor especial por los hermanos. Él estuvo en el mundo, y como entre los hombres, para manifestar en él a Dios. Y esto es lo que tenemos que hacer siempre—representar a Dios en este mundo. «Sois epístola de Cristo.» La gente debería leer a Cristo en vosotros, de la misma manera que leen los diez mandamientos en las tablas de piedra. Si leen esto, no leerán mal alguno. Tenemos la carne contra la cual luchar, pero no tras la cual andar. No se trata de un esfuerzo de intentar ser como Cristo, sino que siendo llenos de Él, se hace patente. Por ello, Cristo habla de permanecer en Él. Así, «El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él» (Jn 6:56). Él ha venido a ser nuestra vida, pero Él es nuestra vida en nuestros ejercicios diarios. Somos enviados al mundo para manifestar a Dios. Luego vienen dificultades y estorbos, y si no estamos llenos de Cristo cedemos ante todo ello; en cambio, si estamos llenos de Cristo, le manifestamos en todo ello. Si no, mostramos ardor, temperamento, o alguna cosa mala. Pero no hay necesidad de vivir en la vieja naturaleza. Nunca podemos excusarnos por vivir en ella, porque Cristo es nuestro.
Versículo 11
Vemos de nuevo en el primero de estos versículos la prueba de lo que es aquí «el principio». La gran cosa que tenemos que observar, por lo que respecta a la vida, y lo que es esta vida, es Cristo manifestado en este mundo. «Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros.» Vemos a Cristo presentado aquí de manera muy distintiva como Aquel que es el único que podría darnos la verdadera medida y carácter de todo lo demás: Él es la verdad. La luz divina, siendo como es, no existió hasta que vino Cristo. Él fue el testigo fiel. Entonces encontramos otra cosa: existe la vida mala o el viejo Adán, y la verdadera vida, que es en Cristo.
Versículo 12
Ambos principios están en operación. En el primero hay aborrecimiento y sus obras son malas, así como en el otro hay amor y justicia. Estas dos cosas van juntas. Comenzaron en Caín y Abel, y desde entonces han continuado. Los que son verdaderamente pueblo de Dios son aborrecidos. Por ello se dice que de Caín «que era del maligno, y mató a su hermano». «En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.» Era el espíritu y la naturaleza del ser que estaba apartado de Dios, espíritu y naturaleza de los que el diablo era la fuente y la energía. «Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros. No como Caín, que era del maligno y mató a su hermano. ¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas.»
Versículos 13-15
Por ello, no debéis sorprenderos si el mundo os aborrece. Es natural para el hombre. En primer lugar, Satanás es el príncipe de este mundo; y, además de esto, así es la naturaleza del hombre tal como es ahora. Nosotros estábamos espiritualmente muertos, y siempre que éste era el caso, el espíritu de Satanás regía y gobernaba, y por ello había odio contra los hijos de Dios. Pero luego tenemos esta nueva vida, y «nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos». Si alguien no ama a los hermanos, permanece en muerte. Ahí es donde estamos todos de natural. Está considerando el mismo principio de vida. Si tan sólo encuentro una señal de que un árbol es un manzano silvestre, sé lo que es el árbol. Por otra parte, si uno recibe la vida de Cristo, su fruto se corresponde con ella. No es un cambio de la naturaleza humana tal como es, porque ésta permanece en muerte. Pero la nueva vida que viene es una vida que da su propio fruto, así como la que es injertada en un árbol. Lo que brota del viejo tronco es lo que provenía de la naturaleza del árbol con anterioridad. «Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él.» No tiene este buen injerto. Se trata de un caso claro.
Versículo 16
Luego se remonta a la fuente. «En esto hemos conocido el amor.» ¿Qué es este amor? ¿Cómo puedo distinguirlo? En que Él puso Su vida por nosotros. Y si Cristo es realmente mi vida, Él será lo mismo en espíritu en mí que era en Sí mismo. Cristo guardó la ley porque nació bajo ella. Pero la ley exige al hombre que ame a Dios y a su prójimo, y esto Cristo lo hizo. Pero, además de esto, Él fue la manifestación del amor de Dios a los hombres, y especialmente a Sus discípulos, cuando ellos no amaban a Dios. Esto es lo que hemos de ser. Cristo, que era la actividad de Su amor, puso Su vida. Vemos lo que es el amor de Dios por esto mismo. Pero vosotros deberíais manifestar lo mismo. Es un privilegio inmenso. No sólo se me demanda que haga unas ciertas cosas, sino que se me llama a ser testigo de Dios en un mundo que está sin Él. Y no hay límite para esto. Yo debería ir tan lejos como Cristo. Y ha habido algunos que lo han hecho hasta la muerte. Muchos mártires han puesto sus vidas por Cristo. «Nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.» Además del inmenso privilegio, es una verdad esencial. Tenemos que manifestar a Dios en este mundo, porque Cristo está en nosotros. Esto es, si nosotros somos hijos de Dios, hay comunión con la fuente de esta realidad, y entonces debería evidenciarse en nuestro andar—como la epístola de Cristo conocida y leída por todos los hombres.
Versículos 17-19
«Pero el que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?» Tenemos aquí otra marca en la morada del amor de Dios. No es meramente amor a Dios, porque es el espíritu en el que una persona se conduce para con sus hermanos. Es el poder de esta naturaleza divina morando en nosotros que se mostrará en amor a Dios y al hombre. El amor de Dios morando en nosotros es el camino del mismo Dios, que por medio del Espíritu introduce así Su amor en nosotros. No es el amor de Dios a nosotros, sino que es la energía de este amor obrando en nosotros, y por eso se mostrará pronto a otros. «Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de él.»
Ahora considera el efecto de andar con Dios, como dándonos no el conocimiento del perdón, sino confianza. Les escribía porque estaban todos perdonados; pero si quiero asegurar mi corazón delante de Dios, he de andar en este camino. Si mi relación con Dios lleva a mi corazón a condenarme, a esto no se le puede llamar confianza. Si no estoy andando conforme a Dios, tengo o bien que apartarme de Él, o, si me encuentro en Su presencia, Su Espíritu está constantemente reprochándome, y esto no es confianza.
Versículos 20-22
«Pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas.» Él conoce mucho acerca de mí mismo que yo mismo no sé. Si un niño tiene una mala conciencia, se va a hurtadillas si su padre llega; pero si no, corre a encontrarse con él, y se echa en sus brazos. Pero no puede tener esta clase de confianza si su corazón le reprende. Esto es lo que siempre hemos de buscar: estar con Dios, y en una total confianza con Él—sin ningún pensamiento de que quizá tenga algo contra nosotros, ni en cuanto a condenación, sino como confianza presente. ¡Hasta cuán lejos va el contar completamente con Dios—contando en Su actividad presente por nosotros! No se trata sólo de una cuestión acerca del día del juicio, sino que es cuestión de los tratos presentes del alma con Dios, y de Dios para con el alma. «Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios.» En el capítulo 5 se afirma: «Y ésta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye.» Somos traídos a una presente confianza de espíritu con Dios, de manera que de Él esperamos todo bien. Si un hijo está actuando de manera desobediente, no puede ir confiado. Podrá decir: Mi padre me ama, pero va a darme unos azotes. Sin embargo, cuando el corazón es recto, el hijo espera todo lo que surge del amor de su padre. Lo mismo aquí: «Cualquier cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él.» Esto no tiene nada que ver con la aceptación, sino con el diario fluir de la bondad del Padre, de manera que el hijo cuenta con ella. Que esta confianza sea casi desconocida es el terrible efecto de esperar la aceptación y el perdón como el final del curso del cristiano. El apóstol comienza con el perdón: «Vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre.» Y ahora está hablando de la confianza del corazón para con Dios. Esto lo tenemos en Juan 14:23: «El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará», etc. Aquí no se refiere a la gracia que salva. En la epístola, Juan dice: «Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.» El Señor dice: «El que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él.» Está refiriéndose al presente ejercicio de este amor a Cristo.
Es una gran cosa decir que sólo tengo que pedir en conformidad a la voluntad de Dios, y que con certeza lo recibiré. Él nos ama de tal manera que no podemos pedir nada sin una respuesta. Quiero poder, y lo recibo de manera directa. Quiero que algún obstáculo sea removido de mi camino, y es removido en el acto. Puedo pedirle a mi padre terrenal alguna cosa, y él me podrá decir: No puedo hacerlo; no puedo ayudarte. Pero nunca es así con Dios. No puedes pedir nada que sea conforme a Su voluntad sin recibirlo. En un camino recto tengo todo el poder de Dios a mi disposición. Puedo ver montañas delante de mí—todo el poder de Satanás. Pero no importa. Si estáis andando rectamente, «pedid todo lo que queréis, y os será hecho». Tenéis una total confianza presente en Dios. Él nunca está demasiado ocupado para oírnos. Todo aquello a lo que podamos llegar es nuestro. «Cualquier cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus manda­mientos», etc. Se trata del gobierno directo de Dios para con nuestras almas. Ahí está que entra la cuestión entre nosotros y Dios del bien y del mal. Por lo que respecta a nuestra responsabilidad como hombres, estábamos arruinados. Ahora somos salvos, y los tratos de Dios nos encuentran sobre esta base, y así Él se deleita en hacerlo todo por nosotros. No es lo que queramos, sino «cualquier cosa que pidiéremos». Es la voluntad de la nueva naturaleza, esto es, obediencia en realidad. En el camino de la obediencia, Dios siempre oyó a Cristo, porque Él era obediente, y Dios nos oye a nosotros; Él nos pone, en esta vida de Cristo, en el mismo lugar que Cristo.
Versículos 23-24
«Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado.» Él llega ahora a otro punto de la mayor importancia. No meramente que haya vida, sino que Dios, por Su Espíritu, mora en nosotros. Hay poder de comunión así como vida. Dios mora con Aquel que es amor. No se trata meramente de que esté redimido. Como se dijo de Israel: «Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos» (Éx 29:46). Y así se dice de nosotros: «Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo» (1 Co 6:19). Cristo fue el Hombre obediente, y Dios moró en Él; y Dios mora hoy en aquel que es obediente. Cristo dijo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.» En nosotros sólo es de manera derivada por Su Espíritu, pero mora en nosotros. En el hombre obediente Dios mora como en el mismo Cristo. «Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado.» Esto es, es la presencia del Espíritu Santo en nosotros lo que nos da la consciencia de que Dios mora con nosotros. Él no añade en esta última parte del versículo que nosotros moramos en Él, sino sencillamente que el efecto de la presencia del Espíritu Santo era y sigue siendo que conocemos que Dios mora en nosotros.